—Bueno, yo creo que está debajo de la Casa Gris.
—Sí; mirad, los ladrones intentaron levantar el suelo.
—Pero buscaban el mapa, no el grial.
—No. Recuerda lo que dijo el tío abuelo Merry. No sabían lo que buscaban, como él. Era posible que hubiera una pista, como el mapa, o podría ser el objeto mismo.
—Bueno, la pista estaba allí, ¿por qué no podía estar también el objeto?
—Memo —dijo Simon, enrollando el mapa—, la Casa Gris no está señalada. Ni siquiera hay una mancha. En aquella época no estaba. Recuerda que nuestro hombre vivió hace novecientos años.
—Ah.
Estaban sentados en la hierba a medio camino de Kemare Head, junto a uno de los senderos trillados que subían en zigzag por la ladera. El tío abuelo Merry les había dejado solos. «Un día de gracia para encontrar la primera pista —les había dicho—, mientras yo distraigo a los sabuesos. Sólo un consejo: no empecéis hasta la tarde. Pasad la mañana conmigo en la playa o haciendo cualquier cosa. Entonces estaréis seguros de que los sabuesos se han ido».
Después se había ido a pescar con el padre de los niños, que tenía intención de probar una parte del mar junto a una punta situada a casi dos kilómetros. Y cuando su pequeño bote salió del puerto, con el padre en la caña del timón y el tío abuelo Merry erguido en la proa, el yate Lady Mary, reluciente bajo el sol, al cabo de unos minutos salió en silencio tras ellos; en el tranquilo mar matinal se oía el débil ronroneo del motor. Desde la casa, habían visto desplegarse las velas poco a poco y ondear cuando entraron en la bahía. Salió a alta mar en un rumbo amplio, pero desde el que el tío abuelo Merry y el padre siempre estarían a la vista.
En la punta de tierra, el sol de la tarde les daba en las piernas desnudas y soplaba una leve brisa.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jane abatida; arrancó una brizna de hierba y se puso a mordisquearla—. Es desesperante. No sabemos por dónde empezar. Quizá debiéramos volver a donde estuvimos ayer.
—Pero ya sabemos qué aspecto tienen las cosas desde allí.
—Bueno, ¿y qué?, ¿qué cosas?
—Bueno… la punta de tierra, el mar, el sol… y aquellas piedras que hay allí arriba. —Barney hizo un gesto ambiguo por encima de sus cabezas, cuesta arriba—. Me parece que tienen algo que ver con esto. El hombre de Cornualles debía de poder verlas. Tito Merry dice que tienen tres mil años de antigüedad, o sea que hace novecientos años tenían que tener el mismo aspecto que ahora.
—Desde el otro lado se ven muy bien. —Simon se levantó, interesado.
—Pero están muy lejos —señaló Jane—. Quiero decir, la primera pista podría ser que tienes que dar diez pasos a la izquierda, o algo así. En las historias sobre tesoros escondidos siempre es así. Pero para llegar a esas piedras de aquí, desde allí, tendrías que dar mil pasos atravesando el puerto. No tiene sentido.
—No tiene por qué ser así —dijo Simon—. Podría ser también que hubiera que alinear algo con otra cosa para encontrar la tercera.
Barney cerró los ojos y contrajo el rostro, tratando de evocar la escena que el día anterior habían contemplado con tanta atención.
—¿Recordáis cuando ayer se puso el sol? —preguntó despacio—. La piedra más grande estaba alineada con el sol, desde donde estábamos. Lo recuerdo porque sólo se veía si mirabas directamente, no sé si me entendéis.
Simon volvió a examinar el manuscrito, con la agitación pintada en el rostro.
—Me parece que aquí hay algo. Esta cosa redonda dibujada aquí, sobre las piedras verticales, que creíamos que era simple decoración, a lo mejor representa al sol. Si sabía que el mapa tardaría muchos años en ser encontrado, tenía que utilizar signos como el sol, que no era probable que cambiaran.
—Vamos, pues, echemos un vistazo. —Jane se puso en pie de un salto; y de pronto se quedó paralizada—. Simon, deprisa —dijo en voz baja y tensa—. Esconde el mapa.
Simon frunció el entrecejo.
—¿Qué ocurre?
—¡Rápido! Es la señorita Withers. Viene por el camino, y está con alguien. Dentro de un minuto estarán aquí.
Simon enrolló apresuradamente el manuscrito y lo metió en su mochila.
