Capítulo 9

Barney pegó la nariz al cristal de la ventana del dormitorio de Jane. Vio a Simon y a Jane que levantaban la mirada y le saludaban con la mano, pero el tío abuelo Merry avanzaba sin mirar a izquierda ni a derecha, una figura alta que se desvaneció en la obscuridad. Barney sonrió para sí. Conocía muy bien aquel paso tan decidido.

Siguió mirándoles hasta que sólo vio en la obscuridad las luces del pueblo que bailaban en el agua negra y rizada, entre las fantasmales barcas. En el yate de los Withers no había ninguna luz encendida. El niño se apartó de la ventana, suspirando un poco por la frustración de haber tenido que quedarse en casa. Para consolarse, aferró el estuche del telescopio que Simon le había entregado con solemnidad antes de marcharse. Enseguida se sintió mejor. Era un caballero al que habían confiado una misión sagrada; había resultado herido en la batalla, pero tenía que guardar su secreto… dobló cada pierna con suavidad e hizo una mueca al notar la ardiente tirantez de la piel en las rodillas. Estaba rodeado por el enemigo, que perseguía el secreto que él custodiaba, pero nadie sería capaz de acercarse…

—Bueno, venga, a la cama —dijo la señora Palk detrás de él, inesperadamente.

Barney se giró en redondo. La mujer estaba de pie en la puerta, iluminada por la luz del rellano, observándole. Los dedos de Barney se curvaron instintivamente en torno al frío estuche de metal y se dirigió hacia la mujer, descalzo. La señora Palk se apartó para dejarle traspasar la puerta. Cuando pasó por su lado, ella alargó la mano con curiosidad.

—¿Qué llevas ahí?

Barney apartó el estuche de un tirón y se apresuró a reír con una risa forzada.

—¡Ah! —dijo con toda la indiferencia que fue capaz de mostrar—, es un telescopio del capitán que he cogido prestado. Está muy bien. Puedes ver todos los barcos que pasan por la bahía. Creía que podría ver a los otros bajar al puerto, pero está demasiado obscuro.

—¡Ah, bueno! —La señora Palk pareció perder interés—. Qué curioso, nunca he visto que el capitán utilizara ningún telescopio. Pero en esta casa debe de haber toda clase de objetos extraños, más de los que yo jamás conoceré.

—Bueno, buenas noches, señora Palk —dijo Barney dirigiéndose hacia su habitación.

—Buenas noches, cariño —dijo la señora Palk—. Llámame si quieres algo. Supongo que me acostaré pronto; mis días de esperar a los pescadores han terminado.

La mujer desapareció escaleras abajo y apagó la luz del rellano.

Barney encendió la lámpara de su mesilla de noche y cerró la puerta con cuidado. Se sentía desprotegido, y bastante nervioso aún, sin el tío abuelo en la casa. Pensó poner una silla contra la puerta, pero cambió de opinión cuando recordó que Simon tropezaría con ella cuando regresara. Lo último que deseaba era que alguien pensara que había tenido miedo al estar solo.

Sacó el manuscrito para echarle un último vistazo y para adivinar lo que Simon y Jane podrían descubrir con la sombra de la piedra vertical. Pero no vio nada en el tosco dibujo de las piedras y la luna. De pronto, soñoliento, volvió a guardar el rollo y apagó la luz; se acurrucó en la cama aferrando el estuche contra el pecho y se quedó dormido.

No supo exactamente qué fue lo que le había despertado. Cuando, en la confusión de los sueños y los ruidos imaginarios, se dio cuenta de que estaba despierto, la habitación se hallaba a obscuras. No se oía ningún ruido salvo el constante murmullo del mar, muy débil en aquel lado de la casa, pero siempre en el aire. Por la forma en que todos sus sentidos se aguzaban para captar algo, supo que una parte de sí mismo no se había dormido del todo y le avisaba de algún peligro. Se quedó muy quieto, pero no oyó nada. Después percibió un débil crujido detrás de él, procedente de la dirección de la puerta.

Barney sintió que el corazón empezaba a latirle con más fuerza. Estaba acostumbrado a oír ruidos por la noche; el piso de Londres donde vivía formaba parte de una casa muy antigua que crujía y runruneaba durante la noche, como si paredes y suelos respiraran. Aunque nunca había estado despierto el tiempo suficiente para averiguarlo, suponía que en la Casa Gris ocurría lo mismo. Sin embargo, este ruido no era tan amistoso como aquellos.

