Capítulo 4

Una blanca neblina matinal cubría el mar, y en el puerto los barcos se mecían en el agua tranquila que brillaba bajo el sol. Jane se asomó a la ventana. Los barcos de pesca estaban vacíos, pero vio dos pequeñas figuras que bajaban de un bote junto al muelle.

Simon dijo, detrás de ella:

—Te he traído esto para que lo cuides, si realmente no vienes con nosotros.

Ella se volvió y vio que su hermano tenía en la mano un calcetín de lana gris. Estaba rígido y tenía forma cilíndrica.

—¿Qué tienen de especial tus calcetines?

Simon sonrió, pero bajó la voz.

—Es el manuscrito. No se me ha ocurrido ningún otro sitio para guardarlo.

Jane se rió, cogió el calcetín y sacó un poco el manuscrito. Pero, aunque lo manipuló con cuidado, los bordes crujieron y se desmenuzaron, pues se quedaron prendidos en la lana.

—¡Eh! —exclamó alarmada—. Si cada vez ocurre esto, dentro de una semana estará hecho polvo. En el desván ha estado años sin que nadie lo tocara, pero si vamos a llevarlo por ahí…

Simon miró intranquilo el pergamino enrollado y sus bordes estropeados y obscurecidos por el tiempo y vio grietas que antes no estaban. Dijo, preocupado:

—Pero tenemos que manipularlo si queremos descifrar lo que significa… espera un momento. Aquella habitación…

Simon cogió el manuscrito y, ante la mirada atónita de Jane, corrió escaleras abajo hasta la puertecilla del rellano del primer piso que conducía al pasadizo que habían descubierto cuando subían al desván. No estaba cerrada con llave. Bajó al estrecho pasadizo y cruzó la austera habitación que habían decidido sería el dormitorio del capitán. Estaba tal como la habían encontrado el día anterior, y el telescopio seguía en el alféizar de la ventana.

Simon cogió el estuche y lo desenroscó. Las dos mitades eran brillantes y sin tacha, y relucían con una fina capa de aceite; y el recubrimiento interior de cobre, cuando lo sostuvo a la luz, relució seco y limpio. Metió dentro el manuscrito enrollado. Cabía perfectamente y quedaba encajado entre las dos mitades cuando lo enroscó de nuevo. Simon miró en torno la habitación, pensativo, como si ésta pudiera decirle algo. Pero no había más que silencio y aquel misterioso vacío; cerró la puerta de nuevo, con cuidado, y corrió escaleras arriba.

—Mira