—¿Quién está con él?
—No lo veo; ¡sí! —Jane se volvió con brusquedad como si mirar le hiciera daño, y volvió a sentarse. Estaba ruborizada—. Es aquel chico. El que me atropello con la bici. Sabía que estaba mezclado en todo esto.
Entonces oyeron voces, cada vez más cerca. La de la señorita Withers les llegó con claridad.
—No me importa, Bill, tenemos que comprobarlo todo. Puede que él ya haya… —Entonces, recortadas en el cielo, vio las siluetas de los niños, que le miraron sin expresión, y se paró en seco. El muchacho también se paró, echando fuego por los ojos.
Por un momento la señorita Withers se quedó con la boca ligeramente abierta, sorprendida. Luego, recuperó el control de sí misma y les sonrió.
—¡Vaya! —exclamó en tono animado, acercándose a ellos—. ¡Qué agradable sorpresa! Toda la familia Drew. Espero que no os cansaseis demasiado con la excursión del otro día.
—En absoluto, gracias —contestó Barney con su voz más clara y cortés.
—Es un barco estupendo —dijo Simon, igualmente distante y educado.
—¿Y qué hacéis aquí arriba? —preguntó la señorita Withers con inocencia. Vestía pantalones y una blusa blanca sin mangas que dejaba al descubierto los brazos muy morenos; la brisa agitaba su pelo obscuro. Tenía un aspecto saludable y muy atractivo.
Miró a Jane, expectante. Jane tragó saliva.
—Estábamos contemplando el mar. Esta mañana hemos visto salir su barco.
—Creíamos que usted también estaba allí —añadió Simon sin pensar.
Una expresión de cautela cruzó el rostro de Polly Withers.
Dijo con calma:
—Ah, no soy buena marinera, como probablemente ya os dije.
Simon miró con gesto ostensible el mar, que estaba plano y quieto como un estanque. La señorita Withers siguió su mirada y dijo:
—Más tarde estará muy picado, recuérdalo.
—¿Qué? —exclamó Simon. Su semblante era inexpresivo, pero había una ligerísima nota de insolente incredulidad en su voz. Por primera vez, la sonrisa de la señorita Withers se desdibujó un poco.
Antes de poder añadir nada, el muchacho que iba con ella habló.
—La señorita Polly tiene razón —dijo bruscamente, mirando a Simon con expresión furibunda—. Sabe más del mar que todos los viejos juntos. —Sacudió la cabeza con desprecio señalando hacia el puerto.
—¡Oh!, no os he presentado —dijo la señorita Withers, animada—. Perdóname. Jane, Simon, Barnabas, éste es Bill, nuestro brazo derecho. Sin él, el Lady Mary no podría hacer nada.
El muchacho se sonrojó y bajó los ojos al suelo, después de echarle una rápida mirada a ella. Jane pensó: la encuentra maravillosa.
—Ya nos conocemos —dijo Simon, escueto.
Barney preguntó:
—¿Cómo está tu bici?
—A ti qué te importa —espetó el muchacho.
—Cuidado con los modales, Bill. —Pese a la dulce sonrisa, la voz de la señorita Withers era tensa y fría como un cable de acero—. Así no se habla a los amigos.
Bill la miró con aire de reproche y echó a andar sin decir una palabra.
—Dios mío —suspiró la señorita Withers—. Ahora he herido sus sentimientos. Estos provincianos son muy sensibles. —Les hizo una graciosa mueca de conspiración—. Supongo que será mejor que vaya tras él. —Se volvió para seguir al muchacho, y después se giró en redondo. Las palabras brotaron como un rayo—: ¿Habéis encontrado un mapa?
Hubo un momento de rugiente silencio que pareció una hora en que les miró fijamente. Y entonces Barney, impulsado por el puro miedo, se refugió en una tontería.
—¿Ha dicho un mapa, señorita Withers, o una entrada? Hemos encontrado un agujero en el seto, allí abajo, así es como hemos subido. Pero no tenemos ningún mapa, al menos yo no, no sé Simon y Jane… ¿No conoce el camino?
La señorita Withers, que seguía mirándoles fijamente, volvió a mostrarse amistosa.
—Sí, Barnabas, un mapa… No conozco muy bien el camino. Y esta mañana no he podido encontrar ningún mapa en las tiendas. Estoy buscando un pequeño sendero, justo al otro lado, y Bill no me sirve de gran ayuda.