Barney hizo lo que hacía en casa siempre que se despertaba y oía un ruido que parecía más de un ladrón que un crujido corriente del suelo. Emitió un leve gemido y se volvió en la cama como si se pusiera cómodo sin despertarse. Al volverse, entreabrió un ojo para echar un rápido vistazo a la habitación.

En casa, cuando hacía esto nunca había nada que ver y volvía a dormirse sin sentirse como un tonto. Pero esta vez fue diferente. Con una débil línea de luz vio que la puerta estaba abierta y cerca de ella el resplandor de una pequeña linterna se movía en la habitación. La luz de la linterna se paró cuando él se movió en la cama. Barney se acurrucó, se quedó inmóvil y respiró hondo varios minutos con los ojos cerrados. Poco a poco oyó que los ruidos empezaban de nuevo. Se quedó escuchando, más perplejo que asustado. ¿Quién era? ¿Qué hacía? No puede ser alguien que quiera golpearme en la cabeza, se dijo, o lo habría hecho antes. No quiere que me despierte, y no quiere hacer ruido. Está buscando algo…

Palpó debajo de la ropa de la cama, procurando no hacer ruido y que no se vieran sus movimientos. El estuche del telescopio seguía allí y lo sujetó más fuerte.

Entonces oyó otro ruido. La persona que se movía con sigilo por la habitación sorbió levemente por la nariz. Fue un ruido casi imperceptible, pero Barney lo reconoció. Sonrió para sí, aliviado, y sintió que los músculos se le relajaban. Muy despacio sacó la mano de debajo de la ropa hacia la mesilla de noche y encendió la luz.

La señora Palk dio un brinco, dejó caer la linterna y se llevó la mano al corazón. Durante unos instantes Barney quedó deslumbrado por la luz que de pronto inundaba la habitación, pero parpadeó a tiempo de ver la decepción y la sorpresa en el semblante de la mujer. Enseguida recuperó la compostura y le sonrió sosegadamente.

—Vaya, creía que no te había despertado. Qué pena. Lo siento mucho, cariño. ¿Te he asustado?

Barney espetó:

—¿Qué hace, señora Palk?

—He subido a ver si estabas bien y dormías. Y mientras subía he pensado que recogería tu taza vacía para lavarla con el resto de platos. Te has tomado el Horlicks aquí arriba, ¿lo recuerdas? Bendito chiquillo —añadió en tono cariñoso—, estás medio dormido aun.

Barney le miró fijamente. Tenía sueño, pero no estaba tan adormilado como para no recordar que Jane había entrado en su habitación y le había dicho: «La señora Palk me ha pedido que recoja tu taza si ya has terminado, o si quieres más».

—Jane se ha llevado mi taza.

La señora Palk miró en torno a la habitación y vio la mesilla de noche vacía.

—¡Ah!, así que lo ha hecho. Bueno, te dejo dormir, cariño. Lamento haberte despertado. —Salió de la habitación con celeridad casi cómica.

Barney casi había vuelto a quedarse dormido cuando oyó hablar en voz baja fuera de la habitación y entró Simon. Se incorporó en la cama.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Habéis encontrado algo? ¿Adonde habéis ido?

—No ha ocurrido gran cosa —dijo Simon en tono cansando. Se quitó la bufanda y el jersey y los tiró al suelo—. Hemos descubierto adonde tenemos que ir ahora. Dónde está la siguiente pista. Son esas rocas que hay al final de Kemare Head, sobre el mar.

—¿Habéis ido a mirar? ¿Hay algo?

—No, no hemos ido. —Simon respondió con brusquedad, tratando de no recordar los momentos desagradables en que él y Jane habían permanecido solos en la obscuridad.

—¿Por qué no?

—El enemigo estaba allí arriba, por eso. Nos han rodeado en la obscuridad, y uno de ellos era el hombre que me persiguió el otro día con el muchacho. Y Jane dice que es el vicario. No sé, todo es muy complicado. Bueno, nos hemos escapado y nadie nos ha seguido. Es curioso, todos parecían tener miedo de tío Merry.

—¿Quiénes son ellos?

—No lo sé. —Simon hizo un enorme bostezo—. Oye, voy abajo a tomarme un poco de cacao. Hablaremos por la mañana.

Barney volvió a tumbarse, suspirando.

