Pepe tenía los prismáticos clavados en los hombres que llevaban las barras. Todos parecían idénticos. Desnudos salvo por un taparrabos azul, eran negros como el hombre que conducía el coche de vapor. Esperaban con una pose rígida, los ojos clavados delante de ellos y los rostros sin expresión, igual que los robots de la estación.
—¡Mira! —Estaba ronco y sin aliento—. Mira sus rostros. —Me dio los prismáticos, le temblaban las manos—. ¡Todos ellos son Casey!
Enfoqué los rostros. Máscaras más que otra cosa, eran copias congeladas de los rasgos asiáticos y negros de Casey, los ojos vacíos miraban sin ver nada.
—¡Las cuentas! —susurró—. En la frente.
Los hombres se estaban agachando a la vez para bajar la silla. Enfoqué las frentes negras y las cuentas más negras que llevaban en el centro, cada pequeña cuenta con una delgada mancha roja de sangre alrededor. No eran simples adornos, eran unos insectos de caparazón duro, con forma de calavera, lustrosos y brillantes. Casi más vivos que los hombres a los que se aferraban, nos contemplaban con unos ojos diminutos y bordeados de blanco.
Aquella visión me recordó un millar de imágenes dolorosas de Casey cuando crecíamos juntos en la Luna. Recordé cómo solía dejar que Arne le ganara al ajedrez sólo para mantenerlo en el tablero una partida más. Recordé cómo solía gastarle bromas a Mona sobre la pequita en forma de corazón que tenía en un lado de la nariz. Recordé cómo solía convencernos para que leyéramos las obras de Shakespeare en voz alta porque le encantaba el lenguaje y el teatro, y siempre quería hacer los papeles de malo, Shylock, el Moro y Macbeth.
Al mirar aquellos esclavos inmóviles y sudorosos me sentí enfermo.
—¿No conoces esos insectos? —susurró Pepe—. O algo parecido. ¿Te acuerdas de aquella expedición de comprobación antes de que bajaran los colonos? ¿Qué pasó cuando Casey, Calvin y tú aterrizasteis en África?
Todos habíamos leído las transcripciones y escuchado las cintas una y otra vez, hasta que nuestras mentes eran los propios clones que habían pasado sus últimos días aquí en la Tierra hace cuatrocientos años. Recordé el tono oxidado y rojo del continente cuando lo vimos desde el espacio, recordé el aterrizaje en la selva de espinas al norte del Kilimanjaro, recordé la espesa maraña de briznas afiladas como sierras que eran más altas que nosotros.
Calvin DeFort había dejado el avión para buscar lo que construyó las carreteras y las ciudades que habíamos visto desde el espacio. Nunca volvió. Casey salió a buscarlo y se encontró con la cosa que lo hirió y casi lo mató. Una criatura lustrosa y negra del tamaño de una calavera humana, se aferraba con unos miembros parecidos a sables clavados en la criatura alienígena a la que montaba. Saltó contra Casey cuando éste mató a la criatura que llevaba debajo, le hizo cortes en los brazos con las garras, lo persiguió por la selva y le dejó una infección en las heridas que casi lo mata.
Aquellas cuentas eran copias diminutas de la criatura.
—¡Los llamamos vampiros! —susurró Pepe otra vez—. Alienígenas de algún lugar fuera de la Tierra. Ahora… —Me agarró el brazo con fuerza y se quedó mucho tiempo mirando a los ocho hombres idénticos que todavía permanecían como robots al lado de las barras—. Ahora van sobre nosotros. Gobiernan nuestros cuerpos y nos chupan la sangre. —Una sonrisa amarga le contorsionó la cara—. Creo que los colonos se las han arreglado para crear su propia esquina del infierno.
Drake estaba esperando a los pies de la escalera.
—¿Sus Mercedes? —Parecía impaciente e inquieto—. ¿Están listos?
