Barney tardó mucho en bajar la colina. No había visto señales del tío abuelo Merry en la punta de tierra. En la carretera había muchos grupos de gente que paseaba y tres veces tuvo que apartarse para que pasara un coche por la estrecha y empinada pendiente. Barney estaba impaciente e iba de un lado a otro con Rufus siempre pisándole los talones.
Cuando estaba en mitad de la colina oyó música procedente del otro lado del puerto, y a través de las cabezas vio el danzante desfile que avanzaba por el muelle. Metió el dedo en el collar de Rufus y fue esquivando la multitud que cada vez era más numerosa y descendió lo más deprisa que pudo, escurriéndose como una anguila por todo hueco que veía.
Pero cuando llegó a la esquina del puerto el desfile ya estaba allí y no vio más que un impenetrable muro de piernas y espaldas. Atravesó la multitud como pudo hasta que por fin se encontró en el muelle. Con un suspiro de alivio soltó a Rufus y echó a correr con él hacia la desierta esquina donde había quedado con Simon y Jane.
Pero allí no había nadie.
Barney miró alrededor, intranquilo. No veía nada que le diera la más mínima pista de adonde habían ido los otros. Razonó para sí y decidió que debían de haber visto a la señora Palk. Había insistido mucho en la idea del carnaval y el baile; debía de estar en el desfile. Y era tarea de Simon y Jane encontrarla, como la suya había sido ir a explorar la punta de tierra. Debían de haber ido tras ella, suponiendo que él adivinaría adonde habían ido.
Satisfecho, Barney fue en busca del carnaval. Siguió los restos de la multitud que seguía por la calle. Incluso en el puerto, que quedaba resguardado, el viento soplaba fuerte desde el mar, pero de vez en cuando paraba y Barney oyó una música hipnotizadora procedente de algún lugar del pueblo. «Pom… pom… di-pom-pompom…». A su alrededor la gente caminaba sin rumbo, charlando despreocupadamente… «¿Adonde han ido?»… «Podemos encontrarles en el solar»… «Pero bailan sin parar por las calles»… «Venga, vamos».
Barney no les hizo caso y se fue por una callejuela, con Rufus a sus pies. Fue de una callejuela a otra, por estrechos pasajes en los que los tejados de pizarra casi se tocaban, pasó por delante de vistosas puertas con las aldabas de latón relucientes al sol, por callejas empedradas en las que las puertas delanteras se abrían no a una acera sino directamente a la calle. Para ser un lugar pequeño, Trewissick parecía ser un laberinto extraordinariamente interminable de sinuosas callejuelas. Barney aguzaba el oído y seguía el sonido de la música.
Una o dos veces se equivocó al girar y perdió la música. Luego, gradualmente, la banda se fue aproximando, y con ella el murmullo de voces y el áspero arrastrar de pies. Chasqueó los dedos a Rufus, que se echó a correr, entrando y saliendo de todas las callejas vacías. Y de pronto, al doblar una esquina, le llegó el ruido como una tormenta y se encontró en medio de la multitud, en una calle ancha y bañada por el sol donde el desfile avanzaba y bailaba.
—Ven, muchachito pálido —le gritó alguien, y la gente que estaba cerca de él se volvió y se rió.
Barney no veía a Simon ni a Jane entre los que bailaban y parecía poco probable que pudiera llegar a ellos si les veía. Miró fascinado alrededor, las gigantescas cabezas que se bamboleaban, los cuerpos que había debajo, fantásticos y alegres, vestidos de rojo, amarillo y azul. En todos lados vio figuras disfrazadas: un hombre bailaba tieso como un árbol, una sólida masa de hojas verdes, piratas, marineros, un húsar vestido de rojo con un sombrero alto. Esclavas, luchadores, un hombre con una larga capa de seda azul como una dama de pantomima; una muchacha vestida de negro, que se movía sinuosa como un gato, con la cabeza de gato y unos largos bigotes. Niños pequeños vestidos de verde como Robin Hood, niñas con el largo pelo rubio de Alicia; bandoleros, hombres con el traje típico, vendedoras de flores, gnomos.
Era diferente a todo lo que había visto hasta entonces. Los bailarines giraban entre la multitud que se agolpaba en las calles; y de pronto, antes de que Barney se diera cuenta de lo que sucedía, estaban bailando alrededor de él.
