Los robots durmieron. Quizá otro millón de años, o diez millones; si el ordenador maestro contaba los años nunca nos lo dijo. Sólo él permaneció despierto para controlar los sensores y revivir a los robos cuando vio que la Tierra era lo bastante verde para que nosotros naciéramos de nuevo. Crecimos de nuevo en la celdas estrechas labradas tanto tiempo atrás en el borde de Tycho, escuchamos a los robos y a los hologramas y nos esforzamos de nuevo para entender lo que éramos.
—¡Robots de carne! —Arne siempre era el crítico—. Creados y programados para jugar a Dios para el viejo DeFort.
—Menudos dioses. —Tanya era brillante y hermosa y estaba segura de casi todo—. Quizá solo seamos clones pero al menos estamos vivos.
—Sólo clones —se burló Arne de ella—. Copias en carne de los fantasmas holográficos del tanque.
—Mejor que copias —dijo Tanya—. Los genes no lo son todo. Somos nosotros mismos.
—Quizá —murmuró Arne—. Pero seguimos siendo esclavos del viejo DeFort y su plan idiota.
—¿Y qué? —Tanya lucía una gruesa melena de cabello negro y lustroso y se la echó hacia atrás despectiva—. Loco o no, ésa es la razón por la que estamos aquí. Y yo espero hacer mi parte.
—Quizá tú sí, pero ¿por qué tendría que importarme a mí?
—Si tienes que saberlo, escucha a tu padre.
Todos habíamos visto la imagen de su padre en los tanques. El doctor Arne Linder, un gigante de barba de bronce y distinguido geólogo en otros tiempos, antes del impacto. Habíamos leído sus libros en la biblioteca de Dian. Formación del Sistema Tierra-Luna, sobre cómo se habían creado la Tierra y la Luna a partir de planetesimales que habían chocado. Tierra Dos, una propuesta optimista para terraformar y colonizar Marte.
Nacido en la vieja Noruega, se había casado con Sigrid Knutson, una belleza alta y rubia a la que había conocido cuando eran niños. Aprendimos más sobre su vida gracias al diario de Pepe. El aviso lo sorprendió en Islandia. Al volver en avión a la base lunar, le rogó a Pepe que lo dejara en Washington, donde su mujer trabajaba como traductora en la embajada noruega.
Estaba embarazada, su primer hijo estaba a punto de llegar. Estaba desesperado por estar con ella pero Pepe dijo que no tenían tiempo para parar en ningún sitio. Lucharon en la cabina. Pepe no era más que un David peso pluma contra el Goliat de Arne pero había conseguido salir del barrio a base de combates de boxeo. Dejó a Arne inconsciente y consiguieron llegar a la base a tiempo.
—Algo horrible para Arne —dijo Dian—. Nunca superó la angustia que sintió al dejar a Sigrid morir sola.
Todo eso fue hace ya muchas eras aunque se convirtió en una realidad muy viva cuando vimos los viejos hologramas. Somos una nueva generación, aprendemos los papeles que nos han destinado una vez más de los hologramas de nuestros padres y de las grabaciones que habían dejado nuestros hermanos desaparecidos en los archivos de la biblioteca de Dian.
—Somos los mismos —solía decir Pepe. Nunca nos crearon exactamente igual, sin embargo la misión de la estación siempre nos ayudó a encontrar las viejas identidades. Prendas viejas, decía Pepe, con las que nos sentíamos cómodos cuando nos las poníamos. Al menos la mayoría. Arne nunca se desprendió de la amargura de su padre clon. Mientras la Tierra, ahora más verde, nos llamaba al resto con la promesa de una aventura magnífica, él nunca aprendió a amar la misión. Incluso de niño, solía subir a la cúpula y lanzar miradas hoscas a la Tierra a través del gran telescopio.
—Esos puntos negros —murmuraba y sacudía la cabeza—. No sé lo que son. Y no quiero saberlo.
Eran trozos de un gris oscuro esparcidos por todos los continentes. Los instrumentos sólo mostraban roca y suelo desnudo, desprovisto de vida.
—Lo más probable es que sean viejos flujos de lava —decía Tanya.
—Cánceres —murmuraba él y sacudía la cabeza—. Cánceres en lo verde.
—Una noción absurda —le reñía ella—. Averiguaremos la verdad cuando aterricemos.