Pepe bajó el primero, con los dientes apretados. Drake nos estrechó la mano con la suya sudada y nos hizo un gesto para que subiéramos a la silla. Tras una brusca orden suya, los porteadores la cogieron y atravesaron corriendo la verja para volver a la ancha avenida.
—Bulevar de la Luna —Drake hizo un gesto—. Atraviesa el distrito del regente desde la Pista de la Luna.
Unos hombres con uniformes azules y negros vigilaban los cruces de calles. Gente con ropas más brillantes ocupaba las aceras esperando vernos pasar. La mayor parte se cayó cuando nos acercamos; de vez en cuando escuché una ráfaga de aplausos o la voz de un niño, silenciada con rapidez.
Al mirar a mi alrededor y preguntarme por la historia y el estado actual de la colonia, no vi semáforos, ni líneas de tranvía ni torres altas. ¿Era porque no había electricidad? Sin embargo todo parecía bien construido: la mayor parte de los edificios, hechos con piedra blanca; los tejados de tejas rojas, apartados de los árboles al borde de la carretera vacía. La ciudad tenía un aire de prosperidad sólida.
A mi lado Pepe estaba callado, un gesto duro en las mandíbulas, los ojos clavados en los porteadores. Con las cabezas rapadas y dobladas, los músculos negros tensos y brillantes de sudor, corrían a la vez, los pies encallecidos golpeaban el asfalto a la vez. Energía de esclavos en lugar de motores de combustión interna.
Pepe se inclinó hacia delante con una especie de severidad, señalaba y le preguntaba por todo a Drake. En la calle vimos unos cuantos robles y olmos que conocíamos por los vídeos de la antigua Tierra pero había más árboles desconocidos. Unas setas venenosas inmensas tenían unos troncos gruesos de un color marrón rojizo coronados por masas de hojas que parecían serpientes gordas de color rojo sangre. Llenaban el aire de una fragancia pesada que tenía un cierto aroma a fruta podrida que me hizo estornudar.
—Africanas —Drake las señaló con un gesto—. Arne Sexto envió una expedición que volvió con varios especímenes. Creyó que eran ornamentales. Detesto el hedor a pantano podrido pero ahora son un monumento histórico.
Estaba nervioso e intentaba interpretar el papel de anfitrión amable, dijo que varias generaciones ilusionadas habían aguardado nuestra llegada. Para el regente nuestra visita era un honor inmenso. Su voz adquirió un tono ansioso. ¿Habíamos traído noticias de un desastre o la amenaza de un desastre? ¿Quizá un segundo impacto?
—Nada de desastres —le aseguró Pepe—. El ordenador vigila el cielo, incluso mientras la estación duerme. No ha informado sobre ningún nuevo impacto.
Drake parecía contento de oírlo, contento de que nuestra llegada hubiera ocurrido durante su vida. Habían muerto tantas generaciones desilusionadas… El regente estaba ansioso por saber más sobre nuestra misión. ¿Cuánto tiempo podríamos quedarnos? ¿Qué planes teníamos? ¿Qué queríamos ver? ¿Qué cambios habíamos traído a la Tierra?
Pepe respondió con cautela. No teníamos planes para cambiar la regencia. Todo lo que queríamos era información. La estación existía sólo para reaprovisionar la Tierra dañada, no para gobernarla. Habíamos venido para examinar la colonia y volver a la Luna con los datos. Cualquier acción futura dependería de los datos que recogiéramos.
Drake se convirtió en astuto inquisidor, se dio la vuelta en su asiento para sonreír y seguir haciendo sagaces preguntas. ¿Podían nuestros telescopios seguir los acontecimientos de la Tierra? ¿Sabíamos cómo habían llegado los observadores alienígenas a África? ¿Nos habían informado de las rebeliones de los Científicos en Norteamérica?
Con cuidado de no traicionar a Laura Grail, Pepe hizo más preguntas sobre los Científicos.
La sonrisa de Drake se desvaneció y su voz adquirió un tono airado. Eran una secta de herejes proscritos, enemigos de la regencia. Ya casi los habían extirpado de Asia pero últimamente su traición se había enraizado en Norteamérica.
