—No es tan sencillo como creía —dijo Simon, ceñudo. Miró las desiguales rocas que le rodeaban—. Anoche, desde las piedras verticales, parecía que esto sólo era una roca, que sobresalía. Pero hay muchas, y todas son muy grandes.
El viento de mar zarandeaba la cola de caballo de Jane de un lado a otro. La niña miró tierra adentro.
—Es como estar en alta mar. Como si estuviéramos mirando a tierra desde fuera.
La punta de Kemare Head era el lugar más desolado que habían visto hasta entonces, incluso con el sol que se reflejaba en el agua y el olor del mar que llevaba el viento. Se hallaban en medio de una sombría extensión de rocas que surgían de la hierba casi en el extremo de la punta de tierra. El terreno formaba una empinada pendiente herbosa y el acantilado caía para unirse a otras rocas, sesenta metros más abajo, donde las blancas olas murmuraban y suspiraban sin cesar. No veían ninguna señal de vida ni movimiento alrededor.
—Es solitario —dijo Barney—. Quiero decir que es solitario en sí mismo. Me pregunto cuál será la próxima pista, si es que la hay.
—No creo que la haya —dijo Jane despacio—. Esto es el fin de un sitio. No conduce a ninguna parte… Es curioso que no hayamos visto a nadie al subir. Suele haber una o dos personas paseando.
—Anoche sí las había —dijo Simon.
—¡Oh, no!, yo intento no recordarlo. Pero por aquí no hay ni un alma. Me parece extraño.
—El señor Penhallow dice que la gente de aquí no se acerca al extremo de la punta de tierra —dijo Barney trepando para sentarse en una roca por encima de sus cabezas. Rufas intentó seguirle, resbaló y se lamió una pata, gimiendo—. Tampoco les gustan mucho las piedras verticales; nunca suben aquí arriba. Me lo contó tío Merry. Dijo que la gente creía que las rocas estaban encantadas y que daban mala suerte, y lo dijo de una manera que parecía que él también lo creía. Dijo que las llaman las Lápidas.
—¿Llaman así a las piedras verticales?
—No, a estas rocas de aquí.
—Qué curioso, yo habría dicho que sería al revés. Las otras se parecen más a lápidas. Pero éstas son rocas corrientes.
—Bueno, eso me contó. —Barney se encogió de hombros y casi perdió el equilibrio—. Simplemente, a la gente no les gustan.
—Me pregunto por qué. —Jane levantó la mirada hacia la roca más próxima, que se elevaba justo por encima de su cabeza. Simon, que estaba a su lado, dio unos golpecitos a su superficie con el viejo estuche de telescopio; el manuscrito se movió en su interior. Barney se lo había devuelto con gran ceremonia aquella mañana. Entonces, de pronto, dejó de dar golpecitos y se quedó inmóvil como una roca.
—¿Qué ocurre? ¿Has descubierto algo? —Jane miró la roca con atención.
—No… sí… Bueno, no es nada. ¿Recordáis el manuscrito? Aún oigo al tío abuelo Merry decirlo. Dónde el hombre de Cornualles escondió el grial: sobre el mar, bajo la tierra.
—Eso es, y dijo lo mismo cuando enterraron al extraño caballero, cómo se llamaba…
—Bedwin —dijo Barney—. Caramba, ya entiendo lo que quieres decir. Sobre el mar, bajo la tierra. ¡Aquí!
—Pero… —empezó a decir Jane.
—¡Tiene que serlo! —Simon saltó distraído sobre un pie—. Sobre el mar… bueno, no podríamos estar en otro sitio más evidentemente sobre el mar, ¿no? Y bajo tierra. Aquí están las piedras.
—¡Y aquí debe de ser donde enterraron también a Bedwin! —Barney bajó apresurado de su roca—. Y por esto las llaman las Lápidas y creen que están encantadas. Han olvidado la historia auténtica, porque sucedió hace centenares de años. Pero recuerdan esta parte, o al menos recuerdan que la gente tenía miedo de subir aquí y por esto tampoco suben ellos.
—A lo mejor tienen razón —dijo Jane, nerviosa.
—¡Oh, venga ya! Bueno, de todos modos, aunque el fantasma de Bedwin esté flotando en alguna parte, no querría asustarnos, porque estamos de su lado.
