Nunca volvió. Creo que soy el único hombre sobre la Tierra, quizá el único hombre vivo en cualquier parte. O quizá Arne Linder todavía es el macho alfa de la Luna y reina sobre sus tres compañeros. Nunca lo sabré pero pienso seguir transmitiendo estos informes mientras siga vivo, confío en que los robos los reciban y los graben para nuestros herederos.
Mi propio sentido de la supervivencia aguanta, incluso aquí y ahora. Existo en una especie de comodidad. Las estaciones son tan suaves, sin heladas ni sequías, que me pregunto si los árboles no influyen en el clima. Mi hogar es el avión incapacitado. Cuando los suministros empezaron a escasear, pensé con frecuencia en el héroe aislado de Daniel Defoe de aquel viejo libro de papel que el holograma de mi padre solía leernos cuando nos quejábamos de soledad.
He aprendido a cultivar mi propia comida. Como necesitaba herramientas para labrar la tierra, corté metal de la plataforma de aterrizaje para hacer palas y azadas. Hubo que abandonar la primera huerta porque los árboles más cercanos se ponían rojos y gritaban como si les doliera cada vez que mi pala mordía el césped aterciopelado. Sin embargo encontré una tierra descubierta a algo más de un kilómetro al sur, donde una fuente fría atravesaba el terreno de un valle poco profundo.
Habíamos traído semillas de la estación: maíz, judías, cacahuetes, calabacín, tomates, incluso pimientos y el quingombó para la sopa de quingombó que mi padre aprendió a amar cuando era un niño en la vieja ciudad de Nueva Orleáns. Cuando la dieta me parece monótona, a veces me aventuro al borde del bosque para buscar esas frutas rojas llenas de zumo. Aunque el suelo del bosque siempre está limpio, suelen caer dos o tres cerca mientras busco, casi como si me las tiraran de regalo.
Aunque su sabor fuerte y agridulce me parecía intenso y extraño al principio, he terminado por disfrutarlas cada vez más. Quizá contienen alguna proteína o vitamina que le falta a mi dieta. Me dejan con una sensación renovada de vigor y bienestar, aunque nunca satisfacen el hambre y la breve euforia que me proporcionan nunca es suficiente para borrar la nostalgia que siento de la estación y de los amigos que dejé en la Luna.
Echo de menos a Pepe, siempre pidiendo otra partida de ajedrez y eternizándose en los movimientos. Echo de menos a Dian, siempre dispuesta a recitar algún trocito trivial de historia de la Tierra que nadie quería oír. Incluso echo de menos a Arne, cuando estaba de buen humor tenía una fuerza mental que yo admiraba. Y Tanya… es a la que más ansío ver.
Guardo una imagen suya en el avión, encima de la cama, un pequeño dibujo a lápiz que me dejó hacerle el día que cumplimos dieciséis años. Aunque no soy ningún artista, creo que atrapé el gesto malicioso de sus labios y la travesura brillante de su sonrisa. Despierta en mí un recuerdo inolvidable del beso que me dio el día que me atreví a decirle que la quería, el sabor de sus labios, el aroma y la suavidad de su cabello oscuro, la calidez de su cuerpo entre mis brazos.
Pero ese triste recuerdo es difícil de conservar. Ella quería a Pepe. Cuando miro el dibujo e intento recuperar aquel brillante momento, es probable que su imagen se funda con la de Mona como yo solía verla en el tanque de hologramas, con el cabello dorado, más alta que Tanya y con formas más atractivas.
Aunque nunca la conocí más que como el fantasma luminoso del tanque que le sonreía al Chino y no nos veía a nosotros, suelo soñar con ellos. El tiroteo de Medellín, el vuelo nocturno a México en el avión robado, la marcha desesperada a través del desierto de cactos, la batalla para subir al avión de huida antes del impacto: el drama de sus vidas está tan vivo para mí como si lo hubiera compartido con ellos.
