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Queríamos a nuestros padres, pero sus cuerpos naturales yacían bajo el polvo lunar gris que los robos nos habían enseñado, bajo el borde del cráter. Para intentar conocer a mi padre, yo solía contemplar su imagen holográfica fugaz e intentaba escuchar su voz, pero las mejores pistas que encontré sobre su vida y la vida de Calvin DeFort fueron las que encontré en su diario.

A veces era difícil leerlo. Hasta el lenguaje me confundía con frecuencia con términos como autopista, catarro y centro comercial, cuyo significado ha desaparecido para siempre, junto con las cosas que significaban. Sin embargo los hologramas y los robos podían responder a algunas de nuestras preguntas. Aprendimos de los libros y los disquetes de la biblioteca, estudiamos los valiosos artefactos que había en el museo.

Mi padre nació en una sección de la vieja América llamada Kentucky. Su padre había sido minero y su madre enfermera. Ahorraron dinero para mandarlo a la universidad, donde casualmente compartió la habitación con DeFort. Había soñado con ser astronauta hasta que descubrió que era daltónico. Fue reportero y profesor de historia antes de que DeFort lo llamara al viejo Nuevo México para ofrecerle un trabajo con Robo Multiservicio, cuando aquella gran corporación todavía no era más que el nombre y un sueño.

Mi padre encontró a DeFort en una oficina temporal cerca del laboratorio militar donde se había desarrollado a los robos. Era un hombre bajo e inquieto y caminaba con una ligera cojera debido a una herida de la infancia. Tenía el pelo castaño claro y los ojos azules que se iluminaban cuando hablaba de los robos y de sus planes para ellos.

—¡Míralos! —Señaló un modelo de plástico que tenía al lado del escritorio—. Los primeros ciudadanos del espacio. ¡En la Luna estarán como en casa!

Mi padre no era ingeniero pero se convirtió en el socio más fiable de DeFort y trabajó con él mientras hacía millones de dólares. El pánico financiero que siguió a los impactos de la Patagonia mató los planes de colonizar la Luna e hizo que establecer Estación Tycho fuera un reto aún mayor. Robo Multiservicio mismo estaba casi arruinado. DeFort tuvo que recorrer los cinco continentes rogando a las empresas privadas que lo apoyaran y pidiendo subvenciones gubernamentales.

«Mi tarea principal era reclutar personal para la estación», escribió mi padre en su diario. «Personas con todos los conocimientos y habilidades necesarias para reparar el daño hecho a la Tierra en el peor de los casos. Tiene que importarles la vida lo suficiente para encontrar tiempo para programar el ordenador maestro con todos sus conocimientos. Deben darnos muestras de tejido para que las congelemos para cualquier necesidad futura y deben estar dispuestos a entrenarse para la vida en el espacio y a visitar la Luna para adiestrarse allí».

No había muchos dispuestos. Habían pasado sesenta y cinco millones de años desde que el impacto del Yucatán borró a los dinosaurios de la Tierra, le contó a mi padre un distinguido biólogo molecular. La próxima gran extinción estaba con toda probabilidad igual de lejos. Tenía demasiado que hacer en esos momentos, aquí, en la Tierra.

Sin embargo sí que logró convencer a unos cuantos. El primero fue Pedro Navarro, que ya trabajaba en Multiservicio. Astronauta cualificado, había sido piloto espacial y había transportado cargamentos y robos a la Luna para la colonia planeada. Más joven que mi padre, agradable y fácil de agradar, estaba ansioso por llevar lo que necesitáramos a la estación.

En busca de consejo sobre las cosas que había que conservar por si todo lo demás se perdía, encontró a Diana Lazard en la biblioteca del viejo congreso americano. Era una mujer delgada, de rostro normal, sobria en los gestos y el vestir a la que le resultaba fácil dar consejos pero se mostraba difícil en todo lo demás.

Le arredraba la idea de dejar su apartamento de Washington para ir a la Luna, aunque sólo fuera para unas cuantas semanas de entrenamiento. La mayor parte de los objetos que quería que se conservaran eran increíblemente caros. Mi padre se peleó con ella por el precio de libros y pinturas raras y llegó a un compromiso sobre los objetos por los que DeFort podía pagar, y por fin llenaron nuestro limitado espacio con libros, disquetes y obras de arte que según ella podrían ayudarnos a reavivar una civilización extinta.

—Consigue al mejor biólogo que puedas —le dijo DeFort a mi padre—. Un hombre con preparación médica y experiencia en clonación. Los desastres pasados casi han esterilizado el planeta más de una vez. Quiero que estemos listos para empezar la evolución de nuevo.

Hablaron con otras personas en las altas instancias, todos estaban luchando para seguir en la cumbre y ninguno tenía tiempo para la estación. El biólogo que terminó uniéndose al proyecto fue una mujer, Tanya Wu. Había sido directora de un centro de investigación médica en la vieja ciudad de Baltimore. Al escuchar a DeFort y a mi padre, se contagió de parte de su determinación.

—¡Una red de seguridad para la Tierra! —lo llamó—. A nuestro biocosmos le llevó cuatro mil millones de años evolucionar. Es un fideicomiso sagrado. Quizá nunca vuelva ocurrir nada parecido.