—El tío abuelo Merry dijo algo así anoche. —Jane arrugó la frente tratando de recordar.
—Bueno, no importa. ¿No te das cuenta de lo que esto significa? Estamos aquí. ¡Lo hemos encontrado! —farfulló Barney encantado. Rufas se contagió de su humor y retozó alegre alrededor de los niños y ladrando al viento.
Simon miró a su hermano. —De acuerdo. ¿Dónde está?
—Bueno —dijo Barney haciendo una pequeña pausa—, aquí. Debajo de una de las rocas.
—Sí, pero deja de comportarte como un loco y piensa un poco. ¿Qué tenemos que hacer, excavar para levantarlas todas? Forman parte de la punta de tierra. Todo es roca. Mira. —Simon sacó su navaja, una práctica arma de acero con dos grandes hojas y un pasador, y se puso a excavar al pie de una de las rocas. Arrancó puñados de hierba, hizo un agujero y a menos de diez centímetros de la superficie apareció roca sólida—. Mira, ¿lo ves? —Rascó la roca con la hoja de la navaja, haciendo rechinar la piedra de un modo espantoso—. ¿Cómo quieres que aquí haya nada enterrado?
—No tiene por qué ser todo así —protestó Barney.
—A lo mejor hay una parte diferente —insinuó Jane, confiada—. Si los tres nos separamos y buscamos palmo a palmo, es probable que encontremos algo. Deberíamos haber traído palas. Vamos.
Barney fue a un extremo de las rocas y Jane al otro, a unos veinte metros de distancia. Simon miró con nerviosismo el escarpado borde y se fue al lado que daba al mar para ponerse a trabajar. Gatearon arriba y abajo por el granito de bordes afilados buscando los trozos de hierba entre las rocas, tirando de las piedras para ver si se movían y mostraban un lugar donde pudiera esconderse algo. Pero ninguna piedra se movió ni un centímetro y no encontraron más que hierba y granito, sin rastro de un escondite. Jane llevaba algo en la mano con cuidado cuando volvieron a reunirse.
—Mirad —dijo la niña, tendiéndoles el objeto—. ¿No os parece extraño encontrar una concha aquí arriba? Quiero decir, ¿cómo ha podido llegar desde la playa, sobre todo si nunca sube nadie?
—Es más una piedra que una concha —dijo Simon, y se la cogió de la mano, curioso. Era una concha pero el hueco era sólido y duro, lleno de lo que parecía roca; y la superficie de la concha no era blanca y áspera como las que se encuentran en la playa sino lisa y de color gris obscuro.
—Algún turista la habrá tirado —dijo Barney—. Los turistas no deben de tener miedo de subir aquí, no saben nada de lo que la gente de Trewissick cuenta.
—Eso supongo. —Los tres pensaron con desdén en los turistas.
—Bueno —dijo Jane; se metió la concha en el bolsillo y miró alrededor sin saber qué hacer—. Es espantoso. Estamos atascados. ¿Qué podemos hacer ahora?
—Aquí arriba tiene que haber algo, seguro.
—No sabemos… quizá se trata de otro peldaño de la escalera.
—Pero no hay ninguna otra indicación que seguir. Echemos un vistazo al mapa.
Simon se sentó en la hierba y abrió el estuche del telescopio; y todos contemplaron el manuscrito, apenas visibles las líneas y palabras debido al resplandor del sol.
—Estoy seguro de que su intención es que esto sea el final de la búsqueda —insistió Barney obstinado—. Mirad cómo el extremo de la punta de tierra queda aislada. No hay otra salida.
Simon miraba fijamente el mapa, pensativo.
—A lo mejor conduce al punto del que partimos. Quizá nos ha estado tomando el pelo desde el principio. Una especie de seguro, para ponerlo difícil a quien intente buscar el grial.
—A lo mejor lo escondió en algún sitio que no encontraremos.
—A lo mejor se lo llevó consigo.
—A lo mejor no existe.
Estaban sentados formando un círculo, abatidos, haciendo caso omiso del sol y del magnífico paisaje de costa y mar. Se produjo un largo silencio. Barney levantó la mirada con aire distraído.
—¿Dónde está Rufus?
—No lo sé —respondió Simon—. Espero que se haya caído por el acantilado. Ese bobo animal es capaz de hacerlo.