Alguien le cogió la mano y le arrastró al centro de los que bailaban, entre las cintas, plumas y cabezas, de tal modo que sus pies empezaron a seguir el compás de los demás.
Jadeante, sonriente, levantó la mirada. La mano enguantada en negro que le cogía la suya pertenecía a la figura del gato, que daba vueltas en las mallas negras pegadas al cuerpo, con una larga cola negra que se retorcía detrás y unos bigotes largos y rectos. Barney vio que los ojos le brillaban y los dientes le relucían. Por un instante, entre las figuras que bailaban, vio cerca de él un gran tocado con plumas de indio piel roja, con una cara asombrosamente parecida a la de la señora Palk. Pero cuando abrió la boca para llamarla, el gato negro le cogió las dos manos y le hizo girar y girar en un vertiginoso espiral por las filas de la multitud. La gente le miraba y sonreía a su paso, y Barney, mareado con la música, la velocidad y el cuerpo de gato que no paraba de moverse ante sus ojos, se lanzó a girar por sí mismo…
… hasta que de pronto tropezó contra la larga capa blanca de una figura vestida de jeque árabe, que se movía con el resto de modo que la capa se ondulaba con la brisa. Y mirando hacia arriba a través de un mundo que oscilaba con su movimiento, Barney sólo tuvo tiempo de vislumbrar una figura esbelta y un rostro enjuto y de piel obscura, antes de que el gato le cogiera de las manos y le arrojara a los pliegues de la capa blanca del hombre.
La capa le envolvió mientras se tambaleaba, sin dejar de reír, y le dejó a obscuras. Y entonces, tan deprisa que no tuvo tiempo siquiera de alarmarse, el brazo del hombre le rodeó como un cinturón de hierro y lo levantó del suelo, mientras con la otra mano le tapaba la boca en los pliegues de la ropa y Barney se dio cuenta de que se lo llevaban.
Sin poder forcejear, fue lanzado en un instante a través de la rugiente música y la multitud. Barney empujaba inútilmente contra el pecho del hombre, notó que éste corría unos pasos y oyó que la música y las voces de pronto se alejaron. Dio patadas a ciegas, golpeando con la punta del pie la espinilla del hombre. Pero llevaba sandalias, y no harían mucho daño: el hombre dejó escapar entre dientes un juramento pero no se paró, le llevó unos pasos más hasta que Barney notó que le alzaban en el aire y le dejaban caer en un asiento blando cuyos muelles chirriaron.
Le apartaron la capa de la boca. El niño gritó y siguió gritando hasta que una mano le tapó la boca.
Una voz de chica dijo con apremio:
—¡Rápido! ¡Lleváoslo!
Una voz, leve como la de la chica, pero masculina, dijo escuetamente:
—Entra. Tendrás que conducir.
Barney se quedó quieto, con todos los sentidos alerta. Había algo familiar en la segunda voz. Sintió algo frío en la nuca. Después, la presión de la mano sobre su boca disminuyó un poco y la voz dijo con suavidad, cerca de su oído:
—No hagas ningún ruido, Barnabas, no te muevas, y nadie te hará daño.
De pronto Barney supo quién era la figura del gato con la máscara negra y el hombre moreno vestido de jeque. Notó que el asiento vibraba un poco mientras oía el ruido de un potente motor al arrancar. Sintió una sacudida y supo que el vehículo se había puesto en marcha.
Rufus se apartó, nervioso, de los pies que se arrastraban y bailaban y que se habían llevado a Barney hasta la multitud. Probó a meter el hocico para seguirle, una, dos veces, pero siempre se ponía un tacón en su camino y le daba una patada sin querer, y él tenía que apartarse.
Se puso a ladrar, fuerte, desde una distancia menos peligrosa. Pero el ruido se perdía enseguida con la resonante música y el clamor de la multitud. Alarmado por el estruendo y ajetreo que de pronto llenaba su pequeño mundo, irguió las orejas; tenía el rabo entre las patas y parecía asustado.
Se apartó un poco más del ruido, esperando en la esquina de la calle a que reapareciera Barney. Pero no había señales del niño. Rufus se movió, inquieto.
