Capítulo 13

La Casa Gris se hallaba tranquila y vacía como cuando la habían dejado.

—¡Barney! —gritó Simon por la escalera—. ¿Barney? —Su voz era insegura.

—No puede estar dentro —dijo Jane—. La llave aún está en el escondrijo. ¡Oh!, Simon, ¿qué le habrá pasado? —Se volvió, ansiosa, hacia la puerta abierta y miró colina abajo.

Simon cruzó el obscuro vestíbulo para ir a reunirse con ella al sol.

—No nos habrá visto en el puerto.

—Pero habría venido a casa. No hay un alma allí abajo, todo el mundo ha ido tras la banda. El horrible Bill ha pasado por nuestro lado. ¿No pensarás que…?

—No —se apresuró a responder Simon—. De todos modos, Rufos va con Barney. No se meterá en problemas. Espera un poco, seguro que pronto estará aquí. Supongo que ha encontrado a tío Merry y nos están buscando.

Volvió a entrar en la casa y Jane gritó, llena de contento:

—¡Mira! ¡Tienes razón!

Rufus subía por la colina hacia ellos, una veloz raya pelirroja sobre el asfalto gris. Pero no veían a nadie detrás. Jane le llamó; el animal levantó el hocico y trotó más deprisa, y entró en la casa pasando entre las piernas de los niños. Entonces se quedó frente a ellos, con la lengua fuera como una larga cinta colgante. Pero tenía el rabo entre las patas y no saltaba ni ladraba de placer como solía hacer cuando volvía a casa.

—No hay señales de Barney. —Jane entró despacio. Miró a Rufus—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

El perro no le hizo caso. Se quedó donde estaba, apático. Incluso después de darle agua y de llevarle a la habitación que daba al puerto siguió sin dar muestras de saber que estaba en casa. Era como si estuviera pensando en algo diferente.

—Espero que sea el calor —dijo Simon. Parecía poco convencido—. Vamos, no podemos hacer nada salvo esperar. El yate sigue en el puerto.

—Esto no significa nada —dijo Jane en tono de desaliento.

—Bueno, sí. —Pero Simon no pudo explicar la razón. Jane le había cogido el brazo, nerviosa. Simon vio que ella miraba fijamente a Rufus.

Después no supieron explicarlo. Fue como si Rufus hubiera estado escuchando algo y por fin hubiera captado lo que esperaba, aunque ellos no habían oído nada. El perro levantó la cabeza, con los ojos muy abiertos, y se levantó despacio de un modo más parecido al de un anciano que al de un perro. Tenía las orejas erguidas y el hocico levantado, señalando algo que ellos no veían. Echó a andar, muy despacio, hacia la puerta.

Como hipnotizados, Simon y Jane le siguieron. Rufus salió al vestíbulo y fue hacia la puerta principal, donde se quedó esperando. No volvió la cabeza. Simplemente, se quedó allí, rígido, mirando la puerta, como si estuviera seguro de que ellos sabían lo que quería que hicieran.

Simon abrió la puerta mirando, nervioso, la larga espalda rojiza del animal, y él y Jane se quedaron en el umbral contemplando asombrados a Rufus, que cruzó la carretera con paso majestuoso. Cuando llegó al otro lado, saltó al muro que separaba la carretera del desnivel de dieciocho metros que había hasta el puerto y se quedó allí sobre las patas traseras, mirando hacia el mar.

—No irá a saltar, ¿verdad? —preguntó Jane, alarmada, en un susurro.

Y entonces oyeron algo que jamás olvidarían.

Barney sabía, vagamente, que le habían sacado de la gran casa silenciosa y se lo habían llevado en un coche, y que ahora andaban en grupo con el ruido del mar cerca. Pero no estaba seguro de cuántos eran ni sabía a donde le llevaban. Desde el momento en que en la habitación en sombras aquellos ojos obscuros le habían mirado fijamente a la cara, había sido consciente únicamente de que debía hacer lo que le pidieran. Ya no tenía pensamientos propios; era una sensación extraña, relajada, como si estuviera cómodamente adormecido. No podía haber ninguna discusión. Ninguna pelea. Sólo sabía que la figura alta y obscura que caminaba a su lado, luciendo un sombrero negro de ala ancha, era su amo.

Amo… ¿quién había utilizado esta misma palabra aquel día?

—Vamos, Barnabas —dijo la voz profunda—. Hemos de darnos prisa. La marea está subiendo y tenemos que llegar al yate.

Llegar al yate, se dijo Barney soñoliento, vamos al mar… era el mar lo que olía, el agua que lamía el puerto de Trewissick.

Lejos, como si proviniera de una gran altura, oyó la voz apremiante de Polly Withers que decía:

—Alguien podría vernos desde la carretera, allá arriba, en la casa. Nos verán, sé que nos verán.

—Polly —dijo la voz profunda, despacio—, soy yo el que ve. Nuestra vieja amiga de Cornualles ha hecho bien su trabajo, no habrá nadie allí arriba. Y si los otros dos niños han ido… bueno, ¿qué podemos temer de ellos?

En algún lugar, el señor Withers se rió suavemente de un modo siniestro.