—Afirman ser agentes secretos de la Luna. —Se retorció en el asiento para mirarnos atentamente—. ¿Saben ustedes si se ha producido algún contacto?
—No —Pepe levantó las cejas—. Nunca.
Drake se acomodó e hizo más preguntas sobre la estación. Si la Luna no tenía aire y poca agua, si allí no crecía nada, ¿cómo había vivido alguien allí durante cientos de años?
—Ponga millones —le dijo Pepe—. Los robots mantienen el ordenador y se reconstruyen. El ordenador nunca se detiene pero no nos clonan a ninguno hasta que tiene una misión nueva para nosotros.
—¡Notable! —Drake sacudió la cabeza como si nunca hubiera oído hablar de robots u ordenadores—. ¡Notable!
Su mundo también me parecía bastante notable. Me preguntaba cuánto se había hecho con sólo la energía de vapor y pensé en el Partenón, los acueductos romanos, las grandes catedrales medievales, todo construido sólo con energía humana.
Drake les gritó algo a los porteadores. Nos sacaron de la calle y atravesamos una verja vigilada por una docena de hombres idénticos que parecían más clones de Casey. Uniformados de blanco y azul, llevaban unas armas que se parecían a los mosquetes que habíamos visto en los dibujos antiguos.
El amplio patio que había detrás estaba lleno de pesadas sillas como la nuestra, los porteadores negros permanecían allí inmóviles. Los nuestros subieron corriendo con nosotros por un largo tramo de escaleras de mármol y nos posaron entre las columnas blancas de un pórtico a la entrada de un edificio monumental.
—El Palacio Tycho —Drake hizo un gesto—. En otro tiempo la residencia del regente. Ahora es la del Ayudante del Regente Frye.
Con una enorme sonrisa, Frye bajó por una alfombra roja para saludarnos. Era un hombre gordo con una banda de plata reluciente alrededor de una cabeza de rizos amarillos, llevaba una prenda plateada que se parecía a las togas de los dibujos de la antigua Roma. La prenda tenía un aspecto rígido y pesado, como si se hubiera entretejido cable metálico en la tela.
—¡Agente Navarro! ¡Agente Yare! —Nos cogió las manos cuando bajamos de la silla—. El regente Arne siente no poder saludarlos. En su nombre nos hemos reunido para darles la bienvenida a la Tierra. Me pidió que pusiera todos los recursos de la regencia a su disposición durante el tiempo que dure su visita.
Tenía la mano lacia, fría y húmeda. La retiró rápidamente y sus ojos astutos se estrecharon para examinarnos. Impasible, Pepe le pidió que le diera las gracias y nuestros saludos al regente y lo seguimos a una gran sala en la que se oía el murmullo de muchas voces.
—Gente de la Agencia —Drake señaló hacia la multitud—. Funcionarios. Ciudadanos de Cachemira. Todos deseosos de conocerlos antes de entrar a cenar.
El clamor de las voces hizo una pausa mientras un hombre con una voz parecida a una sirena de niebla anunciaba nuestros nombres. La gente se nos quedó mirando durante un momento pero luego volvió a sus grupos y levantaron la voz otra vez. Cualquier deseo de conocernos estaba bien escondido. Permanecimos a la entrada, orientándonos. En aquella enorme habitación, las voces arrancaban ecos de las grandiosas paredes y del techo abovedado.
Me llamaron la atención unos enormes murales cuyo autor había intentado imaginar el impacto y sus consecuencias. En un muro una bola de fuego ardiente se hundía en un océano, la salpicadura ahogaba una ciudad y sus ciudadanos huían aterrorizados de una ola majestuosa que ya se inclinaba hacia ellos. La pared contraria lucía su visión de un paisaje lunar, con los acantilados de Tycho trepando hacia una enorme cúpula de cristal. Una figura gigantesca, con el rostro de Arne pero sin casco ni equipo espacial, se alejaba de la cúpula a grandes pasos por el borde del cráter hacia una nave espacial pintada de rojo. Un segundo Arne nos miraba desde un enorme retrato al otro lado de la sala, una sonrisa fría en aquel rostro de gran mandíbula y barbilla cuadrada.
