Capítulo 8

—Pero ¿cómo has sabido adonde ir? —preguntó Simon mientras el tío abuelo Merry cambiaba de marcha ruidosamente al pie de la colina de la Casa Gris.

—En realidad no lo sabía. Simplemente, he estado conduciendo por el pueblo esperando encontraros. Me he ido en cuanto Jane y Barney han vuelto a casa. Pobres, se encontraban en un estado lamentable; han irrumpido en la sala de estar y me han cogido a peso. Tus padres lo han encontrado muy divertido. Creían que jugábamos a algún juego secreto. —El tío abuelo Merry sonrió.

—Caramba, qué suerte que eligieras esta carretera —dijo Simon—. Nunca me había alegrado tanto de encontrarme con alguien.

—Bueno, recuerda que conozco Trewissick. Cuando los niños han dicho que no te han encontrado en el camino de regreso a casa, he sabido que sólo habías podido ir por un sitio. Y has ido a parar a Pentreath Lane, ¿verdad?

—Había un camino —dijo Simon— en el que las ramas de los árboles formaban como un techo. La verdad es que no he tenido tiempo de mirar cómo se llamaba.

El tío abuelo Merry ahogó una risita.

—No, ya lo creo. De todos modos, he apostado por que torcerías por ese camino para ir a la carretera principal de Tregoney que es lo que has hecho. Menos mal que no has ido por el otro lado.

—¿Por qué? —preguntó Simon, recordando que había elegido a ciegas, pues el muchacho, Bill, le iba pisando los talones.

—La otra dirección es un camino sin salida. Lleva a la granja Pentreath. Si es que se le puede llamar granja a aquello; hace muchos años que no la cuidan. El hermano de la señora Palk vive en ella, el padre del joven Bill Hoover. Y también el muchacho, cuando se molesta en ir a casa, lo cual me parece que no es muy a menudo. Pero en conjunto no habría sido un lugar muy seguro al que acudir.

—¡Caramba! —Simon sintió un escalofrío ante la idea—. Bueno, no importa. No lo has hecho. —El tío abuelo Merry detuvo el coche con un traqueteo y un rugido final y puso el freno de mano—. Ya estamos. A salvo, en casa. Ahora, corre a lavarte antes de que te vea tu madre. Viene a cenar una amiga suya, por suerte, así estará callada en la sala de estar. Venga, deprisa. Voy a guardar el coche. Y Simon…

Simon, a medio salir del vehículo con el manuscrito apretado al pecho, se paró y miró atrás. Sólo vio el rostro del tío abuelo Merry, su despeinado cabello blanco convertido en una obscura maraña por la sombra; la luz de una farola más arriba en la colina se reflejaba de tal modo que le hacía relucir los ojos en la obscuridad.

—Has hecho bien —dijo con voz tranquila el tío abuelo Merry. Simon no dijo nada; cerró la portezuela con un golpe sintiéndose de pronto más mayor que nunca. Y cuando el coche hubo reanudado la marcha colina arriba, se olvidó de todo su cansancio y cruzó la carretera con la espalda muy erguida.

Jane y Barney se encontraban en la puerta antes de que él pusiera un pie en el escalón. Le hicieron entrar deprisa y se dirigieron hacia la escalera. —¿Te ha pillado?

—¡Aún lo tienes! ¡Oh!, bien hecho…

—Creíamos que te daría una paliza… —Éste fue Barney, con los ojos muy abiertos y solemne.

—No te has hecho daño, ¿verdad? ¿Qué ha ocurrido? —Jane examinó a Simon con ojo crítico como un médico—. Estoy bien.

De pronto, el vestíbulo quedó iluminado cuando se abrió la puerta de la sala de estar. La madre de los niños gritó, por encima del murmullo de voces del interior de la sala:

—¡Niños! ¿Sois vosotros?

—Sí —respondió Jane por entre los barrotes—. La cena está casi lista, no tardéis. Bajad enseguida que os hayáis lavado.

—De acuerdo, mamá. —La puerta volvió a cerrarse—. Están ahí dentro charlando —dijo Jane a Simon—. Mamá y papá se han encontrado en el puerto con una amiga a la que hacía mucho tiempo que no veían y resulta que vive en Penzance. Creo que también pinta. Se queda a cenar. Parece agradable. ¿Te ha perseguido muchos kilómetros?

—Centenares —respondió Simon. Bostezó—. Cientos y cientos… Y el tío abuelo Merry ha aparecido justo cuando iban a cogerme.

—Le hemos enviado a por ti —dijo Barney impaciente. Subieron la escalera.

—En realidad, no le hemos enviado —le corrigió Jane—. Ha ido por iniciativa, como un cohete, en cuanto ha oído lo que había ocurrido.

