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Somos una generación más joven. Nacidos en el laboratorio de maternidad, crecimos en los pozos estrechos y en los túneles que hay bajo la cúpula de la estación, hemos escuchado a nuestros padres y hemos leído las cartas, notas y diarios que dejaron para nosotros. Hemos estudiado los libros y los disquetes de la biblioteca de Dian y las valiosas reliquias que hay en su museo. Los robos nos han dejado ver los talleres y hangares subterráneos donde construirán la nave que nos llevará a casa cuando llegue el momento. Creo que hemos recuperado parte de nuestra propia identidad y de nuestra noble misión.

¿Cuántos años han pasado desde que cayó el gran impacto? Si los robos y los hologramas de nuestros padres lo saben, nunca nos lo han dicho pero las nubes que cubrían como un velo la Tierra se han levantado. Una edad de hielo ha llegado y se ha ido. Los robos, que lo observan todo a través de los instrumentos de la cúpula, han averiguado que el clima es una vez más lo bastante caliente para albergar la vida humana.

La estación es una cárcel pequeña y solitaria pero nuestra infancia, en general, ha sido bastante feliz. Conocemos a nuestros padres sólo por las imágenes del tanque de hologramas pero siempre parecían vivos y parecían querernos. El carácter de mi padre tenía dos lados. El impacto le hizo tanto daño a él como a la Tierra. Nunca quería hablar sobre aquel último día tan horrible en la Tierra, pero se animaba más cuando hablaba sobre nuestra misión.

—Por eso estamos aquí —solía decir—. Nuestra vida sobre la Tierra necesitó una evolución de miles de millones de años. El impacto lo borró todo, todo excepto nosotros. Somos todo lo que hay. Nacisteis para volver a construirlo todo. La sociedad. La cultura. La civilización. El biocosmos entero. Una responsabilidad terrible. Quizá demasiado grande para que lo entendáis hasta que sepáis más sobre el tema.

Más de una vez hizo que nos pusiéramos en fila ante el tanque de hologramas, los robos que nos servían en una fila silenciosa detrás de nosotros. Nos hacía levantar la mano derecha y prometer solemnemente que íbamos a obedecer al ordenador madre, que volveríamos a la Tierra cuando ella nos lo ordenara y que daríamos nuestra vida en pos de aquella gran tarea.

—No será fácil —nos dijo—. Pero la vida es muy escasa en el universo. Por lo que sabemos, quizá estemos aquí solos. Prometedme que nunca la dejaréis morir.

Lo prometimos.

Nuestros padres se turnaban en el tanque y nos enseñaban todo lo que podían. Nuestros robos, nunca en el tanque, estaban con nosotros en todo momento. Mi robo me enseñó a deletrear, me dio clases de ciencia y geometría, calculaba el tiempo cuando yo me ejercitaba en la zona centrífuga.

—El sudor no importa —me decía—. Construye el cuerpo que vas a necesitar. Yo quizá dure para siempre pero tú no eres más que un ser humano. Tienes que trabajar para seguir vivo.

El padre robo de Pepe le enseñó las tablas de multiplicar, ingeniería espacial y habilidades de combate que despertaron su ingenio y sus pies.

—Para ponerte en forma —decía—, para hacer lo que tienes que hacer.

A Pepe le gustaba competir. Siempre estaba rogando que le dejáramos comprobar su talento para el boxeo con Arne y conmigo. Mejor que yo, no dejaba de golpearme hasta que me hartaba. Arne era grande y lo bastante rápido para darle unos puñetazos que lo mandaban volando hasta la otra pared en la escasa gravedad de la Luna, pero eso no importaba. A Pepe no. Siempre volvía a por más.

El robo de Tanya clonó un gato para que fuera su mascota y le enseñó a cuidar a una muñeca del tamaño de un bebé, le enseñó biología y la ciencia genética que podría ayudarla a repoblar la Tierra de plantas y gente. Trabajaba en el laboratorio de maternidad, aprendió a clonar ranas y a diseccionarlas, pero se negó a diseccionar cualquier tipo de gato.