Entonces, cuando la banda se puso directamente delante, a pocos metros de distancia, inundando todos los rincones con los altibajos de su música que a los oídos de un perro era un ruido amenazador, no pudo soportarlo más. Perdió toda esperanza de encontrar a Barney, se dio la vuelta y se alejó del bullicio del carnaval por la callejuela, barriendo el suelo con la punta de la cola y el hocico bajo, olisqueando el camino para volver a casa.
Simon y Jane se reencontraron en la esquina del puerto, tranquilo ahora en la tarde soleada.
—Bueno, ya he ido adonde habíamos dicho. No está.
—Yo he echado un vistazo en la casa. Tampoco ha estado allí.
—¿Crees que habrá ido tras la señora Palk?
—Insisto, no podía ser la señora Palk a quien has visto.
—No veo por qué no. Si no me hubieras parado habría podido cogerla.
—¿Cómo íbamos a encontrarnos con Barney aquí si tú…? —empezó a decir Simon.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero no le hemos encontrado.
—Bueno, no habrá bajado aún de la punta de tierra.
La expresión de Jane cambió.
—Dios mío. A lo mejor ha tenido problemas allí arriba.
—No, no te preocupes. Lo más probable es que haya encontrado al tío abuelo Merry y aún estén allí.
—Bueno, pues vamos a echar un vistazo.
El coche se movía y gruñía como si tuviera vida. Barney yacía envuelto como un paquete en la capa que el señor Withers se había quitado de los hombros al dejar al niño en el coche. Supuso que era una sábana; olía a ropa limpia, como las camas de casa. Pero no estaba en casa. Protestó por lo bajo y dio patadas al coche.
—Bueno, bueno —dijo el señor Withers. Agarró las piernas de Barney y con gesto brusco se las dobló para que se sentara, al mismo tiempo que le apartaba la sábana de la cara—. Me parece que ya podemos dejarte salir, Barnabas.
Barney parpadeó, deslumbrado por la luz del sol. Antes de poder abrir los ojos debidamente para mirar la carretera, el coche entró por una abertura de un muro alto y redujo la marcha, haciendo crujir la grava de un sendero bordeado de árboles.
—Ya casi hemos llegado —dijo plácidamente el señor Withers.
Barney volvió la cabeza para mirarle, furioso. Reconoció el rostro del señor Withers a pesar de que lo llevaba pintado para parecer árabe; los ojos y los dientes eran de un blanco poco natural, y debajo del maquillaje el hombre parecía satisfecho de sí mismo, casi arrogante.
—¿Dónde estamos? ¿Adonde me llevan?
—¿No lo sabes? ¡Ah, no! —la obscura cabeza hizo gestos de asentimiento—, claro que no. Bueno, pronto lo sabrás, Barnabas.
—¿Qué quieren? —preguntó Barney.
—¿Querer? Nada, mi querido muchacho. Sólo te llevamos a dar un paseo, a conocer a un amigo nuestro. Me parece que os llevaréis muy bien.
Barney vio, a través de los árboles, que se aproximaban a una casa. Miró la sábana que aún le envolvía y forcejeó para sacar los brazos. El señor Withers se volvió enseguida.
—Quíteme esta cosa. Me siento estúpido.
—Es una bromita nuestra —dijo el señor Withers—. ¿Dónde está tu sentido del humor, Barnabas? Creía que te estabas divirtiendo.
Se inclinó y tiró de la sábana para retirarla cuando el coche se detuvo ante la puerta de una casa de gran tamaño y que parecía desierta.
—Tendrás que salir saltando. No puedo quitarte esto aquí dentro. —Habló en tono informal, sin rastro de amenaza en su voz, y cuando Barney le miró con suspicacia, la dentadura blanca relució de nuevo brevemente al sonreír.
La muchacha bajó del coche, moviéndose como una serpiente con sus mallas negras, y fue al otro lado para abrir la portezuela de atrás. Ayudó a salir a Barney y le hizo girar para quitarle la sábana.
Barney se tambaleó, pues tenía los brazos y las piernas tan rígidos que apenas podía moverse.
Polly Withers se rió. Su cabeza estaba fantástica con aquella máscara de gato que le cubría la cara excepto los ojos y la boca.
