La puerta de hierro de nuestra celda se volvió a cerrar con un sonido metálico y nos quedamos allí solos en medio del hedor sofocante de la letrina. Caminé por el suelo estrecho mientras Pepe se acurrucaba con tristeza en el duro banco de piedra.
—Qué cabrón. —Volvió a levantarse de un salto—. ¡Maldito sea el regente! ¡Malditos sean los bichos! ¡Maldito sea todo este asqueroso sistema! Encontrarán a Casey y le volverán a poner el bicho. —Apretó los puños, se relajó y los volvió a cerrar—. Debería coger el avión y buscar a Mona. —Desesperado se volvió a derrumbar—. No hay nada que pueda hacer por nosotros aquí.
Aquel fino rayo de luz enrojeció y trepó por el muro. Yo seguía preguntándome decaído qué tipo de comprador podía encontrarnos Ellen Teller cuando escuchamos los golpes de unas botas fuera. La puerta se abrió con un chirrido. Dos guardias de caras herméticas vestidos de azul nos ordenaron con sequedad que saliéramos de la celda.
Eran hombres blancos y fornidos y no llevaban bicho. Vi que Pepe se agachaba como si fuera a intentar escapar, pero llevaban cinturones con armas y se mantenían a una distancia cauta. Nos hicieron marchar por un largo pasillo hasta la parte de atrás del edificio, abrieron el cerrojo de la pesada puerta y nos dejaron salir a un callejón estrecho donde esperaban dos rikishas vacías.
Nos indicaron que guardáramos silencio y nos hicieron un gesto para que subiéramos. Se quitaron los uniformes, se pegaron unas cuentas negras en la frente, cogieron las cañas y trotaron con nosotros por un laberinto de callejones que volvían al Bulevar de la Luna. Pepe me sonrió y levantó dos dedos en un gesto de alegría. Yo me hundí en los cojines y disfruté del aire fresco y el sol, pero no me atreví a esperar nada mejor.
De repente empezaron a aullar las sirenas. El estampido de un cañón arrancó ecos de los edificios que nos rodeaban. Nuestros salvadores no miraron atrás. Tan impasibles y silenciosos como verdaderos esclavos con bichos, se fueron abriendo camino entre las rikishas, las bicicletas y las pesadas carretas, volvíamos a la arena. Los guardias de la verja miraron un trozo de pizarra que les enseñó un hombre y nos dejaron pasar al avión. Saltamos de las rikishas. Los hombres sudorosos habían desaparecido antes de que pudiéramos darles las gracias.
—¿Todo bien? —oí decir a Laura Grail desde la parte superior de las escaleras, nos ofrecía una amplia sonrisa a modo de saludo. Vestida de blanco ribeteado de verde y con una diadema verde, era un sueño increíble—. ¡Vamos!
Subimos los escalones corriendo.
—¿Quiénes eran? —Pepe señaló las rikishas.
—Amigos. —Nos hizo un gesto para que entráramos en el avión—. O podéis llamarlos héroes de la liberación.
—¡Vale! —Casey gritó desde el asiento del piloto—. ¡Adiós a los bichos!
Los motores tosieron y tronaron. Por la ventana contemplé cómo rugía el vapor del reactor y ocultaba los muros que nos rodeaban. La nave tembló y se elevó. Lenta al principio pero cada vez más rápida, la arena y los tejados rojos de la ciudad cayeron bajo nosotros. Cuando Casey le dio la espalda a los instrumentos, vi que casi volvía a ser él mismo. Un trozo vidrioso de cicatrizante brillaba sobre la pequeña herida oscura que tenía en la frente, donde había estado el bicho, pero ya no sangraba.
—¿Adónde? —susurró Pepe—. ¿Volvemos a la Luna?
—América —dijo—. Volvemos a donde encontré a Mona cuando estuvimos aquí antes.
Su voz se hizo más lenta cuando pronunció el nombre de la mujer. Vi el brillo de las lágrimas y creí tener una idea de lo que sentía. Era tras era, mientras vivíamos y moríamos y volvíamos a vivir, los robots y nuestros padres holográficos nos habían dado una sensación de inmortalidad que nos dejaba convertidos en algo muy mortal. Clonados y criados para ser los mismos que habíamos sido, nunca éramos idénticos del todo, sin embargo aquellas vidas pasadas permanecían vividas en mi mente.
