24

Nos rodeaba media docena de clones negros, su líder era blanco y ciego. Un ojo era un pozo marchito, un trozo de tela oscuro ocultaba el otro. Nos vio a través de los ojos diminutos y negros del bicho que llevaba en la frente. Él, o quizá el bicho, nos condujo con órdenes pronunciadas en tono agudo: «¡Caminad!… ¡Rápido!… ¡Derecha!… ¡Izquierda!… ¡Alto!».

Nos hizo marchar de vuelta por el Bulevar de la Luna hasta la Agencia de Justicia, un edificio modesto de ladrillo rojo que estaba a dos manzanas por una calle lateral. Dentro del edificio nos dejó encerrados en una celda larga y desnuda con un banco de piedra en una de las paredes y una zanja estrecha de basura apestosa en el otro extremo.

Una fina hoja de luz proveniente de una ventana alta cortaba las sombras y mostraba a un hombrecito vestido con un manto deslucido y gris derrumbado en un montón sollozante en el extremo del banco. La puerta de hierro se cerró con un sonido metálico detrás de nosotros. Me sentía atrapado y perplejo, aturdido por el desastre, y lo único que podía hacer era mirar a Pepe.

—Ojalá no hubiéramos aterrizado jamás. —Bajó la voz aunque el hombre lloroso no nos prestó atención—. O que no hubiéramos dejado a Casey solo en el avión. Dios sabe lo que le pasará ahora. —Hundido en la más amarga desesperación, se quedó callado por un tiempo—. Si esto es lo mejor que podemos hacer —murmuró de repente—, DeFort debería haber dejado en paz la Tierra muerta.

Busqué algún modo de animarlo, pero no encontré nada que decir; sin embargo él encontró el espíritu suficiente para sentarse al lado de nuestro desgraciado compañero y convencerlo para que nos contara su historia. Entre sollozos, el hombre gimió que había descubierto a su mejor amigo en la cama con su mujer. Loco de pena y furia, cogió una lámpara y golpeó a su amigo. Su mujer gritó y lo agarró, él volvió a golpear. Su amigo cayó y murió. El brazo de su mujer estaba roto pero salió corriendo desnuda y llamó a la ley.

—¿Qué le pasará ahora a usted?

—No me importa —se frotó los ojos rojos—. Me pueden poner el bicho si quieren. Debería haber muerto con Cario.

Sin señales de animación de este preso, Pepe sondeó en busca de alguna insinuación de esperanza en los otros prisioneros que entraron a lo largo de todo el día. Uno era un hombrecito nervioso con una toga blanca y sucia, ansioso por contar su historia. Había sido un empresario honesto, vendía fruta tropical en un puesto de la Calle Regente. Arrestado por robar a un platero, era el cabeza de turco inocente del verdadero ladrón.

—Esta mañana temprano me dirigía yo a mi puestecito de la calle. El ladrón pasó como un rayo a mi lado con un policía gordo silbando detrás. Me agarró el sombrero y me tiró un puñado de plata robada a los pies. Lo seguí para recuperar el sombrero. Se paró, señaló la plata esparcida y juró que me había visto lanzar un ladrillo al escaparate. El policía se rio de la verdad y lo dejó irse con la mayor parte del botín todavía en los bolsillos.

El hombre lloroso se incorporó y le ofreció a Pepe un encogimiento de hombros irónico.

—Creedlo si queréis. Yo diría que el que habla es su bicho. Convierte a un hombre en un tonto incluso antes de que le crezca en el cerebro, pero esas mentiras no lo van a salvar. El juez no lo va a escuchar y a su bicho no le importa.

Se limpió los ojos hinchados con el dorso de la mano y se hundió en un silencio sombrío.

—¿A cuántos les ponen los bichos? —Pepe se volvió hacia el hombre de la toga sucia—. ¿No va alguno a la cárcel en lugar de los bichos?

—¿Cárcel? ¿Qué es la cárcel?

