8

Los robots la encontraron vestida con el traje espacial a trescientos metros de la pared interior del cráter. Se había golpeado contra los antepechos irregulares, había rebotado, rodado y vuelto a golpearse. La sangre había salpicado el visor facial y estaba tan rígida como el hierro antes de que la volvieran a entrar. Arne encontró una nota en su portátil.

«Adiós y buena fortuna, si alguno me echa de menos. He elegido no ir porque no veo ningún lugar útil para mí en el destacamento de la Tierra, aunque lo instaléis. Carezco de la dureza de los pioneros e incluso en el mejor de los casos, los colonos no tendrán tiempo ni necesidad de bibliotecas ni museos antes de que pueda crecer otra cosecha de clones».

—No es verdad —Pepe sacudió la cabeza con gravedad—. Ella cuidaba de la semilla de la civilización. La misión no significa nada sin el legado que guardaba ella.

—Amaba lo que amaba —murmuró Tanya—. Me dio un regalo que debía llevar a la Tierra. Un libro de poemas de Emily Dickinson. Significaba mucho para ella y nunca me desprenderé de él.

Los robos cavaron una tumba nueva en la parcela de rocas y polvo fuera del cráter donde nuestros padres y hermanos mayores yacían desde hacía tanto tiempo, a su lado los tristes montículos que cubrían a mis sabuesos. La enterramos allí, todavía rígida en su traje espacial. Arne habló brevemente, la voz hueca y sombría dentro del casco.

—La echo de menos. Es un momento terrible para mí porque creo que yo la he matado. He leído los diarios de nuestros antiguos yos. Hemos estado enamorados, creo que me quería otra vez aunque nunca me lo llegó a decir, ni habló mucho con nadie. Quizá debería haberlo supuesto, pero yo soy yo, no mi hermano mayor. Quizá lo haga mejor si volvemos a nacer.

—Espero que todos lo hagamos mejor —intentó consolarlo Tanya—. Pero no podemos evitar ser lo que somos.

Contemplamos a los robots mientras llenaban la tumba y retrasamos el lanzamiento de nuevo mientras hacíamos un marcador para colocarlo en la cabecera, una placa de metal que debería permanecer para siempre aquí, en la Luna sin aire, y que sólo tenía esta leyenda:

DIAN

CLON DE DIANA LAZARD

—¡Clon! —Su voz en el casco era un trueno amargo—. Eso es todo lo que somos.

—Más que eso —protestó Tanya—. Somos tan humanos como cualquiera. Más que humanos, si piensas en nuestra misión.

—No por elección —gruñó él—. Ojalá el viejo DeFort hubiera dejado que mi padre muriera en la Tierra.

Siguió murmurando y se tragó lo que quería decir, pero se arrodilló a los pies de la tumba. El resto esperamos en silencio, aislados de los demás en nuestra torpe armadura, pero pensando en Dian.

Yo también sentía que le había fallado. Encerrada en su mundo diminuto de pasado perdido, parecía contenta con los valiosos artefactos que cuidaba. Yo había pasado muchas horas allí con ella, pero nunca llegué a conocerla del todo.

Arne se incorporó y Tanya nos llevó del cementerio al avión cargado. Teníamos que dejar a nuestros cinco robos en la Luna para que cuidaran de otra generación, pero el sexto, el que DeFort no había vivido para programar, vino con nosotros. Lo llamamos Calvin.

Desde la órbita estudiamos aquellas manchas negras otra vez.

—Han cambiado desde que éramos niños —dijo Arne—. Se han movido y quizá crecido. No me imagino qué pueden ser, pero no creo que el planeta esté listo para nosotros.

—Listo o no… —Tanya sonrió abiertamente y se inclinó para darle una palmada en la espalda—, allá vamos.

—No imagino… —murmuró de nuevo, mirando hosco la Tierra ulcerada, ominosa y enorme en el monitor del telescopio—. No me imagino qué pueden ser.

—Simples lavas, quizá, ¿allí donde las lluvias no han dejado suelo en el que pueda crecer nada?

—¿Se mueven las simples lavas?

—¿Quizá quemaduras? —Tanya esperó a que le llegara el turno para estudiar las lecturas—. Los espectrómetros muestran niveles de oxígeno superiores a antes del impacto. Más oxígeno podría significar fuegos forestales más calientes.

