Capítulo 5

Cuando Jane llegó a la Casa Gris, Simon y Barney estaban parloteando como monos en la sala de estar con el tío abuelo Merry, que les escuchaba en silencio desde las profundidades de un mullido sillón. Los dos chiquillos estaban llenos de emoción, e incluso la piel clara de Barney se había enrojecido con el viento y el sol.

—Ah, estás aquí, cariño —dijo la madre—. Empezaba a preocuparme por ti.

Simon la saludó con un grito desde el otro lado de la habitación.

—¡Eh, deberías haber venido! Ha sido fabuloso, como estar en alta mar, y cuando el viento soplaba por detrás íbamos tremendamente deprisa, mucho más que con un barco a motor… sólo que hemos puesto otra vez el motor porque ha parado el viento y también ha sido divertido. El señor Withers ha venido con nosotros a tomar algo, pero ya se ha ido. Papá ha ido con él a buscar un poco de la caballa que hemos pescado.

—¿Y qué ha hecho Jane? —preguntó el tío abuelo Merry desde su rincón.

—Oh, no gran cosa —respondió Jane—. He ido por ahí.

Pero cuando los tres niños estuvieron arriba (les habían hecho acostarse temprano porque, según había dicho su padre con seriedad cuando Simon imitaba la sirena de un buquefaro justo detrás de la silla donde él estaba sentado, estaban «muy cansados»), Jane llamó a la puerta de la habitación de los niños y entró para contarles el descubrimiento que había hecho y su visita al vicario. No recibió una respuesta tan entusiasta como esperaba.

—¿Has copiado parte del manuscrito? —preguntó Simon con una voz que acabó en un chillido de horror—. ¿Y se lo has enseñado?

—Sí —respondió la niña a la defensiva—. Bueno, por amor de Dios, ¿qué daño puede hacer esto? Una línea hecha a lápiz en una guía no puede significar nada para nadie.

—No deberías haber hecho nada relacionado con el manuscrito sin que lo hubiéramos acordado los tres.

—No estaba relacionado con el manuscrito, que yo supiera. Sólo le he dicho que quería averiguar algo sobre la costa. —Jane olvidó toda la desazón que había sentido cerca del vicario al construir una defensa contra la indignación de Simon—. Creía que me daríais las gracias por haber descubierto que el mapa del manuscrito es de Kemare Head.

—Tiene razón —dijo Barney desde su almohada—. Es terriblemente importante haber descubierto esto. Por lo que sabíamos, igual podía haber sido un mapa de Tombuctú. Y si resulta, por lo que dice el vicario, que Trewissick no ha cambiado desde que fue dibujado nuestro mapa, esto nos ayudará cuando descubramos si hay alguna pista en el manuscrito.

—Bueno —dijo Simon de mala gana, subiéndose a la cama y apartando con los pies toda la ropa—. Bueno, sí, es útil. Hablaremos de ello mañana.

—Entonces podemos empezar nuestra búsqueda —dijo Barney soñoliento—. Buenas noches, Jane. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Pero la mañana les deparó mucho más de lo que ninguno de ellos esperaba.

Simon fue el primero en despertar, muy temprano. El ambiente aún era tan cálido como el día anterior. Se quedó en la cama contemplando el techo un rato, escuchando la tranquila respiración de Barney, que dormía en la otra cama. Luego, empezó a ponerse nervioso, así que saltó de la cama y bajó al piso de abajo descalzo, sintiendo hambre. Si encontraba a la señora Palk en la cocina a lo mejor podría desayunar dos veces.

Pero al parecer la señora Palk aún no había llegado y en la casa reinaba el más absoluto silencio. Hasta que llegó al tramo de escaleras que descendían hasta el vestíbulo no reparó Simon en que había algo raro.

Siempre, cuando iba a desayunar, se paraba a contemplar el viejo mapa de Cornualles que colgaba en la pared de la escalera. Pero cuando esta mañana fue a mirarlo, no estaba allí. Sólo una señal rectangular en el papel pintado indicaba dónde había estado; y cuando Simon miró toda la pared de cuadros de la escalera, vio que había otros varios vacíos.

Perplejo, bajó despacio al vestíbulo. Encontró varios huecos donde antes había cuadros y el barómetro, que estaba junto a un espacio vacío, estaba torcido.