—Lo siento, Barney —dijo en tono amigable—. Nos hemos pasado un poco, ¿verdad? Has bailado muy bien, casi me ha sabido mal tener que parar. Pero no importa, ahora tomaremos un poco de té, si no es demasiado temprano para ti.
—No he almorzado —dijo Barney como quien no quiere la cosa.
—Bueno, en este caso, no cabe duda de que tenemos que darte algo de comer. Dios mío, ¿no has comido nada? Y ha sido culpa nuestra, supongo. Norman, toca el timbre, tenemos que alimentar a este pobre chiquillo.
El señor Withers emitió un chasquido de preocupación, se dirigió hacia la puerta y llamó al timbre. Aún iba vestido de blanco, pero en mangas de camisa y pantalones blancos sin la túnica árabe. Tenía los brazos obscurecidos igual que la cara.
Barney, asombrado por su cordialidad, le siguió despacio; la chica apoyaba una mano sobre su hombro. El niño empezó a preguntarse si lo habría interpretado todo de un modo equivocado. A lo mejor sólo se trataba de una broma, parte de la diversión del día de carnaval. A lo mejor los Withers eran personas normales y corrientes… nunca habían hecho nada, realmente, que demostrara sin lugar a dudas que eran enemigos… quizá él, Simon y Jame estaban equivocados…
Entonces oyó pasos que resonaban débilmente en la casa y se acercaban, y se abrió la puerta. Al principio no reconoció a la figura que vestía ajustados téjanos negros y una camiseta verde. Después vio que era Bill Hoover, el muchacho que había perseguido a Simon para quitarle el mapa. Y entonces recordó la escena que tuvo lugar en Kemare Head aquel día y la codicia reflejada en el rostro de la señorita Withers cuando vio el mapa; en aquel momento supo que, después de todo, no estaban equivocados.
El rostro de Bill se iluminó al ver a Barney y sonrió a la señorita Withers.
—Así que le habéis cogido —dijo.
El señor Withers entró con brusquedad, casi empujando al muchacho para apartarle.
—Hola, Bill —dijo—, hemos traído un amigo de visita. No creo que a nadie le importe. A todos nos iría bien comer algo; ve a ver si puedes preparar algo, por favor.
—Enseguida —dijo el muchacho—. Volvió a mirar a Barney con la misma sonrisa desagradable; luego, se volvió y desapareció por el largo corredor, gritando algo al pasar por delante de una puerta abierta.
—Entra, Barney —dijo la chica. Le empujó suavemente para que entrara y cerró la puerta tras de sí.
Barney miró alrededor en el largo y vacío pasillo y se fijó en las manchas de humedad que había en el descolorido papel de las paredes; y se sintió muy pequeño y solo. Oyó una voz profunda que llamaba desde el interior de la casa.
—¿Withers? ¿Eres tú?
El señor Withers, que había estado vigilando a Barney con una leve sonrisa, dio un brinco e inconscientemente se llevó una mano al cuello de la camisa.
—Ven —le dijo. Cogió a Barney de la mano y cruzaron el corredor; sus pasos resonaban en el suelo de madera sin alfombra hasta que llegaron a una habitación que estaba al fondo.
Era una habitación grande, obscura después del deslumbrante sol del exterior. En una pared había unas ventanas largas que iban del suelo al techo, con una ajadas cortinas de terciopelo medio corridas, y la luz que entraba entre ellas se derramaba sobre un gran escritorio cuadrado que había en el centro de la habitación, lleno de papeles y libros. La habitación parecía vacía. Barney dio un brinco cuando vio a un hombre alto moverse en la sombra detrás de la luz del sol.
—¡Ah! —exclamó la voz profunda—. Veo que habéis traído al más joven. El niño del pelo blanco. Tengo muchas ganas de conocerle. ¿Cómo estás, Barnabas?
Le tendió la mano y Barney, perplejo, la cogió. La voz no era desagradable, sino amable.
—¿Cómo está? —dijo con voz débil.
Miró al hombre, pero en la penumbra sólo obtuvo una vaga impresión de unos ojos profundos bajo unas cejas gruesas y espesas y una cara bien afeitada. El suave borde de una chaqueta de seda le rozó la mano.
—Iba a tomar un refresco, Barnabas —dijo el hombre, cortés como si hablara con alguien mayor que él—. ¿Quieres tomar algo también? —Señaló con la mano hacia las sombras, y Barney vio el destello de la plata y un mantel blanco sobre una mesita baja junto al escritorio.
