Despegamos juntos, Casey y yo. El cráter que había a nuestras espaldas bostezó profundamente en el rostro gris de la Luna, las largas cicatrices blancas del impacto que lo formó se extendían hacia la oscuridad ardiente del espacio. Se fue encogiendo mientras subíamos, se encogió hasta que la Luna no fue más que una bola gris cada vez más pequeña perdida en el infinito. La Tierra parecía aún más pequeña. La Vía Láctea nos envolvía en un cinturón de polvo de diamantes de un esplendor remoto e inmisericorde.
Yo miraba desde la cabina y me encogí con un repentino sentimiento de nostalgia por la comodidad de nuestra guarida, pequeña y acogedora. El vacío que nos rodeaba era demasiado inmenso para mí, demasiado antiguo, complejo y extraño. ¿Cómo podía importar el destino de la humanidad en este cosmos infinito en el que la reina era la casualidad ciega, en el que otro bólido aleatorio podía golpear en cualquier momento y terminar con toda la vida para siempre?
—Genial. —Casey esbozó una gran sonrisa y agitó una mano flaca y negra por todo aquel yermo de estrellas. Le gustaba utilizar el dialecto del Chino—. ¿No son geniales?
Me resultaba difícil compartir aquel júbilo. Incluso antes del despegue, lo que sentía por la expedición era una extraña mezcla de sensaciones. Yo no era lo que se puede llamar un voluntario ansioso. Sin habilidades específicas de ningún tipo, yo no era más que el historiador de la misión, mi tarea se limitaba a procurar que se guardaran buenas grabaciones para la generación de clones que vendría después de nosotros. Al pensar en la Tierra muerta y en el misterio de su muerte, no tenía muchas esperanzas de volver a la Luna con alguna grabación útil.
Yo había votado a favor del intento, sin embargo, porque la misión lo exigía. Y, al igual que Casey, tenía poco que perder. Los otros se habían repartido en parejas llenas de afecto: Arne y Dian, Pepe y Tanya. Yo no tenía amante que dejar. Casey sólo tenía sus sueños sobre Mona, si el ordenador maestro los clonaba alguna vez juntos. Aunque a veces yo tenía la impresión de que pensaba demasiado en su padre forajido y estaba demasiado ansioso por demostrar la valía de sus genes, nos llevábamos bien.
Ahora me sorprendió su alegre sonrisa.
—¡Adiós a Arne Linder! —Hizo un gesto como si quisiera borrar hacia el olvido la Luna, cada vez más pequeña, y el ego tempestuoso de Arne—. ¿No es lo mejor que podemos hacer? Encerrados toda la vida bajo la cúpula como bichos en una botella, ¡pero mira todo eso! —Se detuvo durante medio minuto y se giró en su asiento para examinar el campo de diamantes que eran las estrellas—. Un inmenso patio de juegos sólo para nosotros.
—O un campo de batalla —dije yo.
—Si encontramos a alguien contra quien luchar. —Se encogió de hombros—. No te olvides de mi padre. Cualquiera que se pusiera en su camino no era más que otro trabajo que le pagaban por hacer. Vuelvo a ser El Chino y estoy orgulloso de serlo. Si no le caemos bien a alguien por allí, les demostraremos lo que somos.
Yo no estaba tan seguro pero me alegraba de tenerlo conmigo.
Abajo, en la órbita geosincrónica, flotamos durante semanas sobre América, semanas sobre el este de Asia, semanas sobre África. Era difícil distinguir la tierra blanca como el hielo de las nieves polares. Buscamos con prismáticos, telescopios y espectrómetros, no encontramos ninguna señal de vida terrestre, pero tampoco ningún monstruo alienígena.
—Muerta —murmuró Casey más de una vez, mientras sacudía la cabeza ante el mundo blanquecino que había bajo nosotros—. Quizá está muerta para siempre.
Sin embargo su amor por la aventura nunca se perdía durante mucho tiempo. Siempre buscaba pistas nuevas y exploraba nuevos planes.