Barney siguió andando, como una máquina. El aire era cálido y denso; sentía el calor del sol en la cara. Les había oído hablar sin parar desde que habían salido de la casa, pero nada de lo que habían dicho tenía ningún significado para él. No estaba asustado; se había olvidado de Simon y de Jane. Era como si estuviera flotando, observando con leve interés su cuerpo que caminaba, sin sentir nada.

Y entonces, de pronto, se oyó aquel sonido.

En el aire, sobre sus cabezas, un perro aulló: una nota larga y horripilante, tan inesperada y angustiada que por un instante todos se pararon en seco. El aullido resonó en todo el puerto, un gemido inhumano, paralizante, que contenía toda la alarma y el terror que ha existido jamás en el mundo. Incluso el señor Hastings se quedó inmóvil, escuchando.

Y el Barney que estaba fuera de Barney, casi flotando en el aire, sintió que aquel sonido le despertaba con un salvaje empujón. Levantó la mirada y vio a Rufus en lo alto, de pie, recortada su silueta sobre el cielo, mientras el sonido aún le salía de la garganta, y de pronto supo dónde estaba y que tenía que huir.

Giró sobre sus talones, agachó la cabeza bajo los brazos que intentaron cogerle demasiado tarde y echó a correr por el muelle hacia la carretera. La colina estaba vacía, pues toda la gente estaba en el desfile de carnaval, y ya se encontraba a veinticinco metros del grupo del muelle que, confundido, tardó un poco en ponerse en movimiento para perseguirle. Oyó los gritos y los pasos detrás de él, y se precipitó colina arriba hacia la Casa Gris.

Simon y Jane miraban perplejos desde los escalones de la casa. De pronto habían oído el escalofriante aullido de Rufus; luego, vieron a Barney y a cuatro figuras amenazadoras que iban pisándole los talones. Instintivamente, bajaron los escalones hacia él y se encogieron alarmados al oír el peor sonido que podían oír: detrás de ellos, la puerta de la Casa Gris se cerró con la llave dentro.

Barney llegó hasta ellos tambaleándose, y Rufus bajó de un salto del muro. Jane dijo, presa del pánico: —¿Por dónde?

Simon se volvió frenético hacia la gran puerta de madera que constituía la entrada lateral de la Casa Gris; a menudo la dejaban cerrada con llave. Cogió el picaporte, con el corazón latiéndole con fuerza. El alivio le inundó cuando la puerta se abrió. —¡Rápido!— gritó.

Las cuatro figuras que perseguían a Barney se encontraban a pocos pasos. Jane y Barney entraron a toda prisa, con Rufus entre las piernas. La pared pareció temblar cuando Simon la cerró de golpe y pasó los tres grandes cerrojos de hierro. Corrieron por el estrecho y frío callejón que había entre el lateral de la Casa Gris y la casa contigua y se pararon cuando llegaron al final. Fuera, oyeron ruido de pasos hasta la puerta. Vieron que el picaporte se levantaba cuando alguien lo tocó al otro lado. La puerta no se abrió y oyeron un fuerte golpe en la puerta. Después, silencio. —¿Y si trepan por la pared?— susurró Jane, asustada.

—No podrían —le respondió Simon también en susurros—. Es demasiado alta.

—¡A lo mejor tiran la puerta abajo!

—Esos cerrojos son muy fuertes. Y podría verles alguien y sospechar… Escuchad. Se han ido.

Los tres aguzaron el oído. No se oía ningún ruido procedente de la puerta del otro extremo del callejón. Rufus les miró con interrogación y lanzó un gemido.

—¿Qué hacen? Seguro que están tramando algo.

—¡Rápido! —dijo Simon, decidido—. Tenemos que salir de aquí antes de que ellos tengan tiempo de ir por detrás. Pronto nos tendrán rodeados.

Presas del pánico corrieron al pequeño jardín trasero y atravesaron la hierba que les llegaba a las rodillas hasta el seto del fondo. Rufus saltaba alrededor de ellos, alegre, y daba saltos para lamer la cara de Barney. Parecía haber olvidado el extraño impulso que le había hecho lanzar aquel largo aullido y ahora se comportaba como si todo hubiera sido un gran juego.

—Espero que el perro se quede callado —dijo Jane, ansiosa.

Simon atisbó por una abertura del seto.

—Lo hará —dijo Barney. Se inclinó y pasó un mano suavemente sobre el largo hocico de Rufus, hablándole en un murmullo.

Simon se irguió.

—No hay moros en la costa. Vamos.

Uno a uno salieron del jardín a la carretera que se curvaba detrás de las casas desde el puerto, por el borde de Kemare Head.

—¡Oh! —exclamó Jane, angustiada—, si al menos supiéramos adonde ha ido tío Merry.

Barney preguntó, horrorizado:

—¿No le habéis encontrado? ¿Y la señora Palk?

—No, no le hemos encontrado. Hemos visto a la señora Palk, pero no hemos podido acercarnos a ella de tanta gente como había. ¿Tú no les has visto? ¿Por qué te perseguían? ¿De dónde venías? Creíamos que había ocurrido algo espantoso cuando hemos visto a Rufus volver solo, pero no sabíamos dónde buscarte.

