Arne seguía sacudiendo la cabeza y miraba hosco a nuestros padres en el tanque de hologramas. Dian se puso a su lado y lo rodeó con un brazo.
—Tenemos que ir —le dijo Pepe—. ¿Has olvidado por qué estamos aquí?
—¡Maldito DeFort! —El labio de Arne sobresalía con tozudez—. Su locura de plan no se ajusta a los hechos. Quizá fuera muy listo, pero con todo lo sorprendieron. El asteroide era más grande de lo que imaginó jamás. No sólo esterilizó el planeta sino que también destrozó buena parte de la corteza. Eso dejó inestabilidades sísmicas que siguen provocando terremotos y volcanes. Todavía se está recuperando, los casquetes polares están retrocediendo pero creo que deberíamos esperar otra generación.
—¡Arne! —Tanya sacudió la cabeza en una dolorida reconvención—. Su albedo dice que ya es lo bastante cálido. Que ya está listo para nosotros.
—Si crees a los albedos.
Nuestros padres holográficos permanecían congelados en el tanque con los ojos clavados en Arne, como si el ordenador maestro jamás hubiera programado una rebelión así, pero Tanya le hizo una mueca.
—¡Arny Barny! —Al burlarse de él su voz adquirió el tono agudo que tenía a los tres años—. Bajo todos esos faroles, siempre has sido un miedoso. ¿O acaso eres un gallina capitán de la sardina?
—Por favor, Tanny —Pepe le acariciaba el brazo—. Ya somos adultos. —Se volvió muy serio hacia Arne—. Y no podemos olvidar por qué nos puso el doctor DeFort aquí.
—DeFort está muerto.
—Y con el tiempo todos estaremos muertos. —Pepe se encogió de hombros—. Pero la verdad es que si piensas en lo que quería DeFort que fuéramos, no tiene que importarnos. No importa cuándo o cómo muramos, siempre nos puede sustituir otra generación.
—Yo no estoy listo para que me sustituyan —Arne había enrojecido de la emoción, pero sacudió la cabeza dirigiéndose a Tanya con una especie de deliberación forzada—. Me llamas cobarde, yo diría que soy prudente. Sé de geología y de la ciencia de terraformar. He pasado miles de horas examinando la Tierra con telescopios, espectroscopios y radares, estudiando los océanos, las tierras inundadas y las tierras bajas. No he encontrado ningún sitio adecuado para albergar vida. Los mares siguen contaminados por los metales pesados del asteroide, los ríos siguen lixiviando más materia letal de los continentes. Encontraríamos la atmósfera irrespirable, el oxígeno agotado, niveles de dióxido de carbono que te matarían, dióxido de sulfuro de las erupciones constantes: los climas son demasiado severos para permitir que la vida arraigue en ningún sitio. No veo ningún lugar para ningún tipo de vida, al menos de momento. Si tenemos que hacer algún esfuerzo loco a pesar de todas las probabilidades, al menos esperemos otros diez o veinte años…
—¿Esperar qué? —interrumpió Tanya con más brusquedad—. Si una glaciación no fue lo bastante larga para limpiar el planeta, ¿qué clase de milagro esperas que se produzca en sólo otros diez o veinte años?
—Podemos reunir datos —Arne bajó la voz y apeló a la razón—. Podemos actualizar el plan para adecuar la Tierra a como esperamos que esté en diez o veinte mil años. Podemos entrenarnos para nuestra misión, si al final tenemos que realizarla.
—Nos hemos entrenado. —Pepe esperó el asentimiento de Tanya—. Hemos estudiado, estamos tan listos como lo vamos a estar jamás. Vamos. Y yo digo que ahora.
—Yo no. —Arne abrazó a Dian contra su cuerpo y ella le sonrió—. Nosotros no.
—Te echaremos de menos. —Pepe se encogió de hombros y se dirigió a mí—. ¿Cómo lo ves, Dunk?
Tragué saliva y cogí aliento para decir de acuerdo, pero Tanya ya le había agarrado el brazo.
