Los niños pueden ser muy crueles.
—¡Oye, Ojos Rasgados! —le gritaba Arne a Casey—. Estás de un negro asqueroso. Vete a bañarte.
Éramos creadores, decía mi padre, clonados para recrear la Tierra. Una generación más, esta vez seis, crecíamos en la Estación Tycho de la Luna, entrenándonos para nuestra gran misión: terraformar el planeta, al que había despojado de toda vida el impacto asesino.
Casey tenía rostro de chino, negro como el cielo lunar. A Arne le gustaba picarlo con eso aunque el resto éramos igual de diferentes. Pepe era demasiado moreno para broncearse, Tanya tenía los ojos tan oscuros como él y el pelo negro y liso. Arne y Dian eran tan pálidos como sus padres holográficos. Casey aceptaba las bromas con paciencia hasta que supo de su padre biológico.
Estábamos en la sala de hologramas. Mi padre holográfico hablaba en el tanque y nos contó la historia. El hombre que se hacía llamar K. C. Kell había sido vigilante nocturno en la base lunar de Arenas Blancas en el viejo Nuevo Méjico. El impacto lo sorprendió de guardia en el lugar del lanzamiento y defendió el avión de huida de la masa aterrorizada que luchaba por un espacio a bordo. Abandonó esa obligación durante los últimos y frenéticos minutos y los obligó a aceptarlo a bordo con su amiga, que decía llamarse Mona Lisa Diamond.
—Casey tenía una pistola —dijo mi padre—. Su billete a la Luna. Cal DeFort no tuvo tiempo ni forma de bajarlos del avión. O de sacarlos de la Luna. Hizo sitio para ellos en la estación y al final decidió que habían demostrado que tenían genes útiles para la supervivencia. Almacenó sus células en la cámara criónica —asintió con afecto dirigiéndose a Casey—. Y por eso estás aquí.
Conocíamos a nuestros padres biológicos por los robots y las imágenes pero nunca habíamos visto a Kell ni a Mona hasta que mi padre cargó sus hologramas en el tanque. Allí estaba Kell sonriéndonos, bajo y musculoso como Casey, con el mismo rostro negro y chino. Estaba desnudo hasta la cintura, igual que mi padre dijo que había subido a bordo. Las banderas tatuadas de México y China estaban cruzadas sobre el suave pecho negro, el nombre El Chino con letras rojas encima.
Mona permanecía muy cerca, él la rodeaba con un brazo. Llevaba un chándal amarillo, era media cabeza más alta que él y tenía la piel tan blanca como la de Dian. El cabello de un dorado pálido le caía hasta los hombros. Parecía mayor que Kell, con arrugas de cansancio alrededor de unos ojos tan azules como los mares que veíamos en la Tierra. Para mí era hermosa. Casey la quiso desde aquel mismo momento. Preguntó por qué no la habían clonado junto con él.
—Pregúntale al ordenador —se encogió de hombros mi padre—. Elige él. Pero quizá…
—¿Quizá qué? —preguntó Casey cuando mi padre frunció el ceño y se detuvo.
—Los miembros del equipo original habían sido todos científicos o expertos, seleccionados por su idoneidad para la misión. —Frunció el ceño y miró a Mona y a Kell—. Ellos no encajaban.
—¿Por qué no?
Mi padre frunció el ceño de nuevo y dudó.
—A Kell no le gustaba hablar sobre sí mismo pero admitió que había sido matón para un sindicato internacional de traficantes.
—¿Matón? ¿Y eso qué es?
—Un asesino profesional. —A pesar de que teníamos muchas obras de referencia sobre la Tierra, algunos de los aspectos más oscuros de la sociedad de la vieja Tierra nos resultaban extraños, así que mi padre tuvo que explicarse—. Los legisladores habían prohibido el tráfico de ciertos narcóticos, drogas que mucha gente quería usar. Su comercio se convirtió en un negocio ilegal pero lucrativo que los sindicatos de los bajos fondos luchaban por controlar. Kell admitió que había sido pistolero y espía para uno de esos sindicatos. En cuanto a Mona…
La señaló con un gesto. Allí juntos en el tanque, Kell y ella parecía tan vivos como nosotros. Al contrario que nuestros padres biológicos, sin embargo, ellos habían subido a bordo sin programas virtuales instalados en el ordenador. Sus imágenes carecían de los programas de animación que podrían permitirles relacionarse con nosotros, o siquiera parecer totalmente vivos.