—Un momento —dijo Barney. La fuerte impresión que había tenido al despertar de su encantamiento se estaba convirtiendo en una gran turbación. Una docena de cosas que había oído durante la última hora acudieron ahora a su mente; y cuando empezó a comprender su significado, se alarmó aún más.

—Simon —dijo con impaciencia—, tenemos que encontrar el grial. Ahora mismo. Aunque no esté el tío abuelo Merry. No hay tiempo para buscarle ni esperarle ni nada. Creo que están muy cerca de él. Pero no del todo, por esto me querían a mí.

—Lo primero que tenemos que hacer es salir de aquí. —Simon miró alrededor, frenético—. Podrían subir desde el puerto por cualquier lado. Tenemos que salir de la carretera y escondernos en aquel campo que hay detrás de la punta de tierra. El terreno allí no hace pendiente y quedaremos ocultos.

Cruzaron la carretera y salieron a los campos que había al pie de Kemare Head. El sol resplandecía aún y el calor apretaba. Pero ni siquiera Jane se preocupaba por si cogían una insolación.

Cuando llegaron al seto de atrás del primer campo, oyeron voces. Atravesaron apresurados el seto, sin pararse a mirar alrededor, y se echaron de bruces en la larga hierba del otro lado. Barney deslizó el brazo sobre el lomo de Rufus, pero el perro se quedó quieto, con la larga lengua rosada fuera.

Nadie vio de dónde venían, pero de pronto en la carretera se encontraban las tres figuras. El señor Withers un poco encorvado, mirando a un lado y a otro con rapidez; el muchacho, Bill, andando con aire beligerante con su camisa de vivos colores; y destacándose entre ellos, la alta y amenazadora figura vestida de negro, una pincelada obscura en aquel caluroso día de verano. Sin dejar de mirarles, Simon pensó con desesperación en el día en que le persiguieron por aquella solitaria carretera; y apartó los ojos del hombre.

—La chica no está con ellos —siseó Barney—. Debe de estar vigilando la parte delantera, por si intentamos salir otra vez por allí. En la carretera, el pequeño grupo permaneció unos instantes sin saber qué hacer. Bill se volvió y escrutó el campo, mirando directamente hacia el seto. Los tres niños se pegaron más al suelo, sin atreverse apenas a respirar. Pero Bill desvió la mirada de nuevo, aparentemente satisfecho. Withers también miró hacia el campo y le dijo algo. El muchacho negó con la cabeza.

La figura alta vestida de negro se había mantenido un poco apartada, inmóvil. Era difícil decir en qué dirección miraba. De pronto levantó un brazo, señalando hacia la mole de Kemare Head. Parecía hablar con impaciencia.

—¿Qué van a hacer? —susurró Jane. Empezaba a sentir un calambre en la pierna derecha y tenía ganas de moverse.

—Si van al extremo de la punta de tierra estamos perdidos —dijo Simon, abatido.

—¿Cuántos son, por amor de Dios? El hombre alto…

Jane le miró fijamente a través de las irregulares aberturas del seto. No le veía la cara, pero estaba empezando a tener una fría sensación de familiaridad. Luego, mientras le miraba, el hombre se quitó el ancho sombrero negro un momento para pasarse la mano por la frente y de pronto Jane reconoció la forma de la cabeza con el espeso cabello negro. Las ramitas y las hierbas y la luz del sol giraron como un torbellino antes sus ojos y Jane cogió el brazo de Simon.

—¡Simon! ¡Es él otra vez!

—Lo sé —dijo Simon—. En cuanto ha dado la vuelta a la esquina lo he sabido.

—Es el jefe de todos ellos —susurró Barney con el mismo tono de alarma—. Se llama Hastings.

—Eso es —dijo Jane débilmente—. Hastings. El vicario.

Barney se removió un poco en la hierba para mirarla.

—No es el vicario.

—Lo es. Le vi en la vicaría, te acuerdas…

—¿Es una casa como complicada por dentro, muy descuidada? —preguntó Barney despacio—. ¿Con un largo sendero y una habitación llena de libros?

Ahora le tocó a Jane mirarle fijamente.

—Recuerdo haber dicho lo de los libros, pero no mencioné el sendero. ¿Cómo…?

Barney dijo con la mayor convicción:

—No me importa lo que tú digas, no es el vicario. No sé lo que es, pero no es vicario. No puede serlo. Hay algo bestial en él. Tiene todo lo que tío Merry dijo que tenían los del otro bando, se nota al mirarle. Y dice cosas…

—¡Abajo! —espetó Simon. Todos agacharon la cabeza y se quedaron callados un largo momento; el sol les daba en la espalda y les quemaba la piel de detrás de las rodillas, y la fría y larga hierba les hacía cosquillas en las mejillas. Rufus se agitó y gruñó pero volvió a quedarse quieto. Se había quedado dormido.

