14

Casey y yo nos turnamos en la cabina a la espera de que Cal volviera de aquella maraña de espinas. El sol lento se hundió hacia los conos volcánicos y azules que veíamos a lo lejos, al oeste. Una nube alta con forma de yunque se elevó sobre el Kilimanjaro, al sur, y se extendió para ocultar el cielo. Un viento repentino golpeó las briznas negras y rojas. Un relámpago parpadeó, el trueno se estrelló. Nos golpearon la lluvia y el granizo. La tormenta pasó y salieron las estrellas. Dormí inquieto en el asiento del copiloto hasta que Casey me despertó para que contemplara un amanecer rojo, para ver cómo se levantaba un sol rojo.

El Kilimanjaro se elevaba tan sereno sobre el paisaje escarlata como se había levantado sobre nuestro mundo verde antes del impacto. No salió ningún alienígena de la selva pero Cal no volvió. Nuestra esperanza empezó a desvanecerse. Al mediodía, con el almuerzo de fruta y comida congelada que habíamos traído de la estación, Casey me miró con una expresión poco prometedora.

—Sin un arma ni comida o al menos agua… —Se encogió de hombros sombrío—. Debería haber ido con él.

—Tenemos sus órdenes —dije yo—. Informar a la estación. Continuar a América.

—Lo haremos. —Terminó un plátano y se limpió los labios—. Pero ahora quiero buscar a Cal. —Se puso las botas—. Dame doce horas; si no he vuelto, despega sin mí.

Aquellas horas tardaron una eternidad en pasar. La tarde ya fue bastante mala pero cuando el hechizo malvado de aquel mundo rojo empezaba a superarme, una mirada al Kilimanjaro siempre me devolvía a la realidad de la Tierra. Después de oscurecer no pude huir de los monstruos que imaginaba. Una vez, al intentar romper con aquella intolerable ansiedad, abrí la escotilla y miré fuera.

Las flores que coronaban aquellos estoques de briznas brillaban débilmente, cubriendo la selva de un violeta fantasmal. La noche estaba tan quieta como la muerte hasta que oí un susurro de viento que esparcía chispas de un rojo sangre, quizá granos de polen. El aire húmedo estaba contaminado por un hedor débil pero nauseabundo para el que no encontré nombre.

Me quedé una hora allí, intentando oír la voz de Casey, gritando su nombre por si se había perdido y vagaba por aquella selva extraña, hasta que las sombras empezaron a transformarse en formas tan monstruosas que me estremecí por un escalofrío de miedo y sellé la válvula contra todo ello.

Las doce horas que me había pedido se habían doblado y había pasado más tiempo aún. Volvía a caer la tarde y ya tenía los ojos borrosos e hinchados cuando lo vi salir tambaleándose de aquella maraña de hojas negras y rojas. Tenía la ropa hecha pedazos y la piel, llena de arañazos, le sangraba. Llegó dando tumbos hasta la escala y lo ayudé a entrar por la escotilla. Se derrumbó en el asiento del copiloto.

—Sácanos de aquí —me pidió con un jadeo—. Despega.

Por supuesto yo no sabía. Él había estudiado astronáutica con el holograma del padre de Pepe y se había entrenado en el simulador. Yo no. Todo lo que pude hacer fue darle una botella de agua cuando clavó en mí los ojos agotados. Se la bebió de un trago y se hundió en el sueño antes de poder decir otra palabra.

Vigilé otra vez durante todo el tiempo que pude permanecer despierto. No lo siguió nada. Él roncaba en el asiento, murmuraba y se sacudía de vez en cuando como si luchara contra un enemigo invisible. Mareado yo también por el sueño, me dejé caer en el asiento del piloto. En algún momento de la noche me tiró del brazo para apartarme y nos sacó de allí.

Encontré unos aperitivos cuando estuvimos a salvo en el aire y le pregunté si quería comer, pero en lugar de eso hizo que abriera una caja de primeros auxilios. La sangre se había secado y había quedado negra en largas brechas por los brazos. Tenía el tobillo magullado e hinchado. Las púas habían dejado arañazos por todas partes, hinchados e inflamados. Tenía fiebre cuando lo toqué. No quería hablar pero me dejó que lo ayudara a limpiarse las heridas y a rociarlas con cicatrizante.