—Bueno, no habría ido si no se lo hubiéramos contado, y entonces Simon no habría sido rescatado. —Barney estaba radiante de excitación. Habría dado sus orejas para haber sido el héroe de la persecución—. No sabíamos por dónde te habías ido. Hemos seguido un rato a la señorita Withers, pero ha bajado y se ha sentado en la hierba «a contemplar el mar». —Su voz se convirtió en un chillido increíble—. Así que hemos venido corriendo a casa, y el tío abuelo Merry acababa de volver de pescar. Nos hemos puesto muy contentos cuando te hemos visto bajar del coche —añadió de forma inesperada.

—No tanto como yo. —Simon volvió a bostezar y se frotó la frente—. Me siento muy sucio. Debe de ser de cuando me he escondido en los arbustos… vamos, os lo contaré mientras me lavo.

Primero estuvieron demasiado ocupados comiendo para hablar, y después, hacia el final de la cena, demasiado ocupados tratando de no quedarse dormidos; así que los tres niños agradecieron que la señorita Hatherton estuviera allí. Era una mujer de baja estatura, brillante y enérgica, bastante mayor, con el pelo corto gris y unos ojos risueños. Era una escultora famosa, les dijo después el tío abuelo Merry y había dado clases a su madre cuando estudiaba en la escuela de arte. También parecía sentir pasión por la pesca de tiburones, y en la mesa alternó las entusiastas discusiones de arte con la madre y de pesca con el padre. Los niños escuchaban con interés, pero quedaron aliviados cuando la señora Palk trajo el café y la madre, que se había fijado en sus bostezos, les envió a la cama.

—Nada como el aire de Cornualles para hacerte dormir —dijo, animada, la señorita Hatherton cuando ellos se levantaron de la silla y dijeron buenas noches—. Si alguno de ellos sigue tus pasos —añadió, dirigiéndose a la madre—, será éste —dijo señalando a Barney.

Barney la miró y parpadeó.

—¿Qué quieres ser de mayor, jovencito? —le preguntó.

—Seré pescador —respondió sin vacilar Barney—. Con un barco grande, como el White Heather.

La señorita Hatherton prorrumpió en carcajadas.

—Dentro de diez años me lo dirás —dijo ella—, y me sorprenderé. Buenas noches. Compraré tu primer cuadro.

—Está chiflada —dijo Barney cuando subían al dormitorio—. No quiero ser pintor.

—No importa —dijo Simon—. Es agradable. No te vayas, Jane, ven un rato a nuestra habitación. Me parece que tío Merry sube; me ha hecho una especie de mueca cuando he cerrado la puerta.

Aguardaron y, al cabo de unos minutos, el tío abuelo Merry apareció en la puerta.

—Sólo puedo quedarme un minuto —dijo—. Estoy metido en lo que promete ser una larga y acalorada discusión con la señorita Hatherton y vuestra madre sobre los méritos relativos de Caravaggio y Salvator Rosa.

—¡Vaya! —exclamó Barney.

—Sí, Barney, vaya. Me parece que estoy fuera de mi elemento con esas dos. Sin embargo…

—Tío Merry, lo hemos encontrado —dijo Jane con impaciencia—. Hemos encontrado el segundo paso, y ahora hemos empezado como es debido. Es una de las piedras verticales de Kemare Head. Los chicos lo han descubierto —añadió con sinceridad—. Vamos, Simon, saca el manuscrito.

Simon se levantó y cogió el estuche de telescopio, más sucio y abollado ahora, que estaba encima del armario. Extendieron el rollo de pergamino en la cama y mostraron al tío abuelo Merry la roca en la que todo había empezado, y el tosco esbozo del sol, y cómo habían llegado hasta la piedra vertical.

—Pero no sabemos qué piedra es en el mapa —dijo Simon—, porque no son iguales aquí que en la realidad.

Todos se inclinaron sobre el dibujo al que no podían dejar de llamar mapa. El tío abuelo Merry lo examinó en silencio.

—Tío Merry —dijo Jane a modo de prueba, pues se le estaba empezando a formar una idea en el cerebro—, ¿crees que lo haría todo empleando el mismo sistema?

—¿A qué te refieres? —preguntó Simon, tumbándose de espaldas en la cama.

—Bueno, ¿recuerdas cuando intentábamos descifrar el primer trozo y dije que debía de ser lo que sale en todos los mapas del tesoro, seis pasos al este o algo así? Y tú dijiste que no, que podía hacerse alineando una cosa con otra.

—Sí, ¿y qué?

—Bueno, ¿esto significa que hay que alinearlo todo en todos los pasos? ¿Todas las pistas serán del mismo tipo?

—¿Quieres decir que ahora tendremos que buscar otra cosa que esté alineada con la piedra vertical?

El tío abuelo Merry seguía examinando el mapa.

—Es posible. ¿Qué te hace pensar eso?

—Esto —respondió Jane. Señaló el mapa. Todos miraron.

—Yo no veo nada —dijo Barney quejoso.

—Mirad ahí. Al final de Kemare Head.

—Es otra de esas manchas —dijo Simon con disgusto—. ¿Cómo va a significar nada?

—¿No os recuerda otra cosa?

—No —respondió Simon. Se volvió a recostar y bostezó.

El tío abuelo Merry miró a uno y a otro y sonrió para sí.