—El chiquillo no ha comido nada, señor —dijo la señorita Withers detrás de Barney, con voz reverente, extrañamente baja—. Nos ha parecido que quizá Bill podría ir a buscar algo… —Su voz se apagó. El hombre la miró y gruñó.
—Muy bien, muy bien. Polly, por el amor de Dios, ve a ponerte ropa normal. Estás ridícula. Ya no hay necesidad de ir disfrazado, ya no estás en el carnaval. —Habló con aspereza, y a Barney le asombró la sumisión con que la señorita Withers le respondió.
—Sí, señor, desde luego… —Salió al pasillo, sumisa e inhumana con su piel de gato negro.
—Ven, muchacho, y siéntate. —Volvió a hablar con suavidad y Barney entró despacio en la habitación y se sentó en un sillón de mimbre. Éste crujió y el niño sintió por un instante que ya había estado antes en aquella habitación. Miró alrededor mientras sus ojos se acostumbraban a la escasa luz, vio las paredes obscuras y los estantes con libros que llegaban hasta el techo. Había algo… pero no sabía situarlo. Quizá aquella habitación le recordaba un poco la Casa Gris.
Como si le leyera los pensamientos, el hombre dijo:
—Me han dicho que estás de vacaciones en la Casa Gris, sobre el puerto.
Barney dijo, sorprendido por su atrevimiento:
—Debe de ser una casa muy interesante. La gente sólo nos habla de ella.
El hombre se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el borde del escritorio.
—¿Ah, sí? —La voz profunda se elevó un poco con impaciencia—. ¿Quién más os ha preguntado por ella?
—Nadie importante —se apresuró a responder Barney—. Al fin y al cabo, es una casa muy bonita. ¿Vive usted aquí, señor…?
—Me llamo Hastings —dijo el corpulento hombre, y al oír este nombre a Barney le pareció familiar, pero esta sensación se desvaneció—. Sí. Es mi casa. ¿Te gusta, Barnabas?
—En realidad, se parece bastante a la Casa Gris —dijo Barney.
El hombre se volvió hacia él de nuevo.
—¿De veras? ¿Por qué lo dices?
—Bueno —empezó a decir Barney; pero entonces se abrió la puerta y entró Bill con una enorme bandeja en la que había una jarra de leche y unas botellas de cerveza, vasos y un plato con bocadillos.
Se acercó a donde estaba el hombre alto y dejó la bandeja sobre el escritorio; lo hizo sin acercarse demasiado, nervioso, como si tuviera miedo de algo.
—La señorita Withers me ha pedido algo para comer, señor —dijo con brusquedad, retrocediendo hacia la puerta. El hombre le hizo señas de que se marchara y no dijo nada.
Ver los bocadillos hizo que Barney se diera cuenta de que había transcurrido mucho tiempo desde el desayuno y se animó un poco. Se recostó en el crujiente asiento y miró alrededor. Habría podido ser peor, pensó. El misterioso señor Hastings no parecía tener intención de hacerle daño, y estaba empezando a disfrutar viendo a todos sus enemigos encogerse de miedo ante otra persona. Cogió un bocadillo del plato y le dio un mordisco. El pan era tierno y estaba untado con mucha mantequilla, y en el medio había una deliciosa carne en conserva. Empezó a sentirse mejor.
El señor Withers se acercó en silencio al escritorio y le sirvió un vaso de leche; luego, se puso a abrir las botellas de cerveza. El hombre llamado Hastings se sentó en la silla de detrás del escritorio y giró suavemente de un lado a otro, mirando a Barney con atención. Dijo con voz suave e informal:
—¿Está enterrado debajo de la Casa Gris, Barnabas, o de una de las piedras verticales?
Barney estaba a medio tragar la leche y se atragantó. Dejó ruidosamente el vaso sobre el escritorio y se inclinó hacia adelante, tosiendo y farfullando. El señor Withers se acercó para darle unas palmadas en la espalda.
—Por Dios, Barnabas —murmuró—, ¿se te ha ido por el lado equivocado?
Barney, cuya mente trabajaba con frenesí, siguió tosiendo más rato del necesario. Cuando levantó la mirada se refugió instintivamente en la inocencia.
