Gimió y se volvió a hundir en el suelo con los ojos cerrados, aún le rezumaba un hilillo de sangre del agujerito estrecho que tenía en la frente.
—¡Casey! —Pepe se arrodilló para llamarlo—. ¿Puedes hablarme?
Echado de espaldas, el sonido de su respiración era débil y lento y no respondía.
—Es Casey —susurró Pepe.
—¿Estás seguro?
—Lo vi en sus ojos. Me conoció.
Se quedó quieto mientras le lavábamos la sangre medio seca y rociábamos cicatrizante en la herida. Pepe abrió el botiquín, le pegó los sensores a los puntos vitales e hizo una mueca al ver la lectura de datos rojos.
—No sabe más que nosotros.
Le dimos la vuelta al cuerpo y encontramos callos duros en las manos y en los pies pero ninguna otra herida. Echamos hacia atrás el asiento del copiloto para hacer una cama y lo subimos a ella. Quedó allí echado, sin vida salvo por el resuello lento y débil de su respiración. Nos turnamos para sentarnos con él y no vimos ningún cambio. Yo estaba trabajando en un informe para la estación cuando Pepe vio que se abría la verja.
Un pelotón de hombres uniformados entró en formación y se desperdigó para registrar el campo. Encontraron la rikisha volcada y se la llevaron rodando. Se subieron al avión pintado de rojo que se encontraba en la otra pista, salieron otra vez y por fin se reunieron alrededor de nuestra nave. El líder nos llamó de un grito.
—Su Merced, por favor, discúlpenos. Estamos buscando a un esclavo fugitivo. Un clon negro, desesperado y peligroso. Lo hemos rastreado hasta aquí. ¿Lo han visto?
Pepe le echó un vistazo a la sangre del escalón y se volvió hacia mí. Lo pensé durante un momento. Si nos sorprendían con Casey a bordo podían tacharnos de agentes Científicos y enemigos del regente. Sin embargo negué con la cabeza.
—¿Están intentando atrapar a un esclavo huido? —Pepe imitó el tono asombrado—. No lo encontrarán aquí.
—Cuidado con él, Su Merced. Es un peligro para ustedes y su máquina. Se debe informar de cualquier prueba al instante.
Formó a sus hombres en una columna y salió con ellos. Pepe se encogió de hombros con inquietud y volvimos a entrar para tomarle el pulso a Casey y probar otra vez con el botiquín. Sin conocimientos médicos, sin equipo, salvo el botiquín y el cicatrizante, no sabíamos qué más hacer.
El cicatrizante había detenido la sangre que rezumaba. Se quedó echado toda la tarde, respirando pesadamente y sin responder cuando lo llamábamos o le ofrecíamos agua. Un poco después del atardecer, se incorporó y miró alrededor de la cabina. Vi un reconocimiento pasajero y luego pura ansiedad.
—¿Mona? ¿Dónde está Mona?
—No lo sé —empezó Pepe—, pero hemos oído…
Con algo parecido a un sollozo se volvió a hundir y se quedó quieto. Nos turnamos durante toda la noche para dormir un poco y sentarnos a su lado. A veces se frotaba el cicatrizante de la herida. En ocasiones gritaba palabras que no entendí y daba manotazos contra un enemigo invisible. Cuando le cogí la mano, se aferró a la mía como si necesitara el contacto humano y su respiración rápida se tranquilizó. Se relajó y por fin pareció dormir.
A la mañana siguiente, aún temprano, desperté después de dormir un poco y lo encontré de pie al lado de la cama. Se balanceaba inestable hasta que recuperó el equilibrio y arrastró los pies hasta el baño. Oí la ducha. Volvió desnudo, el cuerpo más delgado pero los músculos en buen estado y tensos bajo la piel.
—Mona. —Se me quedó mirando con los rasgos contorsionados por el dolor—. ¿La habéis encontrado?
Pepe sacudió la cabeza y preguntó por ella.
—No sé nada —su voz era un sonido áspero y oxidado—. Dejamos el avión en el hielo cuando nos dispararon e intentamos escondernos cuando nos cazaron. A mí me cogieron, no sé qué fue de ella.
—Creo… tengo la esperanza de que escapó —le dije—. Hemos oído hablar de una mujer que lucha con los rebeldes de América. Una mujer que afirma venir de la Luna.
—Si es Mona… —Se quedó callado, con la mirada hosca y melancólica clavada en los picos helados que había detrás de la ventana—. Si pudiéramos llegar a ella…
—Si pudiéramos. —Tuve que negar con la cabeza—. Está a medio mundo de distancia. Si de verdad es Mona.