—Bueno —dijo Jane con exasperación—, sé que hoy has hecho una proeza y que estás cansado, pero, sinceramente…

—Yo estoy escuchando —protestó Barney junto a la niña—. ¿Qué pasa con la mancha?

—No es una mancha —dijo Jane—. Al menos, yo no lo creo. Está un poco sucio, pero es un círculo, bien dibujado, y creo que significa algo. Es igual que el otro, el que está sobre las piedras verticales que resultó ser el sol poniente.

Simon se incorporó y se apoyó en los hombros, interesado de nuevo.

Jane prosiguió, pensando en voz alta:

—Tal como era la primera pista, tuvimos que encontrar la piedra que estaba alineada con el sol y la roca de la que partíamos. Y después hemos tenido que ir a la piedra y comprobar que era la correcta con la sombra. Bueno, quizá ahora tengamos que hacer lo mismo. Encontrar algo que esté alineado con la piedra, y después ir a ver si su sombra señala de nuevo la piedra.

El tío abuelo Merry dijo con suavidad:

—Las señales que se decoloran pero no mueren…

Jane se volvió a él, impaciente.

—Eso es. Es lo que decía el manuscrito, ¿verdad? Debe de haber toda clase de pistas en el escrito y en el dibujo, pero están aún más escondidas y no sabemos cómo llegar a ellas.

—Este asunto de la sombra —dijo Simon con aire dubitativo—. ¿No podría ser más sencillo que lo que has dicho? Quizá lo único que tenemos que hacer es descubrir adonde señala la sombra de nuestra piedra vertical.

—Pero si señala hacia el lugar de donde partimos —dijo Barney—. Porque no lo empleó en su primera pista. Su primera pista era: «Mira lo que hay entre el sol poniente y tú». La sombra sólo ha sido nuestra manera de demostrarlo.

—Bueno, esta vez no tiene por qué ser una sombra hecha por el sol al ponerse.

—Ahí es donde entra mi mancha —dijo Jane.

Barney intervino, adormilado:

—A lo mejor es el sol cuando sale. Pero no puede ser, no está donde debería.

—No —dijo Simon—. Claro que no. Sólo es una mancha. Jane balbuceó con impaciencia y le miró con furia.

—¡Oh!… ¿por qué tiene que ser el sol?

El tío abuelo Merry aún permanecía callado e inmóvil en el borde de la cama. Dijo de nuevo con calma, para sí:

—Las señales que se decoloran pero no mueren…

Simon le miró sin comprender.

—¿No lo ves? —Jane casi le chilló—. No es el sol, ¡es la luna!

El semblante de Simon empezó a cambiar como el cielo en un día de viento y las diferentes expresiones casi se superponían. Miró a Jane, el mapa y al tío abuelo Merry.

—Tío Merry —dijo en tono acusador—, tú lo sabías desde el principio, ¿verdad?

El tío abuelo Merry se puso en pie. La cama crujió cuando se levantó y su altura pareció llenar la habitación; la luz, que caía desde el techo detrás de su cabeza, dejaba su rostro en la sombra y produjo en los tres una sensación de misterio. Su corpulenta figura obscura, con una neblina de luz ligeramente plateada en torno a la cabeza, les dejó sobrecogidos y callados.

—Es vuestra búsqueda —dijo—. Tenéis que encontrar el camino vosotros cada vez. Yo soy el guardián, nada más. No puedo participar ni ayudaros, aparte de protegeros. —Se volvió un poco y la luz le dio en la cara, y entonces su voz fue normal otra vez—. Imagino que en el próximo paso también necesitaréis protección. ¿Sabéis lo que tenéis que hacer?

Simon dijo despacio:

—Tenemos que encontrar la dirección de la sombra de la piedra vertical por la noche, bajo la luna.

Barney dijo con sentido práctico:

—En luna llena.

—¿Luna llena?

—La mancha de Jane… es redonda, no tiene forma de medialuna, o sea que ha de ser luna llena.

—¿Cómo está ahora?

—No iréis allí arriba esta noche a contemplar la luna —dijo el tío abuelo Merry con firmeza.

—No, no iba a decir esto. No creo que pudiera. —Simon ahogó otro bostezo—. Me preguntaba si la luna ahora es llena o no. Si es nueva tendremos que esperar mucho tiempo.

—Hoy es luna llena —dijo Jane—. La he visto brillar por la ventana de mi dormitorio. Esto significa que mañana estará igual. ¿Servirá, tío Merry? Quiero decir, ¿podremos ir a mirarla mañana por la noche?

Antes de que su tío abuelo pudiera responder, Simon volvía a estar incorporado, en actitud pensativa.

—Hay una cosa que no encaja. Si tenemos una luna que acaba de ser llena, tendremos toda la luz que necesitamos. Pero la luna cambia, ¿no?, quiero decir, sale y se pone a diferentes horas y en diferentes lugares según la época del año. Ahora estamos en agosto, pero ¿cómo sabemos que el hombre de Cornualles no inventó sus pistas en mitad de enero o de abril, por ejemplo, cuando la luna no estaba igual que ahora?