—El aire parece transparente. —Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. No hay humo de ningún fuego.

—Pues entonces bajemos —se encogió de hombros ella—. Quiero averiguarlo.

Hizo que Pepe nos bajara a una órbita de aterrizaje sobre el ecuador. La gran grieta africana se había ensanchado de nuevo durante las eras transcurridas desde que nuestros gemelos mayores habían aterrizado allí. El mar se había elevado y había cubierto la planicie de barro donde murieron.

—Aterrizaremos allí otra vez —decidió ella—. En la próxima pasada.

—¿Por qué? —exigió saber Arne—. ¿Has olvidado los monstruos rojos?

Ella sacudió la cabeza.

—Me gustaría saber cómo evolucionaron.

—Otro peligro —Arne señaló el monitor—. ¿No ves la zona negra justo al oeste de la grieta?

—Sí. Algo más que tenemos que ver.

—¿Tan de cerca? ¿No podemos elegir un sitio más seguro hasta que hayamos tenido tiempo de mirar un poco?

—Si es un desafío, quiero enfrentarme a él y solucionarlo ahora.

Arne llevaba años vigilando la zona mientras iba surgiendo en África central e iba borrando lo que él pensaba que era un denso bosque tropical. Le rogó a Tanya que le dejara estudiarlo más tiempo desde una órbita baja pero ella hizo que Pepe nos posara sobre la orilla de un río nuevo, a unos kilómetros de aquel mar estrecho y enmarcado por acantilados.

Tiramos los dados para saber quién sería el primero en salir del avión. Gané yo con un siete y abrí la escotilla. El aire era bueno, especiado por aromas nuevos para mí. Me quedé allí mucho tiempo, con la vista fija en el oeste, en el lecho del valle lleno de hierba hasta la ladera boscosa y las abruptas laderas volcánicas que bordeaban la brecha, hasta que Tanya me dio un pellizco para que le hiciera sitio.

Pepe se quedó en el avión pero los demás bajamos. Tanya recogió briznas de la hierba que había bajo nuestros pies y dijo que eran casi la misma Kentucky Azul que ella y Pepe plantaron tanto tiempo atrás. Cuando miramos por los prismáticos no vimos nada que hubieran plantado. Palmeras gigantescas levantaban penachos plumosos de verde jade y enormes floraciones de color púrpura y forma de trompeta surgían de una densa maraña de gruesas parras de color escarlata.

—Una selva de incógnitas —susurró Tanya mientras lo estudiaba todo—. Los árboles podrían descender de alguna especie de cactus. ¿Pero los matorrales? —Lo miró fijamente durante largo tiempo y luego susurró de nuevo—. ¡Una selva de serpientes!

Por fin las vi, cuando me pasó los prismáticos. Retorciéndose como serpientes enraizadas, envolvían los tallos negros de cosas que parecían hongos venenosos gigantes y seguían golpeando como si quisiesen cazar unos insectos invisibles.

—¡Una nueva evolución! —Tanya recuperó los prismáticos—. ¿Quizá evolucionaron a partir de lo que nadaba que vimos en aquella playa hace un millón de años? El color quizá sea debido a una simbiote roja fotosintética mutante. Quiero echar un vistazo de cerca.

—No olvides —murmuró Arne— que los vistazos de cerca te han matado.

No vimos nada más que se moviera hasta que la voz radiada de Pepe salió de la cabina, muy por encima de nosotros.

—¡Mirad al norte! Por el borde de la selva. Unas cosas que saltan como canguros, o quizá como saltamontes de tamaño desproporcionado.

Encontramos una criatura que se aventuraba cautelosa por un precipicio, se incorporaba para mirarnos y luego se hundía fuera de nuestra vista, volvía a saltar hacia nosotros y se nos quedaba mirando mientras ronroneaba como un gato enorme. Era bípedo, tenía una cola gruesa que equilibraba las patas delanteras y se convertía en una tercera pata cuando se incorporaba. Otros se acercaron con lentitud detrás del primero, saltando a gran altura pero también deteniéndose como si pastaran.

—Los retroreactores deben de haberlos espantado —nos llamó Pepe otra vez—. ¡Y ahora! Más arriba de la colina. Un par de monstruos que habrían dejado enanos a los viejos elefantes. Y media decena más pequeños, quizá más jóvenes.