—Pero ahora, Casey… —Pepe dudó—. ¿Podrías contarnos cómo era? ¿Lo del bicho en la cabeza?
—¡Un infierno! —Se estremeció e intentó sonreír—. Quizá más tarde. Si puedo; ahora no.
—No te preocupes por ello —Pepe se encogió de hombros—. Has perdido sangre. ¿Cómo te encuentras?
—¿Eh? —Manoseó el cicatrizante que tenía en la frente y se nos quedó mirando durante un momento como si fuésemos extraños indeseables—. Perdona, Pep. —Hizo una mueca y sacudió la cabeza—. Fue una pesadilla. Me gustaría olvidarlo… —Dio un gran suspiro inquieto—. Estaré bien, creo. Mi cabeza… —Frunció el ceño y se tocó el cicatrizante como si lo confundiera—. Lo que necesito es dormir.
—¿No quieres desayunar? ¿Puedes comer?
—¿Desayunar? —Frunció de nuevo el ceño—. Puedo intentarlo.
Pepe hizo una tetera del brebaje amargo que los robos llamaban té y calentó tres de los paquetes de desayuno que nos habían hecho. Casey lo saboreó sin mucha seguridad, comió con un apetito cada vez mayor y luego quiso otra taza de té.
—Si puedes hablar —le preguntó Pepe otra vez—, ¿puedes decirnos cómo fue?
—Si queréis saberlo… —Se acurrucó en silencio durante un momento; luego se rehízo con ademán triste—. ¡Fue un infierno! —su voz explotó pero luego continuó más tranquilo—. Si creéis en el infierno. Me explotaba la cabeza con un dolor que no paraba nunca. Peor aún: era la impotencia más absoluta. Podía sentirlo todo, oírlo todo, ver todo lo que se ponía delante de mis ojos, pero no podía mover un músculo. Incluso un picor en la nariz era un tormento. No podía rascarme. Ni siquiera pensar salvo por los momentos en los que el bicho no me estaba usando. Luché por la libertad cuando pude. Luché para guiñar un ojo, mover un dedo. Esperé una oportunidad. Anoche nos tuvieron barriendo calles. Salía de un callejón con la escoba cuando el bicho me detuvo para dejar pasar a una carreta de carga. En ese segundo libre, vi un desagüe de tormenta a mis pies, tiré la escoba y me las arreglé para tropezar. Torcí la cabeza al caer; luchó… y luchó…
Su voz había desaparecido y nos miró como si de repente fuéramos enemigos. Con los puños apretados parpadeó y miró la cabina como si hubiera olvidado dónde estaba.
—Perdón. —Hizo una mueca y aguantó el aliento áspero—. Intentó matarme. Me golpeó con su propio dolor cuando se estrelló contra el pavimento. Me dejó inconsciente. No sé cuánto tiempo estuve allí echado antes de recuperarme lo suficiente para arrancarme el bicho muerto de la cabeza. Y luego… —Aturdido se detuvo para frotarse el cicatrizante—. Lo siguiente que recuerdo es el hedor de esos extraños árboles. La carreta de carga había desaparecido. La calle parecía vacía. Tuve que apoyarme en una pared hasta que se me aclaró la cabeza. Subí corriendo el callejón cuando pude. Encontré la rikisha fuera de un taller de reparaciones y la utilicé de tapadera para llegar aquí. Ahora… —Se detuvo para examinarnos con la mirada nerviosa y los ojos inyectados en sangre—. ¿Podéis esconderme? ¿Dejarme… dejarme dormir?
Su voz se perdió en el silencio. Se volvió a hundir en la cama y empezó a roncar con suavidad.
—Tenemos que esconderlo —dijo Pepe—. Si podemos.
Encontró una pala y bajó las escaleras para echar arena sobre las manchas de sangre. Yo actualicé el informe para los ordenadores y encontré que una Luna pálida trepaba detrás del sol. Me hizo soñar con la estación, la Tierra saliendo ardiente del cielo negro del norte, al otro lado del cráter, para iluminar la cúpula.
Me quedé sentado lleno de una triste añoranza mientras Pepe enviaba el informe y esperábamos una respuesta.
Yo había crecido medio enamorado de Tanya y medio enamorado de Mona, siempre tristemente consciente de que las dos querían más a Casey. Y nunca me gustó Arne. Todavía no era un orgulloso príncipe de la Tierra sino un macarra arrogante al que nadie quería, aunque Dian había dejado que la reclamara como suya.
