Capítulo 14

Barney parpadeó en la obscuridad. A medida que sus ojos se acostumbraban a la falta de luz, los objetos indefinidos fueron cobrando forma. Se dio cuenta de que la luz de la entrada penetraba más de lo que creía; en los primeros metros al menos veía el débil brillo de las viscosas algas que cubrían las paredes y el techo de la cueva, y el destello del agua que formaba un riachuelo inmóvil, poco profundo.

Avanzó con cautela; con una mano tocaba el techo y llevaba la otra extendida a un lado. Notaba el leve tirón del hilo en la cintura debido a que Simon se agarraba a él. Oía muy fuerte, en el silencio de la cueva, el ruido de sus pies en el agua y la respiración de su hermano.

—Ve con cuidado —le advirtió Simon. Habló en voz baja, casi en un susurro, pero en la cueva el eco de su voz colmó el espacio que les rodeaba.

—Ya lo hago.

—Podrías golpearte la cabeza.

—Y tú la tuya. Cuidado aquí, es más bajo. Pon la mano en el techo y lo notarás.

—Lo hago —dijo Simon con fervor. Tenía el cuello incómodamente doblado hacia abajo; como era más alto que Barney, tenía que ir un poco agachado todo el rato para no golpearse la cabeza con la viscosa roca. De vez en cuando le entraba un goterón de agua por el cuello de la camisa.

—¿No hace frío?

—Hiela.

Barney llevaba los pantalones cortos pegados a las piernas y sentía el aire frío a través de la camisa. Cada vez le costaba más distinguir las formas a su alrededor y pronto se paró, intranquilo, notando la obscuridad tan cerca que tenía la sensación de que le estaba apretando los ojos. Al palpar hacia arriba sus dedos ya no tocaron el techo. Delante de él se elevaba y quedaba fuera de su alcance, y se quedó palpando el aire.

—Espera un momento, Simon. —Su voz sonó misteriosa y le llegó a su hermano desde todos lados—. Me parece que aquí se hace más alta. Pero no veo nada. ¿Tienes las cerillas?

Simon palpó el hilo hasta llegar junto a Barney. Le tocó en el hombro y Barney se sintió más tranquilo con su contacto de lo que habría querido admitir.

—No te muevas. Voy a soltar el hilo un momento.

Simon buscó las cerillas en su bolsillo y abrió la caja, palpando los bordes con cuidado para asegurarse de que estaba boca arriba.

Las dos primeras cerillas rascaron con obstinación la caja, pero no ocurrió nada. La tercera se encendió pero se rompió, quemando los dedos de Simon, que la soltó lanzando una exclamación antes de que pudieran parpadear ante el resplandor de la luz repentina. Se oyó un breve chisporroteo cuando cayó en el agua, a sus pies.

—Venga —dijo Barney.

—Voy lo más deprisa que puedo… ¡Ah!, ya está.

La cuarta cerilla estaba seca y se encendió. Simon hizo pantalla con la mano para proteger la llama.

—Qué curioso, debe de haber corriente de aire, pero no la noto.

—La cerilla sí. Eso es bueno; significa que en el otro extremo hay alguna abertura. O sea que es la cueva que buscábamos.

La mano de Simon tapaba el resplandor de la llamita y Barney se apresuró a atisbar alrededor en la vacilante luz. Sus sombras danzaban, enormes y grotescas, en la pared. Levantó los ojos y, con cautela, avanzó unos pasos.

—Levántala… ven, el techo aquí es más alto, podrás estar de pie.

Simon se acercó a él con cuidado, inclinado sobre la cerilla, y se irguió con un jadeo de alivio. Entonces la cerilla le quemó los dedos y la dejó caer. Enseguida la obscuridad volvió a envolverles como un manto.

—Espera, encenderé otra.

—Bueno, espera un momento, no las desperdiciemos. He visto un poco el camino, o sea que podemos avanzar antes de encender otra.

Barney cerró los ojos. Por alguna razón, aunque la cueva estaba igual de obscura con los ojos abiertos, le parecía que tenerlos cerrados le daba una mayor sensación de seguridad. Sin dejar de tocar la viscosa pared con las puntas de los dedos, avanzó dos o tres pasos. Simon le siguió con una mano sobre su hombro, mirando al frente en la obscuridad, aunque veía tan poco como si una gruesa cortina negra le colgara ante la cara.

Se adentraron en la cueva durante lo que les pareció mucho rato. De vez en cuando Simon encendía una cerilla y avanzaban un poco mientras duraba la débil luz y unos pasos después de que se apagara. Una vez intentaron encender la vela, pero sólo chisporroteó y Simon volvió a metérsela en el bolsillo.

El aire era frío, pero fresco en el rostro. Aunque se olía a sal y a algas, como si se encontraran bajo el agua del mar, no les costaba respirar. El silencio, como la obscuridad, parecía casi sólido, roto sólo por el ruido de sus propios pasos y algún ocasional plop que resonaba cuando caían gotas de agua del techo de la cueva.

Mientras Simon estaba de pie intentando encender otra cerilla, Barney notó que el hilo que llevaba atado a la cintura se tensaba y se le clavaba: una, dos veces.

—Dos tirones en el hilo. Debe de ser Jane. Diez minutos. Caramba, me parecía que habían transcurrido horas.

—Le contestaré —dijo Simon. Encendió una cerilla y vio el hilo delgado y tenso. Lo agarró con fuerza y dio dos tirones en la dirección de la que habían recibido los anteriores.

—Es curioso pensar que Jane está en el otro extremo —dijo Barney.

—Me pregunto cuánto hilo quedará.

—Vaya, ¿crees que se nos acabará? ¿Cuánto hilo había?

—Bastante —dijo Simon, aparentando más optimismo del que sentía—. Hemos ido muy despacio. ¡Ay! —La cerilla le quemó los dedos y la soltó.

No hubo chisporroteo cuando la cerilla cayó. Mientras avanzaban a tientas, Simon se dio cuenta de pronto de que había estado esperando este ruido.