Nos miraba como si fuéramos animales extraños mientras Pepe intentaba explicarle lo que era una cárcel.

—Si esos lugares existieron alguna vez, ya no se necesitan. Con los bichos es suficiente.

Cuando sonó la puerta otra vez, nuestro siguiente invitado era un borracho con una toga manchada de sangre y un trapo en la cabeza. Dio varios tumbos hasta el extremo de la celda, vomitó ruidosamente en la zanja, cayó sobre el banco y se quedó allí tirado apestando a alcohol barato y roncando como si estuviera acatarrado.

El último en llegar estaba mejor vestido, con una diadema de oro y una prenda ribeteada de oro que parecía de seda. Era un tipo moreno con un bigote espeso y negro; se sentó con aire de arrogancia ofendida e hizo caso omiso de los primeros esfuerzos que hizo Pepe por entablar conversación. Cuando Pepe persistió, explotó en una repentina diatriba.

—¡Lo llaman a esto templo de justicia, pero a mí me han tendido una trampa! Me ha tendido una trampa mi socio. Estábamos en la construcción. Royce y Ryan, una gran compañía, antigua, leal al regente, hay edificios nuestros por toda la ciudad. Estábamos negociando para conseguir los contratos para la Torre Asiática cuando murió mi primer socio y su hijo lo sustituyó.

»Mike Ryan, un crío engreído recién salido de la facultad y lleno de ideas sobre los derechos civiles. Siempre habíamos utilizado contratos de trabajadores. Clones negros para el trabajo pesado y convictos montados para las tareas con acero y albañilería delicada. Está claro que los sindicatos del hombre libre siempre se enfrentaban a nosotros cuando íbamos a los corredores en busca de sus ex miembros cualificados, a los cuales se les había puesto el bicho por huelgas y motines. Mike quería que contratáramos hombres libres al doble de precio. Le dije que eso nos arruinaría, pero el cabeza cuadrada no quiso escucharme.

»En lugar de eso conspiró para tenderme una trampa. Me acusó de sus propios delitos. Falsificó pruebas de que yo estaba metido en una gran conspiración para liberar convictos. Mataba a los jinetes con el zumo de una hierba venenosa sacada de África de contrabando y dirigía un movimiento de resistencia clandestina que los llevaba a la libertad de América.

»Una conspiración monstruosa para quitarme de en medio y quedarse con la empresa —suspiró con aire desamparado—. Esos estúpidos agentes de justicia entraron en nuestra oficina, se llevaron nuestros archivos y me arrestaron. ¡Mírenme ahora! Soy un convicto, sentenciado a sudar el resto de mi vida con un bicho en la cabeza.

El llorón se levantó de nuevo.

—Podría ser al revés —sonrió con malicia a Royce—. Podría ser que usted fuera el ladrón. Podría ser que su víctima le diera la vuelta a la tortilla. Usted podría haberse tendido la trampa a usted mismo.

Se quedaron sentados allí mirándose furiosos sin más que alegar. Aquella fina hoja de luz cambió, enrojeció y se atenuó. Los guardias nos trajeron una jarra de agua para que nos la pasáramos pero no trajeron comida. La zanja apestosa era una letrina cuando teníamos que usarla. El borracho se cayó del banco y se quedó roncando en el suelo.

Pepe paseó por el estrecho suelo y volvió para susurrarme:

—¡Piensa, Dunk, piensa! ¡Estamos muertos si no pensamos!

Lo intenté y no se me ocurrió nada.

La luz fue desapareciendo. Pepe estuvo paseando mientras pudo ver. Rígido de estar tanto tiempo sentado me sentía entumecido e impotente, y tenía frío. La oscura celda se quedó callada, salvo por las toses, los ronquidos y el hombre triste que gemía que amaba a su mujer y no pretendía matar a Cario. Al fin me quedé dormido y soñé que habíamos vuelto al avión y volvíamos a la Luna. El chirrido de las bisagras de hierro me despertó.