El robo de Arne le ayudó a aprender a caminar, intentó enseñarle la astronomía y geología que necesitaba para entender lo que el asteroide le había hecho a la Tierra y lo que debía hacer para que se recuperara. Su primer proyecto experimental fue una colonia de hormigas clonadas en una granja de hormigas con paredes de cristal.

—Aprenderás de ellas —le dijo el holograma de su padre—. Toda la vida evolucionó como un único sistema, un gran biocosmos simbiótico. Todas sus partes dependen unas de otras, igual que el cuerpo humano. Las plantas verdes liberan el oxígeno que respiramos y nosotros exhalamos el dióxido de carbono que necesitan ellas. El impacto borró casi todo de la Tierra. Nuestro trabajo es devolverle las semillas, esporas, células y embriones que restaurarán su vida.

Arne se encogió de hombros y gruñó.

—Yo ya he hecho mi propio biocosmos para mis hormigas.

Mi padre holográfico, cuando me enseñaba, aparecía en forma de hombre delgado con una americana de pana marrón y una barbita muy cuidada. Cuando contaba los abdominales que hacía en la zona centrífuga parecía más joven, vestía un chándal rojo y no llevaba barba. Tenía una pipa pero nunca la fumaba porque su tabaco ya había desaparecido y no habían traído semillas. Buena cosa, decía, pero seguía echando de menos la pipa.

Aparte de la placa dorada del pecho plano, el robo de Tanya se parecía a todos los demás pero su madre holográfica era alta y hermosa, y desde luego no tenía el pecho plano. Tenía unos ojos brillantes verdigrises y un cabello espeso y negro que le caía hasta la cintura cuando se lo soltaba.

En el tanque de hologramas de la clase, mientras nos enseñaba biología, llevaba una bata blanca de laboratorio. En el tanque de gimnasia, cuando nos enseñaba a bailar, estaba preciosa con un vestido largo y negro. Abajo, en la piscina del nivel inferior, aparecía con el bañador rojo que solía llevar en mis sueños.

No había ningún piano de verdad pero en ocasiones tocaba un piano de cola virtual y cantaba sus canciones de vida y amor en la Tierra. Tanya creció tan alta como su madre, con los mismos ojos brillantes y verdosos y el lustroso cabello negro. Aprendió a cantar con la misma voz exquisita. Todos la queríamos, o todos menos Dian, a la que nunca pareció importarle si alguien la amaba.

El holograma de la madre de Dian, la doctora Diana Lazard, era más bajo que Tanya, con el pecho tan plano como la placa de su robo. Llevaba unas gafas oscuras que hacían difícil verle los ojos. Tenía el cabello de un color dorado rojizo que podría haber sido hermoso si se lo hubiera dejado crecer, pero lo mantenía bien corto y normalmente oculto bajo una boina escocesa muy apretada.

Su robo cuidaba de Dian con bastante habilidad pero fue el holograma de su madre el que nos enseñó francés, ruso y chino e intentó compartir el amor que sentía por la literatura y el arte.

—Conocimientos, arte, cultura. —Su voz diaria era seca e insípida, pero podía percibirse la pasión cuando hablaba de aquellos tesoros y de su miedo a que se perdieran para siempre—. Protegedlos con vuestras vidas —nos pedía—. Importan más que nada en el mundo.

En sus clases nos poníamos unos cascos de RV que le permitían guiarnos por el mundo perdido. En un avión virtual volamos sobre el Himalaya coronado de blanco y nos sumergimos para rozar el río que había cortado el Gran Cañón y cruzado el desierto de hielo de la Antártida. Vimos las pirámides y la Acrópolis y la Aguja del Cielo, más reciente que las otras, nos guio por el Hermitage, el Louvre y el Prado.

Quería que lo amásemos, que amásemos toda la Tierra perdida. Dian desde luego la amaba. Creció a imagen de su madre, se dejaba el pelo igual de corto, lo ocultaba debajo de la misma boina negra y llevaba las mismas gafas oscuras. Gafas que necesitaba para protegerse los ojos del brillo de la Tierra, decía, aunque pocas veces iba a la cúpula para verla.