—Ella provenía de la gente pobre de las montañas del este de Norteamérica. El nombre que había en el pasaporte que nos mostró era Fayreen Sutt. Había sido bailarina. Su manager se inventó el nombre de Mona Lisa para que encajara con el cuadro de da Vinci que se había tatuado en el vientre. Kell y ella tenían problemas con la ley. Al parecer habían venido a nuestra base de Nuevo México soñando con escapar a la Luna, incluso antes de que el impacto les diera la oportunidad.
—¿Él mataba gente? —susurró Dian mientras se alejaba de la imagen oscura y silenciosa de Kell que se proyectaba en el tanque, aunque él no la veía—. ¿Por dinero?
—La vieja Tierra nunca fue muy pacífica —suspiró mi padre—. La gente luchaba por el poder o el territorio o simplemente porque adoraban a dioses diferentes.
—Nuestro mundo nuevo será mejor. —Casey le sonrió a mi padre—. Lo convertiremos en algo mejor.
—¿Tú? —se burló Arne—. Clon soplón de un matón negro. Él era lo que convertía al viejo mundo en un mal lugar.
—Quizá fuera un matón —Casey se encogió de hombros, intentaba ser razonable—. Pero los hombres que asesinaba eran peores. Hombres que vendían drogas malas a gente inocente.
—¡Ja! —se mofó Arne—. Un matón es un mal hombre.
—Quizá tuviera que ser malo —Casey se encogió de hombros de nuevo— porque su mundo era malo. Nosotros podemos hacer un mundo en el que yo nunca tenga que matar a nadie.
—¿Así que quieres ser un cobarde? —se rio Arne—. ¿Negro por fuera, gallina por dentro?
Tanya y Dian los miraban fijamente. Tanya susurró algo y Dian se rio con disimulo. Arne les sonrió abiertamente y agitó el puño contra Casey.
—Si tienes miedo de ser un asesino a sueldo, a que no te atreves a pegarme.
Casey se quedó un instante mirando fijamente a Kell, Mona y mi padre, que estaban en el tanque. Vi que le temblaban los labios como si quisiera llorar, pero luego aquel rostro negro adquirió una mirada de determinación.
—Gracias, señor —le habló a mi padre con mucha educación—. Me alegro de saber que mi padre era El Chino y estoy orgulloso de ser su clon. Si tuvo que ser matón en aquel mundo perverso, yo tengo que hacer lo que tengo que hacer aquí.
Cerró el puño oscuro y mandó a Arne dando tumbos al otro lado de la habitación con la nariz chorreando sangre.
Aunque nunca llegaron a ser amigos de verdad, Arne y Casey aprendieron a llevarse bien, al menos la mayor parte del tiempo. Escuchamos a nuestros padres en el tanque y leímos los archivos que nos habían dejado, aprendimos qué éramos y por qué estábamos aquí, aprendimos ciencias, aprendimos a utilizar los instrumentos de la cúpula. Casey estudiaba con nosotros pero él quería más. Ponía los hologramas de Mona y su padre biológico, los ponía una y otra vez y escuchaba cada palabra que habían grabado. No eran más que fantasmas en el tanque, nunca respondían a preguntas, ni siquiera parecían saber que estaban escuchándolos, pero él se inventó historias románticas sobre ellos y los convirtió en héroes.
—Creo que el bólido vino porque el mundo antiguo era muy malo —me decía—. La gente se estaba muriendo de hambre cuando había comida, la gente estaba enferma cuando había medicinas, la gente luchaba sin razón alguna. Si El Chino y Mona eran forajidos era porque las leyes eran malas. Si les robaban el dinero a los ricos, se lo daban a los pobres. Estaban enamorados y los perseguían unos hombres malvados que intentaban matarlos. Lucharon y arriesgaron su vida para subir al avión de huida. Tu padre vio lo grandes que eran y conservó sus genes porque la misión los necesitaba. Quizá El Chino fuera un asesino a sueldo pero yo me alegro de llevar sus genes.
