19

Clonaron de nuevo a otra generación, quizá antes de cincuenta años. Quedan pocos archivos y los robos nunca se crearon para ser historiadores. Crecimos, Mona y Casey con nosotros. Los robos nos construyeron una nave espacial. Despegamos, todos juntos, con el plan de plantar una colonia en el Valle de Cachemira. El ordenador maestro conserva una llamada hecha cuando bajaban a aterrizar.

—¡Una esmeralda perfecta! —oí mi propia voz describiendo el Valle—. ¡Engastada en un anillo de hielo brillante!

Ésa fue la última transmisión que se recibió.

Pasó otra era antes de que el ordenador maestro nos dejara vivir de nuevo. Economiza sus recursos y organiza su propia escala del tiempo. Había esperado una buena razón para despertarnos.

Un día, cuando teníamos nueve o diez años, mi padre holográfico nos llamó a la sala del tanque. Casey y Mona se habían cogido de la mano mientras esperábamos y se sonreían. Dian había traído su portátil para tomar notas. Tanya tenía sus grandes ojos oscuros fijos en la imagen de mi padre hasta que Arne la apartó a un lado.

—Nuevas incógnitas os esperan en la Tierra. —Hablaba desde el tanque, hizo una pausa y esperó la respuesta de nuestros ojos—. Quizá una nueva amenaza para la colonia de Cachemira, si todavía existe.

Hizo una pausa para mirar enfadado a Tanya, que le clavaba a su vez el codo en las costillas de Arne. Él le murmuró algo a la chica. Casey les siseó para que escucharan. Con paciencia, mi padre agitó la pipa vacía y se aclaró la garganta como hacía él, una especie de tosecilla destinada a captar nuestra atención.

—Hay algo que debéis saber. —Estaba muy solemne—. Los robos han estado vigilando, como siempre, en busca de cualquier peligro nuevo que aparezca en el espacio. Hace unos doscientos años, los robos y los telescopios descubrieron un objeto anómalo que se aproximaba al sol. Su velocidad era demasiado grande para ser un miembro del sistema solar. Venía aproximadamente del núcleo galáctico.

Incluso Arne había levantado los ojos para escuchar.

—Parecía ser algo gigantesco, se calculó que el diámetro medía casi doscientos kilómetros. Al principio no parecía ofrecer ningún peligro para la Tierra pero luego su movimiento cambió de una forma extraña. Se ralentizó en lugar de acelerar según iba profundizando en el pozo de gravedad del sol y luego se giró hacia la Tierra, parecía amenazarnos con otro impacto devastador. Pero luego se detuvo por completo, se retiró y perdió la forma circular. Al apartarse del sol ha desaparecido.

—No hay que preocuparse —murmuró Arne—. Si se ha ido.

Mi padre sacudió la pipa dirigiéndose a él.

—Creemos que trajo algo que vino hacia la Tierra. Las observaciones de los robos parecen significar que el supuesto objeto era una nave interestelar de velas de luz. Debió de traer una carga.

—¿Qué de luz?

—Una vela hecha de una tela ultra fina, extendida como un gran paracaídas. Se utilizó la presión de la radiación de su estrella natal para lanzarla. Cogió la radiación de nuestro sol para frenar su avance y dirigirlo hacia la Tierra. La vela se derrumbó y al final algo la alejó, pero sospechamos que la carga vino hacia nosotros.

—¿Invasores? —Pepe estaba sorprendido—. ¿Invasores de otra estrella?

—Muy posiblemente. —Mi padre asintió y se dirigió a él y a Casey—. De hecho creemos que eso podría explicar los orígenes de la exótica vegetación que vosotros dos encontrasteis en Norteamérica o quizá los monstruos vampíricos que mataron o atraparon a DeFort en África. Si una nave de luz nos ha alcanzado otras podrían haber llegado antes.

—Muy bien —gruñó Arne—. ¿Y qué problema tienes ahora?

—O quizá lo tengáis vosotros. —Mi padre le echó una mirada penetrante—. Todos habéis contemplado la Tierra, pero ahora el ordenador quiere un vistazo más de cerca. Las zonas de vegetación exótica de Norteamérica parecen haberse encogido en las últimas décadas. El color rojo de esa selva de espinas de África ha llegado al lago Mediterráneo y se ha extendido a su alrededor. No hemos sabido nada en absoluto de la colonia de Cachemira desde que aterrizó. Quizá esté en peligro. Necesitamos saber qué está pasando.

—¿Podemos? —Casey se volvió hacia Mona. Ella asintió y lo miró a los ojos sonriendo—. ¿Podemos bajar a ver?

—Quizá —asintió mi padre—. Cuando seáis mayores, si estáis cualificados y entrenados para la misión. El ordenador pedirá voluntarios.

Hablaron al unísono.