—¿Aterrizar allí? —Parecía enfermo—. ¡No si yo puedo evitarlo!
Nuestros padres holográficos llevaban demasiado tiempo en los ordenadores para preocuparse demasiado por problemas tan actuales, sin embargo la Tierra que habían conocido se convirtió en algo muy real para nosotros. Al trabajar para la Corporación de Robo Multiservicio de DeFort, mi padre había viajado por todo el mundo. Sus videos de los monumentos, historia y cultura de Rusia, China y otras viejas naciones albergaban una extraña fascinación. Sin embargo nunca me gustó mucho verlos. Me dejaban demasiado lleno de tristeza por todo lo que había desaparecido.
Nunca hablaba mucho sobre sí mismo, pero averigüé algo más sobre él en un relato largo, una extraña mezcla de hechos y ficción que le había dictado al ordenador. Lo llamó El Último Día. Escribía para un futuro que ojalá quisiera saber sobre el pasado, hablaba de su familia y de todas las personas a las que había conocido, contaba sus vidas y lo que habían significado para él. Ésos eran los hechos, tan reales como pudo contarlos.
La ficción eran sus últimos momentos. Un capítulo trataba de la mujer de Linder. Padrino de su boda, había bailado con ella en el banquete y su destino le obsesionaba. El bebé había llegado, imaginaba mi padre, mientras Arne estaba en Islandia. Ya había vuelto a casa del hospital e intentaba dar con él para darle la noticia cuando DeFort llamó aquella última mañana.
Aunque no le dijo nada sobre el asteroide que se precipitaba sobre la Tierra, sus prisas y su tono de voz la alarmaron. Intentó una y otra vez ponerse en contacto con Arne en su hotel de Reykjavic. Nunca estaba. Desesperada, intentó llamar a los amigos que tenían en la base lunar de Arenas Blancas. Las líneas telefónicas estaban bloqueadas.
Al escuchar la radio y ver las emisoras holográficas, se enteró del bloqueo de comunicaciones que se extendía por Asia. El bebé percibió su terror y empezó a llorar. Le dio de mamar, le cantó y rezó para que Arne llamara o volviera a casa. Cuando sonó el teléfono holográfico, era un amigo de operaciones de vuelo de Arenas Blancas, pensaba que se sentiría aliviada al saber que su marido estaba a salvo. Acababa de subir a bordo del avión de huida.
Debió de sentir alivio, pensaba mi padre, pero también una horrible desesperación. Sabía que ella y el bebé estaban a punto de morir. Intentó no sentir que su marido la había traicionado y rezó por él. Con el bebé sollozante en los brazos, le cantó y rezó por su alma hasta que la onda de superficie derrumbó el edificio sobre ellos.
Al escuchar la emoción en la voz de mi padre, compartí parte de su angustia, un dolor que siempre me conmovía cada vez que subíamos a la cúpula para ver la Tierra renacida y hablar sobre cómo podíamos restaurarla. Pepe y Tanya nunca volvieron de aquel primer intento. Cuando mi clon quiso realizar un vuelo de rescate, Arne se echó hacia atrás. Veinte años después, sin embargo, otro Pepe había bajado otro clon mío a la órbita inferior para ver lo que pudieran.
—Unos cuantos puntos diminutos de verde. —La voz del video era un eco misterioso de la mía—. En los deltas del Amazonas y del Misisipí. En las islas nuevas que rodean al gran cráter que dejó el asteroide. Incluso un punto verde en el borde del mar donde perdimos a Tanya y Pepe. Perdidos para nada, dice Arne. Dice que nuestro antiguo biocosmos estaba construido con simbiotes, especies que existían en armonía, que dependían unas de otras. Cree que nunca encajaremos en el nuevo.
Al escuchar esas palabras, es extraño recordar que ha pasado otra era geológica desde entonces. Nuestros instrumentos nunca han revelado nada más sobre aquellas anómalas criaturas que Tanya y Pepe habían visto reptando al sol, pero sí que encontraron que había crecido alguna vegetación. El oxígeno agotado se había recuperado. Giraba con sus rápidos días y noches en las alturas de nuestro cielo negro, la Tierra crecía y menguaba a través de nuestros largos meses, relucía cuando estaba llena sobre el irregular borde Tycho y el yermo gris de pozos y rocas que había más abajo, y menguaba con lentitud para convertirse en una delgada ranura de fuego durante las noches interminables. Los mares parecían limpios y azules otra vez. Los casquetes polares y las grandes espirales de tormenta brillaban blancos como siempre habían hecho. La vegetación había tejido un cinturón alrededor de las tierras ecuatoriales y se había extendido hacia los polos en los hemisferios veraniegos.
