El mundo de mi padre estaba muerto. Él casi murió con ese mundo. El dolor lo persiguió durante el resto de su vida natural y lo siguió hasta el ordenador maestro. Aunque al objeto asesino lo habían guiado hasta la Tierra unas fuerzas cósmicas que estaban mucho más allá del conocimiento o el control humano, él encontró formas de culparse a sí mismo.
El diario nos deja vislumbrar aquellas inútiles consideraciones. Si le hubiera dado a DeFort mejores consejos empresariales, Robo Multiservicio podría haber ganado lo suficiente para permitirles fundar una colonia en la Luna que pudiera mantenerse sola. La civilización humana podría haber sobrevivido allí sin necesidad de la Estación Tycho. En el tanque de hologramas siempre estaba dispuesto a hablar de nuestra misión pero cualquier pregunta sobre aquel último día hacía que su imagen se atenuara y parpadeara. A veces se desvanecía por completo, pero si seguíamos llamando el ordenador maestro lo traía de nuevo.
—Tenéis que aprender lo maravilloso que era el viejo mundo. —La cara grave, solía estirar los hombros dentro de la vieja americana marrón e intentaba sonreír y animarnos—. Y recordad vuestra misión para hacer que viva de nuevo. Todo el futuro de la vida depende de vosotros.
—¿Sólo nosotros? —le preguntó Arne una vez, de pie con Dian, Pepe, Tanya y yo delante del tanque; nunca necesitamos sillas en la Luna—. ¿Sólo los niños? ¿Qué crees que podemos hacer?
—Crecer —Tanya le sacó la lengua—. Hasta los idiotas crecen.
—Ninguno de vosotros es idiota. —Mi padre sacudió la cabeza hacia ellos con una sonrisita paciente—. Vuestra tarea es demasiado grande para unos idiotas.
—Espero que al crecer seamos capaces de hacerla. —Pepe estaba muy solemne—. Pero el aspecto de la Tierra me asusta. Quiero saber cómo se puso así.
La imagen se congeló durante un momento. Quizá el ordenador estaba buscando los datos que necesitaba para seguir emitiendo la imagen pero mi padre parecía estar recordando.
—El último día. —Su voz lenta era casi un susurro cuando empezó a moverse de nuevo—. Nochebuena era un momento muy feliz. Mi hermana casada vivía en Las Cruces, una ciudad cerca de la base. Tenía gemelos, dos críos de sólo cinco años. Yo les había comprado unos triciclos. Estaba haciendo la cena, asaba un pavo y la guarnición, batatas, salsa de arándanos…
Se le fue la voz y se detuvo durante un instante.
—Alimentos que nunca habéis tomado pero nos gustaban en Navidad. Yo había estado en California, recogiendo fondos para terminar la estación, pero habíamos hecho planes para las vacaciones. Mi padre y mi madre iban a venir desde Ohio. Nadie se esperaba…
Se detuvo para agitar la cabeza con los labios bien cerrados.
—La estación no estaba terminada. Todavía no estaba lista para nada. La habíamos dejado en suspenso, sólo estaban allí los robos. La doctora Wu iba a venir de Baltimore después de Año Nuevo para traer más células congeladas para el laboratorio de maternidad…
—¿Sus células? —preguntó Tanya—. ¿Las células de las que nací yo?
—Clonada —murmuró Arne—. Los clones no nacen.
—Los idiotas sí —le dijo Tanya.
—Por favor —los reprendió mi padre con dulzura—. Crecisteis a partir de las células que vuestros padres dejaron congeladas en la crioestación. Vuestras vidas empezaron en el laboratorio de maternidad. Pero los clones no son idiotas.
—Tu madre… —Arne picó a Tanya—. Tu madre era una máquina.
—Y la tuya también —dijo ella.
—Una máquina maravillosa —dijo mi padre—. Casi tan maravillosa como lo pudo haber sido el cuerpo de una mujer.
—¿Por qué tuvimos que ser clones? —preguntó Arne—. ¿Por qué no nacimos, simplemente?
—La mujer de Cal quería gente viva en la estación —dijo mi padre—. Pero es demasiado pequeña para que una colonia pueda mantenerse sola. Planeó la estación para que durara mil años, o un millón si hacía falta, sin ayuda de ningún sitio. Los robos y el ordenador maestro pueden esperar aquí para siempre, con las células congeladas a la espera de que las clonen una y otra vez siempre que seáis necesarios.