—Nosotros seremos los voluntarios.

Habían sido la pareja extraña entre nosotros. Clonados en las unidades de maternidad que DeFort había destinado para él y su mujer, no tenían robos programados para su cuidado individual. Sus padres holográficos, creados a partir de trozos de grabaciones hechas después de que la nave de huida llegara a la Luna, estaban demasiado incompletos para que fueran demasiado conscientes de ellos. Crecieron juntos, muy enamorados; vivían en el pasado. Estudiaron detenidamente las transmisiones que mi clon anterior había enviado sobre los vampiros de la selva africana. Con asombro y nostalgia en la voz, solían citar lo que decía sobre los bosques cantarines de Norteamérica. Casey le preguntaba a Mona si de verdad se había encarnado en el ser alado que había bautizado con su nombre y ella se encogía de hombros, lo besaba y decía que no importaba. Bajaban la voz con un asombro maravillado y pensativo cuando hablaban del arbolito al que había llamado Leonardo.

Adultos y todavía inseparables, hicieron que el robo de Pepe los entrenara para el espacio. Cuando el ordenador maestro pidió voluntarios para ir a comprobar el estado de la Tierra, estaban listos. Los encontró cualificados. Casey nos estrechó las manos cuando estuvieron listos para partir y Mona nos besó a todos, incluso a Arne. Se metieron en su equipo espacial y pedalearon por la escotilla.

Los robos tenían una nave espacial esperándolos en el campo que había debajo del borde del cráter. Una pulcra nave para dos personas; tenía combustible para un aterrizaje en la Tierra, un vuelo alrededor del planeta y el regreso a la Luna. Mientras nosotros mirábamos desde la cúpula, el robo los escoltó a bordo y se apartó. La nube de vapor de los reactores se congeló en una ráfaga de nieve que fue desapareciendo. El avión subió rápido y se desvaneció en el negro cielo lunar.

Estudiaron la Tierra desde una órbita baja y enviaron breves transmisiones. Los glaciares de la última edad de hielo todavía estaban retirándose. El sur de Asia parecía libre de hielo y lo bastante verde para albergar vida humana. Las altas cumbres montañosas que rodeaban el Valle de Cachemira seguían coronadas de blanco pero Casey dijo que habían encontrado señales de una colonia activa allí. Estaban descendiendo de la órbita para intentar un aterrizaje.

Aunque esperamos durante meses, no recibimos nada más. Pepe y yo queríamos seguirlos a la Tierra. Aunque nunca parecieron pertenecer a aquel lugar, les teníamos cariño. Mona siempre había sido tan amable conmigo que su belleza rubia todavía me hacía soñar. Los dos estábamos preocupados por ellos.

—Sois tontos si corréis ese riesgo —nos dijo Arne—. Hemos perdido demasiadas naves y demasiados de nosotros. ¿Queréis desperdiciar más?

—¿Por qué no? —se encogió de hombros Pepe—. DeFort construyó la estación para mantener la Tierra con vida. Estamos aquí para correr riesgos.

Arne gruñó otra vez. ¿Cuántas naves podían construir los robos para que las desperdiciáramos? Si Casey y Mona habían fracasado, ¿cómo podíamos esperar hacerlo mejor? Pero Pepe estaba decidido. Quizá no habían fracasado. Quizá sólo estaban lejos de la nave, sin radio. Teníamos que saberlo, teníamos que encontrarlos y ayudarlos si podíamos.

Le rogamos a mi padre que convenciera al ordenador. Parecía tan cínico como Arne pero al final hizo que los robos terminaran y llenaran de combustible otra nave de dos plazas para nosotros. Yo nunca había salido de la Luna y la elegancia lustrosa de la nave me emocionaba hasta casi marearme.

Arne nos estrechó la mano y nos deseó buena suerte, aunque yo pensé que no le desagradaba deshacerse de nosotros. Con una sonrisita remilgada, Dian nos dio copias de antiguas monedas de plata que pensó que nos ayudarían a demostrar que veníamos realmente de la Luna. Tanya nos abrazó, nos besó y se dio la vuelta para ocultar las lágrimas.

Subimos por la rampa. Pepe selló la escotilla. Nos sentamos en nuestros asientos y los robos nos dijeron adiós con la mano. Los reactores tosieron y rugieron. El vapor condensado bañó el campo que nos rodeaba y cayó en copos relucientes. La repentina sacudida me incrustó en el asiento.

La cara moteada y gris de la Luna se encogió detrás de nosotros y miramos la oscuridad estrellada que teníamos delante en busca del filo brillante de la media luna terrestre.

El vuelo a la órbita nos llevó tres días. Pasamos el tiempo con los mapas y cartas que nuestros yos anteriores nos habían dejado. A Pepe lo perseguía la historia de la muerte del ser sobrenatural que Casey confundió con una Mona renacida, y el misterio del arbolito al que llamaron hijo.