—Párate un momento, Barney. —Pisoteó el suelo con un pie y miró hacia abajo—. El suelo ya no está mojado. —Tengo los zapatos empapados— dijo Barney. —Es el agua que hay dentro, tonto, no fuera—. La voz de Simon resonó en toda la cueva y el niño se apresuró a susurrar de nuevo, medio temiendo que el ruido hiciera desplomarse el techo.

—Los lados tampoco son viscosos —dijo Barney—. Es roca seca. Y lo está desde hace bastante rato, pero no me había fijado.

Simon encendió otra cerilla. Sostuvo la llama cerca de la pared. Vieron granito gris, con algunas vetas de roca blanca, y nada de algas. El suelo, cuando Barney se agachó para tocarlo, estaba cubierto de una especie de arena polvorienta. —Debemos de estar subiendo la colina—. El mar no puede haber llegado nunca tan lejos. —Pero nosotros lo hemos oído desde arriba esta mañana. ¿Significa que nos hemos pasado la abertura?— Barney estiró el cuello hacia atrás para mirar el techo.

—No lo creo —dijo Simon no muy seguro—. El ruido llegaría muy lejos. Eh, mira aquí delante, la cerilla está a punto de apagarse. Barney atisbó el ya conocido panorama que jamás olvidaría: estrechas paredes en sombras formando un túnel que penetraba en la obscuridad. Y en el instante antes de que la obscuridad les rodeara de nuevo, le pareció que veía la cortina de sombra del fondo más cerca que antes.

Avanzó vacilante y entonces la intuición le dijo que se detuviera. Extendió las manos en la silenciosa obscuridad. Tocó roca sólida a pocos centímetros de su cara. —¡Simon! ¡Es un callejón sin salida!.

—¿Qué?

La incredulidad y la decepción afloraron en la voz de Simon. Volvió a coger la caja de cerillas; tocó el fondo de la caja, lo que significaba que no quedaban muchas.

A la vacilante luz era difícil distinguir sombra y obscuridad, pero vieron que en realidad la cueva no terminaba allí. Cambiaba, delante de ellos, para formar un pasadizo más estrecho: alto y angosto, con una gran roca atravesada a unos noventa centímetros del suelo. Por encima de sus cabezas, inalcanzable, había una abertura hasta el techo; pero no había manera de trepar por ella. La roca les bloqueaba el paso.

—Jamás podremos pasar esto —dijo Simon, desesperado—. Debe de haber habido algún desprendimiento de rocas desde que el hombre de Cornualles pasó por aquí.

Barney observó la brecha obscura que quedaba al pie de la hendedura, irregular y siniestra en las sombras que danzaban, y tragó saliva. Estaba empezando desear estar de nuevo a la luz del sol.

Entonces pensó en el grial y en la cara del señor Hastings.

—Puedo pasar por debajo si me arrastro.

—No —dijo Simon sin vacilar—. Es peligroso.

—Pero ahora no podemos volver atrás. —Barney adquirió confianza al empezar a discutir—. Si hemos llegado hasta aquí, podemos avanzar un poco más. Saldré si es demasiado estrecho. Vamos, Simon, déjame probarlo.

La cerilla se apagó.

—No nos quedan muchas —advirtió Simon—. Pronto se nos acabarán. Tenemos que hacer que la vela se encienda, o nos quedaremos a obscuras. ¿Dónde estás?

Palpando el hilo hacia Barney, le cogió la mano y le puso la caja de cerillas en ella. Después se palpó el bolsillo donde tenía el trozo de vela y frotó la mecha con la camisa para secarla.

—Enciende una cerilla.

Oyeron un ruido detrás de ellos en la obscuridad, como si se cayera una piedra; como un traqueteo, y luego, silencio otra vez.

—¿Qué ha sido eso?

Aguzaron el oído, nerviosos, pero sólo oyeron los violentos latidos de su corazón. Barney encendió una cerilla con mano temblorosa. La cueva volvió a iluminarse y la obscuridad apretaba, burlona, desde la dirección de donde había procedido el ruido.

—No ha sido nada —dijo Simon al fin—. Habrá sido una piedra que se ha aflojado. Toma.

Acercó la punta de vela a la llama. La cerilla se consumió, pero la mecha de la vela sólo chisporroteó como antes. Volvieron a intentarlo, conteniendo el aliento, y esta vez la mecha ardió con una larga y humeante llama amarilla.

—Toma —dijo Barney con determinación—. Voy a entrar. —Entregó a Simon las últimas cerillas y cogió la vela—. Mira —dijo, haciendo pantalla para proteger la llama de la corriente de aire—. En realidad no es tan bajo, puedo ir a gatas.

Simon atisbó en la entrada, indeciso.

—Bueno… pero ve con mucho cuidado. Y tira del hilo si te quedas atascado.

Barney se puso a cuatro patas y pasó a gatas la obscura abertura que había bajo la roca, sosteniendo delante la vela, peligrosamente vacilante. La corriente de aire parecía más fuerte ahora. La roca le rozaba el cuerpo por todas partes, de modo que tenía que mantener la cabeza bajada y los codos pegados al cuerpo, y por un momento casi cayó en el pánico porque tenía la sensación de que se había quedado atascado.

Pero antes de que el pánico se apoderara de él, las sombras que rodeaban el único punto de luz cambiaron de forma y Barney levantó la cabeza sin golpearse en la roca. Se arrastró un poco más, notando el suelo áspero y arenoso bajo las rodillas; y descubrió no sólo que podía ponerse de pie, sino que la cueva era mucho más ancha. La luz arrojada por la llama que él protegía con tanto cuidado ni siquiera mostraba las paredes a ambos lados.

—¿Estás bien? —preguntó Simon, ahogada su voz ansiosa desde el otro lado de la abertura.

Barney se inclinó.

—Estoy bien, aquí vuelve a hacerse grande; esto debe de ser una entrada… voy a seguir.