No sirvió de mucho. Estaba temblando pero permaneció encorvado sobre los controles con los ojos clavados en los instrumentos. No hice preguntas pero por fin, cuando estuvimos en la estratosfera y sobre el Atlántico, dio un suspiro estremecido y se incorporó.

—Si quieres saber… —Al principio tenía la voz ronca y quebrada—. Si quieres saber lo que fue de Cal…

—Si puedes hablar.

—No lo encontré. —Torció los labios pálidos—. Nunca. Pero necesitarás la historia para los archivos… si vivimos para volver.

Encontré la grabadora de audio. Se quedó allí sentado durante mucho tiempo, la agarraba con la mano trémula antes de reponerse lo suficiente para recitar nuestros nombres, nuestra latitud y longitud y la fecha. Se detuvo para respirar hondo aunque inquieto y sacudir la cabeza dirigiéndose a mí.

—Buscamos desde la órbita pruebas de posible presencia extra-terrestre en África. —Sus palabras eran trabajosas y lentas cuando empezó, el tono dolorosamente formal, pero hablaba con más libertad al continuar—. Las marcas que observamos desde el espacio parecían artificiales. Una vez bajamos a la sabana que se encuentra entre la Gran Falla y el Océano índico, cerca de lo que nos pareció una carretera transitada, nos encontramos en medio de una densa vegetación de plantas desconocidas. Cuando el comandante DeFort no volvió de un sondeo de los alrededores, yo tomé la decisión…

Cerró los ojos y se hundió en el asiento, quizá para buscar a ciegas la voluntad para continuar o quizá para formar las frases para el ordenador y para que las oyeran nuestros herederos dentro de mil años. Lo vi estremecerse pero se incorporó y habló con una voz clara y uniforme.