—De acuerdo. ¡Ah!… —se incorporó de nuevo—. Espera un momento. Cierra la puerta.

Simon le miró con curiosidad y cerró la puerta.

—¿Qué pasa?

—No digas nada delante de la señora Palk. Ni una palabra. Díselo a Jane.

—No lo haremos. Pero de todos modos no entendería nada.

—¡Ja! —exclamó Barney dándose importancia—. Eso es lo que crees. Me he despertado hace poco y la he visto curioseando en la habitación, a obscuras y con una linterna. Menos mal que yo tenía el mapa a salvo. Lo está buscando. Apuesto a que lo está buscando. Me parece que es mala.

—Mmmm. —Simon le miraba con escepticismo.

Barney tenía el pelo alborotado y los ojos soñolientos. Era muy fácil creer que lo que describía no había sido más que un sueño.

Cuando por la mañana bajaron, la señora Palk estaba ocupada en la cocina batiendo huevos.

—¿Queréis desayunar? —preguntó con aire alegre.

Barney la observó con atención, pero no vio en ella más que buen humor y honradez rebosante. Y, sin embargo, se decía con insistencia, parecía culpable cuando encendí la luz.

—Vuelve a hacer un día precioso —dije Jane, alegre, cuando bajó—. El viento aún es bastante fuerte, pero no hay ni una sola nube. Debe de haberlas barrido todas.

—Bueno, esperemos que no se lleve también la carpa —dijo la señora Palk, y puso una gran jarra de cremosa leche sobre la mesa.

—¿Qué carpa?

—¿Qué? —La señora Palk abrió los ojos desmesuradamente—. ¿No has visto los carteles? Hoy es el día de Carnaval. Viene gente de todas partes, incluso de St. Austell. Hay de todo… un concurso de natación en el puerto, y baile en toda la calle desde el mar. Interpretan la «Danza floral». Seguro que conocéis la melodía. —Se puso a cantar.

—La conozco —dijo Simon—, pero creía que sólo la bailaban en otro sitio.

—En Helston —dijo Jane—. Es la danza floral de Helston.

—Vaya, —dijo la señora Palk—, supongo que nos la copiaron. Todo el mundo conoce la danza floral de Trewissick; ya la bailaban en la época de mi abuela. Todos se visten con trajes alegres y caprichosos, y hay mucha gente por la calle, todo el mundo baila y ríe. Hoy nadie va de pesca. Ponen una gran carpa en el campo que hay detrás del pueblo, con toda clase de tenderetes de venta y juegos, y lucha… Después, cuando el sol empieza a bajar, coronan a la reina del carnaval, y la gente se queda cerca del puerto hasta que anochece y entonces bailan a la luz de la luna… El día de carnaval la gente no quiere ir a dormir hasta muy tarde, en Trewissick.

—Qué divertido —dijo Jane.

—Mmmm —rezongó Simon.

—No podéis perdéroslo —dijo ansiosa la señora Palk—. Yo estaré allí hasta que se acabe; es como si hubieran vuelto los viejos tiempos. ¡Eh!, con tanta charla vuestros huevos revueltos se estarán quemando. —Se volvió y salió de la habitación.

—Puede ser divertido —dijo Jane con tono de reproche a Simon.

—Qué bien. Tenemos otras cosas que hacer. Claro que si prefieres ir al carnaval en lugar de ir a buscar el grial…

—¡Chst! —chistó Barney mirando nervioso hacia la puerta.

—Oh, no te preocupes por ella. El tío abuelo Merry tarda mucho en bajar, ¿no?

—No quería decir esto —dijo Jane con docilidad—. En realidad, lo que más deseo es volver a la punta de tierra para encontrar aquella roca.

—No podemos ir sin tío Merry. Me pregunto si está despierto.

—Iré a ver —se ofreció Barney.

—¡Eh!, ¿adonde vas? —La señora Palk estuvo a punto de tropezar con él cuando entraba con la bandeja—. Siéntate a comer esto mientras está caliente.

—Iba a llamar al tío abuelo Merry.

—Déjale en paz, pobre viejo —dijo la señora Palk con firmeza—. Vagar por ahí en plena noche no es natural a su edad, no me extraña que duerma tanto. Pescar de noche, vaya. Y ni un pez que mostrar después de tanto trajín. Anoche le cansasteis. Tenéis que recordar que no somos tan jóvenes como vosotros. —Agitó un dedo delante de ellos—. Bueno, después de desayunar salís al sol y le dejáis dormir. —Volvió a marcharse y cerró la puerta tras de si.

