Lo llamé pero no obtuve respuesta. Había dejado la puerta de la cabina abierta. Bajé al suelo pero no encontré ningún rastro de su paso. El sol de la mañana, cálido y ya alto en el este, no mostraba nada vivo en la gran planicie que nos rodeaba. El césped musgoso no tenía ninguna huella. No se oía nada, ni siquiera el susurro del viento, en el bosque dorado y escarlata del oeste. Ningún globo dorado flotaba sobre él.
Me pregunté qué podía hacer y volví a subir a bordo, revolví por la despensa en busca de un paquete de desayuno y me di cuenta de que no tenía hambre, sólo preguntas desesperadas. ¿Por qué se había ido Casey? ¿Estaba delirando por culpa de aquellas espinas venenosas o quizá por un virus alienígena que transmitían los colmillos del vampiro? ¿O quizá lo habían atraído hacia el bosque cantarín los sueños febriles sobre Mona? Sin pista alguna, tenía que buscar las respuestas.
En primer lugar llamé a la estación para informar de nuestro aterrizaje y de la desaparición de Casey, confiando en que los robots lo grabaran. No tenía armas, DeFort no había traído ningún arsenal a la Luna pero la euforia que me había provocado la canción de los árboles no había desaparecido del todo.
Con sólo los prismáticos en la mano dejé el avión y caminé hacia el bosque. Parecía muy abierto, limpio, algo parecido a un parque, el suelo estaba cubierto por el mismo césped azul verdoso sin hojas. Los árboles se elevaban muy separados, sin hojas ni ramas caídas bajo ellos. Cada vez se iban encumbrando más al acercarme a ellos. Incluso los árboles jóvenes del borde del bosque reducían al avión a un simple juguete. Los árboles más lejanos parecían elevarse sin fin. El suelo parecía extrañamente limpio. Sólo encontré una hoja caída, una lámina del tamaño de una manta de un tejido rojo cobre extendida sobre un marco parecido al de una cometa.
Intenté escuchar algún sonido procedente de Casey pero todo lo que oí fue el silencio, una quietud que parecía de algún modo viva y alerta, vigilante, a la espera. O esa impresión me dio. Cuando grité, mi voz despertó ecos en los majestuosos troncos, sonidos tan débiles y fantasmales que no lo llamé de nuevo.
Caminé un poco más, oí un golpe sordo y sofocado y encontré una fruta que había caído cerca. La recogí. Una burbuja de un rosa brillante con forma de pera y pesada, se doblaba como si estuviera llena de líquido. ¿Se podía comer o quizá era tan venenosa como las púas de la selva? La sopesé de nuevo pensando en eso íbamos a pasar aquí el resto de nuestra vida, la comida de la despensa se acabaría pronto. Teníamos que arriesgarnos y su extraño aroma me despertó el apetito.
El extremo más corto de la burbuja se ahusaba y terminaba en una especie de pezón. Lo apreté. Rezumaron unas gotas de un color rojo vino. Las cogí en la palma de la mano y las olí otra vez. La saliva me mojó la boca. Las toqué con la lengua. El sabor era ligeramente salado, ligeramente dulce, pero en general bueno. Chupé el pezón hasta que la burbuja quedó vacía.
Satisfizo mi apetito pero me dejó con una pregunta sobre botánica. Las frutas de nuestro viejo mundo habían sido semillas recubiertas de carne, evolucionadas para tentar a los organismos más móviles para que las comieran y las esparcieran. La burbuja se había encogido hasta convertirse en una vejiga plana sin semillas. ¿Qué función biológica tenía?
El bosque parecía más oscuro y extraño cuando miré más allá. Aquellos troncos inmensos, del color del bronce oscurecido por el tiempo, se elevaban como las columnas de un templo enorme. Las ramas se extendían a tales alturas que tenía que forzar el cuello para distinguirlas. El denso follaje impedía la entrada de los rayos de sol y me dejaba en medio de un pesado crepúsculo. No había recorrido un gran trecho cuando me paré, con la sensación de que estaba invadiendo un lugar sagrado en el que no tenía derecho a estar.
Volví atrás y busqué por el norte siguiendo el límite del bosque, mantenía con cautela la luz a la vista. Debí de recorrer tres o cuatro kilómetros antes de oír cantar algo otra vez. Su voz parecía venir de las copas de los árboles, muy lejana al principio, delante de mí, luego cerca, más alta, hasta que se convirtió en un trino que sonaba muy alto, una melodía tan alegre e intensa que apresuré el paso para acomodarlo a su ritmo.
¿Era consciente de mi presencia?