Los árboles se han hecho más tolerantes y ya no me gruñen ni braman. Parecen percibir mi humor. Una noche, cuando estaba echado y hundido en una amarga desesperación y empezaba a pensar en el suicidio, cantaron para sacarme del avión y me saludaron con una sinfonía de luz y sonido que me atrapó y me restauró de alguna forma que nunca he entendido. Me dejó contento con mi exilio, al menos de momento, y feliz de tenerlos cerca.
Al atardecer de otra velada de un año o así más tarde me invitaron a salir del avión. Aunque no sentía ningún viento, ellos parecía que suspiraban y se susurraban unos a otros. El esplendor dorado y rojo del atardecer bañaba las copas de los árboles mientras la oscuridad se espesaba y su coro creciente me habló de una forma que yo no había oído jamás.
Me rendí a ellos sin propósito ni intención, bajé por la escala y me puse en camino. El repique de sus voces aumentó. Como si quisieran apresurarme, una luz rosada barrió las sombras de una avenida majestuosa a través de los inmensos troncos que tenía delante. La seguí hacia un claro donde se levantaba un único arbolito joven. El tronco de color bronce, recto como una flecha, no era más grueso que mis brazos pero el follaje reluciente se levantaba a una altura que doblaba la mía, latía con ondas de un color brillante que encajaba con el ritmo rápido de mi corazón.
El fulgor del metal me llamó la atención. La lanza de Casey reposaba al lado del tronco, entre dos calaveras blancas. Dos esqueletos, cuando miré más de cerca, se habían medio hundido en el césped sin hojas. Vi objetos que no había absorbido: las botas de Casey, su navaja, el reloj de oro que su padre había traído a la Luna. Los huesos del brazo derecho se extendían hacia la lanza, los restos de los huesos de los dedos seguían rodeando el mango.
El otro esqueleto tenía un aspecto extraño, medio humano, pero era más grande y más pesado que el suyo. Casi desaparecido, todavía tenía las patas de pollo con tres dedos del alienígena, las garras negras y crueles, los espolones rojo sangre. La calavera era más larga que la de Casey, más plana, con una mandíbula pesada, y un caballete afilado por la coronilla. La lanza había atravesado la cuenca del ojo derecho, la punta afilada abrió una brecha en la parte posterior de la calavera.
Me quedé allí mucho tiempo bajo las hojas trémulas, intentaba imaginar cómo murieron. Casey debía de estar mutilado, pero cuando me arrodillé para buscar daños en sus huesos, se habían casi fundido y estaban bien atrapados en el césped. No vi ninguno roto, no había pistas sobre la forma en la que había muerto.
La voz del arbolito había caído en una solemne melodía monocorde que fue desapareciendo lentamente en el silencio. Las hojas relucientes se atenuaron, la luz se reunió alrededor de su raíz. Al levantarme encontré otra calavera más pequeña entre los fragmentos frágiles de un esqueleto más ligero. Los huesos de Mona, la criatura con alas de oro de Casey. Unos delgados fragmentos de las alas, todavía no consumidos por el césped, yacían al lado de los huesos de su brazo. Se extendían hacia el esqueleto de Casey.
El arbolito había crecido entre las reliquias delgadas de sus costillas. Me quedé allí, en la oscuridad, intentando a tientas entender su historia, hasta que las voces del bosque se elevaron de nuevo en una endecha que reflejaba mi perplejidad aturdida. El resplandor de la copa se atenuó y se apagó con un parpadeo. La única luz que me quedaba era el fulgor de la avenida que me había llevado allí. La seguí para volver al avión.
Aquella noche el bosque me cantó con una voz que conocía, la voz humana de la imagen de Mona del tanque de hologramas. Soñé con el arbolito. En el sueño me ponía las botas y bajaba del avión. La noche reposaba clara y brillante bajo una Luna llena que bañaba la inmensidad de la planicie y el largo muro forestal con un esplendor místico que yo nunca había sentido hasta entonces. Permanecí allí hechizado hasta que se elevó un gran coro para llamarme hacia la oscuridad que había bajo los árboles. Brillaban delante de mí para iluminarme un camino.