—¿Crees que son un peligro para nosotros? —preguntó Arne inquieto.

—¿Quién sabe? Los grandes se han parado para mirar. Y también para escuchar. Han extendido unas orejas tan anchas como ellos. Oigo al líder rugiéndonos. Parecen capaces de hacernos pedazos si quieren.

—¿Deberíamos largarnos?

—Aún no.

Arne había extendido la mano para coger los prismáticos pero Tanya seguía aferrada a ellos, barría el borde y la orilla y la manada de rumiantes saltarines mientras los demás esperábamos.

—¡La tierra de las maravillas! —dijo jubilosa—. Y un rompecabezas. Debemos de haber dormido más de lo que pensé, con todo este cambio evolutivo.

Arne volvió a subirse al avión cuando aparecieron las criaturas grandes y bajó con un pesado rifle que montó en un trípode. Un arma que DeFort había esperado que nunca necesitáramos. La apuntó hacia los animales mientras guiñaba los ojos por el visor telescópico.

—No dispares —dijo Tanya— a menos que te lo diga.

—De acuerdo, si me lo dices a tiempo.

Mantuvo el rifle apuntando hacia aquellas cosas hasta que pararon a unos metros de nosotros. Armados con unas placas brillantes de un negro purpúreo que relucían bajo el sol tropical, se parecían un poco a elefantes pero mucho más a tanques militares. El más alto se adelantó, volvió a extender aquellas orejas parecidas a alas, abrió unas enormes fauces llenas de colmillos brillantes y bramó como una sirena de niebla.

Arne se agazapó detrás del arma.

—No —le advirtió Tanya—. No podrías detenerlos.

—Podría intentarlo. No hay tiempo de despegar.

Mantuvo el arma nivelada. Contempló aquellas grandes mandíbulas que bostezaban cada vez más. Un bramido ensordecedor esparció a las criaturas saltarinas. Tanya lo cogió por el hombro y lo apartó del arma. El monstruo permaneció allí durante largo rato, nos contemplaba a través de unos ojos enormes, rasgados y negros, como si esperara una respuesta a su desafío, hasta que por fin se giró para rodearnos con su familia y llegar al río. Entraron chapoteando y desaparecieron.

—Nada de lo que esperaba. —Tanya seguía mirándolos con el ceño fruncido—. Ningún animal terrestre grande sobrevivió al impacto pero quizá sí lo hicieron las criaturas marinas. Las ballenas eran habitantes terrestres prehistóricos que emigraron al mar. Quizá algo parecido a ellas ha vuelto a la tierra, quizá para reproducirse, si son anfibios.

Los alarmados saltarines se acomodaron. Tanya nos hizo quedarnos inmóviles en la sombra del avión mientras ellos pastaban hacia nosotros hasta que Pepe gritó otra vez.

—¡Si queréis un asesino, aquí viene!

El líder de los saltarines se incorporó otra vez con una especie de grito ronroneado. Los rumiantes se levantaron y se esparcieron aterrorizados. Algo rápido y con las rayas de un tigre salió de un salto de la hierba y se lanzó como una flecha para atrapar a una cría antes de que pudiera saltar de nuevo. El rifle de Arne se disparó y cazador y presa cayeron juntos.

—Te lo dije —lo riñó Tanya—. No lo hagas.

—Especímenes —dijo él—. Querrás echar un vistazo.

Se quedó con el arma mientras yo me acerqué con Tanya para estudiar el botín. No más grande que un perro, el pequeño saltarín carecía de pelo y estaba cubierto de escamas grises y delicadas, el cuerpo abierto y las entrañas expuestas. Tanya las extendió sobre la hierba para mi cámara de video.

—Está bien formado para el nicho ecológico que al parecer ocupa —sacudió la cabeza frustrada—. Pero eso es más o menos todo lo que puedo decir. Deben de haber transcurrido cincuenta o cien millones de años de cambios.

El asesino era una masa compacta de músculos poderosos, revestidos de un pelo lustroso y rayado. Tanya le abrió las fauces ensangrentadas para mostrarle los colmillos a mi cámara y me hizo mover el cuerpo para mostrar las tetas y las garras.

—Un mamífero —le hablaba al micrófono—. Desciende quizá de las ratas o los ratones que de alguna manera sobrevivieron.