Notó que el hilo que llevaba atado a la cintura se tensaba cuando Simon tiró de él para responder y siguió adelante. La obscuridad se abría ante él en la tenue luz que arrojaba la punta de vela, que ya se gastaba y le goteaba cera caliente en las uñas. Cuando miró atrás por encima del hombro, ya no le fue posible ver la entrada por la que había pasado.

—Hola —dijo Barney en la obscuridad, a modo de prueba.

Su voz le devolvió el susurro de un modo siniestro, misterioso: no rebosante como había sido en la estrecha cueva como un túnel por la que habían pasado, sino que sonaba muy lejos, en lo alto. Barney dio una vuelta completa, atisbando en vano en la obscuridad. El espacio que le rodeaba debía de ser grande como una casa; sin embargo, se encontraba en las profundidades de Kemare Head.

Se paró, indeciso. La vela se estaba agotando; ya estaba blanda entre sus dedos. De pronto acudió a su mente la idea de aquel hombre siniestro en su extraña casa y con él toda la sensación de amenaza que rodeaba a sus perseguidores, el enemigo, que tan desesperadamente quería impedirles encontrar el grial.

Barney sintió un escalofrío de miedo y de frío. Era como si se encontraran allí, en la silenciosa obscuridad, perversos e invisibles, deseando que él regresara. Le zumbaban los oídos; incluso en el gran espacio vacío que era aquella cueva, sentía que algo le oprimía, le decía con insistencia que diera la vuelta. ¿Quién eres para irrumpir aquí?, parecía susurrarle la voz; un niño pequeño espiando algo tan grande que no lo puedes entender, algo que ha permanecido intacto durante tantos años. Vete, vuelve al lugar donde estás a salvo, deja tranquilas estas cosas tan antiguas…

Pero Barney pensó en el tío Merry, cuya misteriosa búsqueda ellos seguían. Pensó en todo lo que había dicho, desde el principio, de la batalla que nunca se ganaba pero nunca se perdía por completo. Y aunque no veía nada más que las sombras, y la negrura que rodeaba su pequeño haz de luz, de pronto tuvo un nítido retrato del caballero Bedwin que lo había iniciado todo cuando llegó a Cornualles huyendo del este. Estaba en la mente de Barney con armadura completa, protegiendo el último tesoro del rey Arturo. Perseguido por las mismas fuerzas que ahora les perseguían a ellos.

Y Barney recordó la historia de que Bedwin estaba enterrado en Kemare Head, quizá directamente encima de la cueva donde él se encontraba, y no tuvo miedo. En la obscuridad, ahora se hallaba rodeado de cordialidad igual que miedo.

Así que Barney no se volvió atrás. Prosiguió, protegiendo su pequeña llama a punto de extinguirse, en la obscuridad que devolvía, con ecos susurrantes, el ruido de sus propios pasos. Y entonces, sobre su cabeza, percibió el ruido más extraño que jamás había oído.

Dio la impresión de proceder de ninguna parte, del aire; un zumbido ronco y misterioso, muy débil y lejano, que, sin embargo, llenaba toda la cueva. Subía y bajaba, como el viento que canta en los árboles y en los hilos del telégrafo. Cuando se le ocurrió este pensamiento, Barney sostuvo la vela en alto y vio que el techo se abría a una especie de chimenea, que se elevaba hasta desaparecer de la vista. Por un instante pensó que veía un punto de luz que se reflejaba abajo, pero su propia luz le deslumbraba y no podía estar seguro. Y se dio cuenta de que el ruido que oía era el viento, muy arriba, que ululaba sobre el agujero en las rocas que habían descubierto aquella mañana. El canto que oía abajo, en la cueva, era el canto del viento sobre Kemare Head.

Casi por casualidad, cuando miraba hacia arriba, vio la repisa. Sobresalía del lado rocoso de la chimenea en el fondo de la cueva; una protuberancia debajo de un hueco, como un armario natural, justo al alcance de su mano. Dentro vio el resplandor de la vela reflejado en algo que no era la roca.

Barney apenas se atrevía a respirar, alargó el brazo y tocó con la mano algo liso y curvado. Le dio unos golpecitos con las uñas y sonó a metal. Lo cogió y lo bajó, parpadeando ante el polvo que se levantó de la repisa. Era una copa, pesada y de forma extraña; tenía un grueso pie y forma de campana como las copas que había visto dibujadas en los libros que hablaban del rey Arturo. Se preguntó cómo podían saberlo los artistas. Le costaba creer que aquello, por fin, fuera el grial.

El metal estaba frío, lleno de polvo y muy sucio, pero debajo de la suciedad tenía un brillo dorado apagado. En la repisa no había nada más.

De pronto la vela empezó a vacilar. Barney notó la cera blanda y caliente y supuso, sobresaltado, que sólo ardería unos instantes más y entonces se quedaría solo en la absoluta obscuridad. Dio la vuelta para tomar la dirección correcta, y se dio cuenta de lo perdido que habría estado de no ser por el hilo que llevaba atado a la cintura. Sólo el hilo le indicaba el camino por donde ir en aquella gran cámara redonda.

Siguió el hilo; éste cayó al suelo y volvió a tensarse. Simon debía de estar tirando de él. Barney cogió el grial con una mano y sostuvo la vela en alto con la otra. El nerviosismo hizo desaparecer todos los temores que había sentido antes.

—¡Simon! —gritó—. ¡Lo he encontrado!

No obtuvo más respuesta que su propia voz, susurrándole desde la cueva vacía:

—… encontrado… encontrado… —Una docena de voces procedentes de todos lados.

Y la luz vaciló y se apagó.

El hilo seguía tenso cuando Barney se asió a él.

—¿Simon? —dijo, inseguro.

Tampoco recibió respuesta. Por un momento vio mentalmente la terrible imagen de Simon sobrecogido e indefenso. Y al otro lado del estrecho paso en la roca, la figura sonriente del señor Hastings, recogiendo el hilo como si estuviera pescando un pez, y esperando…

De pronto Barney notó la garganta seca. Apretó el grial contra su pecho y sintió que el corazón le latía con fuerza. Luego oyó la voz de Simon, baja en la obscuridad, delante y muy ahogada.

