1

Somos clones. Han pasado cien años desde el gran impacto. Todos nuestros padres biológicos reposaban en el cementerio de la ladera de escombros que hay fuera del borde del cráter. Ya dormían mucho antes de que los robots dieran vida a nuestras células congeladas en el laboratorio de maternidad. Recuerdo el día en que mi padre robo nos subió a los cinco a ver la Tierra, una bola calinosa salpicada de rojo en medio del cielo negro de la Luna.

—Parece… parece enferma. —Con un aspecto igual de enfermo, Dian levantó su cara hacia la de él—. ¿Está sangrando?

—Sangra lava ardiente por toda la tierra —le dijo él—. Los ríos vierten lluvia ardiente en los mares.

—Muerta —Arne hizo una mueca—. Parece muerta.

—El impacto la mató —asintió con la cabeza de plástico—. Vosotros nacisteis para devolverle la vida.

—¿Los niños?

—Creceréis.

—Yo no —murmuró Arne—. ¿Tengo que crecer?

—¿Y qué quieres entonces? —le sonrió Tanya burlona—. ¿Ser un mocoso para siempre?

—Por favor. —Mi padre robo se encogió de hombros de esa forma tan tiesa de los robots; nos barrió con una mirada de sus lentes a los cinco, que lo rodeábamos en la cúpula—. Vuestra misión es volver a plantar la vida en la Tierra. Es un trabajo que quizá lleve mucho tiempo, pero naceréis una y otra vez hasta acabarlo.

Era una tarea que parecía demasiado grande para nosotros. Estábamos solos, los cinco crecíamos allí juntos, en la Luna, los únicos seres humanos que quedaban. Nuestro mundo era la Estación Tycho, el nidito de túneles excavados bajo la cúpula en el borde del cráter. Nuestros padres biológicos se habían ido para siempre, su mundo estaba muerto y a trescientos setenta y cinco mil kilómetros de distancia. Yo conocía a mi padre natural, el hombre cuyas células congeladas me habían creado, sólo por la imagen del tanque de hologramas.

Había sido Duncan Yare. Yo lo quería y lo compadecía por todo lo que había sufrido. Tenía la cara enjuta y ojerosa, surcada por un profundo dolor. Cuando lo miraba a los ojos, veía con frecuencia una desesperación oscura.

—Mirad la Tierra cuando subáis a la cúpula —nos decía—. La veréis extraña y muerta, todo lo que conocimos y esperamos ha desaparecido. Cuatro mil millones de años de evolución borrados por completo. No queda nada salvo nosotros. —Los hombros se hundían en la vieja chaqueta marrón. Labios firmes, sacudió la cabeza—. Estación Tycho. El ordenador maestro. Los robos. Las células vivas congeladas en la crioestación. Y vosotros. —Se detuvo y clavó aquellos ojos terribles en nosotros—. Vosotros sois la única esperanza de que la Tierra pueda volver a la vida. Ése será vuestro trabajo cuando crezcáis: restaurar la vida que mató el gran impacto. Sois todo lo que tenemos. No podéis parar y no podéis rendiros.

Un tono de hierro penetró en la voz oxidada.

—Prometédmelo.

Levantamos las manos y lo prometimos.

Sólo era una imagen que parpadeaba en el tanque cuando el ordenador maestro quería. Los robos eran reales. Los robots de tamaño humano que nos habían clonado en el laboratorio de maternidad y que nos habían cuidado desde entonces.

Aunque podía notar la angustia y el dolor de su voz, esa promesa parecía con frecuencia imposible de mantener. Sólo éramos niños. La Tierra misma parecía algo irreal, sólo un gran punto brillante en nuestro cielo negro del norte. El mundo de nuestros padres había desaparecido, todo excepto los rastros que quedaban de él en los archivos y reliquias que había traído Calvin DeFort a la estación antes del impacto.

Tuvo que ponernos aquí pero murió antes de poder grabar un holograma completo de sí mismo, sólo lo conocíamos por los videos y los papeles que había dejado y por lo que los otros padres tenían que decir sobre él. Los robos habían colocado una urna de cristal en el museo para guardar unas cuantas reliquias suyas: una navaja, un anillo de la facultad, un reloj de bolsillo antiguo que había sido de su abuelo. También había un diario que mi padre había intentado llevar: un librito manuscrito encuadernado en cuero verde y agrietado, la mitad de cuyas páginas estaban en blanco.

La cúpula siempre era una maravilla de emociones cuando los robos nos dejaban subirnos a ella. Estaba llena de máquinas extrañas sobre las que yo anhelaba aprender. Las paredes de cuarzo transparente nos permitían contemplar el paisaje desnudo de la Luna que nos rodeaba, iluminado por la Tierra. Teníamos mascotas clonadas. La mía era Cosmonauta, un sabueso; gruñía y se le erizaba el pelo contra una roca monstruosa de sombras negras que había fuera y se agazapaba contra mi pierna. La gata de Tanya nos había seguido.

—De acuerdo, Cleo —la llamó cuando maulló—. Vamos a mirar fuera.

