Pero en cuanto estuvieron abajo y vieron el puerto, se dieron cuenta de que no se trataba de pasar inadvertidos o de que les pillaran.
Las calles que rodeaban el puerto estaban abarrotadas de gente; pescadores y tenderos endomingados, esposas con los mejores vestidos de verano y los turistas más alegres que los niños jamás habían visto en Trewissick. Todos los barcos, que se mecían en la marea alta a ras de los muelles, estaban atados por un lado y dejaban un claro rectángulo de agua señalado con ristras de boyas blancas. Al bajar por la carretera oyeron el débil estampido de una pistola de dar la salida y seis morenos cuerpos se arrojaron al agua y se pusieron a nadar entre blancas salpicaduras de agua que señalaban la carrera. La multitud empezó a vitorearles.
—Debe de ser el final del concurso de natación —dijo Jane, impaciente, contagiada del ambiente de carnaval que había abajo—. Vamos a mirar un minuto.
—Por el amor de Dios —exclamó Simon—. Estamos en una misión. Hemos de encontrar al tío abuelo Merry antes que nada.
Pero nadie respondió a la puerta de la Casa Gris y los niños se quedaron en el umbral viendo pasar arriba y abajo grupos de turistas con las mangas de la camisa remangadas y charlando alegremente. Y cuando Simon fue a la parte de atrás y sacó la llave de la puerta delantera de su escondrijo en el cobertizo para herramientas, entraron y vieron que la casa estaba vacía.
La cama del tío abuelo Merry estaba hecha, pero no había señales, ni en su dormitorio ni en ninguna otra habitación de la casa, que les indicaran adonde había ido. La señora Palk tampoco estaba. En la mesa de la cocina había tres platos con caballa fría y ensalada, dejados allí para que almorzaran. Pero esto era todo. La casa estaba inmaculada, ordenada, silenciosa y… vacía.
—¿Adónde puede haber ido? ¿Y dónde está la señora Palk?
—Bueno, es fácil. Estará fuera contemplando la carrera de natación con todos los demás. Ya has visto que hoy se le caía la baba hablando del carnaval.
—Vamos a buscarla. Ella sabrá dónde está tío Merry.
—Hagamos una cosa —dijo Barney—. Vosotros dos bajad al puerto y yo iré corriendo a la cima de la colina para ver si tío Merry ha ido allí. Si está subiendo la punta de tierra le veré, porque se tarda bastante en llegar arriba.
Simon pensó un momento.
—De acuerdo, me parece razonable, pero por lo que más quieras, mantente fuera del alcance de la vista del yate si ves que vuelve. Y ven con nosotros lo más rápido que puedas, no quiero que nos separemos. Estaremos en el muelle donde empieza la carrera.
—De acuerdo. —Barney se marchó pero se volvió—. Una cosa: ¿que vas a hacer con el manuscrito? Si no encontramos a tío Merry y estamos solos, ¿crees que es seguro llevarlo encima?
—Mucho más seguro que si lo dejáramos en cualquier sitio —dijo Simon, serio, mirando el estuche que tenía en la mano—. No voy a despegarme de él pase lo que pase.
—¡Ah, bueno! —dijo Barney, alegre—. Que no se te caiga en el puerto. Adiós. Hasta luego.
—Me alegro de que sea tan listo —dijo Jane cuando oyó que se cerraba la puerta de la calle—. Ojalá yo también lo fuera. Es como si hubiera alguien esperando detrás de cada esquina para hacernos daño. Sólo me siento a salvo cuando estoy en la cama.
—Anímate —dijo Simon—. Aún te dura el susto de anoche. Yo también me asusté mucho, pero ya no tengo miedo. Olvídalo.
—Todo esto está muy bien —dijo la pobre Jane con aire desdichado—, pero ahora parece que todo el mundo se ha vuelto malo, y ni siquiera sabemos de qué clase de maldad se trata. ¿Por qué todos quieren el manuscrito?
—Bueno. —Simon arrugó la frente, tratando de recordar lo que había dicho el tío abuelo Merry el primer día—, quieren el grial.
Porque de alguna manera significa algo. Y es lo que tío Merry quiere encontrar también. Es como dos ejércitos que pelean. Nunca estás seguro de por qué están peleando realmente, sólo que uno quiere derrotar al otro.