Eso pensé durante un momento pero la canción continuó cuando me quedé quieto. ¿Estaba dirigida a Casey y no a mí? De repente estuve seguro de eso, sin ninguna razón racional, y me quedé allí preguntándome qué era hasta que se interrumpió. Después de un momento de silencio total escuché una nota penetrante, como un grito de dolor que se transformó en un largo lamento que parecía rodearme por entero. El fulgor de color de las copas de los árboles se oscureció como con una sombra repentina pero no vi ninguna nube.
Me sentí inundado por una ola de miedo sin saber por qué, me retiré aún más hacia el campo abierto y busqué el avión un poco nervioso. Permanecía donde lo había dejado, a lo lejos, pequeño y solitario, apenas algo más que un diminuto signo de exclamación para aquel lamento moribundo. Estaba levantando los prismáticos para asegurarme de que estaba a salvo cuando vi otro globo.
Una bola de un dorado brillante, pequeña y lejana, venía flotando sobre el bosque hacia el avión. Una ola de oscuridad la seguía, una sombra demasiado grande para que la produjera el globo. Flotaba demasiado bajo. La cesta se arrastraba por las copas de los árboles, se enganchaba y liberaba, se volvía a enganchar y a liberar. Aquel lamento mortecino se había hundido en un silencio sin aliento, como si el propio bosque estuviera nervioso.
Con los prismáticos temblándome en la mano, me llevó un momento enfocar bien el globo. Me quedé sin aliento. Se había atascado otra vez en la rama partida de un árbol que debía de haber destrozado un rayo. El viento lo volvió a liberar pero se le debió rasgar, la tela. Se desinflaba y se hundía deprisa. Se abrió una puerta en el costado de la cesta y algo saltó.
Intenté estabilizar los prismáticos, intenté enfocar mejor. La criatura que caía parecía medio humana, medio sobrenatural, sin embargo era claramente de sexo femenino. La piel carecía de vello, era suave, casi del mismo tono dorado del globo. Tenía unas patas de gallina con tres dedos y garras oscuras, hechas para agarrarse a las ramas, pero los muslos se le curvaban con elegancia hacia un mechón dorado de vello púbico. Los pechos eran dorados y llenos y tenían unos pezones parecidos a la fruta que yo había chupado.
Durante un instante le vi el rostro. Dulce, ovalado, suavemente femenino, estaba enmarcado por un cabello suelto de un color dorado pálido. Los ojos eran más oscuros, de un verde dorado, muy abiertos y muertos de miedo. Abrió la boca como si fuera a gritar algo demasiado lejano para que yo lo oyera.
Bajaba dando tumbos y extendió unas alas, velas de un dorado brillante que le cubrían desde los hombros a los codos. Una parecía torcida, inútil. Las había abierto demasiado tarde. Caía rápido y las agitó salvajemente, cayó con fuerza, tropezó, dio un tumbo y se hundió en un montón dorado, se quedó allí echada sin moverse. Con el impulso de ayudarla por si lo necesitaba me encaminé hacia ella y me detuve cuando Casey salió corriendo del bosque que tenía a sus espaldas.
Se arrodilló a su lado, le buscó la muñeca estrecha, dobló la cabeza y la puso sobre su pecho para escucharle el corazón. Vi que movía los labios al hablar, vi el miedo desnudo que se desvanecía en alivio cuando ella parpadeó, lo miró y por fin sonrió. Él se inclinó sobre ella durante mucho tiempo, inclinado para escuchar cuando se movían los labios de ella, arrodillado para examinar el ala herida.
La vi estremecerse y hundirse de nuevo cuando intentó moverla. Casey la recogió para levantarla. Los brazos de plumas de la criatura le rodearon el cuello, las alas doradas los envolvieron a los dos. Creí que la iba a llevar a bordo del avión pero en lugar de eso la llevó al interior del bosque. Las copas de los árboles volvieron a brillar de nuevo. Algo parecido a una única voz repicó entre ellas, creció y se extendió para convertirse en un gran coro de alegría, imaginé, al ver que ella estaba a salvo.
Más el asombro que la compasión me impulsó a seguirlos, pero pensé que él no me querría allí. Debió de pensar que yo estaba a bordo del avión (si es que pensó en mí en algún momento). ¿Por qué no había intentado ponerse en contacto conmigo? ¿Lo había poseído el bosque, igual que los vampiros negros poseían a sus anfitriones? Me perseguían tantas incógnitas (todas sin respuesta)…
La voz del bosque se suavizó cuando la llevó hacia las sombras. Aquella dulce melodía no encajaba en ninguna pauta musical del piano holográfico de la doctora Lazard de sus lecciones de música. Sin embargo, las notas se sucedieron tan suaves y tranquilizadoras como los sonidos del viento, los sonidos del arroyo y los sonidos de la espuma que nos ponía la madre de Tanya para dormirnos cuando éramos pequeños.