Casey siempre anhelaba salir de aquellos túneles estrechos. Solía trepar hasta la cúpula y quedarse allí contemplando los hangares y las naves espaciales que estaban en la pista de cemento lunar debajo del borde del cráter. Estudiaba durante horas los manuales de entrenamiento y cuando creció lo suficiente se entrenó en el simulador de vuelo. Se ponía el equipo espacial y salía pedaleando por la escotilla.
—Me gusta meterme en una cabina y estudiarlo todo —me dijo—. Cuando llegue el momento de que volvamos a la Tierra, quiero ser el piloto.
Así, pensé yo, era cómo quería demostrar que había nacido con los genes supervivientes del Chino.
Todo el personal, los cinco clones de la última generación, había bajado a la Tierra mil años antes, sólo habían dejado a los robos para que dirigieran la estación. Ahora algo había vuelto a golpear el planeta. La Tierra colgaba enorme y quieta en nuestro cielo negro como la muerte cuando la vimos desde la cúpula, parecía casi al alcance de la mano. Crecía y menguaba mientras nosotros nos balanceábamos alrededor de ella en nuestra lenta órbita lunar mientras ella giraba más rápido consumiendo sus días y sus noches. Tenía un rostro temible. Incluso a simple vista vimos que la vegetación había desaparecido de los continentes. Los mares eran tan azules como siempre, pero la tierra era blanca como las espirales ardientes de la nube.
—¿Por el hielo y la nieve? —le preguntó Pepe a mi padre robo cuando nos subió a los telescopios para que viéramos el misterio nosotros mismos—. ¿Otra edad de hielo?
—Algo más extraño.
—¿Cómo qué? —preguntó Arne.
Mi padre robo podía parecerme bastante extraño incluso a mí. Sólo era una figura del tamaño de un hombre hecho de plástico gris y rígido hasta que el ordenador activaba el programa interactivo instalado antes del impacto, algo que me podía hacer olvidar que no estaba tan vivo como yo. Ahora se detuvo y se quedó congelado hasta que el ordenador le volvió a dar vida con una sacudida.
—No hay datos —murmuró—. No hay ningún dato revelador.
Reunimos todos los datos que pudimos. Tanya y Pepe buscaron en los archivos informáticos de los últimos mil años, desde que nuestros hermanos de la última generación habían encontrado una civilización humana restaurada en la desembocadura del Nilo.
—Algo la golpeó —nos dijo Pepe—. La golpeó muy fuerte.
Nos habían llamado a la cúpula, en las alturas del borde norte de Tycho, para darnos el informe. La Tierra llena brillaba enorme y de un blanco mortal en el cielo oscuro de la noche, el paisaje de cráteres muerto que teníamos debajo era de un gris fantasmal bajo su luz. Por entonces no éramos más que adolescentes pero Tanya y él ya se tomaban la misión muy en serio y no tenían tiempo que perder.
Pepe todavía era un muchacho ligero, aún más bajo que Tanya, pero lleno de intensidad. Tanya ya era una mujer, de piel clara y pechos llenos, mucho más hermosa que Dian. Yo estaba desesperadamente enamorado de ella, destrozado porque ella prefería a Pepe.
Nos quedamos alrededor del gran telescopio y de los monitores con las imágenes de la Tierra. Pepe revisó la historia de la última expedición. Todo el equipo había bajado a la Tierra y nunca volvieron. Aunque buena parte del planeta había quedado infestado por una especie mortal de insectos mutantes, los informes que enviaban por radio hablaban de una colonia humana que florecía en la desembocadura del Nilo, crecida alrededor de un majestuoso templo dedicado a la Luna y unas estatuas de plata colosales de nosotros cinco.
—Las cosas parecen haber ido bien durante los siguientes cuatrocientos años. —De pie al lado del monitor, Tanya nos mostró las imágenes de la Tierra que había tomado el robo—. Por fin se venció a los insectos asesinos.
Imagen tras imagen las zonas negras que infestaban se encogieron y por fin desaparecieron. La vegetación se extendió por todos los continentes y los colonos la habían seguido. Aumentó varios puntos del este de Asia y de Sudamérica en los que Pepe señaló lo que dijo que eran carreteras y ciudades.