—¡Oh, no! —exclamó Barney, y se puso en pie, preocupado—. Espero que no le haya pasado nada. ¡Rufus! ¡Rufus! —Se puso dos dedos en la boca y dio un silbido ensordecedor. Jane dio un brinco.
No vieron nada ni oyeron nada salvo el viento, y entonces percibieron un curioso ruido justo por encima de sus cabezas, una especie de gemido ahogado.
—¡Está ahí arriba! —Barney subió gateando por las rocas y, cuando se puso en pie, vieron aparecer su cabeza tras una piedra gris. De pronto desapareció. Su voz les llegó ahogada pero tensa de excitación—. ¡Eh! ¡Venid aquí, rápido!
Las rocas se elevaban una tras otra formando una especie de fortaleza. Encontraron a Barney en el medio, agazapado detrás de uno de los picos, observando a Rufus. El perro estaba temblando y atento, con el hocico pegado a la roca y rascando débilmente con una pata mientras gemía y olisqueaba.
—Rápido —dijo Barney sin volverse—. No sé lo que trata de hacer, pero me parece que ha encontrado algo. Nunca le había visto así. Si son ratas o conejos se pone como loco y ladra y no para quieto, pero esto es diferente. Miradle.
Rufus parecía estar en trance, incapaz de apartarse de la roca.
—Déjame ver —dijo Simon. Pasó con cuidado al lado de Barney y apoyó un brazo en Rufus para acariciarle mientras lo apartaba de la roca—. Aquí hay un pequeño agujero. Puedo meter los dedos dentro. ¡Ay! ¡Esta roca se mueve! He notado que se apartaba, estoy seguro. Por poco no me pilla la mano. Es muy grande, pero me parece… Jane, ¿puedes ponerte a mi lado?
Jane se agazapó entre las rocas al lado de su hermano.
—Ahora agarra ahí —le pidió Simon—. Ese trozo que sobresale… cuando te lo diga, empuja todo lo que puedas hacia el mar. Espera un momento, tengo que cogerla por este lado… no sé si esto saldrá bien… ahora, ¡empuja!
Obediente, pero sin tener idea de lo que se esperaba que hiciera, Jane empujó con todas sus fuerzas mientras Simon jadeaba y empujaba a su lado. Durante un largo momento no pasó nada. Luego, cuando sus pulmones parecían a punto de estallar, notaron que la roca se movía. Experimentó un temblor muy ligero y luego dio una rechinante sacudida. Los niños cayeron hacia atrás y la gran roca se les escapó de las manos y cayó en el hueco más próximo. Notaron el golpe seco que produjo al caer.
En el lugar donde antes estaba la roca había un orificio obscuro e informe de unos sesenta centímetros de diámetro.
Se quedaron quietos, boquiabiertos. Rufus se acercó corriendo, inclinó la cabeza y olisqueó con delicadeza; luego, se volvió, meneando la cola y con la lengua fuera.
Simon al fin se acercó y apartó un par de rocas más pequeñas del borde del orificio. Se inclinó y atisbó dentro, y metió el brazo para ver la profundidad que tenía.
Su brazo desapareció hasta el hombro. Simon se tumbó en el suelo y no palpaba más que áspera roca a los lados. Miró a Barney y a Jane.
—No toco fondo —dijo con voz baja.
Entonces los otros recuperaron el aliento y se dieron cuenta de que lo habían estado conteniendo.
—Levántate, déjanos ver.
—Tiene que ser esto, ¿no? ¡El grial tiene que estar aquí!
—¿Qué profundidad calculas que tiene?
—¡Es estupendo! ¡Qué listo es Rufus! El perro meneó la cola más deprisa.
—Ese pedazo de roca —dijo Jane, mirándola con reverencia—. Debe de hacer novecientos años que está aquí. Imaginad… novecientos años…
—Bueno, no estaba exactamente suelta. —Simon flexionó los tensos músculos de su brazo con cuidado—. Aunque estaba equilibrada con cuidado, de lo contrario no habríamos podido moverla ni un centímetro. Bueno, tenemos que averiguar la profundidad de este agujero antes de saber si hay algo ahí.
Miró pensativo la obscura boca abierta en la roca. Jane suspiró y dejó de pensar en siglos.
—Tira una piedra, así oiremos si es muy profundo. Como con las tormentas; ya sabes, contar los segundos que transcurren entre el relámpago y el trueno para saber a qué distancia está la tormenta.