Todavía subyugada por el júbilo cuando volvimos al avión, perdonó a Arne que hubiera matado a aquellos animales.

—¡Nos espera una tierra de maravillas! —le dijo—. Un hogar abierto para la nueva humanidad, pero tan nuevo y extraño como solía serlo Marte.

—Y seguramente igual de hostil —murmuró él—. Una biología nueva donde me temo que nunca encajaremos.

—Ya veremos. —Ella se encogió de hombros y miró a su alrededor de nuevo, hacia el mar donde vivían los grandes anfibios y hacia la selva que había creado al asesino—. Estamos aquí para verlo.

Puso al robo a rascar tierra de la parte superior de un peñasco de rocas para aplanar un lugar para nuestro laboratorio y vivienda. Descargamos los suministros y montamos una cúpula geodésica mientas el robot empezaba a cortar piedras para construir un muro defensivo. Me llevó en cortas expediciones por la costa y también subimos la cordillera para grabar sus informes sobre la flora y la fauna que encontrábamos. Sólo habían pasado unas cuantas semanas cuando empezó a preguntarle a Pepe por el combustible para el avión.

—Estamos equipados para producirlo aquí —le dijo él— a partir de casi cualquier cosa orgánica.

—¿La reserva sigue a bordo?

—Podría conseguir volver a la Luna, con media gota de sobra en los depósitos.

—¿Con sólo dos a bordo?

—Seguramente sea bastante seguro. —Frunció el ceño y la miró—. Pero esto me gusta.

—Y a mí también. —Sonrió abiertamente ante la confusión de su amigo—. Creo que hemos vuelto a casa para quedarnos. Quiero que regreses para traer lo que necesitamos para volver a plantar nuestro propio biocosmos. Semillas, óvulos y embriones congelados, equipo para el laboratorio.

—¿A esto le llamas tú hogar? —Arne la miró enfadado—. ¿Con ese punto negro justo encima de la cordillera?

Ella se encogió de hombros.

—Es un riesgo, siempre habrá que enfrentarse a algún riesgo. Tenemos que enfrentarnos a él si podemos. Y si no dejar las grabaciones para la próxima generación. —Se volvió hacia mí—. Tú volverás con Pepe. Haz hologramas de los datos que tienes y de lo que podamos enviarte. Quédate allí para proteger el fuerte para otra generación.

—¿Y dejarnos aquí? —Arne no estaba listo para eso—. ¿Solos los dos?

—Pepe volverá —le dijo—. Ya tienes bastante trabajo aquí. Hay que comprobar los suelos para nuestras primeras cosechas. Hay que explorar la zona en busca de petróleo y los minerales que necesitaremos.

Pepe y yo volvimos a la Luna. Mi sabueso, Terráqueo, al que había dejado al cuidado de los robos, estaba encantado de tenerme de vuelta. Los robos cargaron el avión y le pusieron combustible, Pepe despegó de nuevo y me dejó solo con Terráqueo.

Yo no estaba acostumbrado a la soledad. Los robos no eran una gran compañía y los hologramas no tenían nada nuevo que decir, pero Terráqueo era un consuelo y las noticias de la Tierra me mantuvieron absorto durante un tiempo.

Tanya informó de que Pepe había inflado otra geocúpula para albergar un jardín hidropónico. Arne había examinado la tierra para poner una granja. Cuando terminó la estación de lluvias, el robo construyó una presa de desvío para traer del río agua de riego.

—Arne disfruta cazando un saltarín primal cuando necesitamos carne —decía Tanya—. Un cambio muy sabroso de las raciones radiadas que trajimos de la Luna. Las hipoballenas van y vienen entre el río y la hierba. Se pararon dos veces para mirarnos y bramar pero ahora ya no nos prestan atención. Creo que nuestra diminuta isla humana es segura de verdad, aunque a Arne todavía le inquieta el punto negro. Ahora se ha ido a escalar los acantilados occidentales para ver que hay más allá del borde.

Su siguiente transmisión llegó sólo horas más tarde.

—Ha vuelto Arne. —Su voz era tensa y rápida—. Agotado y aterrorizado. Lo persiguió algo. Una tormenta, dice él, pero nada que podamos entender. Una nube tan oscura que oscurece el sol. Un rugido que no es del viento. Algo que cae que no es lluvia. Dice que nuestros días en la Tierra se han acabado.