—No lo entiendes —dijo Barney.

—No —dijo el tío abuelo Merry—. Tiene razón. Pero diré una sola cosa. Creo que descubriréis que estamos en la época del año correcta. Llamadlo suerte, llamadlo lo que queráis. Pero como habéis sido capaces de seguir la primera pista, creo que podréis seguir también las otras. Y sí, Jane, mañana por la noche iría bien mirar la luna y las piedras verticales. En especial, bueno, por una razón que vosotros aún no conocéis; cuando habéis subido, la señorita Hatherton ha pedido a vuestros padres que vayan a ver su estudio de Penzance mañana, y que se queden a pasar la noche.

—¡Ooh! ¿Irán?

—Ya lo veréis. Ahora, acostaos. Y procurad no poner toda vuestra fe en la luna. Puede que aún os esperen problemas mayores de lo que creéis.

La madre tenía la mano en la portezuela del cochecito de la señorita Hatherton.

—Bueno, ¿seguro que estaréis bien? —dijo, dudando.

—Mamá, claro que sí —dijo Jane—. ¿Qué quieres que nos pase?

—Bueno, no sé, no me gusta mucho la idea de dejaros… con el robo…

—Eso sucedió hace siglos.

—No prendáis fuego a la casa —advirtió el padre, alegre.

La señorita Hatherton había prometido llevarle a pescar al día siguiente, y estaba nervioso como un niño pequeño.

—No les dejes acostarse demasiado tarde, tío Merry —advirtió la madre al subir al coche.

—No te preocupes, Ellen —dijo paternalmente el tío abuelo Merry desde el umbral de la puerta, como un patriarca del Antiguo Testamento rodeado por los niños—. No tendré ocasión de llevarles por el mal camino, estando la señora Palk aquí. Es más probable que muramos por comer demasiado.

—¿Estás seguro de que no queréis venir? —preguntó la señorita Hatherton desde el asiento del conductor. El coche se bamboleó un poco cuando el padre entró en la parte posterior. Simon le entregó sus cañas de pescar.

—No, de veras, gracias —dijo.

—Es inútil, no hay forma de sacar a estos tres de Trewissick —dijo el padre—. Nunca he visto nada igual. Incluso intentar llevarles al pueblo de al lado es como querer arrancar una lapa de una roca. No quiero ni pensar lo que ocurrirá cuando llegue el momento de regresar a casa.

—Bueno, bueno, ellos sabrán. ¿Y a usted no puedo tentarle, profesor Lyon?

—¡Oh!, querido —dijo la madre—, lamento que te tengas que quedar con ellos, Merry. —Hizo una mueca a los niños.

—Tonterías —replicó el tío abuelo Merry—. Estoy en mi elemento. De todos modos, no me gusta Penzance. —Miró con ceño a la señorita Hatherton, quien le sonrió amablemente—. Turistas, helados y pequeños recuerdos de latón. Todo comercializado. Se lo regalo.

—Bueno —dijo la señorita Hatherton con una sonrisa, poniendo el motor en marcha—, pues nos vamos. Le enviaremos una roca de recuerdo, profesor. Adiós. Adiós, niños.

El coche se alejó, seguido por un coro desigual de adioses.

—¡Adiós! —gritó la señora Palk, que había aparecido de pronto en la puerta y agitaba un trapo de cocina. El cochecito subió penosamente la colina y desapareció de la vista.

—Bueno, qué bonito que los dos se marchen juntos —dijo la señora Palk, sentimental—. Como en los viejos tiempos, antes de que empezaran sus problemas. —Agitó el trapo ante los niños.

—¿Se refiere a nosotros? —preguntó Barney, indignado.

—Eso es. Erais una pesadilla… bueno, aún lo sois, diría yo. —Se marchó, sonriente, de nuevo hacia la cocina.

—La señorita Hatherton nos ha sido muy útil —dijo Simon con satisfacción—. Claro que espero que se lo pasen bien y todo eso, pero nos dejan sin moros en la costa, ¿no?

—Aquella sombra de la luna… —dijo Jane pensativa—. He estado pensando…

—Hoy no se piensa —dijo con firmeza el tío abuelo Merry—. No podemos estar sin hacer nada hasta la noche. Desde que he venido este año aún no he ido a la playa. Me parece que deberíais acompañarme a darme un baño.

—¿Un baño? —preguntó Barney con asombro.

—Eso he dicho. —El tío abuelo Merry le miró con expresión furiosa—. ¿Crees que soy demasiado viejo para nadar?

—¡Eh!… no, no, claro que no, tío Merry —dijo el niño, confuso—. Es que nunca te había imaginado en el agua, eso es todo.

—Pero ¿y el mapa? —se quejó Jane.

—Acabamos de empezar —dijo Simon en tono de reproche.

—Bueno, y no nos detendremos. Pasaremos un día agradable en la playa, tomando el sol. —El tío abuelo Merry les sonrió—. Y, quién sabe, tal vez esta noche haya luna.