Simon cogió un trozo de roca suelto del borde y lo dejó caer en el agujero. Todos aguzaron el oído.
Al cabo de un rato Jane se sentó sobre sus talones.
—No he oído nada.
—Yo tampoco.
—Prueba otra vez.
Simon dejó caer otra piedra en el agujero y volvieron a aguzar el oído para percibir el ruido al caer al fondo. No ocurrió nada.
—Entonces no hay nada.
—No.
—¡No tiene fondo!
—No seas idiota, no puede ser.
—A lo mejor sale en Australia —dijo Barney. Miró el agujero con nerviosismo.
—Esto significa que va demasiado lejos para que oigamos el ruido —dijo Simon—. Pero tiene que ser tremendamente profundo. Ojalá hubiéramos traído una cuerda.
—Mira en tus bolsillos —sugirió Jane—. Siempre los llevas llenos de porquerías. Como Barney. Al menos eso dice mamá cuando tiene que vaciarlos. A lo mejor lleváis cuerda o algo.
—Tonterías —exclamó Simon indignado, pero vació sus bolsillos sobre la roca.
El resultado, aunque interesante, no fue de gran ayuda. Simon esparció un buen surtido incluida la navaja, un pañuelo muy sucio, una brújula con el cristal rayado, dos monedas de cincuenta peniques, un cabo de vela, dos ajados billetes de autobús, cuatro caramelos envueltos en papel de celofán arrugado y un bolígrafo.
—Bueno, podemos tomarnos un caramelo cada uno. —Los repartió con gesto solemne. Los caramelos se habían pegado un poco al celofán, pero estaban buenos. Simon dio el que sobraba al perro, que intentó masticarlo y por fin se lo tragó entero.
—Lástima de caramelo —dijo Barney. Él también vació sus bolsillos con una lluvia de arena: una canica verde con un punto naranja en el medio, una piedrecita blanca, veinte peniques, un marinero de plomo sin cabeza, un pañuelo milagrosamente mucho más limpio que el de Simon y un trozo de alambre curvado en ambos extremos.
—¿Para qué llevas esto? —preguntó Jane.
—Bueno, nunca se sabe —dijo Barney con ambigüedad—. Podría ser útil. Vamos, echemos un vistazo a los tuyos.
—No llevo nada —dijo Jane volviendo los bolsillos del revés.
—Bueno, has traído tu chaqueta —dijo Simon. Cruzó las rocas, bajó a la hierba donde habían estado antes y trajo la chaqueta de Jane—. Mira. Un pañuelo. Dos horquillas, muy típico de las chicas. Dos lápices. Una caja de cerillas. ¿Para qué las quieres?
—Como ha dicho Barney, podrían ser útiles. Mucho más útiles que ese trozo de alambre viejo. Simon palpó el otro bolsillo.
—Dinero, un botón… ¿qué es esto? —Sacó ana bobina de hilo—. Vaya, esto sí que es brutal idea. Podría ayudarnos a averiguar la profundidad del agujero.
—Lo había olvidado —dijo Jane—. Está bien, tú ganas, yo también llevo porquerías. Pero has de admitir que son porquerías más útiles. —Le cogió la bobina de hilo—. Aquí dice que hay cien metros de hilo. Ningún agujero podría ser tan profundo, ¿verdad?
—No me extrañaría que éste lo fuera —dijo Simon—. Ata alguna cosa al hilo y hazlo bajar.
—Tiene que ser algo que no pese mucho —dijo Barney—, si no se romperá.
Jane desenrolló un poco de hilo y tiró de él.
—No sé, parece fuerte. Ya está, dame ese trozo de alambre. Barney la miró con aire dubitativo, pero se lo dio. Jane ató un extremo del hilo a la punta curvada.
—Ya está. Ahora lo hacemos bajar y esperamos hasta que haya llegado al fondo.
—Sé una manera mejor. —Simon cogió la bobina de hilo y pasó uno de los lápices de Jane por el agujero central. Era lo bastante largo para que saliera por ambos lados—. Ahora coges las dos puntas del lápiz y la bobina se desenrolla sola, debido al peso.