—El tío abuelo Merry a veces es como un ejército, todo en una persona. Cuando se comporta de un modo extraño y distante y da la impresión de que no está allí del todo.
—Bueno, pues eso. Con los otros ocurre lo mismo. Son una especie de ejército malo. En las piedras verticales, anoche, incluso antes de saber que ellos estaban allí, se sentía la maldad.
—Lo sé —dijo Jane con fervor—. Vaya, me sentiría mucho mejor si supiéramos dónde está el tío abuelo Merry.
—Lo sabremos en cuanto encontremos a la señora Palk. Date prisa, Jane. —Simon le dio unas palmaditas en el hombro—. Venga, vamos al puerto. Barney llegará antes si seguimos a este paso.
Jane asintió; se sentía un poco mejor.
—¡Oh! —exclamó—. Esta tarde llegarán papá y mamá. ¿Crees que deberíamos dejarles una nota?
—No, llegaremos mucho antes que ellos.
Salieron de la Casa Gris, dejándola a su silencio, y descendieron la colina en dirección al puerto. Niños desconocidos correteaban por todo el lugar, sin hacer caso de sus padres, que les llamaban con ansia; y la tiendecita que vendía helados en el muelle estaba adornada con banderas y carteles y hacía un gran negocio.
Simon y Jane se abrieron paso entre la multitud para ir hasta la salida de la carrera de natación. Tenían la sensación de que iban contracorriente; la gente avanzaba hacia ellos, y cuando llegaron al lugar donde habían quedado con Barney, descubrieron que todo había terminado. Unos chicos y chicas que iban en traje de baño, y las líneas de boyas que se balanceaban en el agua, testimoniaban que se había celebrado un concurso de natación.
Uno de los nadadores pasó rozando a Simon, y cuando miró el cuerpo bronceado y mojado reconoció el rostro que había debajo del pelo negro y aplastado por el agua. Era Bill.
El muchacho abrió la boca y se detuvo, beligerante; pero en un instante cambió de idea, frunció el entrecejo y desapareció, corriendo descalzo entre la multitud hacia el muelle delantero.
—¡Eh, Jane! ¡Jane! —Simon la llamó con apremio. La niña se encontraba unos pasos más adelante y no había visto a Bill. Una voz profunda dijo al oído de Simon.
—Tu joven amigo ha perdido la carrrera. No está de muy buen humor. Los Hoover son todos iguales.
Simon se giró y vio la radiante cara arrugada y morena del viejo pescador que habían conocido el día en que se encontraron por primera vez con Bill.
—Hola, señor Penhallow —dijo, pensando que este saludo sonaba extraño—. Entonces, él ha participado en la carrera.
—Sí, la carrera para el campeonato. Se ha esforzado mucho, como siempre, pero ha perdido por pocos metros y le ha vuelto la espalda al ganador cuando éste ha ido a felicitarle por haber hecho una buena carrera. —Ahogó la risa—. El ganador ha sido mi benjamín.
—¿Su hijo? —preguntó Jane, que se había vuelto al oír que Simon la llamaba.
Miró el rostro curtido del señor Penhallow; parecía demasiado viejo para tener un hijo tan joven como para participar en una carrera de natación.
—Así es —respondió el pescador—. Es un buen muchacho. Ahora tiene dieciséis años, y está de permiso de la Marina Mercante.
—¿Cree que yo podría ingresar en la Marina Mercante cuando tenga dieciséis años? —preguntó Simon, impresionado.
—Espera un poco —dijo el señor Penhallow, haciéndole un guiño—. La vida en el mar es dura.
—Barney dice que quiere ser pescador, como usted —dijo Jane—. Con un barco como el White Heather.
El señor Penhallow se rió.
—Esta idea tampoco durará mucho. Le llevaría conmigo una noche si fuera un poco mayor, entonces cambiaría de opinión.
—¿Esta noche va a salir?
—No. Tengo descanso.
De pronto, Jane notó que tenía un zapato mojado, miró abajo y vio que estaba en un charco de agua. Se apresuró a salir de él.
—Los nadadores deben de haber salpicado mucho. Hay charcos por todas partes.
—No sólo los nadadores, querida —dijo el señor Penhallow—. Es la marea. Esta mañana ha llegado hasta aquí; las mareas de primavera son más altas que de costumbre este mes.