—¡Barney! ¿Barney?

Barney alargó el brazo y palpó la roca donde el techo bajaba de pronto.

—Estoy aquí… Simon, lo he encontrado. ¡Tengo el grial!

Pero la voz urgente y ahogada sólo dijo:

—Vamos, sal, rápido.

Barney se puso a cuatro patas, haciendo muecas al notar la presión de las aristas de la roca. Se arrastró con cuidado por la grieta que separaba las dos partes de la cueva, pero se golpeó la cabeza en el techo bajo e irregular. Llevaba el grial en posición vertical ante él, pero chocó con la roca y sonó, para su sorpresa, con una larga nota musical clara como la de una campana.

Vio un débil resplandor que iluminaba el fondo de la abertura, y luego el brillo de una cerilla, y a Simon, agachado y tirando del hilo con su mano libre. Las sombras hacían parecer grandes y obscuros sus ojos, así como alarmados. Miró a Barney mientras salía y lo olvidó todo en cuanto vio la alta copa.

Simon se había ido poniendo cada vez más nervioso, y sólo sentir que Barney se movía en el otro extremo del hilo le impidió meterse él mismo por el agujero. Había permanecido a solas en la obscuridad, aguzando el oído para percibir cualquier sonido, deseando que hubiera luz, pero obligándose a conservar las seis cerillas que quedaban para el viaje de regreso. Le había parecido que transcurría mucho tiempo.

Cogió la copa de las manos de Barney.

—Creía que tendría una forma diferente… ¿qué hay dentro?

—¿Dónde?

—Mira.

Simon metió la mano en la copa y sacó lo que al principio parecía un palo corto, casi tan obscuro por el tiempo como la propia copa. Estaba metido entre los lados, y Barney, con las prisas, no lo había visto.

—Pesa mucho. Me parece que es de plomo.

—¿Qué es?

—Una especie de tubo. Como el estuche del telescopio pero mucho más pequeño, aunque no parece que se desenrosque. A lo mejor se ajusta.

Simon tiró de los dos extremos del tubo y, de pronto, uno de ellos salió como una tapa; dentro vieron un rollo que les pareció reconocer.

—¡Es otro manuscrito!

—O sea que se refería a esto cuando dijo… —Simon se interrumpió. Había cogido una punta del rollo de pergamino en un intento por sacarlo del tubo, y el borde se había deshecho. Apartó la mano con precaución y, en el mismo instante, recordó por qué había instado a Barney a salir con tanta urgencia.

—No podemos tocarlo, es demasiado antiguo. Y, Barney, tenemos que salir de aquí lo antes posible. Jane me ha dado tres tirones justo antes de que volvieras. La marea debe de estar subiendo. Si no nos damos prisa nos quedaremos aislados.

Cuando los chicos desaparecieron en la boca de la cueva, Jane se dispuso a apoyarse en una roca solitaria, entre las húmedas almohadas de algas y la extensión plana de granito que rodeaba el acantilado. Se metió el estuche del telescopio bajo el brazo. Aunque siempre había estado con Simon cuando él lo llevaba, tenía una inquietante sensación de responsabilidad al pensar en lo que había dentro.

Poco a poco fue desenrollando el hilo de pescar. La presión era irregular, como si dentro de la cueva los muchachos avanzaran y se detuvieran de vez en cuando. Jane tenía que estar atenta para que el hilo no se tensara demasiado ni se aflojara.

Hacía mucho calor. Bajo el sol sobre el alto acantilado gris Jane sintió que la piel le quemaba. Incluso la roca en la que se apoyaba estaba caliente, y notaba su calidez a través de la blusa. Detrás de ella, el agua siseaba suavemente al lamer el borde de las rocas que quedaban al descubierto. No se oía ningún otro ruido en aquel solitario lugar, al pie de la punta de tierra con el mar extendiéndose alrededor, y de no ser por el hilo que se movía en sus manos, Jane habría creído que era la única persona que existía en el mundo. Tierra firme y la Casa Gris parecían estar muy lejos. Se preguntó si sus padres habrían regresado de Penzance, y qué pensarían cuando se encontraran la casa vacía, sin ninguna indicación de adonde habían ido.

Pensó en las tres figuras que habían visto dirigirse apresuradamente a Kemare Head, guiados por el espantoso señor Hastings, que al ir vestido de negro y tener las piernas largas parecía un gigantesco insecto. Instintivamente, levantó la mirada hacia el acantilado. Pero no había ningún ruido, ningún movimiento, sólo la gran extensión de roca gris que se inclinaba sobre ella como una permanente amenaza inmóvil, con el casquete de hierba verde en lo alto de la punta de tierra, a unos sesenta metros de altura.

Y entonces el tío abuelo Merry acudió a su mente. ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había ido? ¿Qué podía haber sido tan importante como para que se marchara, ahora que estaban tan cerca del final de la búsqueda? Ni por un instante se le ocurrió a Jane que le hubiera ocurrido algo o que hubiera sido capturado por el enemigo. Recordaba con demasiada claridad la seguridad con la que la había cogido en brazos a medianoche en la punta de tierra: «No se atreverán a seguirnos si yo estoy aquí».

—Ojalá estuvieras ahora aquí —dijo Jane en voz alta, temblando un poco a pesar del calor. No le gustaba que Simon y Barney estuvieran en el interior de la cueva, donde podría haber cualquier cosa acechándoles, donde podrían perderse y no salir jamás, donde el techo podría derrumbarse…

El tío abuelo Merry habría hecho que nada de esto sucediera. Jane consultó su reloj. Eran las cinco y doce, y el hilo que sostenía en la mano aún se movía lenta e irregularmente dentro de la cueva. Dio dos fuertes tirones al hilo. Tras una pausa notó dos tirones más en respuesta, pero débiles. Habían empleado dos terceras partes del hilo; Jane deseaba haberlo medido antes de empezar. El tiempo transcurría despacio; el hilo seguía tirando insistentemente de su mano, avanzando en la obscura entrada, ahora más despacio. El sol brillaba inmóvil en un cielo azul completamente despejado; una leve brisa procedente de ninguna parte levantó las puntas del pelo suelto de Jane.