—Tomé la decisión de seguirlo a través de aquella selva de espinas. Era una maraña densa de lanzas de un rojo oscuro y tres filos armadas con púas afiladas por los bordes. Habría sido impracticable pero las lanzas se apiñaban en matas gruesas con un pequeño espacio entre ellas, lo bastante grande para que DeFort pudiera encontrar un camino para atravesarlas. El suelo era poco firme y arenoso. Había dejado huellas que pensé que podía seguir, sin embargo tenía que prepararme para la búsqueda. El sol tropical estaba en su cenit y quemaba. El aire estaba inmóvil y caliente como un horno y las flores que coronaban las hojas emitían un olor nauseabundo que lo hacía casi irrespirable. El sudor me empapó antes de dar una decena de pasos. Paré, volví la vista hacia el avión, no quería dejarlo. Pero por supuesto tenía que continuar. DeFort había sido amable conmigo, incluso en la Tierra antes de que nos clonaran; nuestras cartas y los diarios lo demostraban. Había escuchado mi historia, me consiguió un trabajo en la estación. Arne Linder quizá no quiera saber más de nosotros pero debemos entregarle todo lo que podamos aprender al ordenador maestro. Por Cal al menos. Su vida parecía importarme más en aquel momento que todo el futuro desconocido de la Tierra. Rastreé su pista entre las hojas durante unas dos horas, hasta que salí a un claro amplio y circular que creo que es un campo cultivado. En el centro se encuentra un pequeño edificio con una cúpula negra y baja por techo. Está rodeado de filas curvas de unas plantas bajas de hojas negras. Plantas muy diferentes de todo lo que tenemos en los libros de botánica. Las hojas triangulares reposan planas sobre el suelo, hacen dibujos con forma de estrellas en el centro de las cuales hay unas frutas de un rojo brillante y el tamaño de una manzana. El campo parecía vacío pero me sentí lo bastante inquieto para querer un arma mejor. Con el cuchillo de caza corté una hoja de hierba más larga que yo y le quité las púas de la base para hacer un mango. Con eso en la mano seguí las huellas de DeFort por el campo. A medio camino del edificio, llegué al final del rastro. Debió de luchar. Las hojas negras estaban arrancadas y salpicadas de algo rojo. Quizá lo rojo sólo era zumo de aquellas frutas rojas que se habían roto durante la lucha pero creo que era sangre suya. Estaba allí arrodillado, intentando interpretar las pruebas cuando oí un bramido extraño y me levanté para ver algo que venía muy rápido del edificio. Algo tan fantástico como las plantas, quizá fuera tan grande como nuestros viejos leones y tigres pero no se parecía mucho a ellos. Saltaba a gran altura sobre dos patas gruesas con largas garras, y bajaba planeando sobre unas alas de murciélago rojas correosas y largas. Tenía el cuerpo cubierto de escamas lustrosas y negras que relucían de escarlata cuando el fuerte sol las iluminaba. Tenía dos cabezas. La cabeza más grande tenía los ojos largos y rasgados y una gran mandíbula llena de una fila doble de colmillos largos que brillaban como el vidrio negro cuando abría la boca para bramar. La más pequeña, apostada más atrás de los hombros, parecía tan lustrosa y negra como los colmillos. Casi tenía la forma de una calavera humana con unos enormes ojos blancos que reflejaban el sol como espejos. Me quedé mirando durante un momento y me giré para correr, pero se me echó encima demasiado rápido. Con un último y largo planeo, me rodeó y bajó delante de mí para apartarme de la selva. Aquellos ojos espejados tenían unas pupilas con los bordes amarillos que me miraban furiosos y con una fuerza que me paralizó. Rugió otra vez, con una ráfaga de aliento caliente que apestaba a carne podrida. Una lengua fina y roja intentó apuñalarme como el ataque de una serpiente. Me agaché y le hundí la lanza en la garganta abierta. La lengua se enrolló alrededor de mi tobillo y me levantó del suelo pero la lanza había encontrado algún órgano vital. El bramido se convirtió en un chillido que se ahogó y se desvaneció. La criatura se derrumbó sobre un costado, las patas, con escamas negras, pateaban entre convulsiones. La lengua me arrastró hacia él, me apretaba hasta que casi me aplasta el tobillo pero luego se relajó lo suficiente para que me pudiera soltar con una sacudida. Me levanté como pude, creí que era libre hasta que vi la segunda cabeza con forma de cráneo que se separaba de la criatura. La montaba agarrada con cuatro ganchos largos, pinchos rojos y afilados que goteaban una sangre oscura cuando las sacó de la espalda de la criatura. Rodó hasta el suelo y se quedó allí echada, mirándome fijamente con aquellos enormes ojos blancos. Tenía una boca diminuta y sin dientes que maullaba como un gatito hambriento. Inquieto, me quedé allí parado hasta que vi que los pinchos se juntaban debajo. Estaba a punto de saltar. Tiré de la lanza pero las púas se habían quedado pegadas en la garganta de la criatura. Los pinchos era patas, coronadas por garras pero musculosas en la base. La cosa las flexionó y saltó hacia mí. La cogí con las dos manos, como un balón de baloncesto. Era más resbaladiza y fría de lo que tendría que ser cualquier criatura viva. Los pinchos me rasgaban los brazos, intentaba agarrarse y sujetarse a mí. La tiré como una pelota, me tambaleé hacia atrás y cojeé hacia la selva. Vino saltando detrás de mí, maullando más alto. Me dolía el tobillo, me lo había torcido cuando me lo había agarrado la lengua viscosa, pero llegué a la selva con ventaja suficiente. Al mirar atrás vi que volvía saltando hacia la cúpula negra. De vuelta entre las espinas, me tiré en un pequeño espacio abierto y me quedé allí echado jadeando hasta que recuperé el aliento. Me sentía enfermo al pensar en lo que debía haberle pasado a Cal. Esa cosa es un parásito. Un vampiro. Les hunde esos pinchos a sus víctimas, cabalga a sus espaldas, les chupa la vida.

Se quedó allí sentado durante un momento, sacudía melancólico la cabeza salpicada de sangre.