Tranquilizó mi ansiedad lo suficiente para permitirme parar y examinar el globo desinflado, una gran sábana harapienta de algo que se parecía un poco a una película de plástico pero que era totalmente incomprensible. No tenía metal, ni remaches, ojales o bombonas de gas. No encontré cordones ni cuerdas o válvulas que pudieran haberlas controlado. Era una única pieza completa. No encontré costuras, puntadas ni marcas de fábrica. Y la cesta…
Tuve que ponerme de pie, rascarme la cabeza y mirar de nuevo al bosque, que ahora ronroneaba con suavidad, como diez mil de los gatos de Dian. La cesta era una concha lustrosa de un naranja rojizo, dura como una cáscara de nuez. Se había dividido en dos para dejar que la criatura alada escapara. Me pregunté cómo había tenido espacio dentro hasta que vi que estaba forrada con una materia gris, suave y flexible, con la forma adecuada para adaptarse a las formas de su cuerpo. Al inclinarme para mirar dentro, percibí una insinuación del olor a vino de la fruta que había encontrado.
¿Qué era aquella criatura?
¿Otra fruta del bosque, crecida en algún árbol cantarín? Era difícil de imaginar ¿pero qué otra cosa podía ser? Ni los árboles ni los vampiros negros podrían haber evolucionado en la Tierra. Mi padre nos había enseñado palabras inventadas para este tipo de criaturas de otros mundos. Panspermia. Extraterrestre. Xenobiología. Todo lo que yo sabía eran las palabras.
Con la esperanza de que Casey volviera me quedaba dentro o cerca del avión. El hambre y la sed, pensé, deberían traerlo de vuelta, pero no apareció. Una y otra vez me aventuré al límite del bosque para buscar alguna señal suya pero nunca me alejé mucho. Lo que me mantenía fuera del bosque era algo mayor que mi preocupación por Casey, asombro más que miedo en sí, miedo a una presencia sentida que no conocía ni entendía. Una presencia que era consciente de la mía, quizá cautamente alerta, quizá simplemente curiosa, quizá yo no le preocupaba en absoluto. La sensación de que no era hostil ni alarmante, sin embargo sí lo bastante fuerte para detenerme.
Encontré otra gran hoja del color del cobre, caída de aquel árbol destrozado del límite del bosque. La arrastré hasta el espacio abierto, traje una cámara holográfica y la medí y describí para otro informe para la estación. La larga vena central era un tubo hueco con algo parecido a una caña al final. Chirrió suavemente cuando lo apreté. ¿Eran las hojas los altavoces del bosque?
Otro día volví a estudiar otra vez el globo. Me encontré con que la concha vacía de la cesta se estaba derritiendo en el suelo. La tela dorada se había desvaído hasta quedarse casi blanca y una solapa se había quedado pegada cuando intenté separarla. La arrastré para soltarla y encontré unas raíces amarillas diminutas que le habían crecido del césped. Un misterio resuelto. El bosque no necesitaba guardabosques ni leñadores para darle el aspecto de un parque bien atendido. Era el césped musgoso el que hacía ese trabajo, absorbía todo lo que caía.
A la mañana siguiente me senté a bordo del avión intentando resumir los datos y las conclusiones para la transmisión. Ya no me quedaban dudas de que el terror de Arne a una invasión alienígena estaba basado en hechos. Aunque no habíamos visto ninguna prueba de que hubiera naves en África, ni ningún tipo de alta tecnología, estaba claro que los vampiros negros no pertenecían a la Tierra. ¿Los árboles cantantes? Seguían siendo una incógnita incluso mayor.
Esperé a que saliera la Luna y quedara al alcance de la radio, no podía evitar sentir que el micrófono era un agujero negro en el que se perderían mis palabras para siempre. Aunque esperaba que los robos estuvieran escuchando no tenía forma de saberlo. Confieso una cierta satisfacción perversa al pensar en Arne temblando de terror por si lo encuentran los vampiros.
La puerta de la cabina estaba abierta. Escuché un clamor repentino, un sonido como si chillaran mil voces, sin música. Se elevaba y caía y se convertía en un rápido fuego de cañones que para mis oídos carecía totalmente de armonía. Miré desde la puerta y vi que todo el bosque parpadeaba como si hubiera una fiesta de rayos multicolores.
Al momento aparecieron de golpe Casey y la criatura alada. Corrían desesperados. Ella cojeaba. Él la llevaba de la mano para ayudarla, las alas de ella estaba envueltas alrededor de él. Al salir de los árboles las extendió e intentó volar. Un ala se combó y ella cayó sobre el césped. Casey la recogió y con los brazos de ella alrededor de su cuello se lanzó hacia el avión. El bosque tronaba al ritmo de sus pisadas y los rayos escarlata ardían tras ellos.
Algo salió del bosque y los siguió.