—Lo siento, me he atragantado. ¿Decía usted algo? —Me parece que me has oído perfectamente— dijo el señor Hastings. Se levantó de nuevo y se acercó a la ventana con un vaso de cerveza en la mano. La luz le dio en el rostro por primera vez y, al fijarse, Barney sintió un ligero escalofrío de inquietud al ver el permanente gesto adusto de las cejas y las arrugas que le llegaban hasta la boca. Era un rostro severo y lejano, algo así como el de su tío abuelo, pero en él había una frialdad que no estaba en el del tío abuelo Merry. Barney deseó que alguien le dijera al tío abuelo Merry adonde había ido.
El señor Hastings alzó el vaso y lo acercó a la ventana. La luz del sol lo iluminó, claro y dorado.
—Un vaso de cerveza corriente —dijo— hasta que lo acercas a la luz. Y entonces se vuelve casi transparente, puedes ver a su través… —Se giró en redondo para mirar a Barney, de modo que su figura quedó recortada, obscura y amenazadora, ante la ventana—. Tan transparente como todo lo que vosotros habéis estado haciendo estos días. ¿Crees que no lo hemos visto? ¿Crees que no os hemos estado observando?
—No sé a qué se refiere —dijo Barney.
—Puede que seas tonto, jovencito —dijo el señor Hastings—, pero no tanto… vamos. Sabemos que habéis encontrado un mapa, y que con la ayuda de vuestro querido tío abuelo, el profesor Lyon —su boca se retorció al pronunciar estas palabras como si notara un gusto desagradable— habéis estado intentando encontrar el lugar al que conduce. Sabemos que habéis llegado muy cerca. Y como, mi querido Barnabas, no podemos arriesgarnos a que lleguéis hasta el final, hemos decidido arrojar la red y poner fin a vuestra búsqueda. Por esto estás aquí.
Barney se estremeció ante la amenaza que la voz profunda y fría dejaba traslucir. Tenía la boca muy seca. Cogió el vaso de leche y tomó un largo trago.
—Lo siento —dijo, parpadeando y mirando con los ojos muy abiertos al señor Hastings por encima del vaso; después de beber, se lamió el bigote de leche que se le había quedado sobre el labio superior—. No sé a qué se refiere. ¿Podría tomarme otro bocadillo, por favor?
Detrás de él oyó que el señor Withers respiraba agitado y, por una fracción de segundo, una vocecita muy en el fondo de su cerebro gritó triunfante. Pero observaba con aprensión la imponente figura que había junto a la ventana. Por un momento tuvo la impresión de que crecía y era aún más amenazadora. Y entonces se movió bruscamente y penetró de nuevo en la penumbra del resto de la habitación.
—Dele otro bocadillo —dijo el señor Hastings—. Y después puede marcharse, Withers. Ya sabe lo que tiene que hacer. No tenemos mucho tiempo. Vuelva cuando le llame.
El señor Withers, su rostro obscurecido apenas visible en la penumbra, acercó el plato de bocadillos a Barney y dijo en tono obsequioso:
—Sí, señor. —Bajó la cabeza y salió de la habitación.
Barney cogió otro bocadillo y pensó que, pasara lo que pasara, él bien podía comer.
—¿Por qué todos le llaman señor? —preguntó con curiosidad.
El hombre alto se acercó y se sentó de nuevo ante el escritorio, jugueteando con un lápiz entre los dedos.
—¿A quién llamarías tú señor?
—A nadie. Sólo a los profesores del colegio.
—A lo mejor yo soy uno de sus profesores —dijo el señor Hastings.
—Pero no están en el colegio.
—Me parece que no lo entenderías, Barnabas. En realidad, hay muchas cosas que no entiendes. Me pregunto qué historias te ha metido en la cabeza tu tío abuelo. Seguro que te ha dicho que somos malos y perversos y que él es un buen hombre.
Barney parpadeó y dio otro mordisco al bocadillo.
El señor Hastings sonrió.