Aunque compartíamos los mismos genes que nuestros hermanos clones, nunca fuimos del todo iguales. La Tanya y Arne mayores se habían mostrado fríos entre sí, ella estaba enamorada de Pepe y él jugaba al ajedrez con Dian, y quizás a algún juego más íntimo que se guardaban para sí. Yo mismo adoraba a Tanya, pero sólo había tenido aquel único momento milagroso con ella.
Al crecer de nuevo, los tres estábamos enamorados de Tanya. Quizá Pepe era de nuevo su favorito, pero nunca pareció demostrarlo. No quería que los celos ensombreciesen nuestra misión, así que se repartía entre los tres.
La Tanya y el Pepe mayores no nos habían dejado ninguna grabación. Dian, una persona muy reservada, había escrito sólo sobre la biblioteca, el museo y su legado para el futuro. Arne había dejado su propia filosofía cínica. Tras ayudar a DeFort a planear y equipar la estación de supervivencia, nunca había esperado ni querido sobrevivir a un desastre real.
«¡Qué arrogancia!», había escrito en su diario. «Arrogancia antropocéntrica. Pepe y Tanya encontraron un nuevo biocosmos ya en pleno florecimiento. No tenemos derecho a dañarlo. Si lo hiciéramos sería un crimen peor que el genocidio».
El nuevo Arne se rio cuando le pregunté qué pensaba de ese pasaje.
—Otro hombre que escribe hace un millón de años. He leído los archivos de su vida pero sigue siendo un extraño para mí. Francamente, no entiendo qué veía en Dian, si de verdad estaban enamorados. Todo lo que ahora le preocupa son sus polvorientos libros, su arte congelado y jugar al ajedrez con el ordenador.
Cuando el ordenador maestro hizo que mi padre anunciara que había llegado la hora de que volviéramos, nos reunió en la sala de lectura de la biblioteca.
—En primer lugar —preguntó Arne—, ¿vamos a volver de verdad?
—Pues claro que sí —Tanya habló con brusquedad, molesta con él—. Para eso existimos.
—Un sueño exagerado —Arne levantó la nariz—. Ese impacto no fue el primero y no será el último. Una nueva evolución ya ha sustituido a la perdida con algo mejor. Es trabajo de la naturaleza, como debe ser. ¿Por qué tendríamos que meternos?
—Porque somos seres humanos —dijo Tanya.
—¿Y es eso algo tan grande? —la despreció él—. Cuando miras a la vieja Tierra, a toda esa salvajada desenfrenada y tantos genocidios, no es que nuestros antecedentes sean muy brillantes. Pepe y Tanya encontraron una nueva evolución ya en progreso. Podría florecer en algo mejor de lo que somos nosotros.
—¿Esos monstruos negros de la playa? —Ella se estremeció—. Quiero que gane nuestra especie.
Arne miró alrededor de la mesa y vio que todos estábamos contra él.
—Si vamos a volver —dijo—, yo soy el líder. Sé terraformación.
—Quizá —Tanya frunció el ceño—. Pero eso no basta. Tendremos que bajar a la órbita inferior y hacer un nuevo examen para elegir el lugar de aterrizaje. Pepe es piloto espacial —le sonrió—. Si aterrizamos sin problemas, tendremos cosas que construir, Pepe es ingeniero.
Votamos para elegir un líder. Dian levantó la mano por Arne, Tanya por Pepe. Era yo el que tenía que romper el empate, y nombré a Tanya. Arne se quedó sentado con la expresión hosca hasta que ella le ofreció una cálida sonrisa. Al votar el lugar de aterrizaje, escogimos una vez más la costa de aquel mismo mar interior. Pepe eligió el día. Cuando llegó, nos reunimos con el equipo espacial en el ascensor del puerto espacial. Al principio sólo estábamos tres, ansiosos, esperando impacientes a Arne y Dian.
—¡Ha desaparecido! —Arne llegó corriendo por el pasillo—. He mirado por todas partes. Sus habitaciones, el museo, el gimnasio, los talleres, las salas comunes. No la encuentro.