Simon se acercó y lo enderezó, notando la fría madera en los pies descalzos. Al mirar el largo pasillo al principio no vio nada inusual. Luego, reparó en que al fondo, donde entraba el sol en la cocina a través de la puerta abierta, varios bloques de madera habían sido arrancados y estaban esparcidos por el suelo. Simon se quedó mirando fijamente, perplejo.

Se dirigió hacia la cocina, y en un impulso giró a la derecha y abrió la puerta de la sala de estar. La puerta crujió, como siempre, y Simon, nervioso, asomó la cabeza. Entonces ahogó un grito.

La estancia estaba como si hubiera pasado un tornado por ella. Los cuadros de las paredes estaban torcidos, o estaban fuera del marco, en el suelo, y a primera vista los muebles le dieron la impresión de que estaban completamente enterrados en libros.

Había libros por todas partes, abiertos, cerrados, amontonados en las mesas y sillas, apilados en el aparador; y unos cuantos aún permanecían en las estanterías por lo demás vacías. Todas las vitrinas cerradas con llave, que les habían prohibido tocar, estaban vacías. Las puertas de cristal colgaban de los goznes y alrededor de la cerradura la madera estaba astillada; y una o dos, que habían sido arrancadas por completo, estaban apoyadas en la pared. Los estantes habían sido despojados de todo lo que contenían y los cajones de abajo estaban abiertos y los papeles se derramaban en aquel caos de libros del suelo. Olía levemente a moho y en el aire parecía flotar una fina capa de polvo.

Por un instante Simon se quedó mirando fijamente el panorama, atónito. Luego, giró sobre sus talones y corrió escaleras arriba llamando a su padre a gritos.

Sus gritos despertaron a todos. Con el padre a la cabeza, todos salieron al pasillo en pijama y camisón y siguieron a Simon abajo, tratando de comprender las palabras que salían atropelladamente de su boca.

—¿Qué ocurre?

—¿Hay fuego en la casa?

—¡Ladrones! —exclamó el padre con incredulidad, bajando la escalera—. Pero no hay robos en un pueblo como… ¡Ladrones! ¡Santo cielo!

Vio la devastación de la sala de estar. En cuanto a la madre, Jane y Barney siguieron su mirada y permanecieron callados, pero no por mucho rato.

En todas las demás estancias de la planta baja encontraron lo mismo. Las puertas de las librerías habían sido arrancadas y los libros arrojados a un caótico montón en el suelo. Todo cajón o armario cerrado con llave había sido forzado y los papeles que contenían, esparcidos por la habitación. Incluso en el comedor del desayuno, media docena de libros de cocina antiguos habían sido tirados al suelo.

—No lo entiendo —dijo el padre despacio—. Este lugar está prácticamente saqueado, pero no han tocado una o dos cosas que es evidente que son valiosas. Aquella estatuilla de la repisa de la chimenea, por ejemplo, y aquella gran copa de plata del aparador de la habitación delantera. No tiene sentido.

—Alguien ha disfrutado destruyendo —dijo Barney con solemnidad.

Y simón añadió, despacio:

—Tienen que haber hecho muchísimo ruido. ¿Por qué no nos hemos despertado?

—Estábamos dos pisos más arriba —dijo Barney—. Desde allí arriba no se oye nada. Me gusta esto, es misterioso.

—A mí no. —Jane sintió un escalofrío—. Imaginad que alguien se ha estado paseando por aquí toda la noche mientras nosotros dormíamos arriba. Me produce escalofríos.

—Quizá no ha sido nadie —declaró Barney—. No seas memo, claro que ha sido alguien. ¿O crees que todos los libros han salido solos de los estantes?

—No necesariamente tiene que haber sido un ser humano. Podría ser uno de esos fantasmas especiales que arrojan cosas sólo para divertirse. Se llama polter… polt…

—Poltergeist —dijo el padre, distraído. Estaba abriendo todos los armarios de la plata para ver si faltaba algo—. Ya está. Es esto.

—Bueno, la señora Palk dice que la casa supuestamente está encantada —dijo Jane—. ¡Oh, Dios mío!

Todos se miraron con ojos como platos y se estremecieron. La madre, que apareció de pronto en el umbral de la puerta y les asustó a todos, dijo:

—Bueno, es el primer fantasma que oigo que llevaba zapatos con suela de crepé. Dick, ven a echar un vistazo aquí fuera.