Cleo se subió volando a sus brazos. Aquí era fácil saltar, en la escasa gravedad de la Luna. Mi padre robo había señalado con un brazo delgado de plástico azul hacia el peñascoso muro de montañas que se alejaban con una curva a ambos lados de la cúpula.

—La estación está excavada al borde de…

—¡Tycho! —lo interrumpió Arne—. Lo sabemos por el globo.

—¡Es tan grande! —Tanya había bajado la voz. Era una niñita alta y delgada con el pelo liso y negro que su madre le hacía llevar corto, y un flequillo que le bajaba casi hasta las cejas. Cleo se hundía en sus brazos, casi olvidada—. ¡Es… es homogigantesco!

Se quedó mirando al enorme pozo negro situado en el pico desigual que se cernía sobre la luz ardiente del sol del centro. Dian se había dado la vuelta para mirar hacia el otro lado, hacia los rayos blancos y brillantes que se desparramaban de las laderas salpicadas de rocas mucho más abajo y que se extendían hasta mucho más allá de las plataformas y caballetes de aterrizaje y los hangares, y continuaba por el yermo de polvo negruzco y rocas rotas y grises que llegaban al cielo negro y sin estrellas.

—¿Homogigantesco? —se burló Dian—. ¡Yo diría fractabuloso!

—¿Homo-fractabu-qué? —Pepe se burló de las dos. Era bajo y rápido, tan delgado como Tanya y más moreno. Le gustaba jugar a muchas cosas y no se peinaba jamás—. ¿No sabéis hablar inglés? ¿O posible español[1]?

Estaba aprendiendo español de su padre holográfico.

—Mejor anglais que tú —Dian era una chica alta y pálida que nunca cuidaba a los animales e intentaba saberlo todo. Los robos le habían dado unas gafas de montura oscura para ayudarla a leer los viejos libros de papel de la biblioteca—. Y yo estoy aprendiendo latín.

—¿Y para qué sirve el latín? —Clonados juntos, todos teníamos la misma edad, pero Arne era el más grande. Tenía los ojos de un azul pálido y el pelo de un rubio pálido; le gustaba hacer preguntas—. Está tan muerto como la Tierra.

—Es algo que tenemos que salvar. —Dian era callada y tímida y siempre muy seria—. La gente nueva va a necesitarlo todo.

—¿Qué gente nueva? —Hizo un gesto con la mano para señalar la Tierra—. Si todo el mundo está muerto.

—Tenemos las células congeladas de miles de personas abajo en la crioestación —dijo Tanya—. Podemos hacerlos de nuevo cuando volvamos a la Tierra.

Nadie la oyó. Todos estábamos mirando al paisaje muerto de la luna. La cúpula se levantaba muy alta entre el desierto salpicado de rocas y la sombra negra como la tinta que llenaba el cráter. Al mirar abajo me mareé por un instante y Arne dio un paso atrás.

—¡Miedoso! —se mofó Tanya—. Estás pálido como un fantasma.

El chico se retiró aún más, se sonrojó y levantó la vista hacia la Tierra. Colgaba en las alturas, enorme, coronada de blanco en los polos y en medio de torbellinos de grandes tormentas blancas. Bajo las nubes, los mares estaban salpicados de marrón, amarillo y rojo allí donde los ríos se salían de los continentes oscuros.

—Antes era tan bonita… —susurró Dian—. Toda azul, blanca y verde en los antiguos hologramas.

—Antes del impacto —dijo mi padre—. Vuestro trabajo es hacerla bonita de nuevo.

Arne guiñó los ojos y sacudió la cabeza.

—No veo cómo…

—Sólo escucha —dijo Tanya.

—Por favor. —El rostro de mi padre robo no estaba diseñado para sonreír pero su voz podía reflejar una diversión llena de tolerancia—. Dejadme deciros lo que sois.

—Ya lo sé —dijo Arne—. Clones…

—Cállate —le dijo Tanya.

—Clones —asintió mi padre robot—. Copias genéticas de los humanos que llegaron vivos aquí después del impacto.

—Ya sé todo eso —dijo Arne—. Mi robo me lo dijo. Nacimos de las células congeladas antes del gran impacto que mató la Tierra. Vi la estimulación en mi monitor.

—Yo no —dijo Tanya—. Y quiero saberlo.

—Empecemos con Cal DeFort. —Nuestros padres robo tenían todos la misma forma pero cada uno tenía una coraza de color diferente. El mío era de un azul brillante. Me había cuidado desde que tenía memoria y lo quería tanto como a mi sabueso—. Cal fue el hombre que construyó la Estación Tycho y nos trajo aquí. Dio su vida para que vosotros tengáis la oportunidad de volver…

Tozudo, Arne sacó el grueso labio inferior.

—A mí me gusta más esto.

—Eres un idiota —le dijo Tanya—. Y los idiotas no hablan.

Le sacó la lengua a Tanya pero todos nos quedamos alrededor de mi padre robo, escuchando.

—Calvin nació en Norteamérica, en un lugar llamado Tejas. Ahora estamos viendo Asia pero podéis encontrarlo en los mapas. Eso fue mucho antes de que nadie supiera lo del asteroide, pero él estaba acostumbrado a las penalidades. Se quedó inválido en un accidente del autobús escolar y tuvo que aprender a caminar de nuevo. Un tornado mató a sus padres…

—¿Torqué? —exigió Arne.

