9

El monitor se quedó en blanco. Todo lo que oí fue la estática. Fuera de la cúpula, la Tierra pendía llena en la noche lunar. Vi que África desaparecía de la vista, contemplé como América, llena de manchas negras, se arrastraba por un día interminable, miré hasta que volvió África y por fin escuché la voz de Tanya.

—Estamos desesperados.

Tenía el rostro agotado, ojeroso y veteado de algo negro. En la ventana que había detrás de su cabeza vi una ladera negra y muerta que subía hacia los arroyos de lava oscura que bordeaban el valle de la falla.

—Los bichos nos han arrollado. —Tenía la voz ronca y apresurada—. ¡Bichos! Son los que provocaban las zonas destruidas que preocupaban a Arne. Tienes que conservar los pocos datos que hemos recogido, información que con toda seguridad será importante cuando nuestros hermanos clones nazcan para intentarlo otra vez. Estos insectos indeseables han evolucionado, imagino, a partir de las mutaciones que permitieron sobrevivir al impacto a algunas langostas o cigarras. Es evidente que entran en fases migratorias como algunas de nuestras antiguas langostas. Un ciclo vital extraño, tal y como yo lo entiendo. Creo que son periódicos, como la cigarra de diecisiete años, aunque creo que con un periodo mucho más largo. Pienso que deben pasar décadas o incluso siglos bajo el suelo, alimentándose de las raíces o los jugos de las plantas. La salida a la superficie se desencadena, quizá, cuando empiezan a matar a demasiados anfitriones. Al subir a la superficie son voraces, consumen toda la materia orgánica que pueden alcanzar y luego migran a territorio nuevo para dejar los huevos y empezar otro ciclo. Nos atacaron de forma repentina y horrible. Oscurecieron el cielo y cayeron sobre nosotros en enjambres. El rugido se hizo ensordecedor. Caían como granizo y se comieron todo lo que había estado vivo alguna vez. Árboles, arbustos, hierba, madera viva y muerta, animales vivos y cadáveres. Se aparearon en los excrementos, enterraron los huevos allí y murieron. Sus cuerpos se convirtieron en una alfombra de podredumbre oscura. El hedor era inaguantable. Estamos a salvo en el avión, al menos de momento, pero nos rodea la desolación más absoluta. Los bichos se comieron las geocúpulas y todos los suministros de dentro. Se comieron el bosque y la hierba, mataron y comieron a los saltarines, con huesos y todo. Se les cayeron las alas y las comieron. Murieron y se comieron a los muertos. Ahora han desaparecido todos. No queda nada vivo excepto los huevos en el polvo, a la espera de que el viento y el agua traiga semillas nuevas de cualquier otra parte para que la tierra reviva, mientras ellos salen de los huevos y se multiplican y esperan para matar de nuevo. El polvo oscuro se levanta cuando sopla el viento, amargo por el hedor de la muerte. Los hipos salieron del río, vagaron desamparados en busca de algo que comer y volvieron a sumergirse. No queda nada vivo a la vista. Nada excepto nosotros, en un silencio tan terrible como su bramido. Cuanto podremos durar, no lo sé. Arne quería rendirse y volver a la Luna, pero no nos queda combustible. No tenemos suministros para una marcha larga por esta devastación pero Pepe ha arrancado metal del avión y lo ha soldado para hacer una barca improvisada. Si los bichos no cruzaron el mar, quizá podamos comenzar de nuevo más allá. Tenemos que abandonar el avión y el equipo de radio. Ésta será nuestra última transmisión. Échale un vistazo a la Tierra y graba lo que puedas. Y Dunk… —Con la voz tomada, se paró para secarse una lágrima—. No puedo desearte que estés aquí con nosotros, pero quiero que sepas que te echo de menos. La próxima vez, cuando sea, espero llegar a conocerte mejor. Como dice Pepe, ¡Hasta la vista!

Hasta que nos volvamos a encontrar. La frase era de una ironía amarga, porque ella sabía que eso nunca ocurriría. Quizá tengan una oportunidad, si los bichos no los siguen al otro lado de ese mar. Son ingeniosos. Lo harán lo mejor que puedan. Puedo rogarle al ordenador que haga que los robos construyan otra nave y la bajen con suministros frescos, pero no es probable que acepte órdenes mías.

