Durante mucho tiempo pensé que había vuelto a la Estación Tycho, a la cama de nuestra diminuta clínica. Había un robot pendiente de mí, al parecer tan paciente e inmóvil como nuestros viejos robos. Un ventilador zumbaba con suavidad. El aire era cálido, con un extraño aroma fresco. Tuve una sensación de comodidad y mareo hasta que un cosquilleo en el rostro me hizo recordar: aquella avenida con las figuras de plata gigantes, la mujer de la cara firme y la túnica de plata, la bruma helada del testigo de plata.
Conmocionado y ya totalmente despierto intenté levantarme de la cama y vi que no tenía fuerzas. El robot bajó las lentes y se inclinó para cogerme la muñeca y comprobar mi pulso. Entonces vi la diferencia; su cuerpo de plástico lustroso era del color azul pálido de las paredes, aunque tenía casi la misma fuerza que nuestros robos de la Luna.
La gravedad terrestre me mareó. El robot me devolvió con suavidad a la cama y pareció escuchar cuando hablé, aunque su respuesta no fue algo que yo entendiera. Cuando me volví a mover, me ayudó a llegar a una silla y dejó la habitación para traer a un médico humano, un hombre flaco y moreno que llevaba una media luna de plata en una pulcra chaqueta blanca. Enérgico y eficiente me escuchó el corazón, me palpó el vientre, agitó la cabeza ante lo que intenté decirle y se dio la vuelta para irse.
—¿Mis amigos? —le grité—. ¿Dónde están?
Se encogió de hombros y salió. El robot permaneció allí contemplándolo todo. Cuando fui capaz de levantarme, me cogió del brazo para llevarme fuera, a un jardín redondo rodeado por un edificio circular. Sus lentes me seguían con atención mientras yo caminaba por los caminos de gravilla a través de plantas extrañas que orlaban el aire de aromas nuevos para mí. Las otras puertas, pensé, podrían ocultar a mis compañeros, pero me cogió del brazo cuando intenté llamar a una. Cuando persistí, sacó un pequeño testigo de plata que llevaba sujeto a la cintura y me hizo señas en silencio para que volviera a la habitación.
Bajo su vigilancia me trataron bastante bien, para ser un prisionero. Aunque mis palabras no significaban nada asintió cuando me froté los labios y la barriga y me trajo una bandeja de comida: fruta que no habíamos visto jamás en la Luna, un plato de pasteles marrones y crujientes con sabor a frutos secos, una copa de un vino muy bueno. Comí con un apetito repentino.
Callado la mayor parte del tiempo, de vez en cuando explotaba en palabras. Estaba claro que tenía preguntas. Yo también, preguntas desesperadas sobre aquellos remotos hijos nuestros y lo que podrían hacer con nosotros. Parecía escuchar sin expresión cuando yo hablaba y cerraba la puerta con llave cuando se iba, sin insinuar jamás las respuestas.
Acosado por las imágenes colosales de nosotros que había en aquella avenida monumental, dormí mal aquella noche, soñé que avanzaban pesadamente persiguiéndonos mientras huíamos por un paisaje sin vida marcado por los cráteres profundos que aquellos insectos negros de un milenio antes habían provocado en el planeta.
El terror de aquellos enormes iconos me dejó helado. ¿Querían sacrificarnos en aquel círculo sagrado? ¿Ahogarnos en el Nilo? ¿Darnos a los insectos para que nos comieran? ¿Congelarnos en metal plateado y ponernos a vigilar contra la siguiente invasión de clones herejes? Desperté templando, temía saberlo.
A la mañana siguiente el robot trajo una máquina de aspecto extraño y dejó entrar a una mujer delgada y activa que se parecía un poco a Dian, aunque estaba arrugada y morena por un sol que nunca brillaba bajo nuestra cúpula de Tycho. Quizá una especie de monja, llevaba un turbante plateado alto y manoseaba un colgante de una luna de plata cuando algo la molestaba o la confundía. Colocó la máquina para proyectar unas palabras en la pared.
La luna está distante del mar,
Y sin embargo con manos de ámbar
Lo guía, dócil como un niño,
Por las arenas señaladas.
Palabras conocidas. Había oído a Dian recitarlas con tono de adoración, aunque nunca estuve seguro de lo que significaban. Ahora resultaban extrañas mientras la mujer las canturreaba como si fuera una oración. Las repitió dos o tres veces con el mismo tono solemne y luego las leyó con más lentitud, me contemplaba a través de las gafas de montura oscura para ver mi respuesta, hasta que por fin asentí con una chispa de reconocimiento. Sencillamente habían cambiado las vocales. Luna era lanai, mar era mair.
Volvió una y otra vez, utilizaba la máquina para enseñarme como si fuera un niño. Aunque las palabras se convirtieron en algo conocido, todo lo demás era confuso: las plantas y los animales, la ropa y las herramientas, los mapas del mundo y los símbolos matemáticos. Pero al menos pude preguntarle por mis compañeros.
—Peicei saiboei —frunció el ceño y sacudió la cabeza. Poco sabio.