—Sabes, Dunk, ya le he cogido el tranquillo a la misión. Es algo grande, merece la pena morir por ella. Morir una decena de veces si hace falta. Dile a Arne que debería estar con nosotros.
Pepe había prometido rastrearnos y hacer que hubiera alguien escuchando mientras estábamos al alcance de la radio de la Luna. Describíamos lo que veíamos, transmitíamos los datos de los instrumentos, pedíamos noticias de los que habíamos dejado atrás. Pepe respondía siempre que recibía un mensaje pero nunca supimos nada de Arne.
Bajamos a las órbitas inferiores, rodeamos el planeta cada tres horas, luego cada noventa minutos, nos balanceábamos hacia el norte y el sur para poder ver más de los polos. Pero seguimos sin descubrir nada verde. Cruzamos el norte de África y lo volvimos a cruzar, estudiamos el lugar donde se hallaba la ciudad que habían encontrado nuestros hermanos en el Nilo.
Los edificios se habían convertido en un paisaje nevado de un blanco deslumbrante, cubiertos por polvo agitado por el viento, pero las calles habían dejado una red de tenues líneas oscuras por el borde del río. Encontramos las pistas radiales del aeropuerto y la carretera que atravesaba la ciudad. Las gigantescas estatuas de plata de nuestros clones todavía permanecían en fila en la avenida que llevaba al templo de la Luna, aunque la torre se había derrumbado y se había convertido en escombros. El recuerdo de lo que mi padre clon había escrito sobre el aterrizaje me hizo sentirme raro cuando encontré su figura monumental que surgía majestuosa entre las corrientes de aire.
—Ahí está Arne, cuando todavía era un dios. —Con una risita sardónica, Casey señaló el coloso manchado por el tiempo que se inclinaba sobre el polvo—. Vamos a hacérselo saber.
La Luna llena estaba fuera de alcance, sobre el lado oscuro de la Tierra. Llamamos a la estación cuando volvimos a verla sobre nuestras cabezas, esperamos una respuesta que nunca llegó, esperamos y llamamos de nuevo, sólo oímos los zumbidos y chasquidos de la estática.
—Díselo a los robos —dijo Casey—. Ya lo grabará el ordenador.
Llamé otra vez, con un código para despertarlos.
—Ya está bien. —La voz de Pepe graznó por el altavoz—. Perdona, Dunk, pero Arne se ha puesto al mando. Está ocultándose. No quiere que llaméis y no quiere que contestemos.
—¿Por qué no? No hemos encontrado ningún alienígena.
A cada respuesta le llevaba tres largos segundos volver de la Luna.
—No importa. Tiene miedo de que estén escuchando.
—¿Todavía quieren cazarnos, después de cuatrocientos años?
La voz atropellada se hizo más baja.
—Si creíais que conocíais a Arne, se ha vuelto paranoico. Encontró la pistola de Casey y se está poniendo muy pesado con ella. No confía en nadie, no deja de darnos órdenes. Se ha hecho con Tanya además de con Dian. Me trata como a un esclavo y me amenaza con echarme al frío si lo hago enfadar. Ojalá… —se atragantó—. Ojalá hubiera ido contigo y con Casey.
—Aguanta hasta que volvamos.
—¡No volváis! —Su voz subió un tono—. No intentéis volver. Arne tiene miedo de que los alienígenas os vean y os sigan hasta aquí. Aunque llegarais no piensa dejaros entrar…
Sorprendido, le pregunté por qué.
—Es el macho alfa desde que tú y Casey os fuisteis, y lo disfruta.
—¿No puedes competir?
El retraso de la señal, que era de tres segundos, se extendió hasta el medio minuto.
—Lo intenté. —Tenía la voz ronca y profunda cuando por fin se oyó—. Le robé la pistola mientras dormía pero Tanya… —La emoción lo ahogó—, estaba con él en la cama. Se despertó y se puso entre los dos. Ya sabes lo que había entre nosotros pero ahora… ahora lo quiere a él, Dunk, y yo no puedo hacer nada.