—Déjame hacerlo. —Jane se arrodilló junto al agujero y dejó caer el alambre en la obscura boca. La bobina de hilo empezó a girar a medida que el hilo desaparecía; los tres niños contuvieron el aliento. Entonces, de pronto, la bobina empezó a girar más despacio y se paró. En el instante en que pensaban que el alambre había tocado tierra firme, vieron que el extremo del hilo se aflojaba.
—Mecachis —exclamó Jane decepcionada—. Se ha roto. —Atisbó en la negrura en un vano intento por ver adonde había ido a parar el hilo. Simon le cogió el carrete y lo examinó.
—Falta la mitad del hilo, y aún no ha llegado a ninguna parte. Esto significa que el agujero tiene al menos cincuenta metros de profundidad. ¡Caramba! —Dio un golpecito a Jane en el hombro—. Vamos, déjame a mí; tú no verás nada ahí abajo. Jane le apartó sin dejar de asomarse al agujero. —Cállate.
Los dos niños esperaron con paciencia hasta que Jane se irguió; tenía la cara enrojecida.
—Oigo el mar —dijo, parpadeando.
—Claro que oyes el mar. Yo también. Está al otro lado de la punta de tierra.
—No, no. Me refiero a que lo oigo aquí abajo. Simon la miró y suspiró.
Barney se tumbó junto al agujero y metió la cabeza dentro.
—Tiene razón —dijo con excitación—. Ven y pon la oreja aquí.
—Mmmm. —Simon se acercó, escéptico, y se tumbó a su lado.
Entonces oyó muy débilmente, procedente de las profundidades del agujero, un ruido hueco que resonaba. Desapareció y apareció otra vez, lento y regular. —¿Eso es el mar?
—Claro —exclamó Jane—. ¿No lo reconoces? Es el ruido de las olas en la cueva. Y piensa lo que esto significa… el agujero debe de bajar por todo el acantilado hasta el mar, y allí abajo tiene que haber una entrada. ¡Y allí es donde está escondido el grial!
—Pero no puede ser así. —Simon se incorporó lentamente y se frotó la oreja—. ¿No podría ser una vibración o algo que viniera del borde de las rocas de ahí abajo? —Bueno, ¿a ti te suena así?
—No —admitió Simon—. Pero… ¿cómo podría alguien haber hecho un agujero tan estrecho y profundo?
—No lo sé. Pero lo hizo, ¿no? Quizá la pequeña concha que he encontrado fue arrojada por este agujero.
—Si el grial está ahí abajo, tenemos que ir por la entrada del mar. Tiene que haber una cueva. Me pregunto si podremos llegar desde el puerto.
—¡Escuchad! —Barney de pronto se puso en pie y ladeó la cabeza—. Oigo algo. Como un motor.
Simon y Jane se levantaron también y escucharon el distante ruido de las olas y el viento. Oían los chillidos de las gaviotas, las quejumbrosas llamadas que emitían hacia ellos desde abajo. Y entonces oyeron el ruido que había oído Barney: el murmullo bajo de un motor procedente del puerto.
Fue Simon el que avistó primero la larga proa blanca del yate que rodeaba la curva de Kemare Head. Se agazapó enseguida.
—¡Agachaos, rápido! —dijo—. ¡Son ellos! ¡Es el Lady Mary!
Barney y Jane se tiraron al suelo a su lado.
—No nos verán si nos quedamos detrás de las rocas —dijo Simon en voz baja—. No os mováis hasta que se hayan perdido de vista.
—Aquí hay una brecha —susurró Barney— por la que puedo verles… El señor Withers está en cubierta, y su hermana está con él. El patrón no está allí, debe de estar en la cabina… miran hacia aquí, no aquí arriba, parece que miran los acantilados… El señor Withers tiene unos prismáticos… ahora los baja y se ha vuelto a su hermana para decirle algo. No le veo la expresión de la cara, están demasiado lejos. Ojalá se acercaran.
—¡Oh! —exclamó Jane, agitada—. ¿Y si hay esa cueva donde está el grial y la ven?
Esta idea era paralizante, y los tres se quedaron inmóviles, deseando que el barco se marchara. El ruido del motor del Lady Mary se hizo más fuerte al pasar por el extremo de la punta de tierra donde se encontraban ellos.
—¿Qué hacen? —preguntó Simon impaciente en un susurro—. No lo veo, los tapa una roca. —Barney se removió, frustrado. El ruido del motor llenaba el aire. Pero no paró: se fue alejando poco a poco en el mar.