Cuando intenté decirle que éramos visitantes de la Luna, me riñó y me compadeció. Mientras manoseaba su colgante sagrado, habló del paraíso que los Cinco Todopoderosos habían hecho de la Luna, donde los benditos moraban en una alegría eterna no destinada a los que eran como yo. Los impostores que de forma tan poco inteligente intentaban robarles la autoridad sagrada serían consumidos para siempre por los demonios negros del infierno que hay bajo la tierra.
En la antigüedad, me dijo sombría, mi alma errante podría haberse limpiado con el fuego divino. En aquellos tiempos más ilustrados, afortunadamente para mí, los que intentaban abusar del Libro Sagrado eran considerados psicóticos necesitados de tratamiento o bien pecadores que merecían el tormento eterno.
Intentó instruirme en la verdad lunar y curar mi alma inválida. Su medicina era un tomo gigantesco con placas plateadas y notas teológicas al pie sobre casi cada palabra sagrada. La oropéndola de Dickinson se había convertido en el dios embustero, Pepe, que engañaba mientras encantaba. Dian no sólo era la Madre de Todos sino también el alma que seleccionaba su propia sociedad de aquellos bienaventurados que morarían con ella en el paraíso. El libro mismo era su carta al mundo que nunca le escribió.
No me convertí hasta el día en que paseaba con el robot por el jardín y me salí del camino para coger una flor púrpura. El robot dijo:
—Neit, neit —y me cogió la flor pero no me vio guardarme una bolita de papel arrugado. Cuando pude extenderlo en la privacidad de mi baño, vi que era una nota de Tanya, escrita en una página en blanco arrancada de su propio ejemplar antiguo de Dickinson.
Quieren pensar que estamos locos, aunque tienen problemas para explicar cómo llegamos aquí en una nave que nunca habían visto. Mi médico tiene una teoría. Está intentando convencerme de que venimos de Sudamérica, que todavía no está colonizada. Habla de una expedición perdida que se puso en camino hace un par de siglos para luchar contra los insectos negros de allí. Al parecer terminó con un accidente en la selva del Amazonas, en una zona que los insectos acababan de invadir. Los intentos de rescate fracasaron pero cree que descendemos de los supervivientes. Piensa que de alguna forma rescatamos o reparamos la nave accidentada, que nos trajo de vuelta. Si queremos salir de aquí, creo que será mejor que les sigamos la corriente.
Arrugué el papel y lo tiré al día siguiente donde lo había encontrado. Al final todos nos rendimos aunque Arne se resistió hasta que a Dian le permitieron convencerlo. Refunfuñó con amargura hasta que encontró trabajo en una draga del Nilo para mejorar el canal y convertir un páramo en tierra para muelles y almacenes. Dice que ahora es más feliz de lo que nunca lo fue sin nada que hacer en la Luna.
Aunque las eras parecen haber borrado todas las reliquias de nuestro tiempo, este pueblo está buscando en su pasado para encontrar pruebas de los Clones Sagrados. Le han dado a Dian un puesto en el museo, donde puede utilizar sus habilidades restaurando y conservando antigüedades.
Pepe se ha sacado la licencia de piloto y Tanya ha estudiado métodos para el control de los insectos depredadores. Se han ido ahora con una nueva expedición que va a intentar reclamar América.
Aunque toda la historia que yo conozco es una herejía, firmemente legalizada aquí, he encontrado un puesto de conserje en la universidad. Me da acceso a un equipo de radio que puede alcanzar la estación lunar. No podemos evitar esperar que nuestros propios colosos de plata aguanten lo suficiente para ver cómo este nuevo Egipto se convierte en un mundo mejor de lo que fue jamás el nuestro.
Sin embargo no hay nada seguro. Arne dice que nunca ocurrirá. Dian ha buscado en Dickinson cualquier cosa que pueda llevar a este pueblo hacia una nueva ilustración pero no quieren ninguna reinterpretación del texto sagrado. Tanya dice que lo mejor que podemos hacer es aprender los ceremoniales necesarios para adorar a los dioses que nunca fuimos, vivir el resto de nuestras vidas y quedarnos callados sobre la estación y la verdad.
Los pequeños papeles que hemos encontrado aquí nos mantienen ocupados. Aunque intentamos mantenernos apartados unos de otros para evitar cualquier atención que podría volver a ponernos en peligro, sí que nos encontramos de vez en cuando para comer o cenar en pequeñas tabernas donde se reúnen los trabajadores. Encontramos consuelo en los otros y algún alivio al saber que la Estación Tycho continúa intacta en el borde de un cráter remoto.
Nos gusta pensar que hemos llevado a cabo nuestra misión. La vida en la Tierra ha revivido de nuevo, después de otra gran extinción, sin necesidad de otros dos mil millones de años de evolución, que, de hecho, probablemente nunca daría lugar a otra especie parecida a la nuestra.
Seguimos existiendo. Al igual que nuestra cultura y nuestra ciencia, al menos en fragmentos alterados. Quizá sobreviva este mundo extraño y nuevo. Si no es así, si las cosas van muy mal, si algún nuevo peligro nos golpea desde el espacio, no cabe duda que el ordenador maestro nos clonará de nuevo para dejarnos intentarlo otra vez.