—Dios mío —exclamó Jane, compungida—. Tiene razón. En realidad el tío abuelo Merry es bastante viejo.

—Bueno, pero no chochea —dijo Simon a la defensiva—. A veces no parece que sea viejo. Anoche iba como un cohete, y te llevaba a ti en brazos. A mí me costaba seguirle.

—Bueno, quizá éste sea el efecto secundario. —A Jane empezaba a remorderle la conciencia—. Anoche debió de pasar mucha tensión, entre una cosa y otra. No creo que debamos despertarle. Al fin y al cabo, sólo son las nueve.

—Pero no hemos hecho planes ni nada —protestó Barney.

—Quizá deberíamos esperar aquí hasta que se despierte —dijo Simon.

—¡Oh, no!, ¿por qué? A él no le importaría que fuéramos a la punta de tierra. Puede seguirnos cuando se haya levantado.

—¿No dijo que a partir de ahora no debíamos ir a ningún sitio sin él? —dijo Barney vacilante—. O al menos, sin decírselo.

—Bueno, podemos dejarle un mensaje con la señora Palk.

—¡No!

—Barney cree que la señora Palk está con el enemigo —dijo Simon con escepticismo.

—Seguro que no —declaró Jane vagamente—. Bueno, de todos modos, no tenemos que dejarle ningún mensaje. Seguro que adivinará adonde hemos ido. Sólo hay un lugar al que querríamos ir, y es a las rocas de Kemare Head.

—Podemos decirle a la señora Palk que él sabrá adonde hemos ido. Así. Y entonces ella se lo dirá y él comprenderá.

—Podemos decir que hemos llevado a Rufus a dar un paseo —sugirió Barney, esperanzado.

—No es mala idea. ¿Dónde está?

—En la cocina. Iré a buscarlo.

—Díselo a la señora Palk. Y dile también que nos encontraremos con ella en su querido carnaval. Probablemente lo haremos, de todos modos.

Barney tragó el último bocado de huevos revueltos y fue a la cocina mientras masticaba una tostada.

De pronto Simon tuvo una idea. Se levantó, se acercó a la ventana y miró hacia la colma. Enseguida se volvió a Jane.

—Teníamos que haberlo previsto. Nos están vigilando. Aquel muchacho está al final de la carretera, sentado en el muro. No hace nada, está sentado mirando hacia aquí. Deben de estar esperando a que salgamos, porque aún no saben si anoche encontramos alguna pista que nos lleve a alguna parte.

—Vaya —exclamó Jane, y se mordió el labio. Lo sucedido la noche anterior en la punta de tierra la había dejado más nerviosa que nunca. Era como si estuvieran peleando no con personas, sino con una fuerza obscura que utilizaba a la gente como armas. Y podía hacer con ellos lo que quisiera—. ¿No hay una salida trasera de la casa para ir a la punta de tierra?

—No lo sé. Qué curioso, no lo hemos buscado. —Bueno, hemos estado haciendo otras cosas. Supongo que si hubiera alguna, la estarían vigilando.

—Bueno… la única persona que probablemente lo sabría sería Bill, y está en la parte delantera. Mirar no nos hará ningún daño. Barney había regresado y Rufus brincaba alegre junto a él. —Hay un camino— dijo. —Se puede pasar por el seto que hay al final del jardín trasero. Lo descubrí una mañana antes de que os levantarais. En realidad, Rufus me lo enseñó; correteaba por allí y de pronto desapareció, y entonces le oí ladrar fuera, a kilómetros de distancia. Da a un callejón y enseguida se llega a Kemare Head. Es una buena salida porque no esperarán que vayamos por allí; no hay ninguna puerta ni nada.

—Tío Merry no sabrá ese camino —dijo de pronto Jane—. Saldrá por delante y le seguirán, y será como si nos hubieran seguido a nosotros.

—No tengas miedo —dijo Barney con firmeza—. Él sabrá sacárselos de encima. Apuesto a que esta vez no tendrán la más mínima idea de dónde estamos.

Cuando los niños se hubieron ido y la casa quedó en silencio, la señora Palk pasó dos horas trabajando con brío en el piso de abajo. Procuró no hacer ruido. Después, se sentó en la cocina para tomarse una gratificante taza de té.