—Trajeron su propio biocosmos con ellos. No hay nada en él que evolucionara a partir de lo que plantamos en Asia. Son inteligentes. Y nada que debiera estar aquí. —Se detuvo y me miró fijamente, tenía ojeras y los ojos hundidos—. Me pregunto cómo llegaron aquí. Y si no mataron el planeta para hacerse un espacio. Volviendo a lo que pasó… —Con un triste encogimiento de hombros, se paró para palparse una larga cicatriz roja que tenía en la frente—. Ese vampiro negro casi me mata. Estaba sangrando por los cortes de los brazos. Me perdí, Cal se había llevado la única brújula que teníamos. No veía el sol, salvo por algún rayo cuando estaba justo encima de mí. Recuerdo que vagué durante una eternidad hasta que debí desmayarme. Esta mañana desperté echado bajo uno de esos árboles de espino, me dolía todo el cuerpo, tenía demasiado frío y estaba demasiado rígido para moverme y seguía sin saber dónde podría estar el avión. Seguí adelante tambaleándome cuando pude caminar y por fin llegué a un punto rocoso donde pude salir de la selva y volver la vista atrás para ver el avión. Volví hacia él y me perdí de nuevo. De alguna forma llegué a ciegas hasta el claro circular donde me había encontrado con los monstruos. Vi unas cosas que reptaban al otro lado. Máquinas o criaturas que cosechaban aquellas frutas rojas, me imagino. Dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo y vinieron hacia mí. Con miedo a que acabaran conmigo corrí por el borde del campo hasta que encontré nuestras huellas, las de Cal y las mías, por el sitio por el que lo había seguido hasta el claro. Para entonces ya se acercaba la noche y me sentía prácticamente muerto, pero fui capaz de seguirlas y volver. —Me sonrió con tristeza—. Gracias por esperar.

En ese momento ya tenía la voz ronca y débil. Se hundió en el asiento, volvía a estremecerse, atacado quizá por el veneno de las espinas o puede que por algún virus extraterrestre. Yo no tenía ni idea sobre lo que le había atacado ni qué hacer, pero encontré una manta y se la eché por encima.

—No te preocupes —susurró—. Estoy bien. Conseguiré que aterricemos.

Desde luego que no estaba bien, se acurrucó en la manta y se quedó allí echado respirando pesadamente con los ojos cerrados. Con el avión guiado por el piloto automático pareció quedarse dormido. De vez en cuando murmuraba palabras que no entendí, gemía como si le doliera algo, se estremecía convulsivamente, quizá soñaba con su batalla con el parásito.

El avión siguió adelante monótono, cruzando la estratosfera superior. Habíamos despegado en medio de la oscuridad pero adelantamos al sol. La infinidad plana de un océano gris pizarra reposaba bajo nosotros hasta que por fin surgió en el horizonte una delgada línea de tierra. Cuando miré a Casey, seguía acurrucado en el asiento del piloto. Las sacudidas que había dado le habían apartado la manta. Lo llamé para despertarlo.

—Creo que estamos llegando a América. ¿Puedes aterrizar?

Se incorporó con una sacudida, siseó y se apartó, me miraba fijamente con los ojos ciegos y rojos, el rostro manchado de sangre distorsionado por el pánico.

—¿Casey? ¿No me conoces?

Se apartó de un golpe. Abrió la boca como si intentara gritar pero no oí nada.

—Despierta —le grité—. Tienes que bajarnos.

Se estremeció y se apartó aún más, levantó la mano como si quisiera espantarme.

—¡Maldita… maldita cosa! —jadeó—. ¿Qué le hiciste a Cal?

Extendí la mano para cogerle el hombro. Se estremeció y me rechazó retorciendo el cuerpo. Cuando lo agarré otra vez, dio unos golpes salvajes con los puños cerrados y luego se hundió desmayado y se quedó allí jadeando.

—¡Casey, por favor!

Se apartó débilmente cuando extendí la mano para tocarle la cara. Tenía la piel húmeda por el sudor, todavía tenía fiebre y estaba caliente, pero vi que temblaba de frío.

—Casey —le rogué de nuevo—. ¿No me conoces?

Se incorporó un poco y me miró con la boca abierta sin reconocerme.

—¡Por favor! Estamos cerca de América. Sabes que no soy piloto. Tienes que bajarnos.

—¿Cal? —Sacudió la cabeza y parpadeó confundido—. ¿Quién demonios…? —Abrió mucho los ojos hinchados al reconocerme—. Perdona, Dunk, no estoy muy bien. —Asintió con debilidad y agarró el borde de la manta para limpiarse la cara—. Creí… supongo que era una pesadilla. Intentaré bajarnos. Espero que hacia algo mejor que lo que encontramos en África.