Jane se apoyó en la roca y dejó vagar sus sentidos, notando el calor del sol en la piel, respirando el aire con olor a rocas mojadas y a algas, y escuchando el suave murmullo del agua. Luego, en una especie de sopor en el que sólo sus dedos se mantenían despiertos, se dio cuenta de que el sonido del mar había cambiado. Se levantó de un salto y giró en redondo. Para su horror, los montones de algas que estaban más cerca del mar subían y bajaban en un oleaje que antes no se producía. Las olas lavaban lo que había sido el borde de las rocas; estaban más cerca, pensó, que antes. La marea empezaba a subir.

Jane sintió que el pánico la invadía. Los últimos centímetros de hilo que quedaban estaban flojos en su mano: los chicos debían de haberse adentrado mucho en la cueva. Asió con fuerza el hilo, enrolló en la mano parte del que quedaba flojo y se acercó a la boca de la cueva para tirar una, dos, tres veces.

No ocurrió nada. Esperó, escuchando el regular ruido de las olas. Luego, cuando las lágrimas empezaban a brotar en sus ojos, notó la señal de respuesta; tres débiles tirones en el hilo que sostenía en la mano. Casi enseguida la tensión disminuyó y el hilo empezó a aflojarse. Jane exhaló un fuerte suspiro de alivio. El hilo iba hacia ella a medida que tiraba de él; despacio al principio y luego más rápido. Por fin salieron Simon y Barney, protegiendo sus ojos de la luz del sol con la mano. —Hola— dijo Simon, aturdido.

Las cerillas se les habían terminado cinco minutos antes de llegar a la luz, y la última parte del camino había sido un viaje de pesadilla en la más absoluta obscuridad, andando a ciegas y confiando en el tacto del hilo para indicarles qué camino estaba despejado. Había hecho ir a Barney delante. Todo el rato tenía la sensación de que el siguiente paso podría hacerle golpearse con la roca o quedarse cara a cara en la obscuridad con alguna cosa sin nombre, y no le habría sorprendido que cuando salieran viera que todo el pelo se le había vuelto blanco.

Jane sólo le miró con una leve sonrisa al tiempo que decía:

—Hola.

—¡Mira! —exclamó Barney levantando el grial.

Jane amplió su sonrisa con placer.

—¡Les hemos ganado! ¡Lo tenemos! Ojalá tío Merry estuviera aquí.

—Me parece que es de oro. —Barney frotó el metal. A la luz del sol, el grial parecía mucho menos mágico que en la misteriosa obscuridad de la cueva; pero, en algunos puntos, debajo de la suciedad se distinguía un brillo amarillo.

—Tiene una especie de dibujo grabado —dijo—. Pero no se ve bien; hay que limpiarlo.

—Es terriblemente antiguo.

—Pero ¿qué significa? Quiero decir, todo el mundo está intentando como un loco apoderarse de él, porque puede decirles algo, pero cuando lo miras no parece que pueda decir nada. A menos que el dibujo sea una especie de mensaje.

—El manuscrito —dijo Simon.

—Ah, sí. —Barney sacó el pequeño y pesado tubo de plomo de la copa y le enseñó a Jane el manuscrito que había dentro—. Esto estaba metido a la fuerza en el grial. Debe de ser continuación de nuestro manuscrito. Apuesto a que es tremendamente importante. Apuesto a que lo explica todo. Pero se rompe sólo de mirarlo. —Tapó con cuidado el tubo.

—Tenemos que llevarlo a casa intacto —dijo Simon—. Me pregunto si hay sitio… un momento. —Cogió el estuche del telescopio de debajo del brazo de Jane y lo desenroscó. Su manuscrito estaba dentro, ocupando la mitad inferior.

Simon cogió el obscuro cilindro de plomo y lo metió con cuidado en el centro del pergamino que estaba en el estuche del telescopio.

—Ya está. ¿Tienes un pañuelo, Jane? Jane se sacó un pañuelo del bolsillo de la blusa. —¿Para qué lo quieres?

—Para esto —dijo Simon, y metió el pañuelo formando una bola en el agujero superior del rollo de pergamino—. Así no se moverá el nuevo. Tendremos que correr, si queremos salir de aquí antes de que nos atrape la marea, y se movería demasiado.

De forma automática, Jane y Barney se volvieron para mirar el mar. Y exactamente en el mismo instante cada uno de ellos ahogó un grito, emitiendo un sonido de puro miedo. Simon había inclinado la cabeza para cerrar el estuche. Levantó los ojos al instante. Las olas estaban levantando las algas a nueve metros de donde se encontraban, pero esto no era lo peor. Jane y Barney, paralizados, miraban más lejos en el mar.

Por un instante, la roca que sobresalía impidió la visión a Simon. Después, también él vio las altas líneas majestuosas del yate Lady Mary, a toda vela, dar la vuelta a la punta de tierra en dirección a ellos. Y también vio la alta figura obscura que estaba de pie en la proa con un brazo levantado, señalando.

—¡Vamos! ¡Rápido! —Agarró a Barney y a Jane que se habían quedado inmóviles por el susto y les empujó hacia delante.

Los tres se alejaron de la cueva y del yate saltando y resbalando por las rocas cubiertas de algas. Barney aferraba el grial con una mano y llevaba los brazos extendidos para conservar el equilibrio; Simon iba con el estuche del telescopio pegado al pecho. Echó una ojeada hacia atrás y vio que la vela principal del yate descendía en la cubierta y un pequeño bote era bajado por la borda.

Barney resbaló y se cayó, y estuvo a punto de hacerles caer a todos encima de él. Ni siquiera entonces se le escapó el grial de la mano, pero golpeó la roca una vez más con la misma nota de antes, como de campana. Se oyó pese al ruido que hacían al chapotear en el agua.