—Me parece que el tío abuelo Merry tiene un mapa —dijo Jane con ambigüedad. Estaba mirando con atención por el rabillo del ojo; pero en el rostro de la señorita Withers no se movió ni un músculo—. ¿No ha visto al tío abuelo, señorita Withers? Ha salido a pescar con papá. ¡Qué pena! Lamento mucho no poder ayudarla.
—Espero que encuentre el camino —dijo Simon con amabilidad.
—Sí, eso espero —dijo la señorita Withers. Les obsequió con una sonrisa radiante y volvió a enfilar el sendero, con la cabeza alta—. Adiós a todos.
Les observaron en silencio hasta que desaparecieron tras la línea del horizonte. Entonces Barney se echó boca abajo en el suelo y empezó a rodar, soltando un largo suspiro de alivio.
—¡Biieeeeen! ¡Qué susto, cuando has dicho…! —Hundió la cara en la hierba.
—¿Crees que se ha dado cuenta? —preguntó Jane, ansiosa, a Simon—. ¿Se nos ha notado?
—No lo sé. —Simon miraba pensativamente la tranquila pendiente. No había señales de la señorita Withers ni de nada salvo una oveja que pacía a lo lejos—. No lo creo. Bueno, debemos de haber parecido bastante tontos, cuando ha preguntado por un mapa, tú, al menos… —Y tú también.
—Bueno, de todos modos, podíamos habernos sorprendido igualmente cuando ha preguntado esto sin venir a cuento. No creo que sea capaz de saber si teníamos cara de culpabilidad o sólo de sorpresa. Espero —añadió, adquiriendo confianza a medida que hablaba— que se haya creído realmente que pensábamos que quería un mapa corriente para encontrar el camino. —A lo mejor era así.
—¡Ni lo sueñes! —exclamó Barney, emergiendo de la hierba—. Nos estaba poniendo a prueba. Si no, ¿por qué habría dicho «encontrado»? ¿«Habéis encontrado» un mapa? Cualquier persona normal habría dicho, por ejemplo, «¿tenéis un mapa?».
—Tiene razón. —Simon se puso en pie, sacudiéndose el polvo de las piernas—. El tío abuelo Merry también tenía razón. No se arriesgan. La señorita Withers se ha sorprendido al vernos, pero no ha tardado ni cinco segundos en preguntar por el mapa.
—Ha sido desagradable —dijo Jane, encogiendo los hombros como si quisiera sacudirse de encima el recuerdo. Miró colina arriba—. ¿Cómo vamos a subir ahora? No podremos saber si ella y el horrible chico están escondidos en algún sitio, mirando todo lo que hacemos.
—Bueno, no tenemos que dejar que esto nos detenga —dijo Simon alzando la barbilla—. Si creemos que nos observan, nunca haremos nada. Si nos comportamos con normalidad, como si estuviéramos paseando, no tiene por qué pasar nada. —Cogió su mochila—. Vamos.
La ladera de Kemare Head era más empinada que la punta opuesta, y durante largo rato, mientras subían en zigzag, no vieron sobre ellos más que la línea de la pendiente contra el cielo, con el sol derramándose sobre sus ojos. El final de la punta, rocosa y gris, entraba en el mar y parecía inmensamente sólida, como si fuera todo roca y la superficie nada más que una piel.
Y llegaron a la cima de la cuesta, donde la hierba era más corta en una gran extensión verde y vieron las piedras verticales. Cuando se acercaron, tuvieron la impresión de que las piedras crecían, señalando en silencio el cielo, como grandes lápidas clavadas en el suelo.
—Piedras —dijo Simon—, es la palabra más insuficiente que jamás he oído. Es como llamar «palo» a la Columna de Nelson.
Se quedó pensando en las gigantescas columnas de granito que se elevaban junto a él. Había cuatro; una era mucho más alta que el resto, y las otras tres estaban agrupadas alrededor de forma irregular.
—A lo mejor el grial está enterrado debajo de una de éstas —sugirió Barney.
—No puede ser, son demasiado antiguas… de todos modos, me parece que te equivocas en lo de que está enterrado.
—Oh, vamos, tiene que estarlo —dijo Jane—. ¿Cómo podría estar escondido algo tanto tiempo?
—Y recuerda aquel fragmento del manuscrito —dijo Barney—: Sobre el mar, bajo la tierra.
Simon se frotó la oreja, aún insatisfecho.