A los otros les habían dado unos números con un sistema que nunca entendí. Los guardias leían los números de una pizarra y venían a llamarlos, uno por uno. El borracho yacía roncando hasta que el hombre de los ojos rojos lo despertó, intentó vomitar de nuevo y salió tambaleándose detrás del guardia. Pepe y yo esperamos inquietos hasta que por fin nos llevaron por un pasillo sombrío hasta una habitación donde me cegó la luz del sol.

La amplia ventana enmarcaba un jardín amurallado de plantas exuberantes con unas hojas gruesas, de color púrpura, parecidas a cactus, y unas flores enormes de color escarlata y forma de trompeta. El sol brillaba sobre un amplio escritorio de una madera dura negra como el azabache, pulida hasta que reflejaba el fulgor del sol. El aire estaba saturado de un extraño aroma proveniente de las flores doradas y diminutas que había sobre una planta con aspecto de musgo que llenaba un cuenco de cristal.

—¡Caballeros!

La corredora de jinetes, Ellen Teller, nos saludó con amabilidad; sonreía desde el otro lado del escritorio. Vestida con algo más brillante y revelador que la toga que llevaba en la cena, tenía un aspecto brillante, joven y limpia, casi tan atractiva como recordaba a Mona y Tanya. Se levantó y por un instante pensé que iba a dar la vuelta para estrecharnos la mano, pero nos indicó con un gesto enérgico las sillas que había delante del escritorio.

—Por favor, siéntense.

Nos sentamos y esperamos.

Se sentó y nos miró pensativamente. Yo tenía frío, me sentía cansado y sucio, entumecido por intentar dormir sobre una piedra fría y dura, y me dolía la barriga de hambre. Sacudió la cabeza hacia mí como si simpatizara con mi incomodidad y se dirigió a Pepe.

—¿Así que dicen que son agentes de la Luna?

—Somos de la Estación Tycho —le dijo—. Pero sólo estamos aquí para mirar e informar de lo que encontremos. No presumimos tener ninguna autoridad para meternos con nadie. —Se inclinó hacia ella con ademán desesperado—. Todo lo que queremos es volver a nuestro avión y regresar a la Luna.

—Lo siento. —Creí ver por un momento un rayo de piedad pero su sonrisa había desaparecido—. El regente no permite apelaciones. Nuestro problema ahora es su futuro aquí. Fue bastante fácil colocar a sus compañeros de celda, pero ustedes… —Hizo una pausa para fruncir el ceño como si buscara algo—. ¿Tienen alguna habilidad manual que pudiera ser útil aquí?

Esperanzado por un momento, señalé a Pepe.

—Es piloto espacial.

Ellen lo miró.

—Una habilidad que quizá no necesiten. —Pepe se encogió de hombros y añadió con rapidez—: Mejor que eso, podemos proporcionarles conocimientos. En la estación tenemos una biblioteca y un museo llenos del arte, la historia y la ciencia de la vieja Tierra. Tesoros del viejo mundo que podrían transformar el suyo.

La chica sacudía la cabeza.

—Hemos visto al regente —se apresuró a continuar desesperado—. Quizá él no quiera ningún cambio importante, pero no estamos aquí para amenazar a nadie. Tiene que haber alguna destreza tecnológica que puedan usar.

—Quizá le puedan ser útiles a alguien. —Miró por la puerta abierta y asintió con gesto pensativo—. Preguntaré. —Nos estudió otra vez y preguntó bruscamente—: ¿Han comido?

—Últimamente no —dijo Pepe. Dio unas palmadas. Un clon negro de Casey entró con una enorme bandeja de plata atestada de copas, una jarra, un cuenco de hielo y un plato de pastelitos que llenaron el aire de una fragancia que me hizo la boca agua. Contemplamos ávidamente mientras el clon silencioso servía hielo en las copas y las llenaba de un líquido rosa pálido.

