Somos una nueva generación, no puedo creer que el ordenador los haya creado a todos.
He muerto una y otra vez, he dejado mis huesos en lugares olvidados y sin marcar; sin embargo, mientras leo los relatos de nuestros padres holográficos y de nuestras vidas anteriores, tengo la sensación de que siempre he sido el mismo individuo. Siempre clonado a partir de células idénticas en el laboratorio de maternidad idéntico, siempre creciendo con compañeros idénticos en el mismo pozo solitario del borde Tycho, entrenado para la misma gran misión por los mismos robots y los mismos hologramas, estábamos libres de las miles de distracciones que separaban a los gemelos idénticos en el antiguo mundo. Siempre sé que cada nueva vida encontrará su propia dirección, sin embargo, después de tantas encarnaciones, a veces siento que soy un único ser inmortal.
A menudo, mientras intentaba entender la Estación Tycho y nuestra misión en la Tierra, me preguntaba por todo lo que ha ocurrido desde aquel gran impacto que dejó a nuestros padres biológicos solos con los robos y el ordenador maestro aquí en la Luna, pero pocas veces estoy seguro de nada. Si el ordenador contó el milenio pasado, nunca nos lo ha dicho. Estudiamos los archivos que han dejado las generaciones pasadas pero a veces nos parecen incompletos.
Sin embargo nuestra obligación parecía bastante clara y pensamos cumplirla.
Ha transcurrido un periodo de tiempo inmenso y desconocido desde que Casey y yo plantamos nueva vida por todo el planeta muerto. Nuestros primeros años siguieron un rumbo muy parecido al que recogieron nuestros hermanos clones en sus notas y en las cartas que nos escribieron, pero la Tierra ha cambiado enormemente. Una edad de hielo se ha apoderado de ella. Los glaciares se han extendido hacia el sur, desde el polo hasta el Himalaya y por buena parte de Norteamérica.
Sin embargo Casey y yo no habíamos fracasado. El polvo blanco había desaparecido. Encontramos un amplio cinturón de vegetación viva por toda Australia y el sur de Asia. África y América nos dejaron perplejos cuando crecimos lo suficiente para quedarnos perplejos.
Nuestra misión para restaurar la Tierra parecía un desafío asombroso, pero esta vez el ordenador había clonado a Cal DeFort para ayudarnos a enfrentarnos a él. Quizá el último Arne, al temer a los posibles invasores alienígenas, creyó que íbamos a necesitar a DeFort pero el Arne actual nunca estuvo muy contento con él. Cal era un pelirrojo larguirucho, pecoso y agresivo, amargado porque no tenía padre.
Su padre biológico murió la primera vez que se aterrizó en la Tierra, antes de que se hubieran creado los programas para mantener vivo en el tanque lo que tuviera en mente. El padre robot diseñado para cuidarlo se había perdido en la Tierra. Mientras crecía siempre ponía demasiado empeño en hacernos creer que nunca los necesitó, pero siempre se sintió demasiado orgulloso de quién era.
—Ya conocéis a mi padre —solía presumir—. El genio que construyó la estación, vio venir el impacto y nos trajo aquí para terraformar la Tierra. Yo soy él, vivo de nuevo y sigo siendo el jefe. Siempre lo seré.
Arne nunca estuvo de acuerdo con eso. Las batallas empezaron cuando tenían cinco años. Se ponían los ojos negros y les sangraba la nariz cuando se derribaban en la escasa gravedad de la Luna. Arne era más alto, más grande y más fuerte pero Cal nunca estaba dispuesto a rendirse hasta que Dian los detenía para que la dejaran cuidar de las magulladuras de Arne. Amaba a Arne. A Cal nunca pareció preocuparle que nadie lo amara.
Nuestros padres holográficos nos mantenían ocupados mientras crecíamos, estudiando la ciencia y las habilidades que necesitaríamos en la Tierra. Cal siempre se mostraba ansioso por ir allí, por explorar el planeta y encontrar el lugar adecuado para nuestra primera colonia. Era una pena que la primera expedición no hubiera podido dejar ningún animal pero no habría comida para ellos hasta que creciera la vegetación, así que aprendió todo lo que pudo sobre los embriones congelados y el equipo que necesitaríamos para criarlos y alimentarlos.