Habíamos dormido cuatro siglos desde que huimos de aquellos parásitos vampiros negros de la selva roja de espinos de África, pero nuestro vuelo parecía tan real como si hubiera ocurrido ayer. Nuestro gran rumbo circular nos había llevado hacia el norte, a los glaciares y luego de vuelta al sur a lo largo del borde de la capa helada de Norteamérica hasta que la tundra plana y marrón dio paso a un verde azulado y exótico, y por fin bajamos sobre los bosques extraños y multicolores de lo que había sido Chihuahua.
Había leído los viejos archivos y escuchado los hologramas hasta que las inolvidables canciones de los árboles y el ser alado al que Casey llamó Mona se convirtieron para mí en recuerdos casi reales. Recordé el arbolito al que llamó Leonardo y al que amó como si fuera su hijo. Le pregunté a Casey si quería buscar el árbol Leo.
—Después de todo este tiempo… —Se encogió de hombros con recelo pero una vieja emoción brilló en su oscura cara asiática—. No sé lo del árbol, Laura cree que mi Mona quizá esté por allí, luchando con los rebeldes para terminar con la esclavitud de los jinetes. La encontraremos si podemos.
Se volvió hacia sus instrumentos para planear el curso a seguir. Al despegar desde un punto diferente, estábamos sobre otra gran ruta circular, volábamos muy al norte del disminuido Mediterráneo. Ya estábamos muy altos. Encontré el borde de la capa de hielo del norte de Asia. Laura estaba haciendo té y calentando los paquetes de calabacín y tofú que había encontrado en la despensa. Pepe pidió más información sobre los amigos que nos habían liberado.
—Nos habíamos enterado de vuestra cita para conocer al regente —nos sonrió con ironía—. Mi editor quería otra historia sobre vosotros si podía hacerla pasar por la censura. Yo no quería veros con bichos en la cara. Me metí aquí en secreto para echarle otro vistazo a vuestra máquina. Casey me dejó entrar. Hablamos y luego…
Hizo una pausa para contemplar el cielo que se veía por las ventanas, ahora de un color púrpura oscuro, el brillo blanco del hielo y las nubes quedaba muy por debajo de nosotros.
—Nunca me había atrevido a decirlo —continuó—, pero estoy con los que llaman Científicos. O chiflados. O traidores al regente. Nombres que utilizan cuando nos cogen y nos ponen los bichos. Nosotros nos llamamos coloniales. En cuanto a nuestra historia, los primeros colonos tuvieron un comienzo duro. Aterrizaron en el Valle. Un lugar muy hermoso, fértil y con agua abundante, seguro dentro de aquellos muros montañosos pero demasiado cerca del hielo tal y como estaba en ese momento. El primer invierno fue muy duro. Unas avalanchas inesperadas enterraron el lugar original y casi acabaron con ellos. Los supervivientes pudieron construir un laboratorio y clonar a otras personas. El Valle siguió siendo el centro del gobierno que había cuando creció la colonia, pero las comunicaciones eran pobres. Las generaciones que empezaron a asentarse más al sur fueron al principio independientes. Las de la costa construyeron barcos y empezaron a explorar. Su futuro parecía brillante hasta que llegaron a las costas de África y conocieron a los amos negros. Eso dio lugar a un tipo diferente de prosperidad. Uno de los descendientes de Arne Linder se escapó de África con un bicho vivo. Tras aprender la ciencia de los maestros, por fin consiguieron incubar los huevos y plantarlos en la gente. Alfred Linder los trabajaba en una plantación que cubría Sri Lanka. Su hijo Roscoe construyó una flota de barcos y se dio cuenta de que comerciar con los amos era más lucrativo que luchar contra ellos. El horrorizado gobierno colonial ilegalizó la esclavitud pero Roscoe se mantuvo fuera de su alcance. Se cambió el nombre a Arne, se declaró Arne Primero, regente de la Luna y gobernador legal de la Tierra. Sus ejércitos de clones capturaron el Valle. Unos cuantos coloniales aguantaron en las fronteras, otros emigraron a América y establecieron allí una nación libre. Su sucesor envió expediciones para convertirlo en territorio de esclavos. ¡Política de la regencia! —Se encogió de hombros con gesto irónico—. Ahora los amos negros necesitan a los regentes y los regentes los necesitan a ellos. Por su bioquímica alienígena necesitan minerales para alimentarse, minerales que son difíciles de encontrar en África. Su selva roja de espinos no deja de extenderse. Se ocultan en ella y montan a sus bestias asesinas para atrapar a los hombres que intentan quemarla o derribarla con machetes, pero no se pueden permitir deshacerse de los regentes. En cuanto a la guerra americana, es pura política, se lucha para extender la esclavitud de los jinetes a otro continente más. —Se encogió de hombros con abandono—. Esa guerra la están ganando.
