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En nuestra clase de la Luna, la imagen holográfica de mi padre entraba y salía del tanque como un rayo mágico, pero parecía vivo mientras estaba allí. Era un hombrecito delgado con una vieja americana de pana con parches de cuero en los codos, y solía contemplarnos con el ceño preocupado mientras hablaba y agitaba una pipa vacía para puntuar las frases.

Nunca parecía agradarle que le preguntáramos sobre la huida de la masa asustada en la base de Arenas Blancas. El sufrimiento y el dolor le nublaban el rostro. En ocasiones su imagen se congelaba durante un momento y luego hablaba de otra cosa, pero siempre le rogábamos que continuara, hasta que la historia fue tan real en nuestras mentes como si también hubiéramos estado en la Tierra cuando se estrelló la gran roca.

Cayó en la Bahía de Bengala. La noche había caído sobre Asia, pero era mediodía en Nuevo México, al otro lado del mundo, cuando la primera onda de choque se estrelló contra el lugar del despegue. DeFort y él se habían pasado la mayor parte de la mañana en el cuartel general de Las Cruces, reuniendo al equipo de supervivencia desperdigado por todas partes.

DeFort tenía un pequeño avión privado que los llevó al lugar cuando tuvieron que irse. Condujeron desde la pista, atravesando un atasco de vehículos y gente frenética, hasta la nave. Un hombre muy musculoso estaba en el muelle de carga chillando órdenes por un megáfono.

—Tu padre biológico. —Al contarnos la historia, la imagen de mi padre le ofrecía a Casey una sonrisita irónica—. El Chino. Así lo llamaban aunque según él su nombre era K. C. Kell. Negro como la brea, aunque tenía un rostro oriental impasible. Desnudo hasta la cintura debido al calor, llevaba las banderas de México y China tatuadas en el pecho. Afirmaba ser ex marine y cuando lo encontramos representaba muy bien el papel.

DeFort hizo una rápida inspección del avión y subió a bordo. Mi padre se quedó fuera en el muelle para ayudar a Kell a identificar a la gente y el cargamento que había que cargar. Para entonces los rumores habían provocado el caos, a pesar de las desesperadas llamadas de DeFort al orden, llamadas para que nos ayudaran a despegar del suelo. La policía, o al menos unos cuantos de sus miembros, sí que intentaron ayudar pero estaban sobrepasados. Kell sudaba y maldecía en dos idiomas, luchaba por mantener una islita de orden dentro del círculo y una brecha segura abierta para los camiones de suministros y combustible.

—Uno a uno, nuestra gente fue llegando. —Las palabras de mi padre en su diario y su imagen en el tanque le daban vida a la escena para nosotros—. Lazard, que se tambaleaba al subir la rampa bajo una mochila cargada de libros que no podía soportar abandonar. Wu con un último criopaquete de muestras de tejido. Y por fin Navarro y Linder. Todavía llegaban camiones de suministro cuando salió DeFort para decirle a Kell que los mandara irse. Navarro estaba calentando los motores. Dos minutos para el despegue.

Aquellos dos minutos son tan reales como si hubiera estado allí. DeFort se giró para darle las gracias a Kell por defender la nave y lo encontró con la mirada fija en un coche de policía que carenaba por la verja del círculo de camiones con la sirena aullando sin parar. El coche chocó contra el muelle. Una mujer salió dando tumbos y subió la rampa como una flecha. Linder esperaba para cerrar la puerta y le gritaba a mi padre y a DeFort que subieran a bordo.

—Paradlo todo. —Kell hablaba con mucha suavidad pero había sacado una pesada pistola—. Queremos vivir. Mona y yo. Vamos con vosotros.

La mujer estaba descalza, con un albornoz de un azul desvaído, el pelo rubio y húmedo bajo una toalla envuelta como si fuera un turbante. Pálida por la conmoción, con la mano de uñas rojas posada sobre la garganta, permanecía muda y boqueando ante la puerta abierta.

—¡No podéis! —les soltó DeFort—. No tenemos espacio, ni instalaciones…

—Lo siento, señor.

Con el arma en una mano, Kell cogió a la mujer con el otro brazo y se dirigió con ella hacia la puerta. El albornoz se abrió y descubrió su tatuaje, la Mona Lisa sonriendo desde el vientre de la mujer.

—Fuera de ahí —Kell agitó el arma—. También somos humanos.

Con la mano levantada, DeFort dio un paso para detenerlos. La pistola se disparó. Un empujón de Kell lo envió dando tumbos al otro lado del muelle. Pasaron a su lado de un empujón y entraron en el avión. Con los oídos zumbándole por el disparo, mi padre se apresuró a ayudarlo, pero la bala se había perdido en el aire. Un momento después había recuperado el equilibrio.

—¡Ahora! —gritaba Linder—. O nunca.

Con un triste encogimiento de hombros, DeFort le hizo un gesto a mi padre para que subiera a bordo. La puerta se cerró con un sonido metálico. Los motores a reacción rugieron. Mi padre se tambaleó hasta su asiento, estaba aturdido, dijo, al sentir la muerte del mundo y agradecido por aquel trueno que lo entumecía y la sacudida del cohete que parecía querer romperlos.