—Parecía que habíamos terminado nuestro trabajo —dijo ella— hasta que algo fue mal. Muy mal. En sólo un año, toda aquella vegetación había desaparecido. La Tierra entera adquirió ese tono blanco que veis ahora.
—¿Está muerta? —Arne le echó un vistazo a aquella Tierra de un blanco óseo y se apartó de ella—. ¿Qué la mató?
—Tenemos una pista. —Sacó otra imagen y dejó que la flechita roja del puntero láser bailara a su alrededor—. Mirad eso y decidme qué es.
El láser encontró un puntito brillante en la Tierra blanca. La imagen cambió. Encontró el punto de nuevo, ahora negro, sobre los yermos blancos de la India tropical. Giró un mando para agrandar el punto y convertirlo en una esfera negra diminuta.
—¿Un asteroide? —preguntó Arne—. ¿Tan cerca?
—Demasiado cerca —dijo Tanya—. Quizá no sea un asteroide.
Pepe hizo que mostrara tres imágenes más que captaban el objeto en tránsito por toda la Tierra.
—Es suficiente para preocuparnos. —Frunció el ceño señalando el monitor—. El movimiento aparentemente rápido lo pone en la órbita inferior, muy cerca de la Tierra. Podemos calcular el diámetro, algo menos de un kilómetro.
—¿Y? —murmuró Arne—. ¿Si no es un asteroide…?
—No me gusta la forma —dijo Tanya—. Una esfera perfecta. Cualquier masa natural así de pequeña tiene una gravedad demasiado baja como para adquirir una forma así.
—A menos que sea hielo de agua —dijo Pepe—. O formado a partir de algún otro derretimiento natural.
—¿Algo artificial? —Arne miró furioso al disquito negro que ahora estaba sobre la espiral blanca de un gran tifón que había en el Pacífico azul—. ¿Una nave extra terrestre? ¿Invasores del espacio que han devastado la Tierra?
—Consideramos eso —Tanya sacudió la cabeza—. Pero sabemos que hemos estado solos en el sistema solar. Las estrellas están tan separadas que la guerra espacial es bastante improbable.
—¿Qué más?
—Incógnitas —dijo Pepe—. Mientras buscábamos respuestas hemos estudiado el espectro de la Tierra. El contenido de oxígeno en la atmósfera ha descendido, el dióxido de carbono ha aumentado. Los casquetes polares se han encogido, las temperaturas globales han aumentado. Han cambiado los climas, los desiertos han crecido. Aunque las pautas de circulación del aire y los océanos muestran pocos cambios, vemos grandes nubes de polvo blanco que ocultan cordilleras enteras.
—Incógnitas —nos miró hosco y sacudió la cabeza— sin respuestas. No vemos nada que haya podido matar al planeta pero todos los signos dicen que está muerto.
El día que cumplimos veintiún años nos reunimos otra vez bajo la cúpula de la estación. Una sombra negra como la tinta se bañaba en el pozo del cráter. La Tierra llena permanecía donde siempre lo había hecho, en lo más alto del cielo negro del norte, ardiendo sobre la pared rugosa curvada a la derecha e izquierda de nuestra alta posición. África era un amplio parche blanco sobre el planeta color azul del mar. El lago Victoria parecía más grande de lo que lo mostraban los viejos mapas, una gran joya azul que brillaba en su corazón.
Buscamos de nuevo alguna pista sobre la humanidad y trazamos el Nilo. Nuestros mapas mostraban la veta verde de vida que había dibujado a través de los desiertos hasta el delta y luego el mar. Ahora no era más que una delgada línea oscura. No encontramos presa, ni ciudad, ni el verde de los campos cultivados.
El Mediterráneo estaba ahora encerrado, encogido hasta convertirse en un gran lago salado desde que algún espasmo geológico había levantado Gibraltar. Una curva nueva había desviado al Nilo hacia el Mar Rojo. El telescopio mostraba un yermo de largas dunas blancas en los desiertos del oeste del río y un penacho de polvo blanco que penetraba en Asia. Examinamos el lugar en el que nuestros hermanos habían encontrado una nueva ciudad, allí donde se había levantado Alejandría en otro tiempo, y no encontramos ningún indicio de vida.