Recuerdo cómo vinieron todos a decirnos adiós cuando despegamos. Dian nos deseó suerte. Tanya nos besó y lloró. Me pregunté cuánto les importaríamos en ese momento. ¿Montaría Arne una expedición de rescate si tuviéramos que pedirla? Me parecía que no.
Cuando nuestro mensaje no recibió respuesta, no nos sorprendimos.
Casey durmió, por fin parecía descansar mientras nosotros manteníamos una vigilancia nerviosa desde las ventanas. Pasaron unas cuantas personas para mirarnos desde los tejados que había detrás del muro pero no vimos a nadie en la arena. Cuando se acercó el momento de la recepción, sacudí el brazo de Casey.
Todavía muy dormido, se levantó inestable, dio varios tumbos hasta el baño y se tragó otra taza de té. Parecía confundido y alarmado de que tuviéramos que dejarlo solo, pero permitió que Pepe lo convenciera para meterse en el almacén con aspecto de ataúd que había entre los depósitos de combustible. Cerramos la trampilla del suelo y extendimos un trozo de alfombra por encima.
Llegó el mediodía y se abrió la verja. Salió una silla de ocho plazas bordeada de plata con Drake y Frye en el asiento delantero. Detuvieron a los porteadores a corta distancia y bajaron de la silla. Nosotros bajamos las escaleras para recibirlos.
—Tómate tu tiempo —murmuró Pepe—. No olvides quiénes somos. Auténticos agentes de la Luna.
—¡Sus Mercedes! —Frye nos estrechó la mano quizá con demasiado entusiasmo mientras Drake se quedaba tímidamente atrás—. El regente está listo para recibirlos.
Sin embargo nos hizo un gesto para que nos alejáramos de la silla, miraba hacia atrás como si pensara que los porteadores o sus bichos pudieran estar escuchando. Bajó la voz con tono confidencial.
—Sus Mercedes, confío en ustedes. —Me echó una mirada tan penetrante que pensé que no confiaba—. Han estado pidiendo información sobre asuntos de la regencia. ¿Podría permitirme añadir unas palabras propias?
—Por favor —le dijo Pepe—. De verdad, necesitamos saberlo todo.
—Se va a producir una crisis. —Nos cogió del brazo para acercarnos más, su voz era apenas un susurro—. Deberían saber que el regente Arne ya no es lo que era. Conocerán a su segunda esposa, Fiona Faye, ¡una puta! —El asco le contorsionaba la cara—. Olviden la palabra, pero eso es lo que es. Hace gala de su posición y deshonra a su marido. Se dice que se acuesta con sus clones negros. Quizá también con su favorito actual, el Agente de Trabajo Ash. Está conspirando para convertirlo en el siguiente gobernante. El heredero legítimo debería ser el hijo del regente, Harold. Ahora está en América, al mando de las fuerzas que tenemos allí y demasiado lejos para protegerse. En cuanto a Ash… —El labio de Frye se plegó de desprecio—. Comercia con convictos controlados. Los compra a través de Teller, se guarda las mejores mujeres para él y vende el resto o los mata a trabajar en sus propias plantaciones.
Se detuvo para estudiar nuestros rostros.
—Una situación precaria, hecha más urgente por su llegada. Si se cruzan en el camino de alguien, el resultado no será muy agradable. Desagradable para ustedes y para todos nosotros, si comprenden lo que quiero decir.
Pepe asintió sombrío para demostrar que sí.
Nos indicó con un gesto que subiésemos a la silla y los porteadores salieron corriendo con nosotros de la arena y volvimos esquivando las carretas, sillas y rikishas, los olores malignos de los hongos coronados de rojo del Bulevar de la Luna, que terminaba en una fuente que jugueteaba alrededor de los pies de una magnífica estatua de Arne Primero. Un amplio tramo de escalones de mármol blanco subía hasta el palacio del regente: una montaña monumental de granito negro detrás de una columnata de mármol blanco.
Un pelotón de clones de Casey nos dio el alto y nos registró antes de escoltarnos por un largo pasillo hasta una antecámara vacía, una sala enorme con bancos de madera desnuda a los lados. Esperamos allí inquietos hasta que por fin un guarda ataviado de oro nos hizo un gesto a Pepe y a mí para que entráramos en el sancta sanctorum del regente. Drake y Frye se levantaron para ir con nosotros, pero les hizo un gesto con el rostro determinado y silencioso que los dejó levantados e intentando ocultar su desconcierto.
El regente Arne esperaba sentado con su mujer en el centro de una larga mesa situada sobre un estrado elevado. Un montón de carne quebrantada, vestida con una toga de plata tejida y ribeteada de oro, parpadeó tenuemente al vernos. No vi ningún parecido con el Arne que habíamos conocido en la Luna.