—No te rías —su voz se hizo brusca—. Quizá suene raro pero se encontraron con que el mundo se había hecho raro. Sólo Dios sabe lo que encontraremos ahora en el Valle, o en cualquier otra parte, pero quiero ir a América y buscar ese árbol.

Por fin en órbita escuchamos si había señales de radio, cualquier tipo de señal, pero no recibimos nada en absoluto. Pasamos una semana examinando la Tierra desde la órbita. La mayor parte de África al sur del Sahara lucía el tono rojo del biocosmos extraterrestre establecido allí. América entera estaba moteada por la vegetación alienígena. La mitad norte de Asia brillaba con el blanco del hielo glacial que se extendía desde el polo hasta el Himalaya.

Sin señal alguna de alta tecnología, yo estaba listo para buscar un sitio para un nuevo intento. Pepe mantenía los ojos fijos en el sur de Asia, que tenía un aspecto exuberante con la vegetación nativa que habíamos restaurado. En las últimas pasadas bajas lo examinó con un telescopio.

—¡Líneas! —El júbilo le apresuró la voz—. Veo una telaraña de líneas estrechas que se extienden por el subcontinente indio y penetran en China. Deben de ser carreteras, o líneas de ferrocarril. Creo que encontraremos una civilización.

Tuve que preguntarlo.

—¿Sin electricidad?

—Quizá utilizan vapor.

Visto desde el espacio el Valle de Cachemira era un oasis verde y diminuto acurrucado dentro de aquella barrera de picos inmensos, como dientes de sierra que contenían el hielo.

—¡Están vivos! —En la última pasada baja, Pepe cogió los binoculares—. ¡Están realmente ahí! —Se volvió para sonreírme contento—. El valle parece habitado. Las carreteras convergen hacia él. Distingo trozos rectangulares que deben ser campos. —Miró de nuevo—. ¡Allí, en el medio del Valle! —levantó la voz—. ¡Eso tiene que ser una ciudad!

Activamos los frenos neumáticos en la última pasada y bajamos para aterrizar. No necesité prismáticos para encontrar carreteras, campos y aldeas esparcidas cuando el valle se fue abriendo cada vez más bajo nosotros. La ciudad era una diana extraña, el centro de la diana un punto blanco en el centro de un espacio ovalado verde que estaba rodeado por círculos rojos, verdes y grises que se convertían en calles, árboles y edificios de tejado rojo cuando bajamos aún más.

Pepe nos bajó al punto blanco sobre un cojín de vapor rugiente. Apagó los reactores y abrió la puerta. Ésta descendió y se convirtió en una estrecha plataforma. Nos apiñamos fuera y nos quedamos allí mucho tiempo, perdidos en el asombro. La mano de Pepe temblaba cuando me cogió el brazo. Todo nuestro mundo había sido el diminuto nido de túneles del borde del cráter y la cúpula que se asomaba a la Luna sombría y sin color y a su cielo negro como la muerte. Aquel valle era extraordinario.

—¡Es fabuloso! —susurró Pepe—. ¡Qué maravilla!

Aquella belleza me dejó aturdido. Un cielo que no era negro sino de un azul asombroso. Había una enorme seta blanca suspendida en él. Me hice sombra sobre los ojos para mirar otra vez.

—¡Una nube! —Pepe la señaló—. Eso es una nube.

La estación había sido un diminuto punto de vida en un mundo que no había vivido jamás. Aquí estábamos de pie, al aire libre que nos protegía de la radiación asesina, asomándonos a un mar de tejados rojos y mirando un paisaje que no era el gris muerto del polvo estéril y la piedra desnuda, sino un verde lleno de vida. Sentí el viento frío y el calor del sol, aspiré los dulces aromas que no tenía palabras para nombrar. Una mota oscura se elevó sobre nosotros, trinaba una melodía. ¿Un pájaro cantor?

Respiré más hondo y lo contemplé todo. El óvalo abierto era un gran anfiteatro bordeado de asientos. Los edificios formaban las paredes, sólo tenían tres o cuatro pisos de altura pero estaban sólidamente fabricados de alguna piedra blanca. Más allá el suelo de valle se inclinaba y subía hacia un bosque de un verde oscuro, y más allá todavía los acantilados desnudos trepaban hasta las altas laderas de hielo iluminadas por el sol.

—¡Cómo se sorprendería Arne! —sonrió Pepe—. Sus alienígenas nunca construyeron nada así.

Me pasó los prismáticos. Al sur encontré un racimo de altas chimeneas, salía humo de ellas. A lo lejos, al este, vi una línea oscura que cruzaba arrastrándose una ladera alta y verde y dejaba un rastro de humo sobre su cabeza.