—Aquí no estamos sobre el mar. El mar está a kilómetros. Bueno, kilómetros no, pero apuesto a que hay cuatrocientos metros hasta el final de la punta.
—Bueno, pero estamos sobre el mar, ¿no?
—Estoy seguro de que no se refiere a esto. Sobre el mar, sobre el mar… me pregunto… bueno, vamos demasiado deprisa. Paso a paso, dijo el tío Merry. Deberíamos quedarnos donde estamos.
Simon miró el sol, que poco a poco se hundía en la costa donde los acantilados se adentraban en la neblina detrás de Kemare Head.
—Mirad las piedras. El sol pronto estará tan bajo como ayer.
—Tienen un aspecto diferente cuando estás cerca. —Jane rodeó los pilares de roca—. Queremos saber cuál es la que estaba alineada con el sol desde el otro lado, ¿verdad? Pero ¿cómo vamos a averiguarlo desde aquí?
—Era la más grande —dijo Barney—, la más alta.
El sol relucía en el horizonte y arrojaba una calidez doradoanaranjada a sus rostros.
—Mirad las sombras —señaló Simon de pronto. La sombra que se proyectaba en el suelo ante él movió un largo brazo, con los bordes moteados por la hierba, cuando el niño señaló—. Así es como podemos hacerlo desde este lado. Hacia atrás. Si ayer había una piedra directamente entre nosotros y el sol, esto significa que desde aquí su sombra señalaría directamente a donde estábamos entonces. Hacia la roca en la que tío Merry se apoyaba. Mirad, desde aquí se ve.
Siguiendo su brazo, vieron la roca de la otra punta de tierra; una lejana silueta en la línea del cielo, iluminada por el tono dorado del sol poniente. Era más alta que la piedra vertical de Kemare Head y estaba más hacia el mar. Pero era sin lugar a dudas el lugar donde habían estado el día anterior.
Jane miró a Simon con franca e inusual admiración. El niño se sonrojó un poco y se animó.
—Vamos, Barney, rápido, antes de que el sol se oculte. ¿Qué piedra crees tú que era?
—Bueno, era la más grande, o sea que debía de ser ésta.
Barney bajó uno o dos metros hasta la piedra más alta. Cruzó al otro lado, para ponerse de cara al puerto, y se agazapó en la sombra, mirando la piedra solitaria del otro lado de la bahía. Frunció el entrecejo con aire dubitativo. Simon y Jane se pusieron a su lado, aguardando con impaciencia.
Barney, cada vez más ceñudo, de pronto se puso de bruces sobre la hierba, de modo que quedó tendido a lo largo de la sombra puntiaguda y mirando directamente al frente.
—¿Estoy bien recto? —preguntó con voz un poco ahogada.
—Sí, sí, completamente. ¿Es la correcta?
Barney se puso en pie con aire triste.
—No. Esta sombra no señala exactamente la roca. La roca se ve bien, pero tienes que desviar un poco los ojos para mirarla directamente. Y esto es hacer trampa.
—Pero has dicho que veías la piedra más alta. —Aún lo digo.
—No lo entiendo —dijo Jane, decepcionada. Simon estaba pensando, concentrado, sosteniendo la mochila por la correa y golpeándose con ella, distraído, la pierna. Se volvió y miró las otras tres piedras, ahora negras con ribetes dorados recortadas sobre el resplandor del sol. Entonces lanzó un grito, dejó caer la mochila y se precipitó hacia la piedra que estaba más lejos, y allí se tumbó en el suelo como Barney había hecho para estirarse en su sombra. Conteniendo el aliento apoyó la barbilla en la hierba y cerró los ojos.
—Muévete un poco a la izquierda, no estás recto —le indicó Jane, detrás de él, empezando a entender.
Simon se movió unos centímetros, apoyándose en los codos. —¿Así estoy bien?— Sí.
Simon cruzó los dedos y abrió los ojos. Directamente delante de él, sobre las briznas de hierba, en el centro de su línea de visión, la roca iluminada por el sol de la punta de tierra del otro lado le miraba fijamente a la cara.
—Es ésta —dijo con voz curiosamente apagada. Barney corrió hasta allí y se dejó caer a su lado—. Déjame, déjame. —Echó a Simon dándole codazos y miró con los ojos entornados la roca del otro lado del puerto—. Tienes razón —dijo de bastante mala gana—. Pero yo vi la piedra más grande, lo sé.