Dimitió de su trabajo para planear el laboratorio de maternidad, para programar las habilidades donadoras de los robos, para llenar la crioestación de semillas, esporas y muestras de tejido con los que reponer un planeta herido.

DeFort quería un especialista en terraformación. Hablaron con Arne Linder, un distinguido geólogo que había conseguido una fortuna como ingeniero de minas y una gran reputación con una propuesta para terraformar Marte. Cuando mi padre lo llamó, desechó el proyecto llamándolo «la pesadilla de un idiota».

Sorprendido en una gira de conferencias, quería dinero. Al final DeFort le pagó unos honorarios inmensos para que diera una muestra de tejido y pasara unas cuantas semanas con el ordenador maestro de la Luna.

Aunque resultaba difícil encontrar el dinero y los reclutas dispuestos, esperaban poder añadir espacio e instalaciones para un equipo de supervivencia más grande. Mi padre había pasado aquella última semana en una ciudad de la costa oeste de la vieja América pidiendo más donaciones privadas e intentando reclutar a un astrónomo que también era informático.

La roca de impacto salió de ninguna parte, una terrible sorpresa. DeFort había confiado en tener la estación lista para algo que podría pasar mil años después, o un millón o mejor, nunca. En realidad nunca soñaron que les fuera pasar a ellos, incluso antes de que hubieran terminado.

La estación todavía la dirigían robos. El escaso personal humano había vuelto a la Tierra, a la base de Arenas Blancas, un lugar situado en la árida región de Nuevo México de la vieja América y llamada así por una extraña formación mineral. La advertencia de la Luna les llegó en el peor momento posible, durante la noche del 24 de diciembre.

Los robos habían detectado el objeto uno o dos días antes pero sólo eran máquinas. Los habían programado para que informaran al personal humano de cualquier acontecimiento parecido, pero al parecer habían retrasado la transmisión porque les habían dicho que la oficina de la Tierra cerraba por vacaciones.

El mensaje codificado encontró a mi padre en un avión de vuelta a la base.

«Una buena semana», había escrito en el diario el día antes. «Medio millón en promesas y Yamamoto quiere visitar la estación».

«Dice que considerará unirse a nosotros».

Hay una línea que atraviesa la página. La siguiente entrada es un garabato sin datar.

«Una semana desperdiciada. ¿Qué es ahora medio millón? Estoy aturdido. Debo intentar escribir algo, aunque sólo sea para recuperar parte de cordura. Tengo que ocultarle la página a la mujer que hay a mi lado. Vio mi insignia de Tycho y me preguntó qué pensaba sobre la inteligencia robo».

«¡Si ella supiera! Tengo que pensar con claridad. Tranquilizarme para la casa de locos que me espera mientras luchamos para despegar a tiempo. No hay nada más que pueda hacer. Un momento terrible. Peor para mí porque nadie lo sabe. Por supuesto no puedo decírselo. La gente que hay sentada a mi alrededor, susurrando, leyendo, viendo una absurda película holográfica, intentando dormir. Casi los envidio porque no lo saben. Si lo supieran, el pánico podría matarnos a todos antes de llegar a la Luna».

«Si llegamos allí. Sí».

«No vale la pena preguntarse nada. Construir la estación fue un juego. Ahora lo veo. Un gran juego que lleva años llenando mi vida. Grandes amigos, una causa noble, divertido con frecuencia. Pero nunca real. No hasta ahora. Si los dados nos son favorables, la vida quizá tenga alguna oportunidad en el futuro. Pero no puedo sentir nada que no sea conmoción. Arrepentimiento por demasiadas cosas que no he hecho y que ya no puedo hacer».

«Ojalá pudiera llamar a mi madre. Y Ellen. Ojalá estuviera aquí conmigo, para compartir la oportunidad que tenga de salir vivo de ésta. Ojalá, y sin embargo sé que la vida con ella nunca fue posible. El proyecto se llevó demasiado de mi vida y ella tenía un mundo propio. Deseos… que ya no importan».

«Estamos aterrizando. Para enfrentarnos al final de todo».

La mayor parte de lo que sabemos sobre la huida proviene de los papeles de los otros miembros del equipo y de las palabras grabadas en el ordenador maestro para los robos y sus imágenes holográficas. Mientras aquellas horas se iban consumiendo, el despegue tuvo que retrasarse una y otra vez. Hubo que encontrar en el puente cargas vitales para el laboratorio de maternidad y los jardines hidropónicos y luego llevarlas a bordo a toda prisa. Dos camiones de combustible chocaron y ardieron.

Se filtró la noticia de la advertencia. Pocos la creyeron, al menos al principio, pero se extendió el rumor de que DeFort tenía una flota de naves espaciales lista para llevar a los refugiados a la Luna. El terror fue contagioso. Miles de personas asustadas convergieron en nuestra única nave de avituallamiento, bastante pequeña, que esperaba en el puente.

Había vuelto de la Luna apenas unos días antes, la tripulación humana estaba de permiso y los depósitos de combustible estaban vacíos. Se había pedido un cargamento de equipo vital pero la mayor parte todavía no había llegado. Los miembros del equipo de supervivencia estaban esparcidos por todas partes.