—Yo soy bióloga. Entiendo los problemas. He encontrado máscaras listas para nosotros en el almacén, si es que necesitamos máscaras de oxígeno. Sólo bájame. Sé cómo plantar la semilla.
Despegaron juntos, Pepe pilotaba la nave espacial y Tanya hacía los informes de radio mientras examinaban la Tierra desde una órbita baja. Describió los polos más encogidos, el nivel del mar más alto, las costas cambiadas que hacían que los rasgos familiares fueran difíciles de reconocer.
—Necesitamos suelo donde pueda crecer la semilla —dijo—. Es difícil encontrarlo desde el espacio si es que existe. Las rocas se desmigajan y se convierten en sedimento pero los ríos se están llevando la mayor parte al mar por falta de raíces para sujetarlo. Intentaremos plantar desde la órbita pero quiero aterrizar para echar un vistazo más de cerca.
Dian les pidió que buscaran cualquier reliquia de civilización humana.
—Ya es un poco tarde para eso —el tono de Tanya era sardónico—. El hielo y el tiempo han borrado las grandes pirámides, las grandes presas, la gran muralla china. Todo lo bastante grande como para buscarlo.
—Lógico —murmuró Arne—. El impacto ha rehecho la Tierra, pero no para nosotros. Quizá nunca pueda volver a albergar vida humana.
—Ése es nuestro trabajo. —Era la voz de Pepe—. Adecuarla.
—¡Un mundo nuevecito! —La ironía había desaparecido de la voz de Tanya—. Esperando la chispa de la vida.
En el micro Arne tenía preguntas técnicas sobre las lecturas que había hecho el espectrómetro de las radiaciones solares reflejadas en la superficie y refractadas por la atmósfera, preguntas sobre el hielo polar, sobre el aire y la circulación de los océanos. Eran datos, dijo, que deberíamos recoger para la siguiente generación.
—Estamos aquí para volver a plantar el planeta —Tanya se impacientó—. Y ahora estamos demasiado por debajo del ecuador para ver todo eso. Hasta ahora no hay nada útil que podamos decir sobre la atmósfera o las pautas de circulación de los océanos. Al menos vemos que el planeta está bastante húmedo. Unas nubes muy pesadas ocultan la mayor parte de la superficie. Necesitaremos el radar para buscar un lugar de aterrizaje.
Arne nunca dijo que ojalá hubiera bajado con ellos, pero siguió con sus preguntas hasta que pensé que se sentía culpable.
Tras dejarse caer sobre una órbita que rozaba la atmósfera, sembraron el planeta con bombas de vida, cilindros protegidos del calor equipados con paracaídas y cargados de perdigones de semillas cubiertos de fertilizante.
Un claro sobre el este de África reveló un mar estrecho en el Valle de la Gran Falla, que parecía más profundo y más ancho. Tanya quería aterrizar allí.
—Es el sitio más probable que hemos visto. Debería ser lo bastante cálido y húmedo. El agua parece azul, quizá dulce, sin señales de una gran contaminación. Además, resulta que está cerca del sitio donde evolucionó el Homo sapiens. Un lugar simbólico para una segunda creación, aunque Pepe dice que estaba loca por molestarme con eso. Dice que ya hemos terminado nuestro trabajo. Hemos esparcido semillas por todos los continentes y hemos tirado bombas de algas en todos los océanos importantes. Dice que tendremos que dejar que la naturaleza se ocupe del resto, pero yo sigo siendo bióloga y quiero recoger muestras de suelo, aire y agua para ayudar con el siguiente intento si tenemos que hacerlo otra vez. Arne debería estar aquí. —Hablaba en serio, sin sarcasmos—. Es el geólogo que entendería las consecuencias del impacto. Es el terraformador, más experto que nosotros. Y se está perdiendo la emoción de esta vida. —El júbilo le burbujeaba en la voz—. Nos sentimos como dioses. Bajamos del cielo con el don de la vida para este mundo destrozado. Pepe dice que deberíamos volver a la Luna mientras aún podemos pero yo no quiero… no puedo… renunciar al aterrizaje real.