Al cabo de un rato Simon, nervioso, levantó la cabeza unos centímetros, pero no oyó más que la llamada de una lejana gaviota en lo alto. Había visto que las tres figuras daban media vuelta y cruzaban el campo, y por un instante pensó que estaban atrapados. Pero ahora no había nadie en la carretera, donde antes estaba el grupo, ni en el silencioso campo.

—¡Se han ido! —susurró exultante. Barney y Jane también levantaron la cabeza, despacio y con cautela.

—¡Mirad! —Jane se apoyó en un codo y señaló hacia la costa. Estaban allí, la alta figura vestida de negro y las otras dos más pequeñas, una a cada lado, alejándose de la vista por Kemare Head.

—¡Oh! —Barney rodó sobre la espalda y gimió con desesperación—. Estamos perdidos. ¿Cómo saldremos ahora de aquí?

Jane se sentó, haciendo una mueca al estirar las entumecidas piedras. Dijo, abatida:

—No sé qué vamos a hacer. No podemos hacer nada. Encontramos el grial, pero no podemos llegar hasta él. Si hay una entrada está bajo el mar, y el agujero que encontramos arriba es demasiado pequeño para pasar por él aunque tuviéramos una cuerda.

Barney dijo gimiendo:

—Pero ellos podrán hacerlo. Sé que lo harán. Ese hombre puede hacer cualquier cosa, da la impresión de tener las cosas planeadas antes incluso de que sepa que van a suceder. Y si encuentran el agujero en las rocas…

—Pero no podrán bajar más que nosotros —razonó Jane—. Y tampoco podrían entrar por abajo, a menos que en el yate tengan trajes de submarinismo. De todos modos —añadió sin convicción—, no estamos absolutamente seguros de que el grial esté allí.

—¡Claro que sí lo estamos! —exclamó Barney con creciente frustración—. Tenemos que detenerles. Aunque nosotros no podamos hacer nada, tenemos que detenerles a ellos.

—No seas tonto —dijo Jane, irritada por la decepción—. Tendremos que dejarles y quedarnos fuera de su alcance hasta que encontremos al tío abuelo Merry. No podemos hacer nada.

—Podemos hacer una cosa —dijo Simon. La voz le sonó ahogada y brusca, como siempre que trataba de no mostrarse optimista. Los demás le miraron y Jane alzó una ceja en gesto de escepticismo. Simon no dijo nada. Estaba sentado abrazado a sus rodillas, mirando al otro lado del campo con preocupación.

—Bueno, va, dilo.

—La marea.

—¿La marea? ¿Qué quieres decir?

—La marea está baja.

—Sí, ¿qué tiene eso de maravilloso? Ya sabemos que está baja-dijo Barney. —Ya has visto cómo estaba el puerto.

Pero Simon no escuchaba.

—Jane, ¿recuerdas lo que ha dicho el señor Penhallow del puerto? ¿Lo de la marea baja?

—Ah, sí. —Jane empezaba a parecer menos triste—. Sí, eso es. Hoy baja mucho, ha dicho… la marea de primavera… dar la vuelta a las rocas…

—Se puede dar la vuelta a las rocas —dijo Simon.

—¿Y qué? —preguntó Barney.

—Si pudiéramos dar la vuelta a las rocas —dijo Simon con atenta paciencia—, podríamos dar la vuelta a la parte inferior de Remare Head.

Jane le interrumpió, pues le había comprendido.

—Y la cueva, la entrada sumergida… cuando esta mañana hemos oído el rumor del mar por el agujero, la marea estaba alta. O sea que las olas aún cubrían la entrada. Pero ¿no lo ves, Barney? Como hoy hay una marea baja especial, si deja al descubierto todas las rocas que hay allí, tal vez deje ver la entrada también, y podríamos entrar.

La cara de Barney era una cómica mezcla de expresiones: el desconcierto se convirtió en excitación y después en alarma.

—¡Caramba! ¡Vamos, pues! —Se puso en pie de un salto y luego gimió—. ¡No podemos! Uno de ellos está vigilando el puerto y los otros tres la punta de tierra. ¿Cómo vamos a bajar allí sin que nos vean?

—Ya he pensado en eso también. —Simon estaba henchido de orgullo—. Hace un minuto. Está el otro lado. La bahía del otro lado de la punta de tierra, donde nos bañamos. Podemos atravesar los campos desde aquí sin que nos vean, a menos que estén en las piedras verticales mirando en esa dirección. Si miran abajo, estamos perdidos, pero es la única manera que se me ocurre.

—No mirarán —dijo Jane, segura de sí misma—. No esperarán que vayamos por allí. Estarán vigilando el lado del puerto.

—Vamos, hemos de ser rápidos. Más rápidos que nunca. La marea aún estaba bajando cuando estábamos en el puerto, creo, pero puede cambiar en cualquier momento. Ojalá supiera exactamente cuándo.

Barney, con Rufus saltando a su alrededor otra vez, ya estaba a varios metros. Se paró de pronto, con aspecto preocupado, y se volvió lentamente.

—Todavía queda el tío abuelo Merry. Ahora sí que nunca nos encontrará. Estará muy preocupado.

—No le ha preocupado mucho si nos preocuparíamos nosotros cuando esta mañana ha desaparecido —dijo Simon, lacónico.