Aquello fue todo lo que supo hasta que Navarro empezó a dejar que los motores volvieran a tomar el vuelo de caída libre y pudo volver a pensar y a sentir. La Tierra moribunda todavía llenaba las tele pantallas. Escuchó retazos de la jerga geológica de Linder, que narraba las etapas del cataclismo y se rehízo para dar una breve charla y levantar los ánimos. Había que soportar el dolor de la pérdida. Tenían que vivir para sanar a la Tierra herida.

Ya en caída libre, con los motores silenciados, pudieron relajarse un poco. Navarro volvió de la cabina para anunciar su plan de vuelo a la Luna. Wu y Lazard repartieron las raciones espaciales, pequeños paquetes que se calentaban solos. Pocos tenían hambre pero Kell se guardó la pistola en el cinto y comió con buen apetito mientras susurraba con la mujer.

Algunos todavía eran extraños entre sí. DeFort los reunió para las presentaciones e intentó de nuevo animarlos para la misión. Kell y la mujer escucharon en silencio mientras Linder les daba una conferencia sobre terraformación. Wu describió el laboratorio de maternidad donde se congelarían y clonarían sus células. Lazard habló de todos los tesoros de arte y conocimiento que todavía estaban a salvo en la Luna.

—Ahora, señor Kell —DeFort se dirigió por fin a él, grave y sombrío—. Oigamos lo que nos tiene que decir usted.

—No somos doctores en nada. —Con las banderas cruzadas brillando entre el sudor y el polvo del desierto que le cubrían el torso, Kell tenía una mano en el hombro de la mujer y la otra cerca de la pistola—. No sé una mierda de esa terranosequé. Pero lo que sí tengo muy claro es cómo seguir vivo. Intente tirarnos de aquí y alguien muere. Y no voy a ser yo. Y no va a ser Mona.

—No queremos violencia —DeFort levantó la mano incómodo—. Pero son un problema.

—Su problema señor.

—Señor Kell… —DeFort parecía enfermo, tragó saliva y parpadeó—. Lo siento mucho por ustedes. Lo siento por los miles de millones que dejamos morir tras nosotros.

Mi padre oyó el temblor de emoción en su voz y vio la mueca sardónica en los labios de Kell.

—Algo… —DeFort tragó de nuevo para encontrar una voz más fuerte—. Hay algo que tiene que entender. El impacto fue peor de lo que nadie podía imaginarse. Probablemente somos las únicas personas que quedan vivas. Jamás terminamos las instalaciones de la Luna. No tenemos recursos para mantener a más personal…

—¿Quiere que saltemos del avión? —Kell sonrió de forma muy poco agradable—. Ya hará sitio para nosotros.

—Mate a cualquiera de nosotros —intentó advertirle DeFort— y nos matará a todos. Mate nuestra probabilidad…

Kell tocó la pistola. DeFort se detuvo.

—Vigílalos, nena. —Tras murmurar a la mujer, Kell lanzó una mirada a sus espaldas—. Un nido de serpientes de cascabel locas. No las dejes que piquen.

La cabina se quedó en silencio hasta que habló Navarro.

—¿Cal? —Esperó el asentimiento perplejo de DeFort—. No quiero agujeros de bala en los depósitos de combustible. Será mejor que hablemos. —Se volvió con suavidad hacia Kell—. ¿Por qué no nos dice quién es usted?

—Como si les importara.

—Tiene que importarnos —dijo Navarro—. Todos queremos seguir vivos.

Kell los examinó uno por uno, mirándolos a los ojos, esperando señales de asentimiento. Linder estaba pálido y temblaba, tenía la camisa manchada de oscuro por el sudor. Wu asintió con calma. Lazard le sostuvo la mirada con la suya helada. Navarro levantó el dedo pulgar.

—De acuerdo —murmuró DeFort—. Oigámoslo.

Kell echó una rápida mirada a su espalda de nuevo y se movió para apoyar la espalda contra la pared. La mujer le siguió y le pasó el brazo por la cintura.

—Como ya dije, no soy ningún doctor. La verdad es que nunca fui a la escuela. Mona dice que hizo hasta tercero. No sabemos un pijo de ondas de choque ni impactos, pero pensamos seguir vivos. —Se detuvo para clavar la mirada hosca en DeFort—. Se lo juro.

—Espero que todos podamos —asintió DeFort sobrio—. Debemos intentarlo.

—Tenemos que conocernos todos —dijo Navarro—. Díganos de dónde son.

—No lo sé —Kell se había relajado un poco y su mano se había alejado del arma—. Nunca conocí a mis padres biológicos. El hombre al que llamaba padre decía que me ganó en una partida de póquer. Quizá lo haya hecho, aunque no era ningún adicto a la verdad. Era inglés, blanco como la tiza, así que tenía que explicar el bicho raro negro que soy yo. Decía que había sido actor, le gustaba recitar a Shakespeare. Dijo que fracasó en eso y encontró un papel más rico… —Se detuvo cansado—. Algo de lo que no hablaba.