—¡Pero Mona…! —Casey le dio la espalda a los controles, su voz se había hecho más penetrante—. Está ahí fuera. Tenemos que encontrarla.
—Si podemos. —Laura no parecía muy segura—. Es un continente muy grande.
Le pregunté a Laura qué más sabía.
—No mucho. Un escalador vio bajar su volador. Pensó que debía de ser de la Luna. Su informe alarmó al regente y los persiguieron. A Casey, claro está, lo confundieron con un esclavo huido. Los Científicos encontraron a Mona y la trasladaron a América clandestinamente.
—Allí es donde está —asintió Casey esperanzado—. Luchando con los rebeldes.
—Donde estaba. —Laura se encogió de hombros—. Es difícil recibir noticias de América. El corresponsal que teníamos en Ciudad Libre ha desaparecido. Retrasaron y censuraron durante meses sus últimos informes. Mis amigos estaban dispuestos a arriesgar su vida para subiros a vuestra nave pero no había mucho más…
—La encontraremos. —Casey se inclinó de nuevo sobre sus instrumentos—. Tenemos que encontrarla.
Dejamos atrás el hielo. Las montañas marrones se elevaron de una calima gris y el desierto marrón se convirtió en un extraño azul verdoso. Vi que Casey fruncía el ceño sobre sus cartas, copias de las que habíamos enviado por fax a la Luna antes de que muriera allí.
—El bosque —le oí murmurar—. No encuentro el bosque.
Recordé los árboles cantarines que debían de proceder de fuera de la Tierra, recordé los globos que criaban para llevar su semilla, recordé la semilla de alas doradas que Casey llamaba Mona y el arbolito que había crecido de su cuerpo cuando murió.
Casey estudió los mapas y estudió el suelo que tenía delante.
—El bosque ha desaparecido —murmuró otra vez—. El bosque donde aterrizamos.
Lo busqué también. La tierra que había bajo nosotros parecía plana, marrón y muerta. Creí ver motas de color en el horizonte lejano, un fulgor de nieve en una montaña aún más lejos, pero no mucho más.
—¿Ves esas líneas? —Señaló pero no encontré ninguna línea—. Ferrocarriles, creo. Van hacia el sur. Hacia los puertos, supongo. —Miró fijamente hacia delante—. Es confuso, pero los ríos y la disposición de la tierra debería mostrarnos el lugar donde bajamos.
Nos posó por fin en medio de un vapor rugiente. Se aclaró para revelar un paisaje triste. Enormes tocones donde antes se levantaban los árboles estaban ahora calcinados, los rodeaba la ceniza negra. Con un silencio amargo abrió la puerta y desplegó la escalera de aterrizaje. Bajamos tras él, al sol ardiente y al hedor acre del fuego.
No muy lejos brillaban los raíles de acero. Señaló al norte, al otro lado de los tocones, hacia un penacho de humo blanco. Esperamos en silencio mientras una locomotora de vapor pasaba rugiendo a nuestro lado. Vi una línea de clones sucios de humo que se pasaban grandes bloques de madera desde el tender para alimentar la caldera. El ingeniero se inclinó desde su cabina para mirar y soltó una explosión blanca que me sobresaltó.
Unos troncos enormes estaban cargados en el largo tren de plataformas que llevaba detrás. Nos quedamos allí con Casey en medio del hedor cálido y húmedo del humo hasta que el último vagón pasó tronando. Luego, sin otra palabra, cruzó las vías con pasos firmes. Fuimos tras él dando bandazos y seguimos la orilla de un arroyo estrecho hasta que se detuvo para mirar un amplio tocón.
—Ése era Leo. —Su rostro se había contorsionado bajo el brillo vidrioso del cicatrizante que le cubría la herida del jinete y hablaba con voz ronca y lenta—. Nuestro hijo.
Pepe extendió la mano para tocarle el hombro. Un rayo de ira le cruzó el rostro como si pensara que estábamos a punto de echarnos a reír.
—Lo siento —susurró Pepe—. Lo siento mucho.
Desaparecida la ira se volvió de nuevo hacia el tocón.
—Tenía que venir —murmuró—. Tenía que saberlo. —Se quedó allí mucho tiempo, contemplando el tocón quemado y por fin se encogió de hombros y se giró hacia nosotros—. No es que importe —sacudió la cabeza y vi lágrimas en sus ojos—. Cuando oigáis lo que tengo que deciros ahora, comprenderéis que ya no importa.