—¿Ahora? —Arne lo miró ceñudo—. ¿Cuando toda la Tierra está muerta?
—Quizá no del todo muerta. —Mi padre frunció el ceño y le dio una chupada a la pipa como si tuviera tabaco dentro—. Ya es hora de que vaya una expedición de exploración para averiguarlo. Debéis hacer pruebas en los mares para buscar vida microscópica y comprobar el aire para ver si podéis respirarlo. Entonces podremos planear lo que vuestra próxima generación puede hacer cuando llegue su hora.
La imagen tembló como si estuviera a punto de desvanecerse.
—¡Espera! —llamó Tanya—. Odio verte tan triste… Debe de haber sido horrible cuando cayó el asteroide pero ¿no te alegraste de escapar de allí?
—La verdad es que no. —Mi padre se quedó inmóvil durante un momento como si el ordenador se hubiera detenido de nuevo—. No cuando piensas en todo lo que habíamos perdido. Nuestras familias, nuestros hogares y nuestros amigos. Todas las cosas buenas que habíamos conocido, amado y planeado. Todo… —Hizo una mueca de dolor pero también nos ofreció el esbozo de una sonrisa—. Todo excepto la esperanza. Esperanza por vosotros y por lo que podéis hacer.
La imagen se detuvo de nuevo hasta que Pepe llamó.
—Continúa. Cuéntanoslo todo sobre el impacto.
—¿Todo aquello? —Suspiró, sacudió la cabeza y se metió la pipa en el bolsillo de la chaqueta—. La gente que realmente lo sabe está muerta. Nadie sabrá jamás lo que fue para ellos pero puedo contaros lo que vi. Deberíamos haber recibido el aviso antes. La gran roca (asteroide o cometa, nadie tuvo tiempo para preocuparse por el nombre) todavía estaba a dos días de distancia cuando los robos lo percibieron. Hicieron lo que estaban programados para hacer, que era verificar la observación, calcular la órbita y estimar el momento del impacto, pero les habían dicho que nuestra base de la Tierra estaría cerrada en Navidad. Habíamos perdido un día entero antes de que intentaran mandar una señal a la Tierra. Trece horas. —Los labios de mi padre se inclinaron sobre unos cuidados mechones de barba roja y gris—. Eso era todo lo que nos quedaba. Trece horas para reunir al equipo de supervivencia. Para cargar la nave de suministros y combustible. Para salir de allí vivos. Y al principio DeFort tenía miedo de extender la noticia. Miedo de que el pánico matara cualquier posibilidad que tuviéramos. Y su mujer… —Se detuvo para sacudir la cabeza y chupar la pipa muerta—. Era Mayu Ryokan. Bióloga marina, estaba en algún lugar del Océano índico, no lejos del lugar donde cayó la roca. Estaba perforando el lecho marino en busca de núcleos que pudieran tener algún rastro de impactos pasados y extinciones masivas. Habían pasado la luna de miel en el barco de investigación de ella. Quería llamarla pero no podía decirle nada. Estaba demasiado lejos para que él la alcanzara. Ya podéis imaginaros cómo se sintió.
—¿Por qué no está aquí él? —preguntó Tanya—. ¿Clonado como nosotros?
—Por ella. Estaban desesperadamente enamorados. Ella había prometido renunciar a su carrera cuando la estación estuviera terminada para estar con él, pero no quería que la clonaran. Decía que con una ya había bastante. Tenemos el tejido de él en la crioestación pero ella nunca donó el suyo. No quiso que lo clonaran solo. —Hizo una mueca rígida—. Yo tampoco estaba precisamente ansioso. Sí que dejé una muestra pero no soy científico, ni experto en nada. Estaba arreglando las cosas para dejarle mi lugar a un afamado antropólogo pero no estaba disponible cuando llegó el día, estaba en una excavación en Chile. Y bueno… —Dio un largo suspiro cuando volvió a moverse—. Volví a la base. Igual que vuestros padres biológicos. Llenamos los depósitos de combustible y cargamos lo que pudimos. Kell detuvo a las masas. Salimos de allí justo a tiempo. No estoy seguro de si alguna vez me alegré, o de si se alegró alguien. —Sacudió la cabeza mientras bajaba la vista hacia Dian—. Recuerdo a tu madre, una vez que estuvimos a salvo en el espacio. Había abierto el portátil para escribir algo y se dio cuenta de que no podía. Se quedó sentada, acurrucada con él hasta que la doctora Wu le dio algo para dormir.