Al comenzar el descenso final al otro lado de la Tierra, estuvieron fuera de contacto mientras yo me mordía las uñas durante una hora.
—¡Abajo y a salvo! —Tanya estaba exuberante cuando la volvimos a oír—. Pepe nos posó en la costa oeste de este mar de Kenia. Un día espléndido con el sol alto y una gran vista a través de un cuello de agua hasta una pared de acantilados oscuros y las laderas de una montaña volcánica nueva casi tan alta como el Kilimanjaro. Una torre de humo sale del cono. El cielo que hay sobre nosotros es tan azul como el mar, aunque quizá no por mucho tiempo. Veo una nube de tormenta que se levanta por el oeste.
Se quedó callada un momento.
—Otra cosa… una cosa muy rara. Al aterrizar sobre la cola, el avión está a gran altura. Desde la cabina podemos ver a mucha distancia del mar. La mayor parte está en calma, hay un trocito extraño de témpanos. Extraño porque se mueven hacia nosotros, sin señales de viento en ningún otro sitio.
Distingo…
Su voz se interrumpió. Oí el jadeo seco de ella y la exclamación ahogada de Pepe.
—¡Esos témpanos! —volvió su voz, mucho más aguda—. No son témpanos. Son algo… ¡algo vivo!
Debió de apartarse del micrófono. Su voz se desvaneció aunque distinguí unas cuantas palabras que decía Pepe.
—… imposible… nada verde, lo que significa que no hay fotosíntesis, no hay energía para nuestro tipo de vida… con el oxígeno tan agotado… tenemos que saber…
No escuché nada más hasta que por fin Tanya volvió al micrófono.
—¡Algo nadando! —Tenía la voz rápida y jadeante—. Nadando en la superficie. No vemos mucho más que los chapoteos pero debe descender de algo que sobrevivió al impacto. Pepe duda que una criatura grande pueda vivir con tan poco oxígeno pero la vida anaeróbica evolucionó en la Tierra antes de que hubiera oxígeno disponible. Se encontraron supervivientes en los respiraderos termales de los lechos oceánicos. Los penachos negros, los gusanos cilíndricos gigantes, las bacterias que los alimentaban…
Oí la voz ahogada de Pepe. El micrófono hizo un ruido seco y se calló, permaneció callado mientras Dian y Arne venían a escuchar conmigo.
—¡Algo los ha cortado! —se estremeció Dian—. ¿Un ataque de esas cosas que nadaban?
—No hay forma de saberlo, pero intenté advertirles. —Arne debió de repetir eso una decena de veces según fueron pasando las horas—. Sencillamente el planeta no está listo para nosotros. Quizá nunca lo esté.
Sugerí que pensásemos en un vuelo de rescate.
—Seríamos imbéciles si fuésemos —Arne sacudió la cabeza—. Si necesitan ayuda, la necesitan ahora, no la semana que viene. No sabemos si tienen problemas. No sabemos nada. Nuestra obligación es quedarnos aquí, recoger los datos que podamos, registrarlos para una generación que quizá tenga más probabilidades.
—Tengo miedo —susurró Dian—. Ojalá…
—¿Ojalá qué? —soltó Arne—. No hay nada que podamos hacer. Nada salvo esperar.
Esperamos una eternidad hasta que el micrófono hizo otro ruido seco y escuchamos la voz de Pepe.