El padre se irguió y siguió a su esposa a la cocina, con los niños pisándoles los talones. La madre señaló, sin pronunciar una sola palabra.

Dos ventanas de la cocina estaban abiertas, la grande que estaba sobre el fregadera y una pequeña encima; y también la puerta. Y en las baldosas blancas del mostrador de al lado del fregadero estaba el débil pero inconfundible contorno de una huella de zapato. Una huella grande, con dibujos en la suela; había indicios de las mismas marcas en el alféizar de la ventana. —¡Caramba!

—Ahí está vuestro fantasma —anunció el padre, alegre, aunque no parecía estarlo.

Entonces se volvió a ellos con viveza.

—Bueno, vamos, todos fuera y a vestirse. Habéis visto todo lo que hay que ver. No —agitó las manos cuando los tres niños protestaron vigorosamente—, no es un juego, es extremadamente serio. Tendremos que llamar a la policía, y no quiero que toquéis nada hasta que haya llegado. ¡Fuera!

La voz del padre no admitía discusión. Simon, Jane y Barney salieron de mala gana de la cocina y se pararon al pie de la escalera, mirando hacia arriba. El tío abuelo Merry descendía la escalera pesadamente, vestido con un pijama de vivo color rojo y el pelo blanco de punta.

Hizo un bostezo inmenso y se frotó los ojos con perplejidad.

—No servirá —mascullaba para sí—. No lo entiendo… sueño profundo… qué insólito… —Entonces vio a los niños—. Buenos días —saludó con dignidad como si fuera vestido de forma impecable—. Aunque esta mañana estoy muy confuso, se oía un gran alboroto procedente de aquí. ¿Qué ocurre?

—Hemos tenido ladrones… —empezó a decir Simon, pero su padre salió de la cocina y batió palmas—. Vamos, vamos, os he dicho que vayáis a vestiros… ¡Ah!, estás ahí, Merry. Ha ocurrido algo extraordinario. —Miró a los niños con aire enojado y ellos corrieron escaleras arriba.

Después de desayunar llegó la policía de St. Austell: un sargento fornido y de rostro enrojecido y un joven agente que le seguía como una sombra. Simon se moría de ganas de que le interrogaran respecto a su descubrimiento del delito. Como mínimo, pensaba él, tendría que prestar declaración. No estaba muy seguro de lo que esto significaba, pero le parecía conocido e importante.

Pero el sargento sólo le preguntó, con su cálido acento de Cornualles:

—Tú has sido el primero en bajar, ¿no?

—Sí, así es.

—¿Has tocado algo?

—No, nada. Bueno, he enderezado el barómetro, estaba torcido. —Al ver el caos reinante, a Simon le pareció que esto era una tontería.

—¡Ah! ¿Has oído algo?

—No.

—Todo era como siempre, ¿no?, aparte de este caos.

—Sí, así es.

—Bueno —dijo el sargento. Sonrió a Simon, que estaba sentado en el borde de la silla, impaciente—, por ahora es suficiente.

—¡Ah! —exclamó Simon, desanimado—. ¿Esto es todo?

—Me parece que sí —respondió el sargento con calma, tironeándose la chaqueta—. Bueno —dijo dirigiéndose al padre—, si pudiéramos echar un vistazo a esa huella que dice haber encontrado…

—Sí, desde luego.

El padre les hizo salir de la cocina. Los niños se quedaron atrás y se asomaron por la puerta. El sargento contempló impasible la huella durante unos instantes, y dijo al agente, que no había hablado:

—Toma buena nota de eso, George —y señaló con solemnidad el desorden de la sala de estar.

—¿Dice que no falta nada, señor?

—Bueno, es difícil saberlo, claro, ya que es una casa alquilada —dijo el padre—. Pero sin duda no parece faltar nada de valor. La plata está intacta, aunque tampoco es que haya mucha. Esa copa, como ven, no la han tocado. Da la impresión de que iban por los libros, y no puedo confirmarlo. Puede que falte alguno que no sabemos.

—Vaya caos. —El sargento se inclinó con esfuerzo y recogió un libro. En la parte superior había una pequeña telaraña negra—. Son muy antiguos, valiosos, quizá. El capitán es bastante rico, creo.