Lo seguí de nuevo en el sueño, de vuelta al arbolito del claro. Los esqueletos habían desaparecido. Mona estaba con Casey en el mismo sitio donde antes estaban sus huesos. No el ser de alas doradas que había bajado en el globo sino la alta, rubia y preciosa Mona cuyo fantasma holográfico había conocido. Estaba muy hermosa con un vestido largo de color rojo intenso y una rosa roja en el pelo. Un silencio sin aliento llenó el bosque cuando me vio y corrió para echarme los brazos al cuello.
Sentí la calidez de sus brazos y percibí el dulzor de la rosa, la fragancia de las que los robos habían cultivado para Tanya en el invernadero de la estación. Tenía los labios cálidos y húmedos cuando me besó, su mano cálida y fuerte cuando me cogió la mía para llevarme hasta Casey y el árbol.
Casey era ahora El Chino. Era grueso, negro y estaba desnudo hasta la cintura, como lo había estado cuando la había subido a bordo del avión de huida en la base lunar de Arenas Blancas. Llevaba los mismos vaqueros gastados, las mismas botas pesadas de trabajo, la misma boina escocesa gallarda y roja. El brillo dorado del árbol reflejaba las banderas tatuadas de México y China en el amplio pecho negro. Las cicatrices bordeadas de rojo de las espinas venenosas y de los colmillos del vampiro habían desaparecido.
—¡Hola, Dunk! —Con una cálida sonrisa se acercó para estrecharme la mano en un apretón que me dejó los dedos doloridos. Se quedó por un momento contemplándome con una sonrisa de afecto en sus estrechos ojos chinos—. Para ser un Crusoe sin Viernes tienes buen aspecto. —Cogió la mano de Mona y se giró hacia el arbolito—. Éste es nuestro hijo, Leonardo.
—Nuestro pequeño Leo. —Con una sonrisa de tierna adoración, Mona levantó la cara hacia el árbol—. El hijo que nunca vivió. Ahora lo tenemos con nosotros.
Casey me hizo un gesto para que me acercara.
—Nuestro buen amigo Dunk —le dijo al árbol—. Duncan Yare. Bajó conmigo de la Luna. Quizá te parezca extraño pero es buena persona. Aislado y solo aquí, necesitará un nuevo compañero.
Oí un susurro entre las hojas que había sobre mí, como si soplara un viento que no sentí. La luz latía y lo atravesaba, brillaba para igualar la rosa del pelo de Mona. El susurro se convirtió en una voz cantarina, casi demasiado suave para que la oyera. Escuché unos tonos como los de Mona, luego como los de Casey, pero no entendí ninguna de las palabras ni era nada parecido a la música que yo había aprendido a amar cuando Dian ponía sus discos holográficos.
A veces tenía un ritmo efímero que encajaba con el latido de mi corazón, a veces con mi respiración. Aquella extrañeza pura me cautivó hasta que dejó de ser extraña. Empecé a sentir consuelo en todo aquello y algo más, quizá incluso amor. Mi padre me dijo una vez que su madre solía hablarle y cantarle antes de que naciera. Nuestra educación empieza en el laboratorio de maternidad. No lo recordamos pero estoy seguro de que nos ayuda a convertirnos en lo que somos. De alguna manera, creo, el árbol estaba extendiendo sus ramas hacia mí.
No sé cuánto tiempo estuve allí, maravillado y sorprendido. El bosque recogió la canción del arbolito, débilmente al principio pero luego con un crescendo arrollador tan grande que parecía vibrar y atravesarme antes de llegar al cenit y morir. Las copas brillantes de los árboles desaparecieron. El arbolito quedó en silencio y oscuro. Cuando volví la vista para buscar a Casey y Mona, habían desaparecido. Y aquél fue el final del sueño.
Un chillido agudo me despertó sobresaltado. Estaba en la cama del avión, el viejo metal crujía al expandirse cuando el sol de la mañana lo calentaba. La luz brillante del sol relucía en los paneles de instrumentos. Por la ventana, un único globo de un dorado brillante flotaba bajo sobre el largo muro forestal. Un estanque de luminosidad se arrastraba por las copas de los árboles debajo del globo, siguiéndolo como la sombra de una nube, pero la asombrosa sensación del sueño había desaparecido.