—Es verdad-dijo Jane. —¿Qué quieres decir?
—Mira cómo están puestas las piedras. Fíjate en la pendiente que hace el terreno. Esto es la cima de la punta de tierra, pero no es plana, y la piedra grande está más baja que las otras. La que está a tu lado está más arriba, aunque no es la más alta. O sea que cuando ayer viste su silueta recortada en el cielo, parecía ser la más alta.
—Caramba —exclamó Barney—, no se me había ocurrido.
Simon dijo con orgullo:
—Suponía que al final llegaríais a esto.
—Has sido muy listo —declaró Jane—. Si no hubieras sido tan rápido, quizá nunca lo habríamos descubierto. Pronto ya no habrá sombras. —Señaló la hierba. El resplandor del sol desaparecía en el lejano horizonte detrás de ellos y la sombra iba cubriendo el terreno, tragándose las largas sombras de las piedras. Pero al otro lado del puerto la roca de la otra punta, más elevada y expuesta más tiempo al sol, aún brillaba como un faro.
Barney exclamó con gusto:
—¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos! —Golpeó con una mano la dura y cálida roca de la piedra vertical y empezó a girar—. Estamos en el primer peldaño, ¿no es fabuloso?
—Sólo el primer peldaño —dijo Simon. Pero también él estaba entusiasmado. Los tres se sintieron de pronto llenos de energía.
—Pero hemos empezado…
—Ahora sabemos dónde buscar la siguiente pista.
—Desde aquí. —Barney pasó otra vez la mano por la superficie de la piedra vertical—. Desde ésta.
—Pero ¿hacia dónde? —preguntó Simon, decidido a ser realista—. ¿Y cómo?
—Tendremos que volver a echar un vistazo al mapa. Seguro que nos lo dirá. Quiero decir que, en realidad, la primera pista estaba indicada, cómo llegar desde la otra punta hasta la piedra de aquí, sólo que no supimos interpretarla. —Barney corrió a donde Simon había dejado la mochila, la abrió y hurgó dentro, de donde sacó el estuche con el manuscrito—. Mirad —dijo, y se sentó y extendió el mapa en la hierba ante sí—. Aquí, donde está marcada la piedra…
—Ve un poco más arriba —dijo Simon, mirando por encima de su hombro—. El sol todavía da en la hierba un poco más arriba, y necesitas buena luz para examinarlo. Además, se estará más caliente.
Barney subió de mala gana la cuesta, pasando por delante del gran pie gris de la última piedra vertical, la más grande, hasta donde la hierba aún era de un vivo color verde, iluminada por la última luz del sol. Simon y Jane le siguieron y se quedaron de pie a ambos lados para que sus sombras no obscurecieran el indistinto dibujo del pergamino. Se inclinaron, atentos, examinando el tosco bosquejo, trazado novecientos años antes, de las piedras verticales.
Detrás de ellos, la voz de la señorita Withers dijo:
—Así que, después de todo, habéis encontrado un mapa.
Una gran oleada de horror envolvió a Barney, que se quedó paralizado sobre el manuscrito. Simon y Jane se giraron en redondo, alarmados.
La señorita Withers estaba más arriba en la colina, cerca de ellos. Su contorno recortado sobre el cielo del atardecer era obscuro y amenazador y no le veían el rostro. El muchacho, Bill, apareció en silencio detrás de ella y se quedó a su lado. Verlos a los dos allí llenó a Jane de pánico, y de pronto el silencio y el vacío de la punta de tierra le dio miedo.
Sin darse cuenta, Barney soltó un extremo del manuscrito, que se cerró como un resorte. El débil crujido que su movimiento produjo sonó como un disparo en el silencio.
—Oh, no lo guardes —dijo con claridad la señorita Withers—. Quiero echar un vistazo.
Avanzó un paso, tendiendo la mano, y Jane, muerta de miedo al ver el rostro inexpresivo de aquella mujer, gritó de pronto:
—¡Simon!
Cuando la obscura figura se dirigía rápidamente hacia él, Simon reaccionó. Más rápido que su propio pensamiento giró en redondo, se agachó velozmente y arrebató el manuscrito que Barney tenía sobre las rodillas. Y entonces desapareció, medio corriendo y medio resbalando, colina abajo, hacia el pueblo.
—¡Bill! ¡Rápido! —gritó la señorita Withers.