—Ahora lo veo otra vez, hay otra brecha… sigue mirando hacia la costa con los prismáticos. No creo que haya visto nada, parece como si aún estuviera buscando… ahora han doblado el recodo. —Barney rodó sobre sí mismo y se incorporó—. Si buscan una cueva, ¿cómo se han enterado de su existencia?
—No pueden saberlo, no han visto el mapa —respondió Jane con angustia—. No es posible que lo hayan visto. Quiero decir, aunque el vicario esté confabulado con ellos, y conozcan el contorno que yo dibujé en la guía, no tienen ninguna pista. No puse ninguna señal.
—Pero si no saben dónde mirar, ¿por qué miran en el sitio correcto?
—Me parece —dijo Simon— que forma parte de su rutina. Quiero decir, no saben dónde mirar, así que miran en todas partes. El tío abuelo Merry dijo algo así el primer día que hablamos. Es igual que cuando registraron la casa, lo hicieron al azar, sin ningún plan. A lo mejor se les ha ocurrido vagamente la idea de la cueva y están recorriendo toda la costa por si la encuentran. No solo esta parte, sino toda, arriba y abajo. No saben que es ésta.
—Bueno, nosotros sí. Si está aquí, ¿por qué no la han visto?
—A lo mejor lo han hecho —dijo Barney abatido.
—¡Oh, no!, seguro que no. Se habrían parado. En cualquier caso, no habrían seguido mirando como has dicho que hacían. Lo has dicho, ¿no? —Jane le miró, nerviosa.
—Sí; el viejo Withers seguía mirando con los prismáticos cuando se han perdido de vista.
—Entonces está claro.
—Podría ser otra cosa —dijo Simon desanimado. Se interrumpió.
—¿Qué?
—Hemos oído el mar, o sea que la boca de la cueva podría estar tapada. Podría estar sumergida en el agua, por esto no la habrían visto. En Cornualles hay muchas cuevas debajo del agua, recuerdo haber leído algo de ellas en algún sitio. Podría ser que cuando nuestro hombre escondió el grial no fuera así, pero es posible que la tierra se haya hundido un poco en novecientos años.
—Eso está bien —dijo Barney—. Entonces, jamás podrán encontrarlo.
Simon le miró y alzó las cejas.
—Y nosotros tampoco.
Barney le miró fijamente.
—Nosotros sí podríamos. Tú sabes bucear bastante bien.
—No tendríamos ninguna posibilidad. Sé bucear, pero no soy un pez.
—Supongo que ese sitio estaría lleno de agua —dijo Jane y despacio—. Y el grial estaría bajo el agua, y estropeado como los restos de un naufragio.
—Cubierto de percebes —añadió Simon.
—No puede ser. No debe ser así. Él dijo sobre el mar y tiene que estar sobre el mar.
—Tendremos que averiguarlo. El tío abuelo Merry lo sabrá.
Los tres se miraron, consternados.
—¡Tío Merry! Me había olvidado de él.
—¿Dónde estará?
—Llevamos aquí mucho rato. Seguro que hace horas que se ha levantado.
—Barney, ¿qué le has pedido exactamente a la señora Palk que le dijera?
—Que habíamos ido a dar un paseo con Rufus, que él ya sabría adonde. Ella me ha mirado con un poco de curiosidad, pero ha dicho que le daría el mensaje. He procurado que pareciera un juego —explicó Barney muy serio.
—Espero que no le haya ocurrido nada —dijo Jane con ansia.
—No te preocupes, supongo que aún está roncando —dijo Simon. Consultó su reloj—. Son las once y media. Bajemos deprisa antes de que regrese el yate. La próxima vez quizá no tendríamos tanta suerte; si vuelven navegando a vela no les oiremos. Me pregunto por qué no lo han hecho antes, hay viento más que suficiente. —Frunció el entrecejo.
—¡Oh!, no importa —dijo Barney—. Vamos a buscar a tío Merry. Y entremos por la parte de atrás también; es posible que ese muchacho siga vigilando la casa.
—No, iremos por delante. Podría ser que tío Merry viniera hacia aquí. Tengo la sensación de que no nos queda mucho tiempo. Tendremos que arriesgarnos a que nos pillen. Vamos.