Fiona Faye era una mujercita delgada con una túnica púrpura. Es posible que en otro tiempo fuera una belleza, a pesar de la nariz aguileña, aunque la máscara dorada que le rodeaba los ojos y los anillos esmaltados de cabello negro hacían imposible adivinarlo.
La mesa estaba vacía salvo por una copita de un líquido oscuro colocada delante del regente. Fue a cogerla con una mano temblorosa pero la apartó con torpeza cuando su mujer frunció el ceño. Solos con ellos en la cámara silenciosa, permanecimos de pie durante largo rato, esperando bajo los ojos vacíos de él y la mirada fija de depredador de ella.
—¡Vosotros! —La mujer hizo un movimiento brusco y apuñaló el aire para señalarnos con una uña plateada a Pepe y a mí. Afilada como un cuchillo arrojado, su voz tenía un sonido metálico contra las paredes desnudas y altas—. ¿Quiénes sois?
Le dimos nuestros nombres.
—¿Dónde nacisteis?
—En la Estación Tycho —dijo Pepe—. En la Luna.
—¿Podéis demostrarlo?
Pensé en las viejas monedas que Dian nos había dado, pero no vi qué utilidad podían tener aquí.
—Puede ver nuestro avión en el campo —dijo Pepe—. Su pueblo nos vio aterrizar.
—Si es así… —Nos dejó esperar medio minuto, los ojos ribeteados de oro se estrecharon para mirarnos con frialdad—. ¿Traéis un mensaje?
Pepe me miró inquieto y se tomó su tiempo para contestar.
—Sólo que la Estación Tycho sigue allí, su misión sigue siendo mantener a la humanidad con vida en la Tierra.
El sondeo de su mirada se alternaba entre Pepe y yo.
—¿No traéis ningún aviso de algún peligro que haya en el cielo? ¿Nada de esa endiablada piedra sobre la que los Científicos no hacen más que despotricar, que va a caer del cielo para matarnos a todos?
—Nada de piedras que yo sepa —Pepe sacudió la cabeza—. Nuestro ordenador vigila el cielo. Sigue a muchos objetos. No ha informado de ninguna órbita de colisión.
La mujer se encogió de hombros, no mostró ni sorpresa ni alivio.
—¿Entonces para qué estáis aquí?
—Hemos venido para examinar el progreso de la colonia desde que se plantó, para buscar a dos personas que bajaron antes que nosotros y para ofrecer ayuda para seguir progresando si es necesario.
—¿Ayuda con qué?
—Información, si la quieren. —Pepe hizo una pausa expectante. Yo no vi cambios en la mirada absorta y lobuna de ella ni en la aburrida indiferencia del regente. Pepe lo volvió a intentar—. Quizá pudiéramos traerles artes y habilidades que parece que se han perdido. Tecnologías que creo que encontrarían útiles. La electricidad, quizá.
—¿Electricidad? —El regente parpadeó con la mirada vacía—. ¿Qué es la electricidad?
—Una fuerza muy útil. Crea luz, puede darles poder.
La cabeza del regente se caía, su mujer le dio un codazo. El regente echó un gran pedo y me miró furioso.
—Tienen grandes lluvias en las estaciones de los monzones —Pepe se volvió a dirigir a ella—. Nieve en las montañas. Desde el espacio vimos grandes ríos y magníficas cataratas. Podemos traerles la tecnología necesaria para crear energía hidroeléctrica…
—¿Hidroqué?
—Energía —dijo Pepe—. Poder para construir una civilización aún mayor. —Levantó la voz para penetrar en aquella máscara dorada—. La electricidad es más poderosa que el vapor. Su tecnología se ha atascado. Tendrían que preparar ingenieros y construir una infraestructura pero podemos traerles la ciencia de la que parecen carecer…
—¡Mentirosos! —El regente nos señaló con un dedo tembloroso—. ¡Científicos intrigantes!
—En absoluto, señor —Pepe sonrió desesperado—. Denos una oportunidad. Podemos demostrar quienes somos y ayudarles a cambiar su mundo. La energía eléctrica podría hacer mil cosas más que sus esclavos conducidos. Pueden deshacerse de esos horribles bichos…
—¡Traición! —le chilló ella al regente, el rostro dorado era una máscara de odio—. ¡Son Científicos!
El regente le dirigió una leve sonrisa afectada, cogió la copa y se tragó el líquido oscuro. Resonaron los gongs de alarma. Un pesado muro de madera bajó ante nuestros rostros, de repente nos vimos rodeados de clones negros que balanceaban porras y machetes.