La figura silenciosa que estaba junto a ella de pronto cobró vida y echó a correr tras Simon. Pero era demasiado torpe para correr tanto y a medio camino tropezó y estuvo a punto de caer. Se recuperó casi enseguida, pero no antes de que Simon, corriendo y resbalando por la hierba y los senderos zigzagueantes, hubiera ganado una ventaja de treinta metros.
—No le cogerá —dijo Jane, la voz temblorosa por la emoción, notando que una amplia sonrisa de alivio se dibujaba en sus labios.
—¡Corre, Simon! —gritó Barney, poniéndose en pie.
La señorita Withers se aproximó a ellos y entonces le vieron la ara contraída por la rabia, desconocida y nada atractiva. Les espetó:
—Estúpidos niños, entrometiéndoos en cosas que no entendéis…
Se apartó de ellos y echó a andar con grandes pasos colina abajo, en la misma dirección que Simon había tomado. Observaron su espalda cruzar y recruzar la pendiente mientras seguía el sendero en zigzag hasta que desapareció de la vista.
—Vamos —dijo Barney—. Tenemos que buscar a tío Merry. Simon necesitará ayuda.
La hierba reseca era como madera barnizada bajo los pies de Simon: no le proporcionaba agarre y por ello resbalaba continuamente, pero siempre levantaba el brazo para evitar que el manuscrito se estropease. Detrás de él oía el ruido del muchacho del pueblo, que también resbalaba y tropezaba, respiraba roncamente y de vez en cuando soltaba una maldición ahogada, cuando perdía pie y se caía.
Mientras corría hacia el puerto, Simon tenía la sensación de que casi podía saltar al mar. La pendiente parecía mucho más pronunciada que cuando habían subido por el sendero y se extendía a sus pies en una interminable curva verde. El corazón le latía con fuerza y estaba demasiado concentrado en huir para imaginar qué ocurriría si el muchacho le atrapaba. Pero poco a poco, minuto a minuto, el pánico que le atenazaba el estómago estaba desapareciendo.
Ahora todo dependía de él: mantener el manuscrito a salvo y escapar. Casi se estaba divirtiendo. Esto podía entenderlo: era como una carrera o en el colegio, él contra Bill. Y quería ganar.
Jadeante, miró por encima del hombro. El muchacho parecía estar a punto de darle alcance. Simon siguió su loca carrera, alarmantemente rápida, en la que resbalaba y se golpeaba la espalda, y se Poma en pie de nuevo con un par de pasos vacilantes.
Y de pronto se encontró al pie de la pendiente, tropezando y respirando con dificultad. Echó un vistazo a Bill, quien le gritó cuando vio que miraba, y echó a correr por el campo, como una liebre, sintiéndose más seguro. Pero no podía deshacerse del muchacho que le perseguía. Más fuerte, más corpulento y con las piernas más largas, el chico del pueblo corría tras él con inflexible determinación, con más dificultad, pero sin perder terreno.
Simon se dirigió hacia unos escalones que había para pasar el seto del otro lado del campo y saltó por encima, agarrándose con una mano al peldaño de madera de arriba. En el otro lado había un sendero tranquilo, con surcos duros como la roca, bordeado de árboles cuyas copas se unían formando un arco. Ahora el sol ya casi había desaparecido y bajo las ramas era casi de noche, y ambos extremos del sendero desaparecían en la obscuridad a pocos metros.
Simon miró arriba y abajo, apretando el manuscrito contra sí y notando el sudor en las manos. ¿Qué camino era el que conducía a la Casa Gris? Ya no oía el mar.
Decidió al azar torcer a la derecha y siguió corriendo. Detrás oía el fuerte ruido de las botas del muchacho al subir la escalera del seto. El sendero parecía interminable mientras corría yendo de un lado a otro para evitar los surcos. Detrás de cada curva había otra, en un lúgubre túnel hecho de ramas que llegaba, sin interrupción, hasta una verja u otro campo.
Oía el ruido de los pies del muchacho detrás de él en el duro barro seco del sendero.
El muchacho gritó algo, pero él siguió avanzando en silencio. Simon sintió una punzada de pánico y corrió con más fuerza, esperando salir de aquel camino cavernoso al aire libre.
Entonces, al tomar la siguiente curva vio el cielo, brillante después de la penumbra, y al cabo de unos instantes volvía a estar fuera, corriendo sobre una carretera pavimentada y pasando por delante de vallas y árboles. Volvió a girarse de forma automática, pues no tenía tiempo para pensar adonde iba; las suelas de goma de sus zapatillas de tenis golpeaban sin hacer ruido la carretera desierta.