Su entusiasmo alarmó a Arne, que temía que volviera cualquiera, temía a los invasores alienígenas que su antiguo ser había temido, temía hacer cualquier cosa que traicionara la existencia de la estación. Lo que vimos en África y América lo asustó.
—Asia parece viva —dijo el holograma de mi padre—. La vegetación que plantamos al parecer se está desarrollando bien, lista para alimentar a los animales cuando los podamos criar. Espero que para alimentarnos a nosotros. ¿Pero África? —Agitó la cabeza frustrado e impaciente, lo que le hacía parecer listo para salir del tanque y despegar para echarle un vistazo a la Tierra él mismo—. ¿Y América? ¿Qué demonios les ha pasado?
En busca de respuestas rondamos por la cúpula durante toda nuestra infancia, guiñando los ojos en los telescopios y espectrómetros, importunando a los robos y a nuestros padres, tecleando preguntas para el propio ordenador maestro. El mundo ya no encajaba con nuestros mapas. El hielo glacial, que se había apilado sobre la tierra, había hecho descender los océanos y había secado el estrecho entre Siberia y Alaska.
La blancura estéril de la que informaban los últimos Dunk y Pepe se había desvanecido de África pero no había crecido nada verde en su lugar. El Sahara volvía a ser marrón, pero el resto del continente se había vuelto de un rojo oscuro. El Nilo era una estrecha línea roja. El rojo bordeaba el encogido lago Mediterráneo. Al examinar el continente encontramos redes de líneas de un desvaído color marrón esparcidas por el sur, una en la desembocadura del Mar Rojo del Nilo.
—¿Calles de una ciudad? —se preguntó Cal—. Y carreteras que parten de ellas, si es que los alienígenas de Arne construyen ciudades, y luego se meten en esa cosa roja, sea lo que sea.
—¡Lo que significa que todavía están allí! —se enfadó Arne inquieto—. Han matado a nuestra vida del planeta para apoderarse ellos de él. Están listos para matarnos si nos detectan.
—Quizá —Cal sacudió la cabeza—. Pero la Tierra está a trescientos setenta y cinco mil kilómetros de distancia. Demasiado lejos para que todo esto nos diga mucho.
La mitad inferior de Norteamérica y buena parte de Sudamérica tenían un aspecto igual de extraño, la tierra de un extraño color azul verdoso, salpicado de islas de tonos cambiantes de rojo, naranja y oro en dibujos que cambiaban cada vez que los mirábamos.
—Nada que me guste —se enfadaba Arne con el telescopio—. Hemos estudiado los espectrógrafos, Dian y yo. Hemos estudiado los archivos del ordenador. —Hizo una mueca de ansiedad—. Es una incógnita muy fea. Quizá sea vida, pero no de la que conocemos.
Casey preguntó cómo lo sabía. Arne había estudiado biología molecular. Intentó explicar que algunas moléculas retuercen la luz polarizada, dijo que nuestro tipo de protoplasma le daba una rotación hacia la izquierda. Las pruebas eran difíciles, dijo, y nada fáciles de interpretar, pero Dian y él afirmaban que por las pruebas espectroscópicas la vida de América era diestra.
—¡Protoplasma alienígena! Debe de haber venido de fuera del sistema solar. Podría ser venenoso para cualquiera lo bastante loco como para ir ahí abajo.
—Llámame loco entonces —le dijo Cal—. Voy a bajar en cuanto pueda.
La primera vez que Cal dijo eso apenas tenía doce años. Arne nunca quiso que fuera nadie pero la determinación de Cal no desfalleció jamás. El año que cumplió los dieciséis empezó a pedirle al ordenador que permitiera una expedición. Cuando cumplimos veintiún años, el ordenador accedió. Nos llamó a la cúpula para anunciar que los robos estaban preparando un avión para bajar.
—Todavía no. —Arne miró a su alrededor para ver quién podría apoyarlo. Dian asintió—. Tenemos que tener cuidado. No sé lo que le ha pasado a América pero es seguro que algo alienígena se ha establecido en África. Es probable que los mismos alienígenas que esterilizaron el planeta para poder apoderarse de él.
—Quizá —Cal sacudió la cabeza—. No lo sabemos.