Intenté preguntarle si podía escapar de allí para reunirse con nosotros pero su voz ronca me interrumpió antes de que mis palabras tuvieran tiempo de llegarle.
—Esto es una despedida, Dunk. Me gustaría pensar que Arne está de verdad tan loco como parece, pero… bueno, nunca se sabe. Podría tener razón. Dices que no habéis encontrado a ningún alienígena pero aún no habéis encontrado lo que mató al planeta. Es posible que la estación esté en peligro de verdad.
—O quizá no —intenté decirle—. No hemos oído nada electrónico. Dudo mucho que aquí haya algo que tenga la tecnología necesaria para escuchar.
—… perdona, Dunk. —No había esperado mi respuesta—. Arne quiere que cortemos la comunicación. Y Dunk… —su voz se redujo a un susurro—: Espero conocerte de nuevo en próximas generaciones si ahora no nos ataca ningún alienígena.
Utilizamos el freno neumático para ahorrar combustible en la última órbita, planeamos sobre el Océano índico y fuimos bajando por el valle de la Gran Falla de África para aterrizar por fin en una playa blanca y ancha entre los antiguos acantilados y un mar de agua dulce. Las olas bailaban en el agua pero no se movía nada más.
Permanecimos a bordo dos días, reuniendo datos que esperábamos conservar para quien nos siguiera. El espectroscopio mostraba que el oxígeno de la atmósfera era un poco bajo por falta de vida verde, y el dióxido de carbono estaba un poco alto, pero nada raro, no había toxinas, ni microorganismos, nada que nos alarmara.
Al tercer día, Casey se aventuró a salir del avión.
—Buena suerte, Dunk. —Me estrechó la mano antes de ponerse el traje—. Lo hemos pasado bien. Pronto sabrás si Arne tiene razón en lo que a ese agente fatal se refiere. Si no vuelvo, guarda tus grabaciones y hazlas llegar a los robos. Pase lo que pase aquí, quiero que tengamos otra oportunidad. Y mi propia oportunidad… —Se emocionó—. Mi oportunidad de vivir otra vez con Mona.
Lo miré mientras excavaba una larga madriguera en la arena suelta y blanca, dejaba caer perdigones de semillas cubiertas de fertilizante, las cubría con cuidado y se arrodillaba durante un largo rato al final de la fila. Atravesaba con pasos pesados la playa y traía calderos de agua para llenar la madriguera.
—Prueba número uno. —Se levantó para decírmelo por el teléfono del casco—. Verás los resultados en una semana. Si la vida puede volver a existir aquí, la semilla germinará. Verás una muestra de vegetación. Si Arne tiene razón, si el mundo se ha convertido en algo alienígena, no lo verás. Ahora el número dos.
—¡No lo hagas! —Vi que le quitaba el sello al casco—. Espera a ver qué pasa con las semillas.
Se despojó del casco y se quedó allí mirándome con una gran sonrisa y respirando profundamente. Creí verlo desvanecerse, pero sólo se estaba agachando para desabrocharse las botas. Se quitó el traje y el mono amarillo que llevaba debajo. Desnudo y negro, levantó dos dedos para hacer la señal de la victoria que le habíamos visto a DeFort en el holograma después de la huida de la Tierra, gritó algo que no entendí y bajó corriendo al agua.
Chapoteó hasta que el agua le llegó a la cintura, se hundió, aprendió a flotar y pataleó hasta tan lejos que temí por él. Cuando por fin volvió andando por el agua, me saludó con la mano y se echó mucho tiempo al sol antes de recoger todo su equipo y trepar hasta la escotilla.
—¡Una Tierra virgen! —burbujeó lleno de entusiasmo—. Han barrido de ella todas las malas hierbas, los insectos y las especies rivales contra las que tuvieron que luchar nuestros ancestros. Un campo nuevo que espera para que plantemos en él nuestro propio Edén.
—Y los extraterrestres de Arne quizá son el nuevo Satán, que espera para darnos la manzana.