La larga y alta valla gris que tenía a un lado y el seto de un campo al otro no le permitían saber por dónde estaba corriendo; ahora iba más despacio, pues aun a su pesar empezaba a estar cansado. Tenía ganas de que apareciera alguien, cualquier persona, caminando por la carretera.
Los pasos de Bill resonaban ahora más fuerte detrás de él, por encima del canto de los pájaros que estaban escondidos en los árboles. El ruido que hacían los pies del muchacho, mucho más fuerte que el suyo, dio una idea a Simon, y cuando por fin la carretera se bifurcó, hizo un desesperado esfuerzo final para correr más y se fue por el lado que daba la vuelta.
La pared terminaba en dos estropeados postes de verja entre los que vislumbró un sendero cubierto de maleza. Más abajo de la carretera vio la torre de la iglesia de Trewissick y se le cayó el alma a los pies cuando se dio cuenta de lo lejos que estaba de casa.
Bill aún no había doblado el recodo; Simon oía sus pasos cada vez más cerca. Rápidamente se deslizó por la puerta de la valla para meterse en los arbustos del largo sendero que crecían enmarañados entre los postes de la puerta del cercado. Dio un brinco de dolor cuando se le clavaron espinas y ramitas puntiagudas en todo el cuerpo. Pero se agazapó y permaneció inmóvil tras las hojas, tratando de calmar su respiración entrecortada, seguro de que los latidos de su corazón eran audibles desde la carretera.
La idea funcionó. Vio a Bill, despeinado y sonrojado, detenerse al final de la carretera, mirando arriba y abajo. Parecía desconcertado y enojado, y escuchaba con la cabeza ladeada para oír ruido de pasos. Luego se volvió y se dirigió despacio hacia el escondrijo de Simon, mirando con recelo por encima del hombro.
Simon contuvo el aliento y se agazapó un poco más atrás en los arbustos.
Inesperadamente, oyó un ruido detrás de él. Volvió la cabeza con gesto brusco, dio un respingo cuando un gordo capullo de fucsia morada le golpeó en el ojo y aguzó el oído. Al cabo de un momento reconoció el ruido de pies pisando grava que iban hacia la carretera del final del sendero. La luz que se filtraba entre las ramas se obscureció un instante cuando la figura de un hombre Paso muy cerca de él, en dirección al sendero, y salió por la puerta de la valla. Simon vio que era muy alto y que tenía el pelo negro, pero no le vio la cara.
La figura salió sin prisas a la carretera. Entonces Simon reparó en que iba vestido de negro; tenía unas largas y delgadas piernas negras como una garza real y llevaba una chaqueta de seda negra que relucía levemente en los hombros. El semblante hosco de Bill se iluminó cuando vio al hombre, y corrió para encontrarse con él en medio de la carretera. Se pararon a hablar, pero sus voces quedaban fuera del alcance del oído, de modo que Simon sólo oía un indistinto murmullo bajo. Bill agitaba las manos y señaló detrás de él, carretera arriba, y hacia el sendero. Simon vio que el hombre alto y moreno negaba con la cabeza, pero siguió sin verle la cara.
Luego, ambos se volvieron de nuevo hacia el sendero y echaron a andar en su dirección; Bill hablaba con impaciencia. Simon se encogió en su escondrijo, nervioso, más asustado que nunca desde que había empezado la persecución. El hombre no era un extraño para Bill. Éste sonreía. El hombre era alguien a quien había reconocido, aliviado. Alguien más en el bando del enemigo…
Simon ahora no veía nada más que las hojas que tenía frente a la cara y no se atrevía a moverse para atisbar por un hueco. Pero el ruido de pasos en la carretera asfaltada no cambió al crujido de la grava del sendero; pasaron de largo y siguieron carretera arriba. Simon oía el murmullo de las voces, pero no distinguió nada salvo una frase cuando el muchacho alzó la voz: «… que atraparle, me ha dicho ella, seguro que es el bueno, y ahora he perdido…».
