Todavía a medio recuperar, balanceándose y poco firme sobre los controles, Casey nos llevó hacia Norteamérica. Le hice una taza del té amargo que cultivábamos en la estación. Lo tomó a sorbitos con la mirada ausente, pero seguía sin poder comer. Con un gesto determinado en la mandíbula oscura se concentró en las tareas pendientes, examinaba el mundo desconocido que se acercaba reptando a través de la calima que había bajo nosotros, planeaba la ruta en los mapas que habíamos vuelto a dibujar a partir de lo que veíamos desde la órbita y calculaba hasta dónde podríamos llegar con el combustible que quedaba en los depósitos.
Debió de suponerle un esfuerzo desesperado. Vi el sudor que cubría su rostro apretado, moteado de sangre, vi el temblor de aquellas manos heridas por las espinas. Pero nos llevó al continente, muy diferente de lo que habíamos visto en los mapas antiguos. Los mares se habían encogido cuando el agua se congeló. El hielo glacial cubría ahora la antigua Canadá y se extendía al este de las Rocosas, por casi todo el valle superior del Misisipí.
Alcanzamos la capa de hielo en la latitud de la antigua Nueva Inglaterra y volamos con dirección suroeste siguiendo el borde. Estudié con los prismáticos la tierra descubierta hasta que la planicie de un marrón claro de la tundra de primavera dio paso a otra vegetación. Las tierras bajas parecían verdes, de un verde más claro, más azul que el que habíamos encontrado en Asia. Las cumbres más altas estaban salpicadas y cubiertas por una confusa serie de colores vivos: rojo y dorado, ámbar, esmeralda y azul, en todo tipo de tonalidades. Le ofrecí los prismáticos a Casey e intenté preguntarle qué pensaba. Encorvado y serio sobre los controles, se encogió de hombros y no dijo nada.
El hielo se retiraba hacia las montañas según avanzábamos hacia el sur, pero la nieve todavía coronaba las cumbres occidentales cuando iniciamos un largo descenso. Al ver aquellas motas y manchas de color mientras bajábamos, empecé a distinguir árboles. No se parecían a los robles, olmos o pinos, crecían en bosquecillos pequeños y en bosques enormes. La mayor parte eran rectos y altos, bien separados, sin matorrales entre ellos. Eran de color rojo ladrillo y rojo cereza, naranjas y rosas, de un dorado refulgente, amarillos y brillantes como las llamas.
Casey gastó el último combustible que quedaba en el aterrizaje, planeando bajo sobre aquel paisaje exótico hasta que un muro boscoso se cernió sobre nosotros, subió el morro para interrumpir el vuelo y bajó por fin sobre el cojín del cohete hacia un terciopelo azul verdoso y un silencio repentino. El avión se balanceó y se posó. Él se inclinó débil hacia atrás, se limpió la cara con la mano y agitó el mapa en mi dirección.
—México… —Emitía las palabras con voz áspera una por una como si cada una le costara un esfuerzo—. El viejo Chihuahua… Sierra Madre al oeste… Depósitos vacíos… Estamos aquí para quedarnos… —El mapa se le voló de la mano temblorosa—. Estoy acabado, Dunk… Te dejo el resto a ti… Vigila… por si acaso…
Se hundió en el asiento con los ojos cerrados, respiraba con lentitud con un ronquido sibilante. Recliné el asiento, le quité las botas y le eché la manta por encima antes de volverme hacia las ventanas. La planicie azul se extendía a lo lejos hacia el este y el sur. El bosque se levantaba a un kilómetro y medio aproximadamente, al oeste, un muro majestuoso de árboles magníficos que parecían reflejar el color escarlata y dorado del atardecer. Por extraño que pareciera, tuve una sensación reconfortante de paz y tranquilidad.