—Búscalo —le dijo Tanya—. O pregúntale al holograma de tu padre.

—Una tormenta de viento —dijo mi padre robot—. En Tejas eran graves.

—¿Qué es el viento? —quiso saber Arne.

—Aire en movimiento —dijo Tanya—. Búscalo.

—Cal quedó enterrado entre los escombros de la casa —continuó mi padre robo—. Cuando salió del hospital, su tía se lo llevó a vivir con ella a una antigua ciudad llamada Chicago. Creció allí. El día que cumplió siete años lo llevó a un museo donde vio los esqueletos de los grandes dinosaurios que un día gobernaron la Tierra. Aquellos huesos enormes y los grandes dientes lo asustaron. La tía intentó decirle que estaba a salvo, los dinosaurios estaban muertos del todo, le dijo, los había matado un gran objeto del espacio que se había estrellado contra la costa de México. Una película que vio sobre ellos lo asustó aún más. No hay de qué preocuparse, le dijo su tía. Los grandes impactos estaban separados por millones de años, pero él se preocupó. Una colonia en la luna podría doblar las posibilidades de sobrevivir, pensó, si algo llegara a golpear la Tierra. Se entrenó para una primera estación lunar que se planeó pero nunca se construyó. Ahí fue donde aprendió sobre los robos. Eran robots auto dirigidos, diseñados por ingenieros militares para realizar rescates y reparaciones en zonas contaminadas demasiado peligrosas para las personas. Organizó la Corporación Robo Multiservicio para comprar los derechos y reprogramarlos para usos civiles.

El rostro holográfico y gris de mi padre no tenía ninguna expresión y estas palabras sin tono transcurrían como si las leyera de un libro. Arne enredaba, le hacía muecas al robo de Dian que permanecía inmóvil al lado del pozo escalonado que había en medio del suelo, lo picaba para que se moviera o hablara, pero la historia de DeFort nos cautivaba al resto.

—Hizo una fortuna con los robos y eran perfectos para la Luna. Los envió aquí para prepararla para los colonos. Mejores que los astronautas humanos, no necesitan aire ni comida, ni descanso ni dormir. No sufren daños debido a la falta de gravedad o a las altas radiaciones. Podían construirse y repararse a sí mismos. Pero los impactos patagónicos…

—¿Pataqué? —interrumpió Arne.

—Un enjambre de rocas que cayeron en la Tierra —le dijo mi padre—. Atravesaron como un rayo la mitad de la Tierra y se estrellaron en el sur del Atlántico. Ninguna era enorme pero levantaron un tsunami que penetró en buena parte de Sudamérica, inundó ciudades y mató a millones de personas. Eso despertó el viejo miedo al gran impacto. También provocó un pánico financiero que casi arruinó su corporación y le obligó a renunciar a sus planes para una gran colonia lunar. En su lugar, puso a sus robos a trabajar en la Estación Tycho. Quería un lugar donde pudiéramos sobrevivir a cualquier cosa que ocurriera y donde pudiéramos mantener a salvo nuestra ciencia, arte e historia. Los robos funcionaban con energía de fusión. Encontraron agua, congelada entre los cascotes y el polvo en el fondo de los cráteres polares a los que nunca llega la luz del sol. Los metales pesados aquí son escasos, pero rescataron el metal de la vieja nave espacial que había traído suministros. Encontraron níquel y hierro donde se había estrellado un gran meteorito. Todavía andan por aquí muy ocupados.

—¿Dónde? —preguntó Arne.

—Abajo en los talleres y en los hangares. —Mi padre hizo un gesto hacia el campo de vuelo nivelado que había bajo el borde del cráter—. A salvo de las radiaciones y de los impactos menores. Cuidan de la estación. Cuidan de vosotros. Pendientes de cualquier orden del ordenador maestro.

—Nuestra máquina jefe —murmuró Arne—. Cree que lo sabe todo y nunca se preocupa de lo que queremos nosotros.

—¿Y qué? —Pepe se encogió de hombros—. Nos tiene aquí para que hagamos nuestro trabajo. Para devolverle la vida a la Tierra.

—Si podemos. —Con gran seriedad la imagen de mi padre frunció el ceño—. La estación era un proyecto complejo y ambicioso, caro y difícil de construir aquí en la Luna. DeFort estableció un plan de doce años. El gran impacto lo cogió por sorpresa varios años antes de lo previsto. La estación nunca se terminó del todo ni se equipó.

—¿Impacto? —Tanya se lo quedó mirando, los ojos negros y enormes—. ¿Qué fue en realidad?

—Un trozo de quince kilómetros de roca interestelar. DeFort había terminado los telescopios. El ordenador maestro estaba vigilando el cielo pero el gran bólido salió del cielo por el norte, fuera de la eclíptica, donde no debería haber habido nada. Rozó el sol y eso lo desvió hacia la Tierra, se precipitó en medio del reflejo del sol, por el lado ciego de los telescopios.