Aquí estoy, solo con el ordenador, mi sabueso y los robos. El ordenador nunca se programó para proporcionar compañía humana, aunque sí que tiene todas nuestras grabaciones de la Tierra perdida y los esfuerzos de nuestras generaciones para conseguir revivirla de nuevo. Puedo ver los videos y escuchar los hologramas. Terráqueo es un buen compañero, pero ya está viejo y yo no tengo la habilidad necesaria para hacer otro. Los robos intentarán cuidarme durante el tiempo que viva, pero no sentirán ningún dolor cuando me vaya.

Mil años más tarde y somos otra generación. Buena parte de la Tierra sigue llena de cicatrices oscuras, pero los puntos negros han desaparecido de África y Europa. Vamos a volver otra vez, los cinco, y llevamos una crioestación llena de semillas y células para volver a sembrar el planeta. Dian se trae copias holográficas de sus preciosos artefactos junto con una biblioteca de cintas, disquetes y cubos.

Vamos a aterrizar en el delta del Nilo, que ahora desemboca en el Mar Rojo pero cuyo valle sigue siendo una brecha de un verde lleno de vida en medio de un desierto de un marrón rojizo. Pepe ha elegido un lugar de aterrizaje al norte de donde solían levantarse las pirámides.

Vamos sobrecargados. Pepe dice que hemos tenido que gastar tanto combustible en el examen y el aterrizaje que no podemos volver a la estación, pero estamos preparados para quedarnos. Al bajar a la órbita inferior hemos buscado rastros de vida.

—¡Tecnología! —El grito de triunfo de Pepe se transmitió por toda la cabina durante la primera pasada sobre el Nilo—. Tienen tecnología. Oí chillidos y silbidos radiofónicos y luego una explosión de música extraña. Creo que hemos cumplido con nuestro trabajo.

—Si lo es… —Con la vista fija en el telescopio, Dian murmuró las palabras maravillada, casi para sí misma nada más—. Una nueva civilización lista para nosotros. Espero… espero de verdad…

—Quizá. —Dudando y esperando su turno al telescopio, Arne sacudió la cabeza—. Aún no los hemos conocido.

—¿Quizá? —se burló Pepe de él—. Hemos venido a conocerlos y creo que tendrán bastante que enseñarnos. Veo muchas líneas brillantes por el antiguo delta. Algunas llegan hasta el río. Canales, me imagino. Y…

—¡Mira! ¡Fíjate en eso! Un dibujo de líneas más claras. Quizá las calles de una ciudad. —Se quedó en silencio mientras la Tierra rodaba bajo nosotros—. ¡Edificios! —su voz se elevó de repente—. Es una ciudad. Con el cambio de la luz distingo una torre en el centro. ¡Una nueva Alejandría!

—Intenta contactar —le dijo Tanya—. Pide permiso para posarnos.

—¿Posarnos en qué? —Arne frunció el ceño—. No nos invitaron a venir aquí.

—¿Qué riesgo puede haber? —le preguntó Dian—. ¿Qué tenemos que perder?

Pepe lo intentó cuando volvimos a pasar.

—Chillidos. —Fruncía el ceño con los cascos puestos, hizo una mueca de frustración irónica—. Silbidos, trozos de música misteriosa. Al final voces, pero nada que pudiera entender. Si sigue siendo inglés, los acentos han cambiado bastante.

—¡Allí! —Tanya estaba en el telescopio—. Al borde del desierto, al oeste de la ciudad. Un dibujo parecido a una rueda.

Pepe lo estudió.

—Me pregunto… —Su voz hizo una pausa y luego se hizo más rápida—. ¡Un aeropuerto! Los radios de la rueda son pistas de aterrizaje y hay una franja ancha y blanca que debe de ser una carretera que lleva a la ciudad. Si supiéramos cómo pedir permiso…

—No importa —le dijo ella—. No tenemos combustible para buscar mucho más. Bájanos, pero más allá de las pistas, donde no podamos dañar nada.