—Sabemos lo suficiente. —Arne sacó la mandíbula, cubierta ahora de un rastrojo amarillo pálido—. Y yo les tengo miedo. Tengo miedo de lo que haya en América. Hay demasiadas preguntas que requieren más estudios, no veo razón para que nos arriesguemos a aterrizar, ni siquiera para hablar de ello hasta dentro de otros diez o veinte años.
—¿Diez o veinte años? —resopló Cal—. Voy a despegar mañana.
—Ni lo pienses —Arne bajó la voz—. No voy a poner en peligro la estación ni la misión hasta que sepamos a qué nos enfrentamos.
—Nunca lo sabremos a menos que miremos. —Casey se volvió hacia Cal—. Yo voy contigo.
—Lo siento —Arne los miró furioso—. No puedo permitir…
—Déjalos ir —le dijo Pepe—. Ya nos hemos escondido bastante.
—No pienso… —Arne se enfrentó al rostro chino y negro de Casey, le echó una mirada incierta a Dian y vio que estaba vencido. Se volvió con brusquedad hacia mí—. Vale, vale. Vete con ellos, Dunk. Guarda los archivos para el futuro, si es que tenemos un futuro. Yo me quedo con las chicas, mantendremos la estación en funcionamiento.
Tanya me besó al despedirse con lágrimas en los ojos.
—Vuelve Dunk. —Me abrazó con fuerza durante un instante—. Vuelve si puedes.
Yo no sabía que le importaba.
Sobre la invitadora vastedad verde de Asia consideramos posibles sitios de aterrizaje. Sobre la roja África, discutimos la naturaleza de aquellas tenues líneas grises. Sobre América nos quedamos perplejos de nuevo cuando enfocamos el telescopio hacia las tierras bajas de un verde azulado y las tierras altas de muchos colores. El sur de Asia nos dio la bienvenida con vastas extensiones de aquel verde tan rico y familiar.
Cuando por fin aterrizamos lo hicimos en el Valle de Cachemira.
—¡El paraíso! —susurró Cal cuando se bajó de la escotilla y miró a su alrededor—. Deberíamos llamarlo Edén.
El suelo del valle era una alfombra exuberante de las hierbas que había plantado la última expedición. Un bosque denso vestía las laderas de las montañas más bajas. Los acantilados desnudos que había más allá trepaban adustos hacia los picos del Himalaya que nos encerraban. Permanecimos allí en silencio durante mucho tiempo, con la vista fija en las cumbres cubiertas de nieve, inhalando los aromas frescos de la vida, saltando sobre los talones para probar la gravedad, agachándonos para arrancar briznas de aquella hierba nativa verde.
—¡Maldita, maldita sea! —Casey forzaba el cuello para contemplar las cumbres ahusadas y el cielo azul—. Ojalá tuviera palabras para describirlo.
Cuando la Luna llena trepó sobre las cumbres hasta estar al alcance de la radio, Cal llamó a la estación para informar de que habíamos encontrado el lugar perfecto para la colonia. Una fortaleza natural, dijo, a salvo de inundaciones, sequías y casi cualquier cosa excepto otro impacto. Su aislamiento debería ayudar a evitar que la descubrieran.
—¡Ya basta! —La voz aguda de Dian graznó para interrumpirlo—. ¡Corta! Arne te ordenó que no alertaras a los alienígenas.
—Nada de alienígenas todavía —dijo Cal—. No se percibe alta tecnología. Sólo esas líneas que cruzan lo rojo, casi demasiado débiles para seguirlas. Vamos a despegar al amanecer para echar un vistazo más de cerca. Ya os diremos lo que encontramos.
—¡No! —Era la voz airada de Arne—. No desperdiciéis vuestras vidas.
—Nuestros herederos tendrán que saber…
—Detén la transmisión —levantó la voz—. Quedaos en el suelo. No vamos a bajar para plantar ninguna colonia, ni aunque afirméis que hay cien edenes. Por lo que significa la misión, no nos traicionéis.
—¿Dunk? —Tanya estaba en el altavoz, la voz rápida y nerviosa—. Habéis hecho lo que queríais. ¿No podéis volver ahora? ¿Tenéis combustible?
—Apenas —dijo Casey— si despegamos ahora.
—Vamos a despegar —dijo Cal—. Rumbo a África y luego a América, no hacia la Luna.