—Quizá —se encogió de hombros—. Espero que no.
Al día siguiente salí con él, dejamos el equipo espacial a bordo.
¡La Tierra! Aquél era el momento con el que había soñado toda mi vida, lo esperaba con una mezcla de ansia y miedo. El sol estaba alto, su brillo en la arena y la espuma me hería los ojos. Giré la cabeza y sentí el viento, el primero que sentía. Era cálido, con un cierto regusto a polvo seco, sin embargo se me contagió parte del gozo de vivir de Casey.
—¡Vamos! —Salió como un rayo delante de mí hacia el mar—. ¡Hemos salido de nuestro diminuto pozo del cráter para entrar en el universo!
A pesar de todo lo que habíamos trabajado en la zona centrífuga, la gravedad de la Tierra seguía siendo un gran obstáculo, pero me esforcé tras él y le ayudé a llevar agua para llenar otra vez la madriguera. Vadeé el agua con él cuando terminamos, me hundí hasta que al final aprendí a nadar y luego salí vadeando el agua de nuevo y me eché sobre la arena para descansar hasta que un pequeño escozor del sol me hizo volver a bordo del avión.
En apenas unos días, el sol creciente le dio a la madriguera un leve tono de verde. Surgieron las briznas verdes, las hojas se desplegaron. Una línea de un verde brillante recorrió la arena blanca hacia el mar. Casey se pasaba los días alimentando las plantas, rastrillando el suelo de alrededor, improvisando tiendas diminutas para proteger a la que parecía marchitarse bajo aquel sol tan fuerte. Me hizo llamar a la estación para dejarlo entusiasmarse con el rápido crecimiento de las plantas y el milagro de la vida. No hubo ninguna respuesta de la Luna.
Nos quedamos en aquella playa durante toda una estación de lluvias y otra de sol. Aquel polvo blanco era un suelo fértil. Casey cuidaba de las plantas y disfrutaba del aire, el mar y el sol. Yo me puse moreno y cogí fuerzas para aguantar la gravedad. Nuestras plantas crecieron, arbustos y hierbas fuertes que florecieron y esparcieron semillas. Entusiasmados con esa promesa, despegamos de nuevo para gastar las reservas de combustible que nos quedaban cruzando el planeta a niveles estratosféricos, sembrando bombas de vida cargadas de semillas por los continentes y los océanos.
Hecho eso, bajamos de nuevo para pasar el resto de nuestra vida en la planicie alta situada entre la Grieta y el Océano índico. Es un lugar agradable, aunque los penachos volcánicos en ocasiones se ciernen sobre el Kilimanjaro, a lo lejos, al sur, y las tormentas de arena a veces convierten el cielo en leche. Año tras año, nuestra pequeña isla verde se va extendiendo cada vez más por esta árida planicie.
Trabajamos juntos en el jardín que nos alimenta. Aquí no hay escarcha y no hemos traído ninguna plaga aparte de las necesarias para la ecología de la creciente vegetación; no hay malas hierbas. Casey lee a Shakespeare y disfruta declamando los grandes discursos con el estilo que aprendió de los hologramas de teatro que vimos en la sala de los tesoros que acumula Dian para los próximos mundos. Me está enseñando las artes marciales que aprendió de un holograma que le dejó El Chino. Un ejercicio excelente, aunque quizá no sea muy útil para hablar con los alienígenas que puedan aparecer.
Nosotros ya no esperamos problemas por ese lado, pero supongo que Arne sí. Nunca recibimos respuesta a las señales de prueba que mandamos a la estación pero yo sigo guardando los datos sísmicos y climatológicos, sigo escribiendo la historia de nuestro trabajo y enviando haces de informes hacia la Luna. A la espera de que Arne desaparezca, confiamos en que los robots sigan allí cuando él se haya ido, y que el ordenador grabe nuestras transmisiones para los que nos sigan. Casey ha enviado un mensaje (una carta de amor, creo, aunque no me dejó leerla), con la intención de que esté esperando allí a una Mona futura. Esperamos volver a vivir.