El holograma de mi padre nos llamó al tanque del comedor para hablar sobre la misión. De pie a la cabecera de la larga mesa, Arne se concentró en su portátil y leyó los últimos datos sobre la temperatura del aire, la circulación de los océanos, la retirada de los casquetes polares, el albedo planetario. Casey preguntó a qué se reducía todo.
—No lo sé. —Grande y rubio como sus ancestros vikingos pero quizá no tan atrevido, Arne se erizó como si la pregunta lo ofendiera—. Tengo miedo de saberlo. Espero que nunca lo sepamos.
—Será mejor que lo sepamos.
—Quizá no —Arne se puso muy serio—. Piensa en nuestra responsabilidad. No hemos encontrado ningún tipo de vida nativa. Es muy probable que los pocos que estamos aquí en la estación seamos la única vida que quede en el sistema solar. Por lo que sabemos la única vida del universo. Debemos conservarla.
—Nuestra obligación con la misión. —Muy tranquilo, Casey estuvo de acuerdo—. Sea lo que sea lo que golpeó la Tierra, debemos enfrentarnos a ello. Si ha desaparecido la vida, debemos devolverla a su sitio.
—Si podemos. —Arne hizo una mueca de obstinación—. Lo que haya matado al planeta es probable que nos mate a nosotros.
—No hemos visto ninguna prueba de un posible invasor —dijo Pepe.
—No importa lo que le haya pasado a la Tierra —dijo Casey— estamos aquí para restaurarla.
—Estamos aquí por la misión. —El rostro de Arne tenía una expresión obstinada—. Debemos protegernos por ella. Nuestra obligación ahora mismo es reunir los datos que podamos sin peligro y recogerlos para las próximas generaciones, si es que hay alguna generación futura. Aún somos jóvenes, tenemos el resto de nuestra vida para hacerlo. Nuestra primera prioridad es cuidarnos.
—Podemos hacer más —Casey sacudió la cabeza—. Podemos diseñar sondas de aterrizaje para buscar datos y mandarlas allí. Pero cuando llegue el momento, tendremos que bajar para buscarnos.
—¡No! —Arne parpadeó y se puso rígido—. Piensa en el peligro. Hasta una sonda podría exponer nuestra existencia. Los invasores nos habrían aniquilado si nos hubieran encontrado.
—¿Y? —La voz de Casey se agudizó—. ¿Qué quieres que hagamos?
—Seguir ocultos. No hacer nada que traicione nuestra presencia. Esperar que las generaciones futuras sepan lo suficiente sobre los extraterrestres para poder salir mejor.
—La esperanza no es suficiente —Casey hizo un gesto para rechazar la sugerencia de Arne—. No sabemos si algo extraterrestre golpeó la Tierra. Si no hacemos nada, nosotros mismos hacemos fracasar la misión. Si hay un riesgo, hay que aceptarlo.
—¿Ah sí? —Arne intentaba discutir—. No quiero que desperdiciemos nuestras vidas. Y desde luego no hasta que hayamos aprendido todo lo que podamos. No olvides esa cultura del Nilo. Aquella gente era tan lista como nosotros, estaban armados con toda nuestra ciencia y tecnología. Tuvieron la oportunidad de salvarse. Hasta que sepamos por qué fracasaron, no podemos fingir que la estación es inmune.
—Supón que morimos —Casey se encogió de hombros—. Nos clonarán otra vez.
No mencionó a Mona pero debía soñar con otra vida con ella.
—A menos… —Furioso, Arne sacudió la cabeza—. A menos que los extraterrestres nos encuentren.
Exigió una votación. Dian se puso de su lado pero el resto nos enfrentamos a ellos. Decidimos enviar un avión ligero con dos tripulantes para examinar la Tierra y sus alrededores desde la órbita inferior, enviar informes de lo que encontraran y al final aterrizar en el norte de África. Casey estaba deseando pilotar la nave. Arne repartió las cartas para decidir quién sería el otro tripulante. El primer as de picas me tocó a mí.