Se levantó con esfuerzo otra vez y se mordió el labio porque le escocía un rasguño que tenía en la rodilla a causa de la sal. Ahora chapoteaban en el agua todo el rato. Las olas eran más grandes y lamían las rocas con cada impulso de la marea ascendente. El agua señalaba los charcos y huecos con algas marrones que iban a la deriva y hacía relucir la roca desnuda con una capa arremolinada que, pronto, se convertiría en una corriente lo bastante fuerte para hacerles caer.

Barney volvió a resbalar y al caer produjo un chapoteo.

—Déjame cogerlo.

—¡No!

Jane le ayudó a ponerse de pie, y la frenética pesadilla de una persecución les hizo ir más deprisa, saltando a ciegas en zigzag sobre las rocas lamidas por el mar. Simon volvió a mirar atrás. Dos figuras iban en un pequeño bote y remaban rápido hacia ellos desde el yate. Oyó los motores del yate que cobraban vida.

—¡Vamos, rápido! —dijo entre jadeos—. ¡Podemos conseguirlo!

Apretaron el paso, medio tropezando, y no se caían gracias sólo a su velocidad. Pero aún no se veía la playa, sólo el mar a un lado y el gran acantilado al otro. Y ante ellos, el largo camino de rocas y algas.

—¡Parad! —Una voz profunda sonó detrás de ellos—. ¡Volved! ¡Estúpidos niños, venid!

—No nos cogerán —dijo Simon entre jadeos, atrapando a Barney cuando estuvo a punto de caerse por tercera vez. Jane iba a su lado, sin aliento, pero corría y tropezaba con la misma desesperada rapidez. Luego, al dar la vuelta a la punta de tierra, apareció ante sus ojos algo que les desalentó por completo.

Era otro bote, ancho como una bañera, que surcaba las olas. El muchacho, Bill, estaba sentado junto al motor en la proa y el señor Withers se inclinaba ansioso delante de él, con su larga melena obscura ondeando al viento. Les vio y lanzó un grito de triunfo, y los niños vieron una mueca horrible en el rostro del muchacho cuando hizo girar el bote en dirección a ellos.

Los niños se pararon, asustados.

—¿Por dónde vamos?

—¡Nos impedirán pasar!

—Pero no podemos volver atrás. ¡Mirad! ¡Los otros van a tierra!

Con el agua en los tobillos, miraron distraídos hacia adelante y hacia atrás. A menos de diez metros al frente, el bote con el señor Withers, que sonreía con perversidad, se dirigía hacia ellos para impedirles el paso, y detrás de ellos el otro bote se mecía muy cerca de las rocas. Estaban atrapados.

—¡Venid aquí! —les gritó de nuevo la voz profunda—. No escaparéis. ¡Venid aquí!

El señor Hastings estaba de pie en el bote, una alta figura negra, con un brazo extendido hacia ellos. Con las piernas separadas para guardar el equilibrio, oscilando con el movimiento del bote, daba la impresión de estar a horcajadas del mar.

—¡Barnabas! —La voz bajó a un hipnótico monótono—. Barnabas, ven aquí.

Jane agarró a Barney del brazo.

—¡No te acerques a él!

—No temas. —Barney estaba asustado, pero no embrujado para obedecer como había hecho antes—. Oh, Simon, ¿qué podemos hacer?

Simon miró hacia arriba del acantilado, preguntándose por un instante si podrían trepar para llegar a un lugar seguro. Pero la cara de granito se elevaba, implacable, muy por encima de sus cabezas. No encontrarían puntos de apoyo ni para ponerse fuera del alcance de sus perseguidores, y se caerían mucho antes de haber llegado a la cumbre.

—Barnabas —se oyó de nuevo la voz, suave, insidiosa—. Sabemos lo que tienes en la mano. Y tú también, Simon. Sí, Simon, especialmente tú.

Simon y Barney apretaron por instinto la mano en la que tenían el manuscrito y el grial respectivamente.

—No son vuestros —dijo la voz más alto, más grosera—. No tenéis derecho sobre ellos. Tienen que volver al sitio al que pertenecen. El señor Hastings les observaba con atención, de pie en el bote esperando el momento adecuado para saltar a las rocas. Sólo le hacían vacilar las algas que se movían y ocultaban el borde de la orilla. Polly Withers iba al timón y hacía esfuerzos por controlar el bote en las crecientes olas. De pronto, Barney gritó:

—No podrán tenerlo. Tampoco es suyo. ¿Por qué lo quieren?

No tienen ningún museo, no creo nada de lo que me han dicho.

El señor Hastings se rió en voz baja. El ruido resonó de un modo misterioso y escalofriante por encima del suave murmullo del mar.

—Nunca ganarán —gritó Simon en tono desafiante—. Jamás.

—Esta vez sí —dijo una voz más ligera detrás de ellos. Se giraron en redondo otra vez. Era Withers. El fueraborda se había parado y el otro bote se aproximaba a ellos con calma mientras Bill palpaba con un remo para encontrar la roca.

Los tres niños se juntaron y pegaron la espalda al acantilado todo lo que pudieron; pero por ambos lados se acercaban los botes. El Lady Mary doblaba lentamente la punta de tierra. Oían sus motores zumbar débilmente, aunque no veían a nadie a bordo.

—Si tuviéramos un bote —dijo Jane, desesperada—. ¿No podríamos nadar?

—¿Para ir adonde?

—¡Debe de haber algo que podamos hacer! —La voz de Barney sonó muy aguda.

—No podéis hacer nada. —La voz ligera de Withers les llegó por encima de las rocas. Se encontraba a menos de cinco metros, en la proa del bote—. Danos el manuscrito. Dánoslo o te lo quitaremos. La marea está subiendo muy deprisa. Debes dárnoslo.

—¿Y si no lo hacemos? —preguntó Simon, rebelde.

—Mira el mar, Simon. No podéis volver por donde habéis venido. Mira la marea. Estáis atrapados. No podéis ir a ningún sitio a menos que vengáis con nosotros.