—Aquí Navarro, a bordo y solo. Tanya lleva horas fuera del avión. Con la máscara de oxígeno, recogiendo todo lo que puede. Con el oxígeno tan bajo y todo este dióxido de carbono, necesita la máscara. Le he rogado que vuelva antes de quedarse sin aire. Pero está fascinada con esos nadadores. Vimos a uno reptar para salir del agua. Algo parecido a un pulpo rojo aunque ella dice que no parece relacionado con ningún pulpo que existiera antes del impacto. Una masa de anillos gruesos, de color rojo sangre, demasiado lejos para que lo viéramos bien. Se extendió en la playa y se quedó quieto al sol. Su fuente de energía fue lo que más la asombró. Se preguntaba si podría tener algún tipo de simbiote fotosintética en la sangre. Algo rojo en lugar de verde, que se alimente de energía solar. No veo forma de que pueda distinguirlo pero todavía está ahí fuera con los binoculares, el video y el cubo de muestras. Le he rogado que termine ya y vuelva con lo que tenga, pero siempre necesita unos minutos más. Al principio se quedó cerca del avión, pero ahora está dirigiéndose hacia la playa. Se arriesga de la misma forma loca que DeFort hizo hace ya un millón de años. Quería echar un vistazo más de cerca. Las cosas rojas son anfibios, dice. Ahora hay como una decena ahí fuera. Una forma de vida inesperada que cree que podría ser un problema para los colonos cuando vengan. Déjaselo a ellos, le dije, pero quiere aprender todo lo que pueda. La playa es barro, sedimento que trajo el agua de las colinas del oeste. Dice que las cosas están escarbando en el barro, quizá en busca de algo que comen. Quiere ver qué es, pero ahora…
Su voz se elevó y se detuvo mientras al parecer miraba. No escuché nada más hasta que por fin volvió, la voz tenue pero urgente mientras hablaba con Tanya y le rogaba que volviera al avión. El futuro podía esperar. Se había aventurado demasiado por la playa. El barro era más profundo de lo que parecía, se le estaba acabando el aire, las criaturas podían ser peligrosas, podía contemplarlas desde la cabina hasta que las conociera mejor. Escuché la respuesta de ella, aún más débil.
—Sólo otro minuto.
Durante lo que pareció mucho tiempo no escuché nada más.
—Un minuto más. —La voz de Pepe fue el eco de la de Tanya cuando levantó la voz para nosotros de nuevo—. Demasiados minutos. Debería volver mientras puede. Ya es casi de noche. La tormenta que viene del oeste ya está casi encima de nosotros. Se está levantando viento. Empiezan a caer las primeras gotas…
—¡Para, Tanny! ¡Para! —Su voz se hizo aguda—. Cuidado con el barro.
—Dame sólo otro minuto. —Su voz en la radio, tan débil que apenas la oí—. Estas criaturas… son una nueva evolución. Tenemos que saber lo que son antes de venir otra vez. Qué importa el riesgo.
—A mí me importa —la llamó otra vez—. Tanny, por favor…
Se detuvo para escuchar algo que le dijo ella y que yo no pude oír. Durante un tiempo volvió a quedarse callado, excepto por el torrente de su respiración rápida.
—Navarro otra vez. —Volvió su voz, amarga y resignada—. Sigue arrastrándose hacia esas extrañas criaturas que hay ahí delante. Al principio se quedaron echadas e inmóviles bajo el sol pero ahora se están moviendo. Una se está precipitando contra otra, saltando de una forma que nunca te esperarías. La otra la esquivó y saltó para encontrarse con la primera. Ahora…
Se detuvo para mirar y gritar otra advertencia.
—No quiere escuchar. Esas cosas son todo un espectáculo. Parece que no tienen patas, quizá carecen de huesos pero son asombrosamente activas y rápidas. Una incógnita, si no necesitan oxígeno. Pero ojalá…
Chilló de nuevo, y esperó.
—¿Qué están haciendo? Desde aquí son una maraña loca de tentáculos largos y rojos sulfurados sobre el barro. ¿Luchan? ¿Se aparean? Tiene que saberlo. Ahora los prismáticos, luego la cámara. Está demasiado cerca. Está recogiendo datos útiles, quizá, pero no me gusta este barro. Quizá no tenga fondo, sin vida vegetal que lo sujete. Se le hunden los pies, se tambalea, se esfuerza…
—¡Dios mío! —Pepe chillaba con el micrófono—. ¡Quédate quieta! Ya voy.
—¡No! —Su voz llegaba tenue, desesperada pero extrañamente tranquila—. ¡Pepe, por favor! Vuelve a la Luna, informa de lo que puedas. Déjame a mí. Habrá otro clon.
Escuché el chirrido y el sonido metálico de la escotilla y luego nada más.