—Si me permite sugerirlo, sargento —dijo el tío abuelo Merry desde fuera del grupo.

—¿De qué se trata, profesor? —El sargento le miró sonriente; incluso parecía conocer inexplicablemente bien al tío abuelo Merry.

—No tuve ocasión de examinar los libros a fondo, ya que la mayoría de estanterías estaban cerradas con llave. Pero diría que muy pocos libros de esta casa eran valiosos, al menos para un comerciante. Por fuera ninguno valía más que unas libras.

—Es curioso. Parece que buscaban algo… ¡eh!, miren aquí.

El sargento apartó algunos papeles que blanqueaban el suelo y vieron un montón de marcos de cuadro vacíos.

—Son del vestíbulo —dijo Simon enseguida—. Este marco dorado tenía un mapa y estaba en lo alto de la escalera.

—Mmmm. Ahora no hay ningún mapa, todos han sido arrancados. Aun así, me atrevería a decir que los encontraremos en algún lugar entre este desorden. —El sargento se balanceaba sobre sus talones y miraba con expresión de leve pesar las estropeadas estanterías y montones de libros. Se frotó uno de los relucientes botones plateados, pensativo, y por fin se volvió al padre con aire decidido—. Puro vandalismo, señor. No hay otra explicación. Es raro por aquí, la verdad.

—¡Ah! —exclamó el joven agente con pesar, y se puso rojo y bajó la mirada a sus pies.

El sargento le miró sonriente.

—Alguien que tiene algo contra el capitán, diría yo, pues ha ido a por sus pertenencias. Bien podría ser que a una o dos personas de por aquí no les gusta, es un tipo extraño. ¿No diría usted lo mismo, profesor?

—Podría decirse que sí —dijo distraído el tío abuelo Merry. Miraba alrededor con ceño.

—Irrumpir en una casa es difícil en un lugar del tamaño de Trewissik —dijo el sargento—. La gente no lo espera, dejan las ventanas abiertas… ¿Cerraron con llave anoche, doctor Drew?

—Sí, siempre lo hacemos, delante y detrás. —El padre se rascó la cabeza—. Juraría que abajo no había ninguna ventana abierta, pero debo admitir que no las comprobé todas.

—Claro que no, no cabe esperar que se haga una cosa así… me intriga por qué alguien correría el riesgo, sólo para revolver un lugar y no llevarse nada. Bueno, si pudiéramos mirar otra vez la huella… —Salió de la habitación seguido por los demás.

Simon hizo señas a Jane y a Barney de que se quedaran atrás.

—Gamberros —dijo, pensativo. Cogió un libro que estaba abierto sobre la alfombra y cerró la tapa con cuidado.

—No sé por qué pero no me suena bien —dijo Jane—. Es muy minucioso: han abierto todos los cajones, han sacado todos los libros de su sitio.

—Y los mapas de su marco —añadió Barney—. Sólo los mapas, ¿os habéis fijado? Ninguno de los cuadros.

—Los ladrones debían de buscar algo.

—Y han registrado toda la casa porque no lo encontraban.

—A lo mejor no estaba aquí abajo —dijo Simon despacio.

—Bueno, podría estar arriba.

—¿Cómo lo sabes?

—No seas tonto, arriba no hay nada. Sólo nosotros.

—¿No hay nada?

—Bueno… —dijo Jane, y entonces se miraron entre sí llenos de horror. Se volvieron, salieron apresurados de la habitación y corrieron escaleras arriba hasta el dormitorio del segundo piso, donde estaba el gran armario entre las camas de Simon y de Barney.

Sin perder tiempo, Simon arrastró una silla y saltó encima para palpar sobre el armario. Se quedó pálido del susto.

—¡Ha desaparecido!

Hubo un instante de tenso silencio. En ese momento Jane se sentó de un salto en la cama de Barney y se puso a reír histéricamente.

—¡Cállate! —le dijo Simon con aspereza, tan autoritario como su padre.

—Lo siento… no pasa nada, no ha desaparecido —dijo Jane con voz débil—. Está en mi cama.

—¿En tu cama?