Y por las ventanas de la Casa Gris vieron brillar la luna, en el crepúsculo del mes de agosto, cuando regresaban después de haber pasado el día fuera; una vez en casa, se lavaron antes de que la señora Palk les llamara para que bajaran a cenar. El sol había lucido todo el día y todos estaban bronceados; la piel clara de Barney se había puesto roja y le ardía. Pero ahora la luna dominaba el cielo, un cielo que después de la puesta de sol estaba adquiriendo un extraño tono grisáceo, y todo salvo las estrellas más brillantes quedaba apagado por el resplandor que bañaba el cielo y el mar sin que pareciera proceder de la luna.

Simon dijo, en voz baja y excitado:

—Es la noche perfecta.

—Mmm —murmuró Jane. Había estado fuera para contemplar el cielo y para estudiar, nerviosa, el negro contorno de Kemare Head, que se erguía obscuro e impenetrable detrás de la casa. Como Simon, estaba excitada, pero también volvía a sentir aquella desazón de otras veces.

Sería mejor, se dijo con seriedad, no pensar en la obscuridad, o al menos pensar que es la misma obscuridad en la que el antiguo hombre de Cornualles ideó las pistas que ellos seguían ahora. Pero quizá en aquella obscuridad aún acechaba el mal que le había acechado a él entonces, procedente del hostil este, amenazando al grial mientras él buscaba con urgencia un escondite… quizá incluso les esperaba… ¿por qué no había ninguna luz encendida en el yate de los Withers?

—¡Oh, basta! —dijo Jane en voz alta.

—¿Qué pasa? —preguntó Simon sorprendido.

—Nada… hablaba conmigo misma. Ah, bien, la campana. Vamos.

La señora Palk, en los intervalos entre llevar platos llenos de la cocina y platos vacíos del comedor, se comportaba como una madre firme. El tío abuelo Merry le dijo que iban a salir a pescar de noche en el puerto exterior, y ella enseguida empezó a decir que les llenaría termos con café y les dejaría platos con bocadillos preparados en la cocina para cuando regresaran. Pero no quiso ni oír hablar de que Barney también iría.

—No vas a ir a ninguna parte quemado por el sol como estás, no sería prudente. Tú te quedarás conmigo y te acostarás temprano, será lo mejor para ti. Si vas con ellos te rascarás y te saldrán ampollas, y mañana tendrás que quedarte en cama cuando podrías estar al aire libre, y esto no te gustaría, ¿verdad que no?

—No me pasaría nada —protestó Barney.

La señora Palk le había puesto calamina en las piernas quemadas por el sol, pero le dolían, y aunque intentó ocultar el dolor, hacía una mueca cada vez que daba un paso. Y tenía mucho sueño, después de haber pasado todo el día corriendo y nadando.

—El tío abuelo Merry dijo:

—Creo que sería lo mejor, Barney. Si estás despierto cuando volvamos, te lo contaremos todo.

—No lo estará —dijo la señora Palk. Trataba al tío abuelo Merry, pese al gran respeto que sentía por «el Profesor», exactamente con la misma indulgente severidad con que trataba a Simon, Barney y Jane—. Dormirá, sin que le molesten, hasta mañana, y se despertará fresco como una rosa y el dolor habrá desaparecido. Y entonces podrá saberlo todo.

—Señora Palk —dijo con docilidad el tío abuelo Merry—, es usted buena persona y me recuerda muchísimo a mi vieja niñera, que nunca me dejaba salir sin los chanclos. Bueno, joven Barnabas, creo que…

—Está bien —dijo Barney con tristeza—. Supongo que será lo mejor. Me quedaré.

—Eso es. —La señora Palk sonrió—. Iré a prepararte una buena bebida caliente para antes de acostarte. —Salió apresurada de la habitación.

—Qué suerte tenéis —dijo Barney con envidia a Simon y Jane—. Apuesto a que encontraréis muchas pistas, sólo porque yo no puedo ir. No es justo.

—En realidad, tú tendrás que hacer la tarea más importante de toda la noche —declaró Simon con seriedad—. Y también la más peligrosa. Hemos decidido que sería demasiado arriesgado llevarnos el mapa, o sea que tú cuidarás de él aquí. Tienes que protegerlo con tu vida, en el supuesto de que los ladrones volvieran. —Oh, no lo hagas— dijo Jane alarmada.

—No es muy probable, no te preocupes —dijo el tío abuelo Merry, poniéndose en pie—. Pero de todos modos es una responsabilidad, Barney, de modo que no estás completamente fuera del juego.

Barney no estaba seguro de si sentirse importante o patético, pero obedeció y se fue a la cama. Cuando salieron a la obscuridad miraron atrás y le vieron con la cara pegada al cristal de una de las ventanas del piso de arriba y diciéndoles adiós con una mano.

—Caramba, qué frío hace —dijo Jane, temblando un poco, cuando iban por la carretera que les alejaba del pueblo.

—No lo notarás cuando hayas caminado un poco —dijo el tío abuelo Merry. Había insistido antes de salir en que llevaran jersey y bufanda debajo de la chaqueta, y ahora lo agradecían.