—Sí —dijo Simon—. Mirad, ahí hay restos de algas. Debe de haber subido hasta el muro. ¿Sube con frecuencia tan arriba?
—A menudo no. Una o dos veces al año; normalmente en marzo y septiembre. —Es extraño que haya mareas tan altas en agosto. Supongo que es por estos fuertes vientos que tenemos.
—¿Hasta dónde baja? —preguntó Jane, fascinada.
—¡Ah!, hasta muy lejos. El puerto no está bonito con la marea baja, pero tiene peor aspecto en las grandes mareas de primavera. Hay mucho fango y algas estancadas que apestan. Hoy esperad hasta las cinco de la tarde. Bueno, supongo que estaréis mirando el carnaval como todo el mundo.
—Eso espero —dijo Simon vagamente. Estaba pensando frenético; era como si las palabras del pescador hubieran tocado un resorte en su cerebro—. Señor Penhallow —dijo, cuidadosamente informal—, supongo que cuando la marea baja está muy baja hay muchas más rocas fuera del puerto que de costumbre.
—Sí, muchas —dijo el pescador—. Dicen que es posible dar la vuelta desde el puerto de Trewissick hasta Dodman, que está dos o tres calas más allá de Kemare Head. Pero puede que no sea más que un cuento; apuesto a que las rocas quedan al descubierto y la marea vuelve a subir antes de que estés a medio camino.
Jane sólo escuchaba a medias.
—Señor Penhallow, estamos buscando a la señora Palk, la señora que se ocupa de las tareas de la casa. ¿La conoce?
—¿Si conozco a la señora Palk? —preguntó el señor Penhallow, ahogando una risita—. Yo diría que sí. Es una mujer agradable, lo era antes; bueno, aún lo es, pero se volvió un poco tacaña cuando se murió el viejo Jim Palk. Apuesto a que a vuestros padres les cuesta una buena suma. Hace cualquier cosa por unas libras más, la vieja Moll. Ahora que lo pienso, claro, es tía de vuestro amiguito Bill.
—¿La señora Palk? —dijo Jane con asombro—. ¿Ese muchacho tan horrible?
—¡Ah! —exclamó el señor Penhallow plácidamente—. Las dos ramas de la familia no se parecen mucho. La mayoría de gente de Trewissick incluso se olvidan de que son parientes. No creo que a Mollie le guste que la gente lo sepa.
—Me parece que el tío abuelo Merry me lo dijo una vez —dijo Simon—. Lo había olvidado. Dijo que Bill era el hijo del hermano malvado de la señora Palk. Jane declaró, pensativa:
—Me pregunto si… Bueno, ahora no importa. ¿La ha visto? —A ver, he pasado con ella un rato… en el muelle delantero. Iba vestida para el carnaval, con un curioso tocado en la cabeza, lo más probable es que estuviera ayudando con el desfile, supongo que aún estará allí, a menos que se haya ido a comer.
La multitud había menguado y en cambio el muelle era un hervidero de gente; había diferentes bandas de músicos con brillantes uniformes azules y gorras azules con visera que tocaban grandes instrumentos plateados. Simon y Jane miraron al otro lado del puerto, pero estaban demasiado lejos para distinguir las caras. —Bueno, tengo que ir a buscar a mi joven Walter. Estará más contento que unas pascuas. Dadle recuerdos de mi parte al pequeño pescador—. El señor Penhallow se alejó por el muelle sonriendo. Jane, que se había estado preguntando qué había en él que parecía diferente, se dio cuenta de que en lugar del jersey azul y las botas altas vestía traje negro y zapatos que rechinaban. —No creo que debiera haber hablado como lo ha hecho de la señora Palk— dijo, intranquila.
—No sabes, podría ser importante —dijo Simon—. Bueno, ¿qué hacemos ahora? Tenemos que encontrar a la señora Palk para saber adonde ha ido el tío abuelo Merry. Pero el señor Penhallow dice que la ha visto al otro lado del puerto, y hemos quedado con Barney que nos encontraríamos aquí.
—Me pregunto dónde está Barney. Ha tenido tiempo suficiente para subir y bajar la colina. Ve tú a buscar a la señora Palk por allí y yo esperaré aquí a Barney. Simon se frotó la oreja.