Me quedé sentado en el costado de la cama, aturdido por el dolor de la pérdida. Casey vivo de nuevo, Mona, humana y aquí, en la Tierra, el árbol brillante al que llamaban hijo: todo ilusión. La fría realidad me golpeó con el recuerdo de los tres esqueletos comidos por el césped. La lanza de Casey clavada en la calavera alienígena, los fragmentos frágiles de costillas alrededor de la raíz del arbolito. El bosque permanecía en silencio y oscuro. La alegría del sueño se había desvanecido en una completa soledad. Volví a recordar los tristes hechos, estaba aquí solo para siempre, el único hombre del planeta, quizá de todas partes.
Sin embargo el impulso de vivir aguanta. Sin hambre para desayunar, me encaminé pesado a darme un chapuzón frío en el estanque que hay bajo mi fuente. Algo revivido por eso, abrí algo más de suelo para otra fila de maíz. Me detuve a coger aliento cuando me cansé y busqué el globo de nuevo en el aire. Había desaparecido. ¿Había traído otra hada de alas doradas como la Mona de Casey? ¿Otra criatura alienígena como la que lo mató? Nunca lo supe.
El tiempo sigue pasando. Ahora contemplo el bosque y lo escucho, anhelo la sensación de consuelo y compañía de la que disfruté en el sueño. Nunca me habla, no en un idioma humano, sin embargo ahora estoy seguro de que alberga algo más que tolerancia por mí. A veces cuando creo oír otra invitación en su canción, me he aventurado de nuevo en su interior en busca del arbolito.
Las primeras veces nunca llegué muy lejos. Los inmensos troncos parecían demasiados vastos, el techo demasiado alto, las sombras demasiado oscuras, toda su presencia alienígena arrolladora. El temor a perderme, como Casey se perdió en la selva africana, me hacían volver hacia la luz del día. Pero con el paso del tiempo ese miedo se ha atenuado.
Ya más viejo, he ido cambiando, he empezado a conocer y a confiar en el bosque. He aprendido a vivir aquí. Ahora sé cuándo y qué plantar, cómo conservar y racionar lo que cosecho. He aprendido a reparar las botas y la ropa gastada, he aprendido a arreglármelas e improvisar. Aunque siempre me preguntaré si Arne, Tanya y Dian siguen vivos en la Luna, eso ya no importa demasiado. Nos volverán a clonar a todos.
Durante las cálidas tardes de verano, cuando estoy agotado de trabajar en mi pequeño campo, he adquirido la costumbre de pasear hasta la sombra de los árboles más cercanos para escapar del calor del sol sobre la pradera abierta. Ha terminado por gustarme la quietud cuando los árboles están callados y sus voces cuando cantan. A veces duermo y sueño con el arbolito llamado Leo. Me habla con colores bailarines y canciones sin palabras que le han hecho parecer un amigo. Al sentir que quería conocerme, le he contado la historia del gran impacto y las consecuencias, la historia de la estación y nuestra misión para restaurar el planeta. Tengo la sensación de que de alguna manera lo entiende, e incluso parece darle la bienvenida a nuestro regreso a la Tierra.
Me ha guiado de vuelta al claro donde crece. Ha crecido, se ha hecho más alto y el tronco es más grueso; las hojas, más anchas, están más salpicadas con un rojo y un dorado más intensos. Los esqueletos han desaparecido. El suelo donde yacían ya está limpio desde que me llevé al avión la lanza de Casey y las otras reliquias que no se había comido el césped.
Lo visito con frecuencia. En ocasiones canta muy despacito, sólo para mí. A veces está callado. A su lado siempre tengo una sensación de estar en silenciosa compañía. Cerca de él ya no me siento solo. Sin usar palabras jamás, me ha ayudado a entender la exótica botánica del bosque.