—Todo parece terriblemente grande —dijo Simon de pronto.

Hablaban bajo por instinto, pues en la obscura noche no se oía ningún ruido salvo sus pasos. De vez en cuando oían que un coche pasaba de largo del pueblo y, muy débilmente, el oleaje del mar y el crujido de las barcas amarradas en el puerto.

Jane miró alrededor y vio los tejados plateados y los fragmentos de negra sombra arrojada por la luna.

—Sé lo que quieres decir. Sólo se ve un lado de las cosas, siempre hay un lado en sombras. O sea que no ves dónde termina… y la punta de tierra tiene un aspecto muy siniestro. Me alegro de no ir sola.

Esta confesión jamás la habría hecho a plena luz del día. Pero de alguna manera en la obscura noche parecía menos vergonzosa. Simon dijo inesperadamente:

—Yo también.

El tío abuelo Merry no dijo nada. Caminaba junto a ellos en silencio, pensando, su rostro perdido en las sombras. Con cada zancada parecía penetrar en la noche, como si él perteneciera al misterio, al silencio y a los pequeños ruidos sin nombre.

Al doblar el recodo, lejos del puerto, se desviaron y saltaron una cerca para ir hasta la punta de tierra. La carretera serpenteaba de nuevo tierra adentro, y por encima de ellos se extendía la obscura extensión herbosa de la ladera que llegaba hasta las piedras verticales. Al cabo de poco rato encontraron el sendero e iniciaron el largo ascenso sinuoso hasta la cumbre.

—¡Escuchad! —dijo Jane de pronto, parándose en seco.

No se oía ningún ruido, salvo el rumor del mar.

—Oyes cosas —dijo Simon nervioso.

—No, estoy segura…

Por encima de sus cabezas, desde la cima de la punta de tierra que aún estaba fuera de la vista, les llegó una débil llamada fantasmal.

—Uuu-uuu.

—¡Ah! —exclamó Jane aliviada—. Sólo es una lechuza. Qué horrible, no sabía lo que era.

El tío abuelo Merry siguió sin decir nada. Empezaron a subir otra vez. Entonces, de pronto, vacilaron, como por algún acuerdo tácito. Tuvieron la impresión de que una obscura cortina les había rodeado.

—¿Qué ocurre?

—Una nube que oculta la luna. Mirad. Sólo es una nube pequeña.

Como una bocanada de humo la nube se alejó de la cara de la luna, tan repentinamente como había llegado, y la tierra y el mar volvieron a ser plateados.

—Has dicho que no habría nubes.

—Bueno, no hay muchas, sólo algunas y son pequeñas.

—El viento ha cambiado —dijo el tío abuelo Merry. Su voz, después de su largo silencio, sonó muy profunda—. Viene del suroeste, el viento de Cornualles. A veces trae nubes, y a veces otras cosas. —Siguió ascendiendo la colina; los niños no quisieron preguntarle qué quería decir con aquellas palabras.

Mientras ascendían detrás de él aparecieron más nubes, desgarradas y con los bordes plateados; se deslizaban velozmente por el cielo como si allí arriba hubiera otro viento, más fuerte y más resuelto que la suave brisa que acariciaba sus rostros en la ladera.

Y entonces, erguido por encima del obscuro perfil de la punta de tierra, vieron el perfil de las piedras verticales. Magnificadas por la obscuridad, se elevaban misteriosamente recortadas sobre el cielo bañado en plata y desaparecían en la sombra cada vez que una nube pasaba por delante de la luna. A la luz del día las piedras parecían altas, pero ahora eran inmensas y dominaban la punta de tierra y todos los valles, iluminados a la luz de la luna, que se extendían tierra adentro desde el pueblo, abajo, con sus luces encendidas. De pronto, Jane se agarró al brazo de Simon, sobrecogida.

—Estoy segura de que no nos quieren aquí arriba —dijo en tono desdichado.

—¿Por qué no? —preguntó Simon, con voz más alta de lo que pretendía.

—Chst, no hagas tanto ruido.

—Vamos, no seas niña —espetó Simon con rudeza. No le gustaba el obscuro vacío de la noche, pero estaba decidido a no pensar en ello. Entonces sintió una frialdad en la boca del estómago, cuando la voz profunda de su tío abuelo les llegó de un modo que confirmaba todo lo que Jane sentía.

—No les importa —dijo el tío abuelo Merry con suavidad—. En todo caso, somos bien recibidos.

Simon se estremeció un poco y fingió no haber oído. Miró alrededor, hacia las piedras que ahora les rodeaban.

—Era éste. —Se acercó a la piedra que habían encontrado el día anterior—. Recuerdo este curioso agujero en el flanco.

Jane se reunió con él, tranquilizada por su tono autoritario.

—Sí es ésta. Cuando miramos estábamos perfectamente alineados con el sol, y empezamos desde esa roca. Hasta la otra punta de tierra. Es curioso que ahora no se pueda ver. Creía que la luna brillaría en ella igual que el sol.