—Ya no hacen falta los secretos —lo animó Navarro—. Estamos empezando de nuevo. No hay que preocuparse por el pasado. Si vamos a llevarnos bien, tenemos que conocernos.

—Si de verdad somos los únicos que quedamos vivos… —Frunció el ceño, meditaba.

—¿Su padre?

—Lo quería, el padre que conocí. —La voz más suave por un momento, miró a la mujer—. Me quería. Más que a sus mujeres, debió de tener medio centenar de mujeres. Algunas intentaron ser una madre para mí. Otras me despreciaban. Una me enseñó a follar. Un regalo de cumpleaños, el día que cumplí nueve años.

—Menudo hombre —sonrió Navarro—. ¿Cómo podía permitirse tantas mujeres?

—Nunca lo dijo pero tenía dinero. Dinero para hoteles con clase. Dinero para viajar y viajamos mucho. Siempre otro pasaporte y algún nombre nuevo que aprender. A veces otro idioma. Las mujeres me enseñaron a leer y escribir pero nunca fui a la escuela. Él odiaba las instituciones, creo que porque había cumplido alguna condena, pero me enseñó la mayor parte de lo que sé. Me enseñó sobre armas —le sonrió a DeFort, Kell parecía saborear los recuerdos—. Cuchillos, armas de fuego, bombas. Artes marciales. Lo que él llamaba el noble arte de matar sin que te cojan. Lo llamaba borrado. Las llaves de la vida y la muerte, así llamaba a las armas. Las quería igual que a sus mujeres. Yo me preguntaba por qué, pero nunca supe la verdad hasta que murió. Tenía doce años el verano que ocurrió. Nos habíamos inscrito en un hotel de Bangkok con su última mujer, una pequeña belleza picante a la que llamaba Missy Ming. Salió a comer con un amigo. No había amigo, nunca volvió. Missy lloró cuando se enteró de que se había ido pero se acostó conmigo aquella noche y se fue al día siguiente antes de que llegaran los polis. Policía local y agentes internacionales, en busca de su asesino. Al parecer había sido un asesino a sueldo muy bien pagado en el negocio de las drogas, hasta que se encontró con otro que era un grado mejor. Ése era mi padre.

Kell hizo una pausa y luego se dirigió con un irónico encogimiento de hombros hacia DeFort.

—Hizo sus propias leyes y vivió su propia vida. Llámelo malo si quiere, pero fue bueno conmigo. Me hizo lo que soy. Me enseñó a seguir vivo.

—Una habilidad que todavía le resulta útil.

Navarro sonrió. DeFort hizo un gesto con la cabeza hacia la mujer y Kell bajó la vista para sonreírle.

—Mi amiga, la señorita Mona Diamond. —Su tono parecía orgulloso y cálido—. Una cantante de talento, actuaba en un club nocturno de Juárez cuando nos conocimos.

—Mentira.

Tras una larga mirada a Kell, liberó el cabello de la toalla, lo agitó y se levantó. Alta para ser mujer, dijo mi padre, con las piernas largas y los pechos llenos, el pelo color miel le caía casi hasta la cintura. Se giró hacia los demás y se abrió el albornoz para mostrar el tatuaje.

—Jamás canté en Juárez. —Agitó un dedo con una uña brillante delante de Kell—. Si todos somos sardinas metidas en esta lata… —Hizo una pausa para mirar a los demás—, no tenemos espacio para las mentiras.

—Cierto —dijo Navarro—. Viviremos o moriremos juntos.

—Sí que quise cantar, pero nunca llegué a ser lo bastante buena. —Su voz era profunda y agradable, dijo mi padre, y tenía un cierto tono de confianza—. Vengo de la basura blanca del condado del Bluegrass. Aprendí a amar la música y ansiaba tener la oportunidad de lograrlo, pero nunca tuve tanta suerte. Los malos tiempos llegaron para nosotros cuando ilegalizaron el tabaco. La hacienda se arruinó. Padre plantó marihuana y fue a la cárcel por ello. Madre se puso enferma y yo tuve que mantener la casa. Me quedé sola cuando murieron e hice lo que tenía que hacer. Camarera, puta, bailarina de topless, de striptease. Fue entonces cuando me hice el tatuaje. Me anunciaban como la Mona Lisa en Vivo y en Directo. —Se cerró el albornoz con recato—. Como dice Casey, aprendí a sobrevivir. Lecciones muy duras durante todo el camino. He sido rica y con más frecuencia no he tenido ni un dólar. Casey me cambió la vida. —Le sonrió con afecto—. Estoy aquí porque me hizo llegar el aviso. Ya han oído mi historia. Ha sido una larga lucha pero también ha habido buenos momentos por el camino. Si se ha acabado este viejo mundo, como dicen, siento verlo desaparecer. —Se detuvo para mirar la cabina entera—. Buena suerte si quieren reconstruirlo.

—Y buena suerte también para usted —Navarro sonrió abiertamente—. Creo que los necesitamos en el equipo.

—Ése es nuestro testimonio —Kell se giró hacia DeFort—. Ahora hablemos del veredicto.