—Pero, claro, tú no sabes de qué te hablo. No tienes la más remota idea. —La ironía que su voz profunda reflejaba hizo arrugar la nariz a Barney—. Bueno, olvidemos eso por un momento y vamos a fingir que sabes a qué me refiero. Me parece que te han hecho creer que mis amigos y yo somos la personificación del mal. Que queremos seguir las pistas del mapa porque podemos hacer cosas malas con lo que encontremos. No tienes nada más que la palabra de tu tío abuelo, y quizá una o dos cosas extrañas que puede parecer que han hecho Polly o Norman Withers.
El hombre bajó la voz y habló con mucha suavidad.
—Pero piensa, Barnabas, en las cosas extrañas que hace tu tío abuelo. Salir de la nada y desaparecer de nuevo… hoy se ha esfumado otra vez, ¿no? Bueno, no, claro, no puedes responderme, porque sólo estamos haciendo ver que sabes realmente de lo que hablo. Pero no es la primera vez que desaparece inesperadamente, creo, y no será la última.
Miró a Barney con ojos penetrantes. Barney se comió el bocadillo un poco más despacio, incapaz de desviar la mirada.
—En cuanto a que somos malos… bueno, Barnabas, ¿te parezco un hombre malo? ¿Te he hecho algún daño? Estás aquí sentado, comiendo y bebiendo tranquilamente, y no pareces alarmado. ¿Te doy miedo?
—Me han secuestrado —dijo Barney sin vacilar.
—Bueno, eso ha sido una bromita de Polly. Yo quería hablar contigo, eso es todo.
El señor Hastings se recostó en su silla y extendió los brazos, apoyando las yemas de los dedos en el borde del escritorio.
—Ahora escucha, jovencito, haré un trato contigo. Te diré qué hay realmente detrás de todo lo que está pasando estos últimos días, y tú dejarás de jugar a eso de no tener el mapa.
No esperó a que Barney dijera nada.
—En verdad, mis amigos y yo estamos buscando lo mismo que tu tío abuelo. Pero sea cual sea la historia que os ha contado acerca de nosotros, francamente, son pamplinas. Tu tío abuelo es un estudioso, y notable, además. Nadie lo discute, y probablemente lo sé mejor que tú. El problema es que él lo sabe y piensa en ello demasiado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Barney indignado.
—Cuando un hombre es famoso por ser un gran estudioso, quiere seguir siendo famoso. Vosotros encontrasteis este viejo manuscrito, tú, tu hermano y tu hermana, y cuando se lo contasteis a vuestro tío abuelo, se dio cuenta, y vosotros no, de lo importante que era. Cuando lo vio aún estuvo más seguro. Ahora bien, Barnabas, yo soy el director de uno de los museos más importantes del mundo. Hace mucho tiempo que persigo el manuscrito que vosotros hallasteis y, en especial, el sitio al que conduce. Los dos son muy importantes para la gente que estudia estas cosas y podrían cambiar todo el conocimiento que existe en el mundo. Y tu tío abuelo sabía que yo lo buscaba.
»Cuando encontrasteis el manuscrito, vio que tenía la oportunidad de realizar la búsqueda él mismo. Cuanto más pensaba en ello, más atractiva le parecía la idea. Siempre había sido famoso como hombre que sabe mucho de la parte de la historia con la que estas cosas están relacionadas. Si él las encontrara, sabría más que nadie en el mundo. La gente diría: qué hombre tan asombroso es el profesor Lyon, saber tanto, no hay nadie como él… —¿Saber cuánto?— preguntó Barney.
—No entenderías los detalles —dijo, escueto, el señor Hastings. Luego, bajó la voz al persuasivo tono profundo de costumbre—. ¿No lo entiendes, Barnabas? A tu tío abuelo sólo le interesa su fama. ¿Crees por un momento que cuando hayáis terminado la búsqueda se os reconocerá algún mérito a vosotros? Todos serán para él… Mientras que yo y mi museo, y mis empleados, creemos que el conocimiento debe compartirse, y que ningún hombre tiene derecho a poseerlo. Y si nos ayudáis, nos ocuparemos de que se os reconozcan los méritos que os correspondan. Todo el mundo sabrá lo que habéis hecho.
Barney, a su pesar, había olvidado el bocadillo y la leche. Escuchaba, preocupado, tratando de comprender la verdad. Sí, el tío abuelo Merry se comportaba de un modo extraño a menudo, no era como los otros hombres; pero de todos modos… Dijo, despacio y perplejo:
—Bueno, no sé… todo esto no me parece propio del tío abuelo Merry. No es posible que él hiciera nada de eso.