—La tonta de tu madre —Arne le hizo una mueca a Dian—. Mi padre era más valiente.
—Quizá no —rio mi padre—. El padre de Pepe era el más frío. Era nuestro piloto. Nos sacó hasta la órbita antes de darle los controles a Cal DeFort. Había traído un litro de tequila mejicano y lo compartió con Kell y Mona, y al final se quedó dormido hasta que llegamos a la Luna.
—Es horrible ver eso. —Dian contemplaba la Tierra y hablaba casi para sí misma—. Todos los ríos que fluyen rojos, como sangre que se derrama en los océanos.
—Barro rojo —dijo mi padre—. Sedimentos coloreados de rojo por todo el hierro procedente del asteroide. La lluvia se lo lleva de la tierra porque no queda hierba ni nada que lo sujete.
—Qué triste. —Cuando lo miró vi lágrimas en sus ojos—. Lo pasasteis mal.
—Dinos —dijo Tanya—. Cuéntanos como fue de verdad.
—Bastante feo —asintió él—. Al ir subiendo por el este desde Nuevo México, nos encontramos con la onda de superficie que rodeaba la Tierra desde el punto de impacto. Todo el planeta estaba llenándose de ondas como un océano líquido. Los edificios, los campos y las montañas se estaban levantando hacia el cielo y disolviéndose en una nube de polvo. El impacto levantó una enorme nube de vapor, pedazos de roca y vapor hirviente hasta la estratosfera. La noche ya había caído sobre Asia. Pasamos muy hacia el norte pero podíamos ver la nube que ya se desvanecía y aplanaba, pero seguía reluciendo de un rojo mate debido al calor interior. Las nubes habían cubierto toda la Tierra para cuando volvimos a dar la vuelta. Al principio de un marrón oxidado pero el color se desvaneció cuando el polvo se asentó. Las nubes más altas se condensaron hasta que todo el planeta era tan brillante y blanco como Venus. Era hermoso… —le falló la voz—. Hermoso y terrible.
—¿Todo el mundo? —Dian susurraba y se secaba las lágrimas—. ¿Murió todo el mundo?
—Excepto nosotros. —La cabeza de plástico asintió con mucha lentitud—. Los robos de la estación grabaron las últimas emisiones. El impacto provocó un estallido de radiación que quemó las comunicaciones de medio planeta. La onda de superficie extendió el silencio aún más. Unos cuantos pilotos de naves que volaban muy alto intentaron informar sobre lo que veían. Los robos las recogieron pero no sé quién quedó vivo para escucharlas. Las emisoras de radio y televisión dejaron de emitir pero unas cuantas almas resistentes siguieron enviando señales hasta el final. Un crucero que estaba en el Océano índico tuvo tiempo de pedir ayuda. Recogimos el vídeo de un reportero sobre el derrumbe del Taj Mahal. Un astrónomo americano había adivinado la verdad y llamó a los medios de comunicación. Escuchamos a un portavoz de la Casa Blanca que intentaba negarlo. Sólo era una llamarada solar repentina, decía. Se le cortó la voz antes de terminar. Desde una altura de mil quinientos kilómetros contemplamos la gran ola que se levantaba del Atlántico. Se llevó a todas las viejas ciudades de la costa. Las últimas palabras que oímos venían de Arenas Blancas. Un técnico de señales borracho que nos deseaba feliz Navidad.
Tanya preguntó:
—¿Qué le pasó al señor DeFort?
—No creo que le importara ya nada. —Mi padre se encogió de hombros—. Había luchado durante demasiado tiempo para poder construir la estación y se sentía demasiado triste por todo lo que había perdido. Sobre todo lloraba a su mujer. Nunca fue feliz aquí. No dormía mucho. Se pasaba la mitad del tiempo en la cúpula, contemplando la Tierra. Todavía era una enorme perla blanca, deslumbrante por la luz del sol pero moteada de explosiones volcánicas. Nunca llegamos a ver la superficie. Al tercer año decidió regresar…
Arne se quedó sorprendido.
—¿Estaba loco?