Durante la siguiente pasada empezamos a bajar planeando. Los tejados de la ciudad pasaban a toda velocidad bajo nosotros. Azulejos rojos, amarillos y azules, alineados a lo largo de avenidas majestuosas. El aeropuerto se deslizaba hacia nosotros. Volábamos bajo sobre la alta torre de control cuando sentí la fuerte sacudida de los retroreactores y nos inclinamos para realizar un aterrizaje vertical. El fuego atronador y el vapor lo ocultaron todo hasta que sentí el tirón que nos detuvo. Una vez desaparecida la sacudida del cohete, pudimos respirar otra vez. Tanya abrió la puerta de la cabina para dejarnos ver el exterior.

El vapor había desaparecido aunque percibí el aroma caliente. Me froté los ojos para deshacerme del brillo del sol y encontré a nuestro alrededor matas espinosas de matorrales del desierto de un color amarillo verdoso. El edificio de la terminal se elevaba a lo lejos, en el este. Permanecimos abordo, inquietos y esperando. En la radio, Pepe recibió tarareos, graznidos y voces que gritaban.

—Probablemente nos gritan a nosotros. —Torció los mandos, escuchó, comprobó el eco de las voces que oía, y volvió a sacudir la cabeza—. Podría ser inglés —supuso—. Inglés de alguien enfadado, por cómo suena, pero no entiendo nada.

Nos quedamos allí sentados bajo el ardor del desierto hasta que el avión se calentó demasiado.

—No lo saben… —Arne se alejaba de la puerta—. No pueden saber que nosotros trajimos a sus antecesores aquí.

—Si no lo saben —dijo Tanya—, encontraremos una forma de decírselo.

—¿Cómo? —Sudaba por algo más que el calor y le preguntó a Pepe si podíamos despegar otra vez.

—Todavía no —dijo Pepe—. No hasta que no quede más remedio.

Tanya y yo bajamos al suelo. Cosmonauta vino con nosotros, salió corriendo para olisquear y gruñirle a algo que había entre los matorrales para luego volver cabizbajo y tembloroso a refugiarse contra mis rodillas. Arne nos siguió unos minutos después, permanecía a la sombra del avión y miraba con fijeza la torre distante que había más allá de los matojos. Una luz roja brillante empezó a parpadear allí.

—Parpadea para advertirnos que nos vayamos —murmuró.

Yo había traído la cámara. Tanya me hizo filmar matas de matorrales espinosos y luego una roca cubierta de algo parecido a un musgo rojo.

—Datos sobre la simbiote escarlata sobre la que informó la última expedición —le hablaba con tono resuelto al micrófono— sobrevive ahora en una briofita mutante…

—¿Oyes eso? —Arne hizo bocina con una mano sobre la oreja—. Algo ulula.

Lo que yo oí fue el latido de un chillido mecánico. Cosmonauta gruñó y se acurrucó más contra mi pierna hasta que vimos un vehículo desgarbado que daba tumbos sobre una colina y rodaba hacia nosotros con unas ruedas grandes y emitía luces de colores que parpadeaban.

—Ahora tenemos la oportunidad —dijo Tanya— de mostrarles lo que hemos traído. Demostrarles que no queremos hacerle daño a nadie.

Torpes con tanta gravedad, volvimos a subirnos al avión y bajamos con nuestras ofrendas. Dian llevaba uno de sus preciosos libros, los poemas de Emily Dickinson, envuelto en un plástico antiguo y frágil. Tanya tenía un pequeño proyector de hologramas y una caja de cubos. Arne trajo un megáfono, quizá una copia del mismo que había utilizado Kell para apartar a la masa enfurecida de la nave de huida. Pepe se quedó en la cabina.

—Venimos de la Luna. —Arne se adelantó a nosotros para recibir al vehículo, vociferaba por el megáfono—. Venimos en son de paz. Venimos con regalos.

El vehículo no tenía ventanas, ni piloto que pudiéramos ver. Cosmonauta corrió hacia él ladrando. Arne dejó caer el megáfono y se puso delante agitando los brazos. El vehículo ululó aún más alto y casi nos atropelló antes de girar y seguir rodando a nuestro alrededor hasta topetar contra el avión. Unos brazos de metal pesado se extendieron para agarrarlo y volcarlo. Pepe salió como pudo cuando el aparato levantó el avión del suelo. El ululato se detuvo y la máquina lo lanzó a lo lejos mientras Cosmonauta gemía y se acurrucaba contra mis pies.

—Robótica, supongo. —Pepe se lo quedó mirando mientras se rascaba la cabeza—. Enviado para salvar los restos.