—Sí, pero de todos modos…

—Oye —dijo Simon—. Soy el mayor y estoy al mando. O vamos a buscar a tío Merry o el grial, Barney, no hay tiempo para las dos cosas. Y yo digo que vayamos por el grial.

—Yo también-dijo Jane.

—Bueno —dijo Barney, y siguió andando por el campo, aliviado en secreto de poder aceptar órdenes. Le parecía que ya había tenido suficiente de ser el héroe solitario aquel día para años, así que sus sueños particulares de osados caballeros que actuaban en solitario con una reluciente armadura jamás volverían a ser lo mismo.

Los tres estaban acalorados y jadeantes cuando llegaron a la playa de la cala siguiente a Trewissick, al otro lado de Kemare Head. Pero, para su alivio, vieron que la marea aún no había empezado a subir.

El mar parecía estar a kilómetros de distancia, después de una gran extensión de arena plateada sin huellas bajo el sol, y cuando miraron anhelantes el lado de la punta de tierra vieron que había rocas al descubierto desde su base. Hasta entonces, las olas siempre habían golpeado el acantilado, incluso con la marea más baja.

Sus pies se hundieron en la suave arena seca de la playa. Barney se inclinó y empezó a desabrocharse una sandalia.

—Un momento, quiero quitarme los zapatos.

—¡Oh, vamos! —dijo Simon impaciente—, tendrás que volver a ponértelos cuando lleguemos a las rocas.

—No me importa, voy a quitármelos de todos modos. Además, estoy cansado.

Simon gimió y se dio unos golpes en la rodilla con el estuche del telescopio, exasperado. Ahora estaba más decidido que nunca a llevar el manuscrito a todas partes, y el estuche estaba caliente y húmedo en su mano.

Jane se sentó en la arena al lado de Barney.

—Venga, Simon, descansemos cinco minutos. No nos hará daño, y yo también tengo mucho calor.

No de muy buena gana, Simon dejó que sus rodillas cedieran y se desplomó para tumbarse de espaldas. El sol le deslumbraba y se volvió rápidamente.

—Vaya día. Me iría bien un baño. —Miró hacia el mar con ganas de bañarse, pero sus ojos se desviaron de nuevo hacia las rocas.

—Están aún más al descubierto de lo que creía. Mirad, será fácil dar la vuelta al acantilado. En algunos sitios está bastante mojado, donde la marea deja un poco de agua, pero será fácil pasar por allí.

—O sea que vosotros también tendréis que quitaros los zapatos —dijo Barney, triunfante. Se colgó las sandalias al cuello por las correas y hundió los dedos de los pies en la arena, mirando las gaviotas que volaban en círculos y gritaban en lo alto. De pronto se puso tenso—. ¡Escuchad!

—Yo también lo he oído —dijo Simon, levantando los ojos con curiosidad—. Qué raro, parecía una lechuza.

—Era una lechuza —dijo Barney, mirando hacia el altísimo lado de la punta de tierra—. Yo vengo de allí arriba. Creía que las lechuzas sólo se oían por la noche.

—Así es. Y si salen durante el día son atacadas en masa por todos los demás pájaros, porque se comen a sus polluelos. Lo estudiamos en el colegio.

—Bueno, pues al parecer las gaviotas no se han dado cuenta —dijo Barney. Miró hacia las obscuras manchas que surcaban el cielo perezosamente. Luego miró en torno a la playa—. ¡Eh!, ¿dónde está Rufus?

—Por ahí. Hace un momento estaba aquí. —No está—. Barney se puso en pie. —¡Rufus! ¡Rufus! —Emitió un silbido, la nota larga y armoniosa a la que el perro siempre respondía. Oyeron un ladrido detrás de ellos y se volvieron hacia el campo en declive y vieron a Rufus en el borde de la hierba, de espaldas al mar pero con la cabeza vuelta para mirarles a ellos.

Barney volvió a silbar y se dio unas palmadas en la rodilla. El perro no se movió. —¿Qué le ocurre?

—Parece asustado. ¿Se ha hecho daño?

—Espero que no. —Barney corrió por la playa y cogió a Rufus por el collar mientras le acariciaba el cuello. El perro le lamió la mano—. Vamos, muchacho —dijo Barney con voz suave—. Venga, vamos. No pasa nada. Vamos, Rufus. —Tiró con suavidad del collar, retrocediendo hacia Simon y Jane. Pero el animal no se movió. Gimió, tirando para apartarse de la playa; tenía las orejas erguidas y cuando Barney tiró con más impaciencia del collar, volvió la cabeza y gruñó en voz baja a modo de advertencia.

Desconcertado, Barney aflojó la mano. Al hacerlo, el perro de pronto dio un brinco como si hubiera oído algo, volvió a gruñir y se soltó para alejarse corriendo por la hierba. Barney le llamó, pero el animal prosiguió sin pararse, con la cabeza baja, el rabo entre las patas, huyendo en línea recta hasta que desapareció al dar la vuelta a la punta de tierra.

Barney regresó despacio a la playa.