—Debería estar aquí —me dijo Pepe al oído—. Estaría orgulloso de conocer a sus herederos. —Sacudió la cabeza y me guiñó un ojo—. Aunque me temo que al regente actual podría parecerle un problema.
Frye nos guio al salón, saludó con la cabeza a un grupo de hombres con togas blancas que rodeaban a una joven vestida de verde brillante.
—Alguien que deben conocer. —Levantó una mano imperativa y Laura Grail dejó a sus compañeros y vino con una sonrisa a reunirse con nosotros—. Una observadora —dijo—. Querrá oír su historia.
Con los ojos azules muy abiertos, Laura esperó con aire inocente a que nos presentara.
—Nuestros distinguidos huéspedes —le dijo—. Inspectores de la Luna. El agente Pepe Navarro —Pepe se inclinó sobre la mano que le ofrecía—. El agente Duncan Yare. Quizá tengan una historia para ti.
—Tendré preguntas.
Pepe se giró hacia una chica muy joven que estaba a nuestro lado con una bandeja de copas. Desnuda hasta la cintura y tan rubia como Mona, tenía el rostro vacío de una niña dormida. Tenía los ojos grandes pero no los enfocaba, miraba al vacío. Una pequeña mancha de sangre se secaba alrededor de la cuenta brillante y negra, con forma de calavera, que tenía en la frente.
—¿Sire? —Todavía con la mirada perdida en el vacío, habló con la voz aguda de una niña—. ¿Un cóctel?
Frye cogió dos copas de la bandeja y nos las ofreció. Pepe negó con la cabeza muy serio. Yo probé el cóctel. Era tan ácido como el vinagre, alcohol puro. Lo devolví a la bandeja.
—¿Ese botón? —Con la voz dura y violenta Pepe señalaba la cuenta con forma de calavera—. ¿Qué es?
—Un jinete —dijo Frye—. ¿Algo nuevo para ustedes?
Pepe asintió con un silencio sombrío.
—Ahí está el experto. —Le hizo una seña a un hombre que estaba en el medio de la sala—. Kroman Venn, el Agente de Energía.
Venn se acercó con andar de pato. Tan blando y gordo como Frye nos saludó con una sonrisa afable y nos ofreció una mano blanca y gordezuela.
—Nuestros invitados preguntan por la energía de jinete —le dijo Frye.
—Yo tengo interrogantes propios —los ojos pálidos de Venn se estrecharon para examinarnos la cara—. ¿Supongo que tienen electricidad en su volador? ¿Quizá energía atómica? Los antiguos textos mencionan ese tipo de tecnologías. Si es que existieron alguna vez.
—Todavía existen —dijo Pepe—. La Estación Tycho funciona con energía nuclear. Pero me gustaría saber más sobre esos insectos.
—¿Los jinetes? —Hizo una pausa para estudiarnos de nuevo—. ¿Nuevos para ustedes? Llámelos nuestra compensación por toda la magia eléctrica que los Científicos dicen que hemos perdido.
Pepe volvió a mirar a la chiquilla de la bandeja de bebidas. Todavía a nuestro lado, permanecía tan rígida como las figuras de cera que yo había visto en viejos hologramas. Venn extendió la mano para coger una copa y ofrecérsela. Hizo un gesto como si la fuera a derribar. Tenía la cara pálida de la emoción y le llevó un momento controlar su ira, pero por fin habló de forma razonable.
—Si quieren electricidad, podríamos enseñarles la ciencia. Su pueblo tendría que desarrollar las habilidades para utilizarla. —Señaló con un dedo tembloroso la cuenta con forma de calavera, que le devolvió la mirada con unos ojitos bordeados de blanco—. ¿Ese monstruito? ¿Qué es?