—Un tren —le devolví los prismáticos—. Tienen vapor.

—Pero creo que no hay electricidad —frunció el ceño—. Por eso no pudieron llamar a la estación. Supongo que tenían demasiado que hacer, construir refugios, limpiar la tierra, labrar las granjas para cultivar la comida, montar los laboratorios para clonar a los animales y a las personas, defenderse si tuvieron que hacerlo. Pero, bueno, ¡lo consiguieron!

Se quedó inmóvil mirando por los prismáticos.

—¡Mira eso!

Señaló el extremo del óvalo. A unos cien metros vi otro cohete alto, un gemelo del nuestro. Estaba pintado de un rojo intenso y permanecía en una segunda pista de aterrizaje blanca.

—La nave en la que vinieron. —Levantó los prismáticos para estudiarla de nuevo y el asombro ralentizó su voz—. Creo que recuerdan. Creo que han mantenido esta arena lista para nosotros. Creo que llevan trescientos años esperándonos.

Se movió de repente para desplegar la escalera de aterrizaje.

—Voy a conocerlos.

Cogí los prismáticos y encontré gente en los tejados del exterior de la arena. Al principio sólo un puñado pero cada vez más decenas. Hombres con chaquetas como la de mi padre holográfico. Hombres con camisas estampadas de colores brillantes. Mujeres con pantalones, mujeres con faldas, mujeres con bebés en brazos. Niños silenciosos pulcramente uniformados de blanco y azul. Escuché el murmullo callado de muchas voces.

—Son nuestros colonos. ¿Hijos de nuestros clones? —Su voz se agudizó inquieta—. ¿Son nosotros?

Fruncí el ceño, enfoqué los prismáticos y sonreí aliviado.

—Yo no soy ninguno de ésos. Tenían células de cientos de individuos. No tenían que seguir clonándose a sí mismos.

Señaló una amplia verja que se abría en un costado de la arena. Salieron dos hombres montados en un vehículo pequeño y extraño que soltaba vapor blanco. Levantó los binoculares y escuché el jadeo brusco de su aliento.

—Mira al conductor —susurró con voz ronca y me metió los prismáticos en la mano—. Mírale la cara.

El conductor se sentaba detrás, sobre el motor. Desnudo hasta la cintura era tan negro como Casey. Tenía los mismos pómulos altos, los ojos almendrados y una cuenta negra y brillante en la frente.

—Parece otro Chino.

Estudié otra vez la cara del conductor y encontré una delgada mancha roja en la piel oscura que había bajo la pequeña cuenta. El pasajero era un hombrecito delgado vestido de plata y negro y sentado más bajo, sobre la única rueda delantera. Dibujaron un lento círculo a nuestro alrededor y se detuvieron debajo de nuestra plataforma. El pasajero se bajó del vehículo, cayó sobre una rodilla, se levantó de nuevo y se hizo sombra sobre los ojos para mirarnos.

—¿Son agentes…? —Se le atragantó la voz trémula y empezó otra vez—. ¿Son agentes de la Luna?

—Venimos de la Estación Tycho.

—Bienvenidos a Cachemira —se arrodilló y se volvió a levantar. La nuez nudosa se elevaba y bajaba cuando tragaba. Volvió a coger aliento y continuó—. Soy Thomas Drake, primer secretario del Agente Ayudante Eric Frye. Les saludo en nombre del Primer Agente Arne Stone, Regente para la Luna. Les rogamos que permanezcan en su nave hasta que podamos organizar una recepción apropiada.

Miré a Pepe.

—¿Por qué no? —Le hizo una triste mueca al conductor negro y se encogió de hombros inquieto—. Juguemos a su juego.

—Será un honor para el Primer Agente recibirlos —dijo Drake—. Les pide disculpas por los inconvenientes de este ligero retraso, pero se deben tomar ciertas disposiciones. —Levantó la muñeca para consultar una especie de reloj voluminoso—. Volveré dentro de dos horas con un medio de transporte para ustedes.

—Por favor, dele las gracias al Primer Agente —gritó Pepe—. Dígale que el honor es nuestro.

Bajó la voz.

—¡Honor! No creo.

Drake se arrodilló ante nosotros otra vez y volvió a subir al pequeño vehículo. El negro los condujo de vuelta a la verja. Pepe desplegó la escalera de aterrizaje y levantó de nuevo los prismáticos para barrer la multitud que murmuraba en los tejados, multitud que iba creciendo mientras esperábamos. Se quedó mirando a su alrededor callado y serio hasta que de repente me agarró el brazo y señaló.

Una joven salió en bicicleta de una puerta al otro lado del campo vacío. Llevaba la cabeza rubia baja y pedaleó con rapidez hacia nosotros.

—¡Mona! —susurró—. ¡Es el clon de Mona!