Si le importaba alguien, era Arne.

Su padre holográfico, el doctor Linder, había sido jugador de fútbol americano, quarterback, y las becas de atletismo le habían permitido sacarse la licenciatura en física y geología. Igual de combativo e igual de inteligente, Arne corría todos los días en la rueda de la zona centrífuga. Aprendió todo lo que nuestros padres nos enseñaban, se ponía el equipo de RV para recorrer el mundo perdido y jugaba al ajedrez con Dian. Quizá hacían el amor; nunca lo supe.

No tuvimos hijos. Nunca habían estado en el plan de DeFort. El laboratorio de maternidad, como explicó la madre de Tanya, era sólo para nosotros, los clones. Los robos nos daban anticonceptivos cuando los necesitábamos.

Como Tanya. Nuestra bióloga entendía el sexo y lo disfrutaba. Igual que Pepe. Desde la adolescencia estaban siempre juntos y nunca escondieron sus sentimientos. Sin embargo Tanya era generosa conmigo. Una vez, mientras bailaba con ella en el gimnasio, me sentí tan arrollado por su aroma, su voz, su cuerpo esbelto entre mis brazos que le susurré lo que sentía. Pepe nos siguió con la mirada furiosa pero ella me guio fuera de la sala hasta la cúpula.

La Tierra era una curva nueva, larga, de fuego rojo recortada en la noche fría y silenciosa que iluminaba el paisaje lunar muerto con un fulgor rosa fantasmal. En la penumbra de la cúpula, se desnudó y reveló todo su encanto y luego me desnudó a mí mientras yo permanecía temblando con una alegría aturdida.

En la suave gravedad de la Luna no necesitábamos cama. Se rio de mi ignorancia y procedió a enseñarme. Experta en el tema, pareció saborear la lección tanto como yo. Pasamos allí mucho tiempo, el baile había terminado y sólo los robos estaban despiertos cuando volvimos a bajar. Tras besarme para desearme una buena noche que nunca olvidé, susurró que la práctica podría hacerme mejor que Pepe. Por desgracia, sin embargo, nunca me invitó a practicar.

Debió compensar a Pepe bastante bien porque nunca me guardó rencor. Lo cierto es que después parecía más amable que nunca, quizás por la devoción por ella que compartíamos. Se llevaba peor con Arne, que jugaba interminables partidas de ajedrez con Dian y recorría la vieja Tierra con la gorra de RV para estudiar los planes que tenía DeFort para restaurar el planeta. Quería ser nuestro líder.

El líder, claro está, debería haber sido el clon de DeFort, pero nunca había querido que lo clonaran sin su mujer. El robo con su nombre en la placa blanca permanecía muerto en su esquina del almacén, gris bajo milenios de polvo lunar.

El año que cumplimos los veinticinco, nuestros padres robo nos reunieron en la sala del tanque. Encontramos a nuestros padres holográficos ya allí, todos con sus imágenes más formales y muy serios.

—Ha llegado el momento de vuestro primer vuelo a la Tierra —habló mi padre por ellos, o quizá el ordenador maestro—. Habéis concluido vuestro entrenamiento. Las lecturas por control remoto muestran que ha terminado la edad de hielo. Los robos han llenado el depósito de combustible de una lanzadera para dos y la han cargado con perdigones de semillas. Bajaréis dos de vosotros, podéis despegar cuando estéis listos.

—Yo lo estoy. —Con una mirada hacia Tanya, Pepe levantó la voz—. Hoy, si podemos.

—Tú eres el piloto. —Mi padre sonrió y se dirigió a Arne—. Linder, tú irás para empezar a volver a plantar las semillas.

Arne enrojeció y sacudió la cabeza.

—¿Has olvidado quién eres? —Mi padre se puso severo—. Nuestro terraformador jefe. Plantar nueva vida es el primer paso y es vital para reavivar la evolución y dejar que la naturaleza haga su trabajo. O el nuestro.

Arne apretó la mandíbula y volvió a sacudir la cabeza.