—Una tecnología propia muy útil —Venn sonrió con satisfacción—. Quizá no conozcan nuestra historia. El primer siglo fue una época llena de problemas. Teníamos problemas y encontramos soluciones. Construimos molinos de viento. Desarrollamos la fuerza hidráulica, pero lo más útil de todo es que aprendimos a utilizar a los jinetes.
Pepe había apretado los puños.
—¿Esos bichos negros?
—¿Una sorpresa para usted? —Venn dio un paso atrás y levantó la mano a la defensiva—. Por si quieren saberlo, las semillas de jinete se permutan en África. Se cultivan y entrenan en nuestras granjas de la regencia y las implantan en laboratorios estériles cirujanos especializados. Son un recurso económico esencial. Más valiosos que los rubís, como se suele decir.
—¿Se implantan? —dijo Pepe con voz áspera—. ¿Dónde?
—Donde usted los ve —Venn señaló hacia la chica—. En los cerebros de los convictos y los clones.
—¿Crían clones para tener esclavos?
—¿Por qué no? —La voz de Venn se hizo brusca, se estaba impacientando—. No tenemos ninguna otra utilidad para ellos.
Pepe señaló a la chica.
—¿Es un clon?
Venn se giró para ladrarle a la joven.
—¿Qué delito cometiste?
—Hurto, sire. —La voz aguda e infantil carecía de sentimiento—. Cogí fruta de un mercado porque mi madre tenía hambre.
—¿Lo ve? —Se volvió hacia Pepe—. Los jinetes son instrumentos que mantienen el orden social. Mantienen a los criminales convictos apartados de la sociedad sin el coste que suponen las prisiones y los guardias. Los cirujanos nos aseguran que no sufren ningún dolor. Su trabajo sirve a la nación. ¿Responde eso a su pregunta?
—Desde luego que sí. —Venn ya se alejaba. Pepe levantó la voz—. Señor, si no le importa, tengo otra.
Venn frunció el ceño impaciente y se volvió para escuchar.
—Las tecnologías que permiten la clonación son algo complejo y difícil. Me pregunto cómo las llevan a cabo sin electricidad.
Venn se encogió de hombros.
—La vida misma es eléctrica. Quizá haya oído hablar de las anguilas eléctricas. Estamos bastante familiarizados con las teorías, pero nunca hemos intentado reconstruir sus viejos mecanismos. Como yo lo entiendo, su tecnología era mecánica, las nuestras son orgánicas.
—¿Orgánicas?
—Quizá ignore lo que hay en África. —Venn levantó la nariz afilada con un desdén apenas velado—. Sus habitantes son exóticos. Su origen evolutivo es desconocido. Algunos dicen que provienen de fuera de la Tierra. Su cultura es tan extraña como sus cuerpos. No utilizan máquinas, en su lugar adaptan los organismos vivientes para que se adecuen a sus necesidades. Y con bastante éxito. —Un ceño le arrugó la cara estrecha—. Han ocupado todo el continente y siguen extendiéndose. Hemos luchado en incontables guerras para contenerlos. No se comunican con nosotros. Su lenguaje, de hecho, quizá sea bioquímico. Pero hemos aprendido algo de su peculiar biociencia. Lo suficiente, en realidad, para criar a los jinetes y clonar a los esclavos.
Le hizo una seña a un hombrecito que estaba al otro extremo de la habitación.
—Allí está Hibbly, un ingeniero de jinetes. Si quieren puedo arreglarlo para que visiten la estación de cría.
Pepe le dio las gracias y se fue a pasos largos.
—No vayan. —Laura bajó la voz—. Les aconsejaría que no hablaran sobre la esclavitud de los jinetes. Los Científicos siempre han luchado para deshacerse de los jinetes. Ésa es su mayor traición. Si expresan demasiada preocupación, podrían terminar teniendo sus propios jinetes.