Preparó un té fuerte, y utilizó una de las mejores tazas del capitán: muy grande y de porcelana blanca muy fina, casi translúcida. Se sentó a la mesa de la cocina para tomarlo con calma, satisfecha. Al cabo de un rato se acercó al armario de debajo del fregadero, sacó la gran bolsa de la compra y sacó de ella una vistosa maraña de cintas de colores, con una complicada estructura plumosa semejante a un tocado de indio piel roja. Se lo puso en la cabeza, se miró en el espejo y ahogó la risa. Después lo dejó con cuidado y se sirvió un poco más de té. Lo puso en una bandeja y se encaminó hacia la escalera.

Abrió la puerta de la habitación del tío abuelo Merry sin llamar, entró y dejó la bandeja junto a la cama. El tío abuelo Merry estaba hundido en las sábanas y respiraba pesadamente. La señora Palk descorrió las cortinas para que entrara la luz, se inclinó y zarandeó al anciano por el hombro. Cuando se agitó, ella se apartó enseguida y se quedó esperando, sonriéndole en actitud maternal.

Él bostezó, gruñó y se llevó las manos a la cabeza, soñoliento; luego, se pasó los dedos por el despeinado cabello blanco.

—Hora de levantarse, profesor —anunció alegre la señora Palk.

¿Ha descansado bien, después del ajetreo de anoche? Dormir le habrá hecho bien, seguro. Ya no somos tan jóvenes como antes, ¿verdad?

El tío abuelo Merry la miró y rezongó algo, parpadeando para despertarse.

—Tómese este té ahora e iré a prepararle el desayuno. —La potente voz de la señora Palk resonó cuando se volvía para alisar las cortinas—. Por una vez tenemos paz y tranquilidad. Los niños hace horas que se han ido.

El tío abuelo Merry despertó de golpe. Se incorporó en la cama.

—¿Qué hora es?

—Son más de las once —respondió la señora Palk, sonriendo—. ¿Adonde han ido los niños?

—No se preocupe por ellos. Sabrán cuidar de sí mismos, por un día.

—Tontos, ¿dónde están? —Arrugó la frente—. Bueno, profesor —dijo la señora Palk—, se han ido para ahorrarle a usted un viaje. Son considerados, esos niños, están bien educados. Han ido a Truro por usted. —¡A Truro!

La señora Palk sonrió con inocencia.

—Sí, eso es. El joven Simon ha respondido al teléfono esta mañana. Qué aparato tan antipático —añadió en tono confidencial, con un leve estremecimiento—. Casi me mata del susto. Ha hablado mucho rato con la persona que estaba al otro lado. Y después, ha venido y me ha dicho, muy serio, el angelito: señora Palk, ha dicho, era un amigo del tío abuelo Merry, del museo de Truro, dice que tiene que vernos a todos urgentemente. —¿Quién era?

—Un momento, profesor, no he terminado… Me parece que deberíamos ir enseguida si nuestro tío abuelo aún duerme, me ha dicho Simon, y coger el autobús. Cuando se levante puede venir por nosotros.

—¿Quién era? —insistió el tío abuelo Merry—. Simon no me ha dicho el nombre… lo ha hecho parecer muy importante. Así que se han ido los tres, y han cogido el autobús.

No se preocupe, señora Palk, me han dicho, dígale a nuestro tío abuelo que vaya a buscarnos.

—No debería haberles dejado ir solos —dijo con sequedad el tío abuelo Merry—. Si me disculpa, señora Palk, me gustaría levantarme.

—Claro —dijo con indulgencia la señora Palk sin dejar de sonreír, y se fue de la habitación.

Al cabo de unos minutos, el tío abuelo Merry estaba abajo, completamente vestido, con el entrecejo fruncido y rezongando ansioso. Rechazó el desayuno y salió con grandes pasos de la Casa Gris. La señora Palk, que le observaba desde el umbral, vio aparecer su desvencijado coche en la carretera y alejarse rugiendo, dejando una gran nube de humo negro en el aire.

La mujer sonrió para sí y entró de nuevo en la Casa Gris. Unos instantes después salió de nuevo, con la leve sonrisa aún en sus labios; cerró la puerta con llave y se fue con la bolsa de la compra colina abajo hacia el puerto. Por la bolsa asomaban algunas vistosas plumas rojas y azules.