—Le rogamos que esperara hasta que las nubes se abrieran lo suficiente para permitirle buscar un lugar seguro en el que aterrizar. No dejaba de imaginar que había supervivientes que seguían aguantando de algún modo. Al final Pepe nos bajó. Yo fui también para grabar un video de todo ello. Bajo las nubes todo lo que vimos fue muerte. El calor del impacto había quemado ciudades, bosques y praderas. Los océanos se habían elevado cuando los casquetes polares se derritieron. Las tierras bajas estaban inundadas, las costas habían cambiado. La tierra tenía el aspecto que veis ahora, negra y árida, el barro del color de la sangre se vertía en los mares. No había ni una sola mota de verde en ningún sitio. Hizo que Pepe aterrizara en la costa de un nuevo mar que se extendía por todo el valle del Amazonas. Respiré una bocanada de aire cuando abrimos la escotilla. Hedía a sulfuro quemado y nos hizo toser a todos. A pesar de todo, estaba decidido a recoger muestras de barro y agua para ver si había vida microscópica. No teníamos equipo respiratorio apropiado. Intentó improvisar, con una bolsa de plástico alrededor de la cabeza y una botella de oxígeno con un tubo hasta la boca. Pepe y yo lo miramos desde el avión. Una lava negra e irregular bajaba por una ladera proveniente de un cono humeante que había al norte. No se veía el sol por ninguna parte. Una tormenta se cernía por el oeste, hervía de relámpagos. Cal llevaba una radio. Intenté tomar nota de lo que decía pero con el plástico era difícil oírlo. Se acercó con pasos firmes al agua y se inclinó para recoger rocas y meterlas en el cubo de muestras. «Nada verde», le oí decir. «No se mueve nada». Miró al volcán que tenía detrás y a las olas del color de la sangre que tenía delante. «Nada en ninguna parte». Pepe le rogaba que volviera pero él murmuró algo que no pude distinguir y se fue a trompicones hacia la lava congelada, hasta bajar a un arroyuelo lleno de barro. Se agachó allí, al borde, y rascó algo para meterlo en el cubo. Lo vimos doblarse por un ataque de tos. Se incorporó y vadeó el agua por la playa, hasta la espuma que era de color rosado. «¡Señor!», chilló Pepe, «Ha ido demasiado lejos». Agitó un frasco de muestras y continuó caminando con dificultad entre la espuma. «Nuestra mejor oportunidad para que haya una nueva evolución», dijo. El plástico le desdibujaba la voz. «Si queda algo en el mar». «¡Por favor!», le rogó Pepe de nuevo. «Mientras pueda. Lo necesitamos». «No para llorar». Escuché su risa sofocada. «No olvidéis que sois todos inmortales». Una nueva ola rompió sobre él y ahogó su voz. Intentó recuperar el aliento, intentó decir algo más que no entendí. Perdió la radio y el cubo. Se dio la vuelta y dio unos cuantos pasos vacilantes hacia nosotros antes de tropezar y caerse. La botella de oxígeno se alejó flotando. Vimos que intentaba recuperarla, pero la siguiente ola se la llevó fuera de su alcance.
—¿Lo dejasteis allí? —Dian levantó la voz con brusquedad—. ¿Lo dejasteis morir?
—Ya estaba muerto. —Mi padre se encogió de hombros—. Lo eligió así, creo. Conocía el peligro pero su espíritu estaba muerto. Estaba llorando a su mujer. Dejó que aquella última ola se lo llevara. Lo vimos más tarde, muy lejos entre la espuma. Apenas lo vislumbramos antes de que desapareciera de nuevo bajo las aguas. Pepe quería buscar el cuerpo pero eso podría habernos matado a los dos. No teníamos bombonas de oxígeno.
—¿El aire? —preguntó Arne—. ¿Qué le pasa al aire?
—Vapores volcánicos y quizá cianuro. Percibí el olor.
—¿Cianuro? —Pepe frunció el ceño—. ¿Qué lo puso ahí?
—El objeto que impactó, supongo. Hay cianógeno en los gases de los cometas.
—¡Aire venenoso! —Arne se puso pálido—. ¿Y tú quieres que volvamos?
—No hasta que seáis mayores, pero para eso nacisteis. Para ayudar a la naturaleza a curar el planeta. —Bajó la vista muy serio para mirar a Arne—. Tu padre era el terraformador. Sabía que las plantas verdes podrían hacer nuestro trabajo. Utilizan la energía de la luz del sol para liberar oxígeno. Si no queda ninguna, tienes que volver a plantarlas.