Perplejos y asustados, nos quedamos allí parados sudando. Unos insectos zumbaban volando a nuestro alrededor. Algunos picaban. Tanya me hizo filmar un plano corto de uno que se me había posado en el brazo. Un viento cálido vino del desierto, especiado con un aroma a tostada quemada. Empezamos a caminar hacia la torre.

—Somos idiotas —murmuró Arne al oído de Tanya—. Deberíamos habernos quedado en órbita.

No le respondió.

Seguimos caminando con pasos pesados, luchando contra la gravedad y espantando los insectos, hasta que llegamos a una elevación rocosa y vimos las amplias pistas de despegue blancas extendidas ante nosotros, la torre que había en medio todavía a varios kilómetros de distancia. Vimos varios aviones aparcados esparcidos por los amplios triángulos que había entre las pistas de vuelo. Unos cuantos estaban en vertical, preparados para la ascensión y el aterrizaje vertical, como nuestra propia nave, pero la mayor parte tenían alas y trenes de aterrizaje como los que yo había visto en las imágenes del pasado.

Nos tiramos boca abajo cuando una enorme máquina con alas plateadas se nos echó encima rugiendo, y paramos de nuevo cuando un vehículo silencioso vino a toda velocidad a nuestro encuentro. Arne levantó el megáfono y lo bajó cuando Tanya sacudió la cabeza. Valiente otra vez, Cosmonauta gruñó y se le erizaron los pelos del cuello hasta que paró. Salieron tres hombres de blanco, hablaban a la vez y lo miraban fijamente. Se quedó allí ladrándoles hasta que uno de ellos lo apuntó con algo parecido a una antigua linterna. El perro gimió y se derrumbó. Lo recogieron y se lo llevaron en la camioneta.

—¿Por qué al perro? —Arne estaba enfadado y confuso—. ¿Por qué no nos prestaron atención a nosotros?

—Los perros son una raza extinta —dijo Tanya—. Nuevos para ellos.

—¡Oye! —Un grito asombrado de Pepe—. ¡Nos movemos!

Los aviones aparcados que estaban al lado de la pista se deslizaban apartándose de nosotros. Fluía sin ondas, sin un sonido, sin mecanismo visible, el pavimento blanco y lustroso nos llevaba hacia el edificio de la terminal. Pepe se agachó para tocarlo con los dedos y luego se tiró al suelo para poner la oreja.

—¡Mil años de progreso desde que vinimos a enfrentarnos con los bichos! —Se levantó y se encogió de hombros al dirigirse a Tanya—. El viejo DeFort estaría contento.

Decenas de personas abandonaban los aviones aparcados y bajaban al pavimento. Hombres con pantalones y algo parecido a faldas escocesas, mujeres con pantalones cortos y largas túnicas y niños vestidos con todos los colores del arco iris como si fuera fiesta. Aunque no vi nada parecido a nuestros monos naranjas y amarillos, nadie pareció darse cuenta. La gente salía en enjambres de la terminal que teníamos delante. La mayor parte, según vi, llevaban unas bolitas de plata brillante en pulseras y collares.

—¿Señor? —Arne se dirigió a un hombre que estaba cerca de nosotros—. ¿Podría decirnos…?

Con un siseo, como si pidiera silencio, el hombre frunció el ceño y se alejó. Todos estaban muy quietos y callados, solos, en parejas o en pequeños grupos familiares y miraban hacia delante muy solemnes. Pepe me tiró del brazo cuando rodeamos el edificio y llegamos a una magnífica avenida que llevaba hacia el corazón de la ciudad. Me quedé sin aliento y mirando con la boca abierta una fila de inmensas estatuas que se levantaban en medio de la avenida.

—¡Mira eso! —Arne levantó el brazo para señalar hacia delante—. Creo que sí que nos recuerdan.

Una mujer con una larga túnica blanca hizo unos gestos firmes para pedir silencio y el pavimento nos llevó hacia una alta aguja de metal que apuñalaba el cielo al final de la avenida. Una delgada media luna brillaba en la punta igual que una reluciente luna nueva. Estatuas, aguja, media luna, todo era de plata brillante. Una campana empezó a retumbar en algún lugar por delante de nosotros, unas notas lentas de tonos profundos, igual que un trueno lejano. Cesó el murmullo de voces. Todos los ojos se elevaron hacia la media luna, vi a Pepe que se persignaba.