—La luna está en otra dirección, sobre el mar —dijo Simon—. Mira la sombra, vamos, es lo que tenemos que seguir.

—¡Oh, vaya! —exclamó Jane cuando otra nube pasó por delante de la luna y volvieron a quedar a obscuras—. Las nubes son cada vez más densas; ojalá desaparecieran. Al parecer, aquí arriba hace mucho más viento. —Se ciñó el abrigo y la bufanda al cuerpo.

—No tardéis mucho —dijo de pronto el tío abuelo Merry en la obscuridad. Estaba apoyado en otra de las piedras, acomodado en su contorno de tal forma que ni siquiera veían su figura. Jane sintió un escalofrío de alarma.

—¿Por qué? ¿Ocurre algo?

—No, nada… mirad, ahí está la luna otra vez.

La noche volvió a ser plateada; al mirar arriba, era como si vieran la luna cruzar las nubes en lugar de ser al revés.

Con voz apagada por la decepción, Simon dijo:

—¡No señala nada!

Miraba fijamente el suelo junto a la piedra vertical. En la luz plateada de la hierba estaba la sombra arrojada por la brillante luna, que señalaba como un dedo romo lejos de Kemare Head, tierra adentro, hacia el largo y obscuro horizonte de las marismas de Cornualles.

—Tal vez señala algún hito que no hemos visto —dijo Jane dubitativa, mirando en vano las colinas en sombra.

—Lo más probable es que el hombre de Cornualles utilizara un que ha caído o ha sido destruido, o simplemente se ha desmoronado. Siempre existe ese riesgo. Y esto significaría que nunca llegaríamos más lejos de lo que estamos. —Pero no creo que hiciera eso.

Jane miraba alrededor, frenética, y de pronto se quedó inmóvil, con la mirada fija. Desde donde estaba, junto a la gran piedra que era la única marca segura que tenían, volvió la cabeza hacia la luna que ascendía sobre Kemare Head, sobre el mar, y vio, como por primera vez, el sendero de luz que creaba.

Recto como una flecha el largo camino blanco que era el reflejo de la luna se extendía hacia ellos por la superficie del mar, como un sendero desde el pasado y un sendero hacia el futuro; danzaba en sus bordes y relucía mientras las olas se elevaban bajo el viento. Y donde terminaba, en la punta de Kemare Head, se elevaba una clara silueta obscura contra la luz transportada por el mar.

La niña dijo a Simon:

—Mira.

Él se volvió para ver y Jane supo que enseguida estaría tan seguro como ella de que aquello era lo que debían encontrar.

—Son aquellas rocas del final de la punta de tierra —dijo Jane—. Tienen que serlo. Y esta vez no teníamos que utilizar la sombra para señalar; teníamos que estar aquí, junto a esta piedra, y dejar que la propia luna nos mostrara la siguiente pista.

—Y eso es lo que hace. —La voz de Simon se alzó cuando la emoción de la búsqueda le embargó de nuevo—. Y si esto es lo que significa lo de las señales que se decoloran pero no mueren, entonces el grial debería de estar escondido en algún lugar de aquel conjunto de rocas. Enterrado en la punta de Kemare Head. ¡Caramba, tío Merry, lo hemos encontrado! —Se volvió hacia el silencioso círculo de piedras verticales y entonces vaciló—. ¿Tío Merry? —dijo, inseguro.

Jane se puso enseguida a su lado. Fuera del refugio de la roca el viento le empujaba la cola de caballo hacia la cara. Gritó mas fuerte:

—¡Tío Merry! ¿Dónde estás?

No hubo más respuesta que el viento, que ahora era lo bastante fuerte para ahogar el distante murmullo del mar. Jane, que se sentía muy pequeña bajo el fantasmal conjunto de grandes piedras, agarró la manga de Simon. La voz le tembló a pesar suyo.

—Oh, Simon, ¿adonde ha ido?

Simon gritó:

—¡Tío Merry! ¡Tío Merry! ¿Dónde estás?

Pero seguía habiendo sólo obscuridad, y la alta luna blanca ya obscura, ya iluminada, y el ruido del viento. Oyeron de nuevo el ronco gemido de la lechuza, esta vez más cerca, por encima de la punta de tierra del valle opuesto; un sonido poco amistoso, inhumano y desolado. Jane lo olvidó todo salvo la soledad de la obscuridad. Se quedó muda de espanto, como si supiera que una gran ola iba a abatirse sobre ella y no pudiera salir de su trayectoria. De no haber estado allí ella, Simon habría estado igual de paralizado por el miedo. Pero el niño respiró hondo y apretó los puños.

—Antes estaba aquí —dijo, tragando saliva—. Vamos. —Echó a andar en dirección a las otras piedras verticales, que en la negrura apenas eran visibles.

—Oh, no —exclamó Jane con voz histérica, y se agarró a la manga de Simon—. No te acerques.

—No seas mema, Jane —dijo Simon con frialdad, fingiendo ser más valiente de lo que se sentía.