Al volar hacia el oeste nos habíamos adelantado a la noche pero ya nos alcanzaba, el atardecer púrpura subía por el este. Inquieto por aquella oscuridad cada vez mayor, encontré los prismáticos y examiné los alrededores. La planicie se extendía hacia el este sin interrupción para encontrarse con la oscuridad que caía. No vi ningún movimiento en el bosque, no sentí ningún peligro. Con Casey aparentemente dormido, abrí la puerta y bajé al suelo. No hacía aire y estaba fresco, había un aroma dulce y suave a flores. Me arrodillé para mirar el césped y encontré una alfombra blanda de fibras azul verdosas que al tocarlas eran tan cálidas y suaves como una piel.
Al principio el mundo estaba en silencio, como si se hubiera callado alarmado por nuestro aterrizaje, pero pronto oí un sonido débil y lejano, un tono alto y puro que se elevaba, trinaba y por fin moría. Parecía venir de los árboles, rodeé el avión para mirar. Las sombras cada vez más espesas ya estaban cuajándose sobre el bosque, pero el escarlata del atardecer todavía rozaba las copas de los árboles y esbozaba las cumbres altas que había detrás.
Escuché hasta que volvió aquella nota, más alta, más dulce, temblaba y palpitaba con un ritmo melódico que nunca había oído hasta que llegó a su cenit, se hundió y murió. ¿Un pájaro?, me pregunté durante un momento. Mi padre nos había puesto hologramas de pájaros cuando éramos pequeños. Teníamos células de pájaros en la crioestación. Tanya le había rogado a su madre que le clonara un canario hasta que Arne se rio y dijo que la gata de Dian se lo comería.
Pero por supuesto todos aquellos pájaros antiguos habían desaparecido. ¿Era aquélla la voz de alguna especie nueva tan extraña en la Tierra como los vampiros negros? ¿Algo quizá alarmado por nuestro aterrizaje y ansioso por saber qué éramos? Pensé que de alguna forma se parecía a una voz, aunque no era una voz humana, que me llamaba. Una voz insistente, casi urgente, y yo tenía la sensación de que quería decir algo, sin embargo no era algo que yo pudiera entender.
Volvió otra vez. Empecé a caminar hacia el sonido sin pensar en la razón. Se elevaba más cuando me movía. Cambiaba el timbre, se convertía en un coro de muchas voces que cantaba a un ritmo que yo nunca había oído y me transmitían unas emociones que nunca había sentido. ¿Un saludo? ¿Una bienvenida? ¿Una pregunta sobre quién o qué éramos?
No percibí ninguna amenaza en él. El miedo a los vampiros negros que me perseguía desapareció. África estaba muy lejos y estaba seguro de que no tenían ningún avión que pudiera sacarlos del continente. Algo me hizo apresurarme hasta que lo extraño de todo aquello me contuvo, y también al pensar en Casey, que se había quedado en el avión a mis espaldas, echado y enfermo de algo más extraño todavía. Me volví hacia el avión, aliviado al ver su belleza conocida, un trozo de plata ahusado y flaco que brillaba contra la noche púrpura.
Aquella misteriosa eufonía me siguió, se elevaba con una urgencia que me obligó a detenerme a medio camino del avión. Permanecí allí absorto, totalmente perplejo, intentando comprender. Aparte de los hologramas yo nunca había oído un huracán, nunca había oído el estallido de un trueno, pero aquella gran armonía me tenía atrapado con el poder que siempre había imaginado en aquellas fuerzas naturales.
Me volví hacia el bosque y busqué la fuente de aquella emoción maravillada. Los enormes troncos de los árboles se perdían ahora en la oscuridad pero las altas copas todavía brillaban con un rojo mate contra el atardecer más rojo todavía. No vi que se moviera nada pero algo suavizó la preocupación que sentía por Casey. Borró el dolor que sentía al ser consciente de que estábamos aquí para vivir el resto de nuestras vidas y morir aquí, sin volver a ver la estación ni a nuestros amigos. De alguna manera me llenó de una nueva esperanza por la misión y las generaciones de clones que vendrían.