En su biología alienígena, creo que los árboles expulsan esos globos dorados como medio de dispersar su semilla. El ser de alas doradas que Casey amaba era una especie de flor, como un huevo incubado. Él fue lo primero que se movió ante ella cuando salió de la cáscara en la que había crecido. Se sintió unida a él, como se habría sentido unida al compañero alienígena que la buscaba.
El encaprichamiento que sintió él por ella es más difícil de explicar. He llegado a creer que los árboles son capaces de comunicarse con medios que están más allá de su misteriosa música, la luz cambiante y el color de las hojas. Dian quizá lo llamara telepatía aunque no tengo ninguna prueba de eso. Casey todavía era un hombre enfermo, en ocasiones sufría alucinaciones. Sin embargo creo que había algo en el bosque mismo que lo hizo verla como la Mona del Chino.
Sea cual sea la causa, era un amor desesperado e imposible, su final lo contó lo que encontré bajo el árbol. En términos de lo que mi padre habría llamado xenobiología, el macho debía de llevar algo parecido al polen para fertilizar a la flor. El árbol Leo debió de brotar de una especie de semilla que su unión formó en el cuerpo de ella.
Y así especulo y tengo tiempo para especular. El bosque alberga más misterios de los que nunca esperaré sondear. Nuestros padres de la Luna nunca nos hicieron rezar pero nos hablaron con frecuencia de las religiones y filosofías del viejo mundo. Los árboles e incluso los vampiros negros son prueba de que la vida evolucionó más allá de nuestro sistema solar. El bosque se ha convertido para mí en un templo, donde no voy para rezar o adorar nada sino para compartir una sensación maravillada y solemne de afinidad con la vida de todo el cosmos.
Puesto que me doy cuenta, asombrado, de que la vida es algo universal. Los antiguos astrónomos encontraron sus moléculas básicas en las grandes nubes del polvo y gas interestelar, la materia de la vida creada antes de que se formaran las estrellas. La vida, al parecer, se crea y se recrea a sí misma en una infinidad de formas. En mi propia comunicación sin palabras con los árboles he llegado a sentir una telaraña inmensa de vidas y mentes que existen por todo el cosmos.
Percibo una sensación efímera de seres con frecuencia más viejos, más sabios y más extraños de lo que sabré jamás, la mayor parte buenos en el sentido abstracto de que el amor altruista es bueno, algunos malvados, ya que creo que los vampiros negros son malvados en el sentido de que el egoísmo ciego es algo malvado. Las entidades malignas suelen estar en guerra entre sí, los mejores de los buenos en guerra con la muerte.
He llegado a ver los árboles como máquinas de crear, creados como nosotros no por ninguna agencia sobrenatural sino por el proceso de la evolución natural con el que la vida se crea a sí misma. Arne tenía justificación, creo, cuando temía la conquista alienígena. Debe de haber un poder maligno en algún lugar del cosmos que eliminó la vida que replantamos en la Tierra para hacer espacio para los vampiros negros. Los árboles cantantes debieron de ponerse aquí como instrumentos de bondad, enviados para contrarrestar a los vampiros.
O eso siento.
¿Nos convierte eso en marionetas desventuradas en una guerra que llevan eras librando unos poderes inmensos y desconocidos por todas las galaxias? No tenemos forma de saberlo, pero mientras continuemos con nuestra misión de creación, ¿qué mejor uso podríamos tener? Espero vivir lo que me queda de vida aquí solo y al final morir aquí. Sin embargo, sostenido por la compañía de los árboles, ya no me siento del todo solo, ni espero morir del todo. La creación es eterna. Nosotros mismos, los clones de la estación, somos máquinas de vida. Nuestra misión debe permanecer.
Ése es el mensaje que he estado transmitiendo a la Luna. Nuestros herederos de la próxima generación deben estar informados y advertidos. Recuerdo el Valle de Cachemira, aquel pequeño y hermoso Edén lejos de la raza de vampiros de África y a salvo detrás de sus majestuosos muros montañosos. Confío en que nos clonen a todos otra vez, Mona y Casey con nosotros, para aterrizar allí y sembrar otra vez a la humanidad sobre la Tierra.