—Te lo aseguro. —El señor Hastings se puso en pie de un salto y empezó a pasear arriba y abajo, entre el escritorio y la puerta. Al parecer no podía quedarse quieto más rato—. Muchas personas a las que uno conoce bien, a menudo personas excelentes, pueden ser capaces de las acciones más curiosas. Entiendo que estés sorprendido, y asombrado. Pero es la verdad, Barnabas, y es mucho más sencillo de lo que te han hecho creer.
Barney dijo:
—O sea que deberíamos darle el mapa y dejar que usted encontrara el… —Se dio cuenta a tiempo y no pronunció la palabra «grial». Durante la conversación no se había mencionado a qué conducía el mapa. Quizá ellos sabían menos de lo que decían que sabían. Tal vez ésta fuera una de las cosas que querían que les dijera.
El señor Hastings se paró un instante.
—¿Sí? —dijo.
—Bueno, y dejar que usted encontrara lo que sea que indica el mapa.
Barney volvió a coger el vaso de leche y bebió con gesto reflexivo.
—Porque entonces usted pondría lo que fuera en su museo y todo el mundo podría conocerlo.
El señor Hastings asintió con gravedad.
—Eso es, Barnabas. Todo conocimiento es sagrado, pero no debería ser secreto. Supongo que lo entiendes. Es algo que todos deberíamos hacer, en nombre del saber.
Barney bajó la mirada, agitando levemente el vaso.
—Pero ¿esto no es lo que hace el tío abuelo Merry?
—¡No! ¡No! —El señor Hastings giró con impaciencia sobre sus talones y siguió paseando a grandes pasos por la habitación—. Todo lo hace en nombre del profesor Lyon, y nada más. ¿Para qué lo haría, si no?
Barney nunca supo, después, qué fue lo que puso aquellas palabras en su cabeza; habló sin pensar, casi como, si alguna otra persona hablara a través de él. Se oyó a sí mismo decir con claridad:
—En nombre del rey Arturo y del viejo mundo antes de que viniera la obscuridad.
La figura alta y obscura se detuvo de pronto y se quedó completamente inmóvil, sin darse la vuelta. Por un instante hubo un silencio absoluto en la habitación. Fue como si Barney hubiera apretado un botón que en cualquier momento provocaría una avalancha. Permaneció sentado sin moverse y casi sin respirar. Entonces, muy lentamente, la figura se volvió. Barney tragó saliva y sintió que se le ponía la piel de gallina. El señor Hastings se encontraba en una parte de la habitación que quedaba a obscuras, cerca de la puerta, y su rostro estaba en penumbra. Pero a Barney le dio la impresión de que se hacía más alto y más amenazador de lo que había sido antes, y cuando habló había un tono diferente en su voz profunda que paralizó a Barney de miedo.
—Barnabas Drew —dijo con suavidad—, descubrirás que la obscuridad siempre vendrá y siempre vencerá.
Barney no dijo nada. Le parecía que había olvidado cómo se hablaba y que su voz se había apagado para siempre después de las últimas palabras que había pronunciado.
El señor Hastings no le quitaba los ojos de encima. Alargó el brazo y tiró dos veces de un cordón que colgaba del techo, a su lado, junto a la puerta. Al cabo de unos instantes la puerta se abrió y el señor Withers entró sin hacer ruido. Se había lavado la cara y los brazos.
—¿Todo está listo? —preguntó la voz profunda.
—Sí, señor —siseó el señor Withers, obsequioso—. El coche está delante de la puerta lateral. La chica se ha cambiado. Volverá a conducir.
—Tú conducirás con ella. Yo os seguiré en el coche cerrado con el chico. ¿Bill está preparado?
—El motor ya está en marcha…
—¿Adonde me llevan? —preguntó Barney con voz estridente por el miedo, y bajó de un salto de la silla. Pero no pudo salir de la habitación; la alta figura seguía mirándole fijamente.
—Tú vienes con nosotros al mar —dijo la voz tras los ojos obscuros y fijos—. No nos causarás ningún problema y harás lo que yo diga. Y cuando estemos en el mar, Barnabas, nos hablarás de vuestro mapa y nos enseñarás adonde conduce.