Me quedé allí parado en medio de la oscuridad creciente, escuchaba en vano en busca de cualquier acorde o cadencia conocida en la elevación y caída de aquella poderosa marea de sonido, y sin embargo estaba transfigurado por una alegría que no podía entender. Olvidé las peleas con Arne, olvidé los vampiros de África, me olvidé de mí mismo e incluso de lo mucho que me importaba el futuro de la Tierra. Sentí que me elevaba en un júbilo puro, más allá de la necesidad de pensamiento o acción.
El tiempo cesó hasta que aquella música, si la puedo llamar música, llegó a su punto culminante y murió lentamente hasta convertirse en silencio. Me dejó con el dolor de la nostalgia de que continuase. La oscuridad se convirtió en soledad y la preocupación por Casey volvió a invadirme. Volví con pasos pesados al avión. Eché la vista atrás cuando llegué a la escala y vi algo que se elevaba del bosque.
¡Un globo!
Apenas un relámpago dorado cuando se levantó hacia el sol, se convirtió en un globo de verdad, con una cesta balanceándose debajo. Aunque yo no sentía ningún viento, se balanceaba lentamente hacia mí. Estiré el cuello hasta que pasó muy por encima de mí y se desvaneció por fin en la noche inminente. Significaba que había otra raza de alienígenas aquí, pensé, seres inteligentes con una tecnología avanzada. Sin embargo no me alarmé: todavía intoxicado por aquella música, estaba ansioso por conocerlos.
Al volver al avión encontré a Casey sentado y con mejor aspecto. Me dejó calentar un cuenco de sopa y abrir un paquete de obleas de calabacín y tofú que hacían los robots, una cosa que Arne llamaba el maná de la Luna. Mientras comíamos intenté hablarle de la música y cómo me había cambiado el humor.
—Lo oí, o algo parecido —dijo él— en una locura de sueño. —Se detuvo con la cuchara en el aire y sacudió la cabeza maravillado—. Me hizo sentirme… no sé explicarlo… me hizo sentir que la misión todavía tiene alguna probabilidad a pesar de todas esas cosas de África. Un sueño que cada vez era más absurdo. —Se detuvo de nuevo para mirarme como si yo me fuera a preguntar si el loco no sería él—. Pensé que veía un globo dorado que se elevaba del bosque. Mona iba dentro. Había bajado de la Luna para buscarme. Estaba embarazada, supongo que no lo sabíais, cuando nos subimos al avión de huida. De seis meses, aunque apenas se le notaba, de un niño que íbamos a llamar Leonardo. Lo perdió después de llegar a la estación. En el sueño pensé que el pequeño Leo podría tener otra oportunidad. Recuerdo… —Con los ojos medio cerrados guardó silencio, rememorando.
O eso parecía. Crecimos juntos y todos habíamos conocido a nuestros padres clones por los hologramas del tanque y todas las cartas, diarios, agendas y reliquias que nos habían dejado. En mi casilla me esperaba la pipa de mi padre y el frágil saquito de cuero en el que guardaba el tabaco, su navaja, su billetera con unas fotos desvaídas que no reconocí.
Su vida y su mundo se habían convertido en algo más vivo y emocionante para mí que nuestra diminuta guarida en el borde del cráter, las historias de nuestros padres clones eran tan reales como auténticos recuerdos. Y compartíamos la misma sangre. Mi padre hablaba de recuerdos raciales, transmitidos a través del inconsciente para dar forma a los mitos y a las costumbres. Creo que eran momentos que recordábamos de verdad de algo más que de oídas, aunque Arne nunca estuvo de acuerdo.