Me ha perdido a mí, pensó Simon con una sonrisa. Su terror desapareció cuando el ruido de pasos se apagó, y empezó a sentirse triunfante por haber sido más listo que aquel muchacho más corpulento que él. Bajó la mirada al manuscrito que tenía en la mano y le dio un apretón de complicidad. Otra vez reinaba el silencio y Simon no oía más que el canto de los pájaros en el atardecer. Se preguntó si sería muy tarde. La persecución parecía haber durado una semana. Los músculos de las piernas empezaron a protestar por su larga inmovilidad. Pero Simon siguió esperando, aguzando el oído para percibir cualquier sonido que indicara que el hombre y el muchacho aún se hallaban cerca.
Al fin decidió que debían de haberse perdido de vista por la carretera. Agarró el manuscrito con firmeza, abrió los arbustos que tenía delante y salió al sendero. No había nadie y no se movía.
Simon recorrió de puntillas el sendero y atisbó por la puerta del cercado arriba y abajo. No vio a nadie y, cada vez más animado salió a la carretera para volverse por donde había llegado.
Hasta que se hubo alejado unos metros no vio a Billy y al hombre de pie junto a la valla, a unos cincuenta metros.
Simon ahogó un grito y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Se quedó un momento inmóvil, sin saber si volver al refugio del sendero antes de que le vieran. Pero mientras vacilaba, como hipnotizado, Bill volvió la cabeza, lanzó un grito y echó a correr, y el hombre que estaba con él, al darse cuenta de lo que ocurría, se volvió para seguirle. Simon giró en redondo y echó a correr hacia la carretera principal. El silencio del lugar de pronto pareció amenazador como el camino con la bóveda de hojas; anhelaba la seguridad que proporcionan la multitud, la gente y los coches, para perder al menos aquella terrible sensación de estar solo en aquella implacable persecución.
Corrió por la carretera secundaria, rodeó la curva y siguió corriendo junto a la pared del cementerio, cada vez más deprisa; Simon estaba desmoralizado. Tenía las piernas rígidas después de haber estado parado en los arbustos y se sentía muy cansado. Sabía que no podría resistir mucho más.
Un coche, que iba rápido en dirección opuesta, pasó por su lado. Descabellados pensamientos acudieron a la mente de Simon mientras notaba la dureza de la carretera bajo las suelas de sus zapatos: quizá podría gritar y hacer señas a un coche, o correr a buscar refugio en una de las casitas que bordeaban la carretera a medida que se acercaba al pueblo. Pero ahora Bill iba acompañado de un hombre, y este hombre podría contar alguna historia a cualquier extraño al que Simon abordara, y el extraño probablemente le creería enseguida…
—¡Detente! —gritó una voz profunda detrás de él.
Simon trató desesperadamente de correr más deprisa. Si le atrapaban, todo se habría terminado. Se quedarían con el manuscrito y conocerían el secreto. No habría nada que hacer. Habría frustrado confianza que habían depositado en él, defraudaría a tío Merry…
Empezó a respirar con grandes y dolorosos jadeos y a tropezar mientras corría. Se acercaba a una encrucijada. Los rápidos pasos que le perseguían sonaban cada vez más fuertes; casi oía la respiración de sus perseguidores en sus oídos. Oyó que el muchacho gritaba con tono de triunfo:
—Rápido… ahora…
La voz estaba más lejos que los pasos. Debía de ser el hombre el que estaba pisándole los talones, cada vez más cerca, más cerca…
Ahora a Simon le zumbaban los oídos a causa del esfuerzo que le costaba respirar. Tenía delante la encrucijada, pero él apenas la veía. Oyó semiinconscientemente el rugido de un motor de coche, muy cerca, pero apenas se quedó grabado en su cansado cerebro. Hubo un traqueteo y un chirrido de frenos, y a medio camino de la encrucijada estuvo a punto de chocar con el oxidado morro de un coche grande.
Simon se paró e hizo ademán de rodearlo, consciente sólo del peligro que le acechaba. Y entonces, como si el cielo crepuscular se iluminara de nuevo con la luz del sol, vio que el tío abuelo Merry se asomaba por la ventanilla del coche.
El motor del coche rugió de nuevo y se oyó una voz atronadora.
—¡Por el otro lado! ¡Sube! —gritó el tío abuelo Merry a Simon.
Sollozando de alivio y dando traspiés, Simon rodeó el vehículo y se precipitó a la portezuela del otro lado. Se dejó caer en el asiento y cerró la puerta cuando el tío abuelo Merry puso la marcha y apretó el acelerador. El coche dio un salto hacia delante, dobló la curva dando bandazos y por fin salieron a la carretera y se alejaron.