—No sé, no me gusta que nos separemos. No hemos encontrado al tío abuelo Merry, Barney de momento no está y si tú y yo nos separamos, nadie tendrá a nadie. Podría pasarnos algo a cualquiera y los demás no se enterarían. Creo que debemos seguir juntos.
—De acuerdo —dijo Jane—. Esperemos un poco más. Volvamos a la esquina del muelle delantero. Es el único camino para bajar hasta aquí, tendrá que pasar por allí.
Cuando volvían atrás vieron que la banda de Trewissick se ponía en formación en el puerto, y la multitud se agolpaba a su alrededor, con los niños correteando alegres de un lado a otro. Entre las camisas blancas y vestidos de verano destacaban una o dos figuras extrañas: altas, con colores fantásticos, adornadas con cintas y hojas, con unas monstruosas falsas cabezas sobre los hombros. —Deben de formar parte del desfile de carnaval—. Me parece que empieza. Escucha qué ruido tan horrible. La banda había empezado a tocar una melodía que poco a poco se convirtió en una marcha conocida.
—¡Oh, vamos, no lo hacen tan mal! —dijo Jane—. Espero que estén más acostumbrados a pescar que a tocar la trompeta. De todos modos, es un sonido muy alegre. Me gusta.
—Mmmm. Sentémonos en el muro de la esquina; veremos a Barney cuando pase. —Simon cruzó la calle y miró hacia la colina—. No veo señales de él. Pero hay tanta gente que no se ve bien. —Bueno— dijo Jane, y se sentó en el muro haciendo un mohín al rozarle la parte de atrás de las rodillas la áspera pizarra. —Esperaremos. Escucha, la música está cada vez más cerca. —¡Música!— exclamó Simon.
—Bueno, es… ¡Oh, mira, ha empezado el desfile! ¡Y vienen hacia aquí!
—Creía que la señora Palk había dicho que subirían la colina directamente.
—A lo mejor suben desde esta esquina del puerto en lugar de por la otra. O quizá primero dan una vuelta por el pueblo… mira, todos van disfrazados. Y tocan la canción que la señora Palk cantaba esta mañana, la «danza floral».
—Desde aquí se ve muy bien. —Simon se impulsó para sentarse en el muro al lado de Jane.
Poco a poco la multitud se acercó a ellos por el muelle delantero; los niños corrían y saltaban delante de la banda. Detrás de ellos, bordeados por grupos de turistas que estaban encantados, iban danzando las fantásticas figuras que habían visto desde el otro lado del puerto; las monstruosas cabezas daban bandazos y saltaban en una lenta parodia de un baile, y otros, disfrazados y con máscara, entraban y salían entre la multitud. De vez en cuando se acercaban a los espectadores y cogían a alguna niña pequeña de la mano, fingían que golpeaban a alguna anciana con una varita mágica adornada con cintas, guiaban a los turistas y a la gente de allí para que se cogieran de las manos y bailaran con ellos. «Pom… pom… di-pom-pompom…». La música resonaba en los oídos de los niños y la multitud les acorraló en la esquina y se dispersó arriba y abajo de la colina.
Jane estaba encantada con los gigantes y de pronto miró al otro lado de la multitud. Señaló y gritó algo al oído de Simon.
Simon no oía más que la música.
—¿Qué dices? —le gritó.
Jane se acercó más a su oído.
—¡Ahí está la señora Palk! ¡Mira! Está allí, con plumas en la cabeza, detrás del hombre que va cubierto de hojas. ¡Rápido, vamos con ella!
Y antes de que Simon pudiera detenerla ya había bajado del muro y se hallaba junto a la multitud.
Simon bajó de un salto detrás de ella y le cogió el brazo cuando iba a abrirse paso entre dos filas de gente que reía y bailaba.
—¡Ahora no, Jane!
Pero también él fue arrastrado varios metros por la multitud que bailaba antes de poder llevarse a Jane a un espacio despejado. Se quedaron pegados a la pared del fondo de la carretera, lejos del puerto, junto con otros espectadores del desfile de carnaval.
Y por esto no vieron a Barney, que había bajado la colina por la carretera y pasado entre la gente para doblar la esquina del muro sin hacer caso del desfile; y corrió lo más deprisa que pudo hasta el muelle interior, el lugar donde habían acordado reunirse.