Navarro se había llevado a Arne Linder a Islandia, donde quería observar un volcán en erupción. Fue difícil localizarlos y apenas consiguieron ganar una carrera desesperada para volver a Arenas Blancas a tiempo para salvar la vida. Lazard y Wu estaban en sus ciudades natales, al otro lado del continente. Wu hizo esperar al taxi hasta que encontró a su gata y casi perdió el vuelo.

La mayor parte de la gente quizá se mostrara bastante estoica pero el pánico había traído a miles de refugiados que luchaban por un espacio en la nave de huida, que no tenía sitio para nadie. Los pilotos desesperados hacían caso omiso de las torres de control de los aeropuertos, estrellaban los aviones que se quemaban en las pistas atestadas o bien los estrellaban en las arenas del desierto que había al lado. Los conductores abandonaban los vehículos atascados y venían a pie.

Si no hubiera sido por un vigilante nocturno de color llamado Casey Kell, quizá nunca hubieran despegado del suelo. Vio el peligro enseguida, hizo una incursión en una tienda de armas y organizó un pequeño grupo de camioneros y otros trabajadores para defender la nave. Aparcaron los camiones en círculo alrededor de la nave y él permaneció en el muelle de carga, a la puerta, chillando órdenes por un megáfono.

Mientras escribía más tarde, ya en el espacio, mi padre apuntó un último incidente. Estaba trabajando con DeFort en aquel muelle, cargando la última provisión de Wu de muestras de tejido congeladas, cuando se abrió una verja en la barrera para dar paso al último camión de combustible. Una mujer se abrió camino a la fuerza y consiguió subir la escala hasta DeFort. Intentó ponerle un bebé entre los brazos al tiempo que le rogaba que lo salvara.

«Un momento de angustia que no puedo olvidar», escribió mi padre. «DeFort había extendido los brazos instintivamente para coger al bebé mientras le sonreía, pero luego se puso pálido. Se quedó inmóvil durante un instante, sacudió la cabeza y apartó a la mujer con un suave empujón. Tuvo que elegir, por todos los que esperaba salvar».

Debió haber muchos de aquellos momentos, demasiado dolorosos para recordarlos.

Hay una última entrada en el diario de mi padre, escrita en la estación y datada unos cuantos meses después de llegar.

«Estamos vivos. Con toda eficiencia los robos nos han ayudado a sacar los microbios del equipo de supervivencia. Los jardines hidropónicos están en pleno florecimiento. Linder dice que podemos esperar seguir con vida. Wu ha inspeccionado la crioestación y el laboratorio de maternidad. Confía en que los robos se mantendrán alerta, vigilarán la Tierra y el cielo, preparados y capaces de clonarnos cuando el ordenador maestro descubra la necesidad».

«A salvo aquí tenemos el resto de nuestros años por delante. Podríamos pasarlos de forma útil. Tenemos vehículos, equipo espacial, los robos a nuestro servicio. Podríamos explorar la Luna, hacer mapas de los recursos que alguna emergencia futura pudiera requerir. Tenemos buenos telescopios. Podríamos aprender astrofísica y explorar el cosmos. Podríamos estudiar la historia del viejo mundo y las reliquias que Dian recogió. Podríamos mirar hacia delante, trabajar en los planes que nos permitan restaurar el planeta».

«Pero no hacemos nada. Linder nos llama muertos vivientes. La conmoción y el dolor de la pérdida nos han insensibilizado a todo. Bebimos demasiado hasta que los robos empezaron a contenernos. Comemos lo que nos sirven. Hacemos ejercicio en la zona centrífuga. Linder juega a las cartas cuando encuentra compañero. Wu inspecciona el laboratorio de maternidad y lo vuelve a inspeccionar, revisa los programas grabados en el ordenador maestro y hace que los robos ensayen los procedimientos de clonación. DeFort se sienta durante horas al telescopio, en busca de agujeros en la densa nube que cubre y oculta la Tierra destrozada».

«Navarro se pasa la mayor parte del tiempo con Kell y la mujer que iba con él, que subieron a bordo minutos antes del despegue. Hablan en español, que yo apenas entiendo. Parecen más contentos que los demás, y se mantienen ocupados con tareas innecesarias por toda la estación. Beben juntos y cantan canciones en español sobre amores desgraciados; la mujer tiene una voz atractiva. Kell cuenta historias improbables sobre su vida en la Tierra, es lo bastante astuto para saber que no lo va a corregir nadie».

«Cuando encuentro la voluntad para trabajar intento grabar lo que puedo sobre la vida de DeFort y la historia de la estación, aunque no le veo ningún sentido. Él mismo está deseando ver la superficie de la Tierra con la esperanza de poder volar allí para ver los daños, pero duda que la encontremos lo bastante recuperada para que podamos aterrizar. Cualquier tipo de reasentamiento, dice, podría llevar siglos».

«Nosotros hemos terminado nuestro trabajo. El futuro del planeta descansa ahora en las manos de los robos, el ordenador maestro y la casualidad cósmica».