—Hielo del glaciar —dijo expansiva y radiante, y dejó que el clon le diera la primera copa—. Un nuevo lujo. El agente de comercio acaba de abrir una nueva carretera que atraviesa las montañas y sube hasta los glaciares. Los corredores clones ahora pueden conseguirnos el hielo antes de que se derrita.

La bebida era el zumo de una fruta americana, dijo. Se había traído las semillas cuando había visitado el continente y las había establecido en su propia plantación. Muerto de hambre como estaba, su dulzura picante era una delicia. Terminamos las copas y el clon nos ofreció los pastelitos. Nos contempló claramente divertida, le hacía gracia nuestra hambre, hasta que el clon desapareció con la bandeja.

Hizo caso omiso del agradecimiento de Pepe, cogió una pizarra, frunció el ceño y sacudió al cabeza.

—El regente no le ve ninguna utilidad a esa electricidad, sea lo que sea eso, ni a ninguna de esa magia vuestra de la Luna. —Borró algo de la pizarra y miró atentamente a Pepe—. ¿No sabe hacer algo útil que pueda interesarle a un comprador?

—¿No nos cree? —le rogó desesperado—. ¿No cree que de verdad venimos de la Luna?

—¿Quién sabe? —se encogió de hombros—. He visto su máquina voladora. Podríamos conseguir algo mejor si supiera algo más sobre ustedes. Háblenme de esa ciudad de la Luna. ¿Cómo viven ahí, sin aire para respirar?

Escuchó con aparente interés mientras él intentaba describirle la estación.

—Devuélvanos a nuestra máquina —le dijo— y podremos llevarla allí. —Un relámpago de interés le iluminó el rostro y él se apresuró a continuar—. Podríamos congelar una muestra de tejido, si quiere. La podrían clonar para que viviera otra vez en mundos futuros. Una especie de inmortalidad…

—¿Clonarme? —Se había ofendido—. Ya he visto bastantes clones. Mi problema es encontrarles un lugar.

—¿Se refiere a un bicho? —Pepe se inclinó hacia ella, ronco por el miedo—. ¿Quiere hacernos un agujero en el cráneo? ¿Implantarnos esos asquerosos monstruitos en la cabeza para que cabalguen sobre nosotros y nos torturen durante el resto de nuestra vida?

—Nada que vayan a disfrutar —asintió con ademán filosófico—. La vida pocas veces es perfecta. Pero ya han admitido que no son más que clones, provistos de su propia y peculiar inmortalidad. Pase lo que pase en una vida, siempre pueden pensar en la siguiente.

—Los clones son personas —extendió las manos, le rogó—. Los clones pueden sentir dolor.

Marcó algo en la pizarra e hizo sonar una campana para llamar al guardia.

—¡Señorita Teller, por favor! —Levantó la voz desesperado—. Parece humana, ¿es que no tiene sentimientos humanos?

Se puso rígida y se sonrojó de ira pero luego se volvió a hundir lentamente en la silla. El guardia apareció en la puerta, la miró y desapareció. Se quedó mucho tiempo allí sentada, mirándonos con la mirada vacía. Cuando por fin habló lo hizo tan bajo que casi no la oímos, como si hablara consigo misma.

—Pues claro que siento. —Le temblaban los labios—. Recuerdo a un amigo, un hombre que me importaba, condenado por un simple error político. Apelé, pero tenía enemigos. Una vez lo vi tirando de una carreta en la calle. Lo llamé, no podía girarse ni hablar pero su bicho me miró. Sé que me oyó y sé lo que sintió.

Se había puesto pálida, dio un golpe en el escritorio brillante y se derrumbó sobre él como si estuviera a punto de llorar. Sin embargo un momento después se había levantado.

—Eso fue entonces. —Tenía la voz dura y penetrante—. Y esto es ahora. Sí que tengo sentimientos, agente Navarro, pero no son asunto suyo.

Volvió a llamar al guardia.