—Tiene razón —susurró Jane—. ¡Mira! —Señaló. Un poco más adelante, el mar ya lamía el pie del acantilado.

—¿Dónde está tu bote, Simon? —preguntó una voz burlona.

—Tendremos que rendirnos —dijo Simon, abatido y enojado;

—No corras, Simon. Podemos esperar. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Oyeron que el muchacho se reía al otro lado del bote.

—Nos han cogido.

—Oh, piensa… piensa… no podemos rendirnos ahora. —Piensa en el tío abuelo Merry.

—Es una lástima que no hayamos pensado en él al principio —dijo Simon con fiereza—. No sirve de nada, voy a decir que nos rendimos.

—¡No! —exclamó Barney con presteza, y antes de darse cuenta de lo que ocurría había arrebatado a Simon el estuche con los manuscritos y salpicando agua fue por las rocas hasta el borde del mar. Sostuvo en alto el reluciente estuche en una mano y en la otra el grial, y miró furioso al señor Hastings.

—Si no nos recogen y nos dejan llevarlos a casa, los tiraré al mar.

—¡Barney! —gritó Jane. Pero Simon la contuvo, escuchando. El señor Hastings no se movió. Se quedó mirando con calmada arrogancia la pequeña y frágil figura de Barney, y cuando habló, su voz profunda era más fría que nunca:

—Si lo haces, Barnabas, tendré que dejaros ahogar a ti, a tu hermano y a tu hermana.

No les cabía duda de que decía la verdad. Pero Barney se dejó llevar por una apasionada indignación y estaba decidido a no creer nunca más nada de lo que dijera el señor Hastings. Sabía que si lo hacía una vez, volvería a quedar hechizado.

—¡Lo haré, lo haré! ¡Si no me lo prometen, lo haré! —Levantó el grial en su mano derecha, flexionando los músculos para arrojarlo. Simon y Jane ahogaron un grito.

El mundo entero pareció detenerse y centrarse en torno a un hombre corpulento vestido de negro y un niño pequeño: una voluntad contra la otra, salvado Barney por su propia furia de la fuerza plena que poseía la autoritaria mirada que se clavaba en sus ojos. Entonces el señor Hastings hizo una mueca y lanzó un grito entrecortado. —¡Withers!

Y a partir de aquel momento, para los niños, el mundo entró en una irrealidad y no pareció haber motivo en nada de lo que sucedió.

A ambos lados, Norman Withers y el señor Hastings hicieron ademán de zambullirse en dirección a Barney. Simon gritó:

—¡Barney, no lo hagas! —y se precipitó hacia él para cogerle el brazo extendido. Withers, que estaba más cerca, saltó del bote a las rocas, dejando el bote oscilando rápido mientras Bill se agarraba, frenético, al timón. Pero cuando el pie llegó a donde tenía que estar la roca, vio que la maldad de su rostro se transformaba en alarma mientras agitaba los brazos y desaparecía bajo el agua.

Había saltado en el hoyo que quedaba oculto entre las rocas: la cavidad que en la marea baja había quedado llena de agua y que ahora, con la marea alta, lo estaba mucho más. Jane, que se pegó aún más al acantilado, se estremeció de horror al darse cuenta de que los tres habrían caído de cabeza allí si hubieran avanzado otro metro.

Withers salió a la superficie, tosiendo y escupiendo, y Barney vaciló, con el grial aún levantado. El señor Hastings saltó a las rocas sin caerse y se le acercó por el otro lado con largas zancadas, las cejas obscuras como una barra amenazadora en su rostro y una horrible sonrisa en los labios. Simon se zambulló, desesperado, y fue apartado por un largo brazo; pero al caer se agarró a la pierna del hombre que tenía más cerca y le hizo resbalar en las rocas mojadas.

A pesar de su altura, el señor Hastings se movía como una anguila. En un instante volvió a estar de pie, agarrando con una manaza el brazo de Simon y, con un cruel y rápido movimiento, se lo retorció hacia atrás y hacia arriba hasta que el niño gritó de dolor. La muchacha del bote se rió suavemente. No se había movido desde el principio. Jane la oyó y sintió odio hacia ella, pero se quedó hechizada por la expresión de concentrada crueldad del rostro que se cernía sobre ella. Era como si algo monstruoso resplandeciera detrás de los ojos del señor Hastings, algo no humano que la llenó del horror más grande y espantoso que jamás había experimentado.

—Bájalo, Barnabas —dijo el señor Hastings jadeando—. Deja el manuscrito o le romperé el brazo.

Simon se retorció y forcejeó y le dio patadas, pero luego ahogó un grito y se quedó inerte cuando el hombre tiró brutalmente de su brazo hacia arriba y el dolor le invadió como si tuviera agua hirviendo en la sangre. Pero antes de que Barney, con el rostro contraído de preocupación, pudiera moverse siquiera, un gran grito procedente del yate surcó el aire. Una voz tosca gritó con angustia:

—¡Señor!

En el mismo instante oyeron un nuevo ruido por encima del bajo palpitar de los motores del yate en espera: un zumbido estridente que cada vez era más fuerte y se oía más cerca. De pronto vieron que doblaba la punta de tierra, desde Trewissick, un reluciente arco de salpicaduras producidas por la proa de una lancha motora. Iba a gran velocidad y pasó por el lado de mar del yate hacia el lugar donde ellos se encontraban. Y a través de las salpicaduras vislumbraron la única figura que conocían que era tan alta como el señor Hastings y tenía el conocido mechón de pelo blanco.

Jane dejó escapar un suspiro de alivio.

—¡Es tío Merry!

El señor Hastings gruñó y soltó a Simon de pronto, lanzándose desesperado hacia Barney. Este le vio a tiempo y se agachó.

Bill, en el bote, puso el motor en marcha; luego saltó a las rocas, resbaló, pero llegó a salvo. Sólido y amenazador al lado de la gigantesca altura del hombre vestido de negro, les miró a la cara y se agachó ligeramente. Como bailarines en un minueto los dos avanzaron, despacio para no caerse, y los niños se agazaparon en el acantilado.