—Sí, lo tengo yo. Aún está allí. Me había olvidado. —Jane balbuceaba pero enseguida se repuso—. Cuando fui a ver al vicario no quería llevármelo, así que lo escondí en mi habitación. Lo metí debajo de la ropa de la cama. Era el sitio donde lo tendría más cerca. Anoche me olvidé por completo de que estaba allí, y he dormido sin notarlo. Vamos.

El dormitorio delantero estaba inundado de sol, y por la ventana el mar relucía alegre como si nada pudiera perturbar el mundo. Jane levantó la sábana de su cama y allí, metido en un rincón, estaba el estuche del telescopio.

Se sentaron en fila en el borde de la cama y Jane abrió el estuche sobre su regazo. Miraron con silencioso alivio el conocido cilindro hueco del viejo manuscrito que estaba dentro.

—¿Os dais cuenta —dijo Simon con gravedad— que ha sido el lugar más seguro donde podía estar? Habrían mirado en todas partes, pero no en tu cama porque te habrían despertado.

—¿No crees que hayan subido a mirar en nuestras habitaciones? —Barney se puso pálido.

—Pueden haber mirado en cualquier parte. —Bueno, esto es una tontería—. Jane se tiraba de la cola de caballo como tratando de aclararse la cabeza. —¿Cómo pueden saber nada del manuscrito? Lo encontramos en el desván, escondido, y era evidente que llevaba años allí. Y seguro que hace siglos que nadie sube al desván; recordad el polvo que había en la escalera.

—No sé —dijo Simon—. Hay muchas cosas que no entiendo. Solo sé que, desde que dijiste que el vicario se entusiasmó tanto por el mapa, he tenido una extraña sensación con respecto al manuscrito.

Jane se encogió de hombros.

—No creo que un vicario pueda ser malo. De todos modos, él no sabía nada del manuscrito. Me hizo algunas preguntas, pero creo que era simple curiosidad.

—Un momento —dijo Barney despacio—, acabo de recordar algo. Hay otra persona que hizo preguntas. Fue el señor Withers, ayer, en el barco, cuando estaba abajo en el camarote, almorzando con él. Empezó a decir muchas cosas extrañas sobre la Casa Gris y que si veíamos algo que parecía muy antiguo… algún —tragó saliva— libro o mapa o papeles viejos…

—¡Oh, no! —dijo Simon—. No puede haber sido él.

—Pero fuera quien fuese —dijo Barney con una voz clara aunque débil—, estaba buscando el manuscrito, ¿no?

Sentados en el silencio de la Casa Gris los tres se dieron cuenta de que así era.

—Deben de estar desesperados por tenerlo. —Simon miró el manuscrito—. Es este mapa, seguro. Alguien sabe que está en esta casa. Ojalá supiéramos qué dice.

—Oíd —dijo Jane decidida—, tenemos que decirles a mamá y papá que lo encontramos.

Simon alzó la barbilla.

—No serviría de nada. Mamá se preocuparía muchísimo. Y entonces no tendríamos oportunidad de resolver nosotros el misterio. Además, ¿y si es de un tesoro escondido?

—No quiero encontrar ningún tesoro. Si lo hacemos ocurrirá algo horrible.

Barney olvidó su miedo con dignidad.

—Ahora no podemos decírselo a nadie. Nosotros lo encontramos. Yo lo encontré, es mi búsqueda.

—Eres demasiado pequeño para entenderlo —sentenció Jane con seriedad—. Tendremos que contárselo a alguien; a papá o a la policía. ¡Oh!, bueno —añadió quejosa—, tenemos que hacer algo, después de lo de anoche.

—¡Niños!

La voz de su madre les llegó desde la escalera, muy cerca. Se levantaron de un salto, con cierta culpabilidad, y Simon escondió el estuche con el manuscrito detrás de la espalda.

—¡Hola!

—¡Ah!, estáis ahí. —Su madre apareció en la puerta; parecía preocupada—. Oíd, esta mañana la casa será un caos, ¿os gustaría ir a nadar y volver a casa a almorzar hacia la una y media? Después, por la tarde, el tío abuelo Merry se os llevará a todos.

—Estupendo —dijo Simon, y su madre desapareció de nuevo.

—¡Ya está! —Barney dio unos golpes en la almohada, excitado y aliviado—. Ya está, claro, ¿cómo no se nos ha ocurrido antes? Podemos decírselo a alguien sin que pase nada. ¡Podemos decírselo al tío abuelo Merry!