—Dunk… Dunk…
Alguien cortó aquella voz ahogada.
Aquel valle encerrado entre hielos era espléndido a la luz de la luna pero despegamos al amanecer. Ya en la estratosfera nos pusimos en alerta por si se producía alguna acción hostil y navegamos por encima de África. Ningún radar nos tenía en el punto de mira. No se dispararon misiles. No despegó ninguna nave para desafiarnos. Buscamos con los prismáticos y encontramos puntos oscuros que se movían sobre las delgadas líneas grises. Casey dijo que los había distinguido desde la órbita.
—Tráfico —dijo—. Carreteras con algo moviéndose. Nada dirigido a nosotros.
—Ciudades. —Había dibujado aquellas líneas y trozos confusos en un mapa del continente que había sido. Había dianas de círculos concéntricos diminutos, la mayor parte cerca de la costa, tres cerca de las desembocaduras del Limpopo, el Nilo y el Congo, una en la meseta de Kenia, otra en la costa norte del lago Mediterráneo.
—Tienen que ser ciudades, por la geografía. Se encuentran donde solíamos vivir nosotros. En ríos o planicies fértiles.
—¿Así que los alienígenas de Arne están aquí de verdad? —asintió Casey—. ¿Y es probable que no nos quieran?
—Podría ser. —Cal frunció el ceño ante el mapa—. No lo sabemos. La misión está muerta si no hacemos nada. Quizá hayan conquistado África pero aún están muy lejos de cualquier colonia que plantemos en Asia.
Casey era nuestro piloto.
—Elige un punto —dijo— y yo nos posaré allí.
Por la noche bajamos en la meseta de Kenia, cerca de una línea del mapa de Casey que él pensaba que era una carretera que bajaba hasta el Océano índico desde lo que creía que podría ser una ciudad alienígena. Cuando llegó el día encontramos una planicie a nuestro alrededor en la que había crecido lo que parecía hierba roja y alta. El Kilimanjaro se elevaba a lo lejos, al sur, un manto de nubes alrededor de la cumbre blanca. Esperamos allí durante horas, vigilando, escuchando, no oímos ningún sonido, nada en la radio. Una larga sierra roja nos impedía ver la carretera.
—Si nos vio alguien —dijo Cal— no parece importarles mucho.
Todavía al alcance de la radio, con la Luna menguante aún en lo alto, llamamos a la estación. Informé del aterrizaje y describí lo que veíamos a nuestro alrededor. No oímos ninguna respuesta. Cal cogió el micro.
—Ahí hay algo —dijo—. No vemos ninguna indicación de una cultura industrial, no hay señales de una tecnología capaz de cruzar el espacio. Sean lo que sean, estas criaturas no construyen grandes puentes, sus carreteras no cruzan los ríos grandes. No percibimos nada en el espectro electromagnético. Dudo que estén detectando esta señal.
Esperamos medio minuto y la Luna no dijo nada.
—Espero tener algo más que añadir —continuó Cal—. Estamos a sólo tres o cuatro kilómetros de la carretera. Vi algo incluso más cerca cuando llegamos. Algo que podría ser una vivienda. Un claro circular de algo menos de un kilómetro de diámetro, un edificio con una cúpula por techo en el centro. Voy a intentar algún tipo de contacto.
Casey se quedó a bordo. Yo bajé detrás de Cal, entramos en una vegetación tan densa que desapareció de mi vista antes de un metro. El aire estaba inmóvil y tan caliente como un horno, casi sofocante. Un olor acre y amargo me hizo toser. Temí tantas cosas desconocidas y extrañas que me volví a la escala del avión. Matas gruesas de briznas con dientes de sierra se apiñaban cerca de nosotros. Estrechas como estoques y coronadas por unos penachos plumosos de color púrpura, tenían el tono negro rojizo de la sangre seca. Eran dos veces más altas que nosotros y yo me sentí perdido entre ellas.
—Yo ya he visto suficiente —le grité a Cal tosiendo de nuevo—. No es lugar para personas.
—De acuerdo. —Volvió la vista a través de aquella maraña espinosa—. Quédate aquí e informa de cualquier cosa que pase. Si yo no vuelvo, continuad hasta Norteamérica.
Eligió un camino entre las briznas y se desvaneció de nuevo.