—¿Habéis visto eso? Algo debe de haberle asustado; apuesto a que ha ido directo a casa.

—A lo mejor ha sido la lechuza —dijo Simon—. Tiene que haberlo sido. Escuchad, ¡ahí otra vez! —Barney levantó la mirada—. Viene de lo alto de la punta de tierra.

Esta vez todos lo oyeron; el largo y ronco gemido que les llegaba con suavidad: «Uuuuuu…».

Mientras escuchaba, Jane sintió que su instinto de precaución le susurraba en el fondo de su mente. Por un instante no entendió. Miró, preocupada, hacia la gran masa que era Kemare Head y la parte superior de las piedras verticales recortadas sobre el cielo.

—Estúpido pájaro —exclamó Simon, tumbándose de espaldas—. Se cree que es de noche. Decidle que se vuelva a la cama. Como si algo explotara dentro de su cabeza, Jane recordó: —¡Simon, rápido! No es un pájaro ni una lechuza. ¡Son ellos! Los otros la miraron fijamente.

Jane se puso en pie de un salto, olvidados con el miedo repentino, el calor del sol y la arena.

—¿No os acordáis? Aquella noche, arriba, en la punta de tierra, junto a las piedras verticales. Oímos aullar unas lechuzas, y por eso tío Merry se fue a ver qué era, porque le pareció que no sonaban bien. Y no eran lechuzas, era el enemigo. ¡Rápido, quizá nos han visto! ¡Quizá era una señal de uno de ellos para decir a los demás que estamos aquí!

Simon se puso de pie antes de que Jane hubiera terminado.

—Vamos, Barney. ¡Deprisa!

Alejándose del revelador vacío de la playa se precipitaron hacia el lado rocoso de la punta de tierra, salpicando de arena mientras corrían. Las sandalias de Barney le golpeaban el pecho, Jane perdió la cinta de su cola de caballo y el pelo suelto le hacía cosquillas en la nuca. Simon corría con el estuche del telescopio como si fuera el testigo de un corredor. Fueron directos al acantilado y se pararon al pie para mirar atrás, asustados, hacia la pendiente herbosa que se elevaba detrás de la playa. Pero no había señales de que nadie les persiguiera y no oyeron ninguna llamada de lechuza.

—A lo mejor no nos han visto.

—Apuesto a que esta playa no se ve desde ningún sitio de allí arriba, desde la cima de la punta de tierra.

—Bueno, de todos modos, démonos prisa. Vamos, o la marea subirá y nos impedirá hacerlo.

Aún caminaban sobre arena, junto al acantilado, hacia el extremo de la punta de tierra y el mar. Después llegaron a las rocas y empezaron a trepar.

Era peligroso cruzar las rocas. Al principio estaban secas, y eran bastante lisas, y era fácil pasar de una a otra esquivando los pequeños charcos en los que las anémonas extendían sus tentáculos como flores plumosas entre las algas y los camarones, transparentes, se movían con rapidez de un lado a otro. Pero pronto llegaron a las rocas que no quedaban al descubierto más que en las mareas más bajas de primavera. Crecían allí grandes masas de algas, relucientes, húmedas a pesar de estar al sol; había musgo resbaladizo que se aplastaba bajo sus pies, lo que a veces les hacía caer en un charco.

Llegaron a un largo tramo de agua estancada en las rocas. Barney, que seguía descalzo, iba un poco rezagado. Le esperaron en el borde del agua mientras él se apresuraba a alcanzarles. —¡Ay!— exclamó al torcerse un tobillo.

—Ponte las sandalias —imploró Jane—. No importa que se mojen; las nuestras ya están empapadas. Podrías cortarte un pie con cualquier cosa.

Barney dijo, con sorprendente docilidad debida a que se había aplastado tres dedos:

—De acuerdo. —Se apoyó en una roca y se quitó las sandalias del cuello—. Me parece tonto ponerse las sandalias para ir a chapotear, en lugar de quitárselas.

—Puedes llamarlo chapotear —dijo Simon—. Ahí podría haber toda clase de horribles peces del fondo del mar. El señor Penhallow dice que el mar es muy profundo junto a la punta de tierra. —Miró la masa de bulbosas algas marrones que flotaban en la superficie del gran charco—. Bueno, allá vamos.

Cruzaron el estanque natural lleno de algas pegados al acantilado y apoyándose, nerviosos, en la roca para mantener el equilibrio. Simon, que iba el primero, avanzaba un pie con cautela y agitaba el agua, con lo que las algas, frías, se movían y se le pegaban a la piel. El fondo de la charca parecía bastante liso y Simon prosiguió con seguridad; los otros le seguían. Entonces, de pronto, el pie con el que probaba el camino no encontró resistencia y, antes de que pudiera echar su peso hacia atrás, había resbalado y el agua le llegaba a la cintura. Jane, que era la última de la fila, gritó sin querer cuando le vio caer. Barney tendió una mano a Simon, que de pronto era una figura mucho más baja que él.

—No pasa nada —dijo Simon, más sorprendido que dañado.

Tras el primer susto, el agua le produjo una sensación agradablemente fresca en las piernas tostadas por el sol. Simon avanzó con cuidado, y después de dar un par de pasos volvió a sentir roca en las rodillas bajo el agua.