La lancha motora rugió produciendo grandes estelas. En cuestión de segundos estuvo al lado de la punta de tierra. El ruido del motor se convirtió en un latido más profundo y el bote se acercó despacio. Mirando temerosa por encima del hombro de Bill, Jane vio a tío Merry de pie junto a la figura del señor Penhallow, que estaba inclinado sobre los controles.

Con el alivio que sintió, Jane se olvidó de todo y se precipitó hacia el borde de las rocas, pilló al muchacho por sorpresa, que hizo ademán de agarrarla demasiado tarde, perdió el equilibrio y cayó sobre el señor Hastings. El hombre gruñó furioso e hizo un último intento de llegar hasta Barney, que ahora estaba con los brazos bajados en actitud de indefensión.

Pero Simon, reuniendo las fuerzas que le quedaban, arrebató el grial y el largo cilindro a su hermano y se alejó hacia el borde de las olas.

Gritó con apremio:

—¡Tío Merry!

Cuando su tío abuelo se volvió, levantó el brazo y lanzó el grial con todas sus fuerzas hacia la lancha motora, observando con gran ansiedad para ver si lograba su objetivo. En los controles, el señor Penhallow hacía esfuerzos para mantener el bote estable. La extraña copa en forma de campana surcó el aire, resplandeciendo bajo el sol, y el tío abuelo Merry se lanzó a un lado con los brazos extendidos hacia delante como un portero de fútbol y la atrapó cuando descendía para caer al agua.

—¡Cuidado! —gritó Barney.

El señor Hastings se giró en redondo hacia Simon cuando éste echaba el brazo atrás para enviar el manuscrito después de la copa, y se apartó de un salto para salir de su alcance. Lanzó el estuche, pero al soltarlo, el señor Withers se levantó en el bote y se abalanzó hacia fuera con un remo en un torpe intento de interceptarlo.

Jane lanzó un grito.

El remo golpeó el estuche en pleno vuelo. Withers soltó un aullido de triunfo. Pero se convirtió en uno de terror cuando el largo y pesado estuche rebotó, a causa de la fuerza con que lo había lanzado Simon, y se partió en el aire. Las dos mitades se alejaron del bote formando espirales y desparramando fragmentos del conocido manuscrito que habían examinado tan a menudo: vieron salir el pequeño estuche de plomo que habían encontrado en la cueva, que cayó al mar como una piedra; y casi al mismo tiempo, las dos mitades del estuche del telescopio, con el deteriorado pergamino, dieron en el agua y desaparecieron. Los fragmentos de pergamino no flotaron; se hundieron enseguida, como si se hubieran disuelto. No quedó nada más que el pañuelo de Jane, que se mecía en las olas.

Y en aquel momento la sangre se les heló a todos, cuando un sonido inhumano como el aullido de un animal resonó por encima del mar. Era el segundo largo aullido que oían aquel día, pero no era igual que el primero. El señor Hastings levantó la cabeza como un perro y lanzó un fuerte grito de dolor, de miedo y de rabia. Dio dos largos saltos desde el borde de las rocas y se zambulló en el agua, en el lugar donde había caído el estuche.

Todos se quedaron mirando fijamente la luz del sol que danzaba en el agua que se cerró sobre su cabeza y, salvo por el zumbido de los motores y el mar, no se oyó nada. Un movimiento junto al yate hizo desviar su mirada, y vieron que la chica era izada a bordo y que el bote se había quedado abajo.

Bill estaba tan inmóvil como los niños, mirando boquiabierto el mar, que a la luz del atardecer se estaba tiñendo de un tono dorado. Entonces Withers le gritó, dando bandazos en el bote al dirigirse hacia la lancha motora, y cuando el bote se acercó el muchacho se arrojó a bordo.

Los niños seguían observando. Nadie se movió tampoco en la lancha motora, que se mecía hacia las rocas. El bote se alejó, zumbando como una avispa furiosa, y luego, a su lado, vieron una obscura cabeza que afloraba a la superficie y oyeron unas ásperas respiraciones desesperadas. El bote redujo la marcha y el hombre y el muchacho que iban en él subieron a la alta figura a bordo. No llevaba nada en la mano.

El señor Hastings yacía en el suelo del bote, tosiendo y jadeando, pero levantó la cabeza, con el largo cabello negro pegado a la frente como una máscara, y tendió una mano a Withers para levantarse. Con el rostro contraído por la rabia y el odio, miró al tío abuelo Merry.

Estaba de pie en la lancha motora con una mano en el parabrisas mientras con la otra sostenía el grial; el sol que le iluminaba por detrás le hacía resplandecer el cabello blanco. Estaba tan erguido que por un instante pareció una extraña criatura de las rocas y el mar. Les gritó, con una fuerte voz que resonó en los acantilados, unas palabras en una lengua que los niños no entendieron, pero en un tono que les hizo estremecer.

Y la obscura figura del otro bote dio la impresión de encogerse al oírla, desapareciendo de él toda la amenaza y el poder que antes tenía. De pronto estaba ridículo con su ropa negra empapada y parecía que su tamaño había menguado. Los tres que estaban en el barco se quedaron callados y quietos, mientras el bote regresaba al yate. Los niños se rebulleron. —¡Caramba!— susurró Barney. —¿Qué habrá dicho?

—No lo sé.

—Me alegro de no saberlo —dijo Jane lentamente.

Observaron a las tres figuras subir al yate y casi enseguida el motor zumbó más fuerte y el largo casco blanco del Lady Mary se alejó. El fuera borda se arrastraba detrás, pero el otro bote quedó en el agua, vacío, meciéndose en las olas.

El yate cruzó la bahía, pasó por delante del puerto de Trewissick y siguió por la costa, hasta que sólo fue una pequeña forma blanca en el dorado mar. Y cuando todos se hallaron a bordo de la lancha motora, volvieron a mirar y ya había desaparecido.