—Un ceremonial —susurró—. Creo que adoran a la Luna.

Le oí contar por lo bajo las campanadas.

—Veintinueve —murmuró—. Los días de un mes lunar.

El silencioso pavimento siguió llevándonos hasta que Pepe se sobresaltó y me volvió a tirar del brazo, señalaba la estatua que teníamos justo delante. Más que magnífica, un brillo cegador de plata bajo el sesgado sol de la mañana, debía medir unos treinta metros. Me hice sombra con la mano en los ojos, parpadeé, miré y volví a parpadear.

Era mi padre. Con la misma chaqueta que llevaba su imagen cuando hablaba desde el tanque, agitando la misma pipa de tabaco que había agitado la imagen para puntuar las charlas. Las pipas, pensé entonces, no debían ser más que símbolos mágicos; DeFort no había conservado ninguna semilla de tabaco.

Los que estaban más cerca de la estatua se arrodillaron besando los colgantes lunares que llevaban. Elevaron los ojos, susurraron sus plegarias y se levantaron de nuevo mientras nosotros seguíamos adelante hacia el siguiente monumento, más alto incluso que el de mi padre. Era el propio Pepe, con la chaqueta de vuelo que su padre biológico había llevado en el viaje a la Luna, un brazo gigantesco levantado como si nos llamara hacia la aguja y la media luna. La gente presionaba hacia ella según pasábamos, se arrodillaban para besar sus colgantes y rezaban.

—Jamás soñó… —Con los ojos también levantados, Pepe sacudió la cabeza maravillada—. Jamás soñó que podría convertirse en un dios.

Después venía Tanya, aún más alta, espléndida en el fulgor iluminado por el sol de su bata de laboratorio, blandía un enorme tubo de ensayo. Arne era el siguiente, empuñando el martillo del cazador de rocas. Y por fin Dian, la más alta, con un libro de plata en la mano. Oí que nuestra Dian real contenía el aliento cuando leyó el título grabado en el metal.

Los poemas de Emily Dickinson.

Bajo la aguja y la media luna, el pavimento terminaba en un enorme círculo rodeado por unas columnas de plata gigantescas. Fue frenando y nos juntó a todos. Con un único repique atronador, la gente se quedó quieta, mirando hacia el balcón que estaba en lo más alto de la fachada del capitel.

Allí apareció una figura de aspecto diminuto vestida de plata brillante con los brazos muy levantados. La campana repicó otra vez, sus ecos se multiplicaban en las columnas. Su voz tronó, más alta que la campana. Los devotos cantaron una respuesta, un cántico lento y solemne. El hombre habló otra vez y Pepe me agarró el brazo.

—¡Inglés! —susurró—. ¡Un acento muy raro, pero tiene que ser inglés!

El orador se detuvo con los brazos todavía levantados hacia el cielo. La campana repicó, su profunda reverberación se convirtió en silencio. La gente que nos rodeaba se arrodilló con los rostros levantados hacia la media luna. Nos arrodillamos con ellos, todos excepto Arne. Él siguió caminando con pasos firmes y el megáfono en alto.

—¡Escuchad esto! —bramó—. ¡Ahora escuchad esto!

La gente siseó a su alrededor protestando pero él siguió avanzando hacia la torre.

—¡Nosotros somos vuestros dioses! —Hizo una pausa para dejar que su voz chocara contra las columnas—. Vivimos en la Luna. Hemos vuelto con regalos…

Una mujer alta con una túnica plateada se levantó para gritarle mientras agitaba un testigo de plata. Arne se giró y nos señaló.

—¡Mírenos! —gritó—. ¡Tiene que conocernos!

Ella agitó el testigo contra él. Arne se atragantó, jadeó para recuperar el aliento, soltó el megáfono y se derrumbó en el suelo. La mujer balanceó el testigo hacia nosotros. Dian se levantó, agitó el libro y declamó a Dickinson:

Ésta es mi carta al mundo

Que nunca me escribió…

Recuerdo de forma confusa el temblor desesperado de su voz, la furia callada del rostro de la mujer. Nos barrió con el testigo. Un soplo de bruma me congeló y aguijoneó la mejilla. El pavimento pareció inclinarse y debí de caerme.