Aulló otra lechuza, de forma inesperada, al otro lado, hacia el final de la punta de tierra.

—¡Oh! —dijo Jane desesperada—. Quiero irme a casa.

—Vamos —dijo Simon otra vez—. Ha de estar por aquí. Supongo que no nos oye, este viento es fortísimo. —Cogió a Jane de la mano y, de mala gana, ella se acercó con él a las obscuras formas de las piedras verticales. La luz desapareció en las profundidades de una nube grande, de modo que sólo el débil resplandor de las estrellas daba forma a las cosas. Atravesaron la obscuridad con la sensación de que en cualquier momento podían chocar con algo que no veían; el pánico era vencido por la desesperada esperanza de encontrar de pronto a su tío abuelo a su lado. Él les parecía un refugio muy fuerte y necesario ahora que no estaba con ellos.

Se encontraban entre las piedras verticales y más que ver sentían los negros pilares de roca erguidos alrededor. El viento soplaba a rachas y silbaba entre la hierba, y de nuevo oyeron el aullido de la lechuza en la obscuridad. Avanzaban despacio, juntos, aguzando los ojos para ver. Entonces la nube se deshizo y la luna asomó de nuevo; y en ese mismo momento repararon en una alta forma obscura que se erguía ante ellos donde antes no había ninguna piedra.

Dio la impresión de hincharse cuando el viento soplaba, de modo que de pronto vieron que no era una piedra, sino la alta figura de un hombre vestido de negro, con una larga capa que ondeaba al viento. Por un instante la luz de la luna iluminó su cara cuando se volvió, y los niños vieron unos ojos en sombra bajo unas obscuras cejas y el destello de unos dientes blancos en lo que no era una sonrisa. Jane lanzó un grito, aterrada, y escondió la cara en el hombro de Simon.

Y entonces la luna volvió a ocultarse tras una nube, y la amenaza y el rugido de la obscuridad parecieron envolverles. Sin decir una palabra dieron media vuelta y echaron a correr, tropezando, empujados por el pánico, lejos de las piedras verticales, colina abajo, hasta que con un gran suspiro de alivio oyeron la llamada de una conocida voz profunda. Cuando miraron al frente, jadeantes, vieron la silueta del tío abuelo Merry recortada sobre el fondo más claro del mar, de pie ante ellos en el sendero.

Se precipitaron hacia él y Jane le echó los brazos a la cintura y se aferró a él, llorando de alivio. Simon tuvo suficiente control de sí mismo para quedarse donde estaba.

—Tío Merry —dijo sin aliento—, no te encontrábamos.

—Hemos de bajar enseguida —dijo su tío abuelo en voz baja y apremiante, estrechando a Jane entre sus brazos y acariciándole la cabeza—. Os estaba buscando. Me he dado cuenta de que aquellos aullidos no eran de una lechuza. Vamos, deprisa.

Se inclinó y cogió a Jane en brazos con un veloz movimiento, como si fuera una niña pequeña, y Simon le siguió, pisándole los talones, colina abajo, siguiendo el sendero que apenas veían cuando la luna pasaba entre las nubes. Jadeante, Simon dijo:

—Allí arriba había un hombre. Le hemos visto, de repente, en la obscuridad. Iba envuelto en una gran capa y vestido de negro. Ha sido horrible.

—He ido a buscarles —dijo el tío abuelo Merry—. Debe de haber pasado por mi lado. Había otros. No debería haberos dejado solos.

Jane, en sus brazos, abrió los ojos y miró por encima del hombro de su tío abuelo hacia la cumbre de la punta de tierra, donde los dedos obscuros de las piedras verticales aún señalaban el cielo. Y en el instante antes de que desaparecieran en el horizonte, vio que había el doble de formas que antes, con otras figuras negras de pie entre las piedras.

—¡Tío Merry, vienen por nosotros!

—No se atreverán a seguiros si yo estoy aquí —dijo con calma el tío abuelo Merry, y siguió bajando la colina con las mismas zancadas.

Jane tragó saliva.

—Me parece que ya estoy bien —dijo con voz tenue—. ¿Podrías bajarme?

El tío abuelo Merry apenas se paró y la dejó en el suelo; como Simon, Jane se puso a correr a su lado para seguirle el paso. Llegaron al pie de la colina y cruzaron el campo para llegar a la carretera, sintiendo que éste sería un lugar tranquilizador después del gran vacío lúgubre de la punta de tierra. El viento ya no gemía en sus oídos y allí oyeron de nuevo el suave murmullo del mar.

—Aquel hombre —dijo Simon—, el hombre que hemos visto. Era él, tío Merry, el que no habíamos visto antes. Era el hombre del que me rescataste, el que me perseguía con el muchacho.

Jane dijo, con una leve voz asustada, mirando directamente al frente, hacia las luces del pueblo:

—Le he reconocido enseguida, cuando la luna ha iluminado su cara. Por esto me he asustado tanto. Era el vicario de Trewissick. Y es el hombre que vio el contorno del mapa que yo había hecho en la guía.