—Y sabes, Dunk… —Con los ojos oscuros muy abiertos, Casey sonreía—. Recuerdo cómo la encontré. Ocurrió en un club de una vieja ciudad sudamericana llamada Medellín. Yo estaba allí como piloto y guardaespaldas a las órdenes de un hombre llamado Hugo Carrasco, traficante de narcóticos ilegales. Mona…
Hizo una pausa y sacudió la cabeza como si el sueño hubiera sido un milagro. Mientras Pepe, Arne y yo siempre habíamos amado a Tanya y Dian, que estaban vivas y con nosotros en la estación, Casey adoraba aquella visión de Mona. Una vez, hace mucho tiempo, me había enseñado la foto que tenía de ella y que había encontrado en la billetera que trajo El Chino a la Luna. Una foto diminuta, frágil y desvaída por el tiempo, era algo sagrado para él, tan valiosa que hizo que Dian la pusiera en la cámara de frío.
—¡Una preciosidad, Dunk! —Se le iluminó la cara—. El cabello largo del color de la miel, lo llevaba suelto sobre la espalda. Los ojos tan azules como el cielo de esta Tierra. Una figura como las de las antiguas estatuas de Venus. Estaba cantando canciones españolas muy tristes que me conmovieron en lo más hondo. Hice que el camarero le llevara un billete de cien dólares. El primer guiño rápido que me hizo se convirtió en una sonrisa cuando vio cuánto era y siguió mirándome. Supe al instante que nos pertenecíamos el uno al otro, pero mi jefe tenía ideas propias. Era un bruto grande y peludo. Lo llamaban El Matador, porque tenía la costumbre de matar a cualquiera que lo hiciera enfadar. Nadaba en demasiadas piñas coladas y quiso bailar con Mona. Ella intentó decirle que su trabajo era sólo cantar. La arrastró por el suelo, ella se soltó de él y corrió hacia mí. Él la siguió gritándome para que la sujetara. —Los ojos agotados contemplaban el pasado y sacudió la cabeza con una sonrisa traviesa—. No era una elección difícil. Saqué su arma. Disparé el primero. Le di en el hombro. Se cayó al suelo desgañitándose. Yo tenía las llaves de su limusina y del avión privado. Llegamos antes que los polis al aeropuerto. Menos mal que me hacía llenar siempre los depósitos para los vuelos de emergencia. Volamos hacia el norte y vendimos el avión en México. Ella tenía pasaporte americano, yo tenía contactos para que me hicieran uno. Cruzamos por Juárez. Nos mantuvimos ocultos hasta que por fin encontré otro trabajo, con Cal DeFort. Era una fracción de lo que pagaba Carrasco, pero Cal nos salvó la vida.
Hice otra tetera del té negro de los robots e intenté hablar sobre el globo dorado. ¿Significaba que aquí habíamos encontrado otra raza de alienígenas? ¿Le darían la bienvenida a la colonia que intentáramos plantar aquí? Casey apenas me escuchaba, todavía tenía a Mona en la cabeza.
—Ese sueño, Dunk —sacudió la cabeza con un encogimiento de hombros irónico y melancólico—. ¿Sabes?, me dejó con la sensación de que nuestro pequeño Leo podría tener una oportunidad. En alguna generación futura, cuando nos clonen juntos a Mona y a mí. Masticó otra oblea de calabacín y tofú, se terminó el té y se volvió a echar en el asiento. Pronto estaba roncando suavemente. Yo estaba mareado de sueño pero me quedé echado durante mucho tiempo preguntándome sobre los árboles que cantaban y el globo que se había encumbrado. También me preguntaba sobre la historia de Mona y El Matador. A Casey le encantaba hablar sobre El Chino y el pasado que imaginaba. Contaba bien aquellas historias. Yo las disfrutaba, incluso cuando parecían ser pura imaginación. Fuera cual fuera la verdad de todo aquello, su esperanza de conocer al pequeño Leo perdido en alguna vida futura me había dejado embargado por el dolor.
Aquella noche me despertó sobresaltado con un grito de angustia.
—¡Mona! ¡Mona, espérame!
El día ya había llegado cuando desperté. Un rayo amarillo entraba por la ventana y se estrellaba contra su asiento. Estaba vacío.