—Es una especie de canal subterráneo. Llega hasta el acantilado. Ten cuidado, Barney. Palpa primero con los dedos para ver si hay algo. Podría haber algo bajo el agua, como un camino de piedras. Yo me he caído antes de poder darme cuenta de algo. Si no hay nada, tendrás que pasar por donde yo he pasado, pero más despacio.

Barney probó con gran cuidado y puso un pie en la alfombra de algas, pero más lejos del acantilado sólo notaba el borde de la piedra, y después nada.

—No noto nada.

—Entonces, tendrás que hundirte. Métete en el agua.

—Habríamos podido ir nadando —dijo Barney, nervioso. Se agachó poniendo ambas manos en el fondo hasta que estuvo sentado en el agua con las piernas colgando por la grieta, y se dejó deslizar.

El agua casi le cubría los hombros cuando notó que pisaba roca firme; había olvidado que era mucho más bajito que Simon. Simon le ayudó a salir. Los pantalones cortos de Barney, húmedos y obscuros, se le pegaban a los muslos y el niño se inclinó para despegar frondas de alga que se le habían enroscado en las piernas. Casi enseguida notó que el calor del sol empezaba a secarle la piel, dejando sólo la sal. Jane le siguió de la misma manera, y juntos terminaron de cruzar la charca hasta donde las rocas sobresalían, secas, entre las algas marrones.

—Ojalá supiéramos lo de la marea —dijo Simon a Jane, ansioso. Barney se había adelantado resbalando y deslizándose por las rocas.

Jane miró hacia el mar. Lamía suavemente las rocas a unos metros, dejando un camino natural alrededor del acantilado.

—No se ha movido. Incluso es posible que se quede quieto. Yo todavía no me preocuparía; debemos de estar cerca ya.

—Bueno, lo iremos vigilando. Lo que me preocupa es ese tramo profundo. Cuando el agua empiece a entrar se convertirá en una piscina, y no tendría que llenarse mucho para que no pudiéramos volver por donde hemos venido. En un instante cubriría a Barney.

Jane palideció y miró a su hermano menor, que ahora iba a cuatro patas.

—Simon, ¿crees que deberíamos haberle dejado en casa?

Simon sonrió.

—Me gustaría haberte visto intentarlo. No te preocupes, no pasará nada. Siempre que vigilemos la marea.

Jane miró atrás y se dio cuenta de pronto de lo lejos que habían ido. Se hallaban ahora en las rocas del extremo de la punta de tierra. Los ruidos distantes de la playa ya no les llegaban y no se oía más que el suave murmullo del mar. Era casi como si se hubieran desconectado.

Entonces Barney gritó entusiasmado:

—¡Eh, mirad! ¡Rápido! ¡Venid aquí! ¡Lo he encontrado!

Estaba de pie cerca del acantilado, unos metros más adelante, casi oculto por una roca. Le vieron señalar hacia la cara del acantilado. En un instante olvidaron la marea y saltaron sobre los charcos y se deslizaron por las rocas en dirección a Barney.

—No es muy grande —les dijo cuando llegaron.

Simon y Jane no vieron la profunda grieta en la roca hasta que estuvieron muy cerca. No era el tipo de cueva que habían imaginado. Era estrecha y triangular; su altura apenas era suficiente para que Barney pudiera estar de pie en ella y los dos mayores seguro que tendrían que agacharse. Había piedras amontonadas en la entrada y goteaba agua de las algas verdes que cubrían el techo. No veían el interior de la cueva.

Jane preguntó con aire de duda:

—¿Estás seguro de que es esto?

—Claro que sí —dijo Barney—. No podría haber más de una.

—No veo por qué no.

—Yo tampoco —coincidió Simon—, pero me parece que es ésta. Mirad arriba, se ve una especie de triángulo verde en lo alto del acantilado, donde crece la hierba junto a las rocas. Debemos de estar casi directamente alineados con aquel agujero que encontramos. Jane miró arriba y enseguida bajó la mirada, inquieta por la gran altura del acantilado que se inclinaba sobre ellos. —Supongo que sí. Barney atisbó en la obscuridad.

—En realidad no es una cueva, es un agujero, como el de arriba. Puaf —exclamó—, huele a algas y a sal. Y los lados están mojados y verdes, y gotean. Menos mal que ya estamos mojados.

—No me gusta esto —dijo de pronto Jane mirando hacia la obscura entrada, tan pequeña en la gran mole del acantilado.

—¿Qué es lo que no te gusta?

—Me da escalofríos. No podemos entrar ahí.

—Quieres decir que tú no puedes —dijo Simon—. Tendrás que vigilar por si cambia la marea. Pero yo sí que puedo.

—¿Y yo? —se quejó Barney indignado—. Yo lo he encontrado.

—¿Quieres entrar? —preguntó Jane horrorizada.

—¿Estando el grial ahí dentro? ¿Quién no querría? Será mucho mejor que lo intente yo —dijo, persuasivo, a Simon—. Soy el más pequeño, y esto es muy estrecho. Tú podrías quedarte atascado y no volver a salir jamás.

—¡Oh!, no lo hagas —dijo Jane.

—Si tú entras, yo voy detrás de ti —declaró Simon.

—De acuerdo —dijo Barney, contento.

Se sentía tan aliviado desde que se había visto libre de las garras del siniestro señor Hastings que, en comparación con ello, nada le asustaba. —Ojalá hubiéramos traído una linterna. —Atisbó en la cueva. A poco más de un metro de la entrada, la obscuridad era impenetrable.

—Ojalá hubiéramos traído una cuerda —se lamentó Jane—. Entonces, si te quedaras atascado, podría sacarte.

Simon se metió las manos en los bolsillos mirando hacia el cielo y empezó a silbar con indiferencia. Sus hermanos le miraron. —¿Qué?

—¿Qué te ocurre?

—Menos mal que alguien de la familia tiene cerebro —dijo Simon.

—¿Quién? ¿Tú?

—No sé qué haríais sin mí.

—¡Oh!, vamos —exclamó Jane con impaciencia—, no tienes ni linterna ni cuerda, o sea que no hagas ver que los tienes.

—Claro que las tengo. —Simon hurgó en el bolsillo de los pantalones—. ¿Os acordáis de cuando esta mañana nos hemos vaciado los bolsillos para ver si teníamos cuerda, y sólo teníamos el hilo? Bueno, he pensado que deberíamos ir un poco mejor equipados, por si acaso. O sea que cuando hemos vuelto a casa he cogido un poco de hilo de pescar de papá. No se lo llevó todo. —Sacó la mano del bolsillo con una bola tensa de fino hilo marrón—. Es fuerte como una cuerda.

—No se me había ocurrido —dijo Jane con nuevo respeto.

—Aún conservo también aquel trozo de vela. Pero apuesto a que tú ya no tienes las cerillas.

Jane gruñó:

—No, no las tengo. Estaban en mi chaqueta y la he dejado en casa. Qué pena.

—Sabía que ocurriría —dijo Simon, y con el floreo de un mago sacó una caja de cerillas y la punta de vela del bolsillo de su camisa. Entonces se le hundió el ánimo—. ¡Oh!, vaya, se han mojado. Seguro que ha sido cuando he resbalado en el agua. La mecha de la vela está empapada, no servirá de nada. Pero las cerillas sí sirven.

—Servirán —le animó Barney—. Es estupendo. Vamos.

Simon entregó el estuche del telescopio a Jane.

—Será mejor que te hagas cargo del manuscrito, Jane. Si se me cayera ahí dentro, nunca lo encontraríamos.

Volvió a mirar hacia el mar. Las rocas donde se encontraban eran aún más como una calzada y se extendían, casi planas, desde la base del acantilado hasta el agua. Una roca gris como un tocón estaba cerca de la entrada de la cueva.

El agua seguía lamiendo suavemente el borde a unos seis o siete metros de distancia, ni más cerca ni más lejos que cuando habían dejado la playa. Simon se preguntó, nervioso, cuánto tiempo les quedaba hasta que subiera la marea.

—Calculo que tenemos una media hora —dijo despacio—. Después, tendremos que salir enseguida antes de que nos alcance la marea. Vamos, Barney, y quédate callado.

Buscó el extremo de la bola de hilo de pesca y lo ató a la cintura de Barney.

—Si vas a entrar el primero, yo me agarraré al hilo detrás de ti.

—¿Crees que debe entrar? —preguntó Jane.

Barney se giró en redondo y la miró echando chispas por los ojos.

—Bueno, no me entusiasma la idea —dijo Simon—, pero tiene razón en lo de que es más pequeño, y a lo mejor será el único que pueda entrar. No pasará nada, no le soltaré. Toma —entregó a Jane el rollo de hilo—. No dejes que se afloje.

—Y no lo tenses demasiado —dijo Barney dirigiéndose hacia la entrada—, o me cortarás por la mitad.

Jane miró la hora.

—Son casi las cinco. Cuando haga diez minutos que estáis ahí dentro, tiraré dos veces del hilo.

—¡Diez minutos! —exclamó Barney con desdén—. Puede que tengamos que andar kilómetros.

—Podríais asfixiaros —dijo la pobre Jane.

—Es buena idea —se apresuró a decir Simon, mirándola a la cara—. Tira dos veces del hilo, y si yo tiro otras dos veces, significará que estamos bien pero que nos quedamos. Si tiro tres veces, significará que salimos.

—Y si yo tiro tres veces, significará que tenéis que salir porque la marea ha empezado a subir.

—Bien. Y cuatro tirones de un extremo o del otro será señal de peligro… no es —añadió enseguida Simon— que vaya a ser necesario, claro.

—De acuerdo —dijo Jane—. Dios mío, no tardéis.

—Bueno, tendremos que ir despacio. Pero no te preocupes, no tiene por qué pasar nada.

Simon le dio unas palmadas en la espalda y siguió a Barney, que tiraba del hilo que llevaba a la cintura como un perro de una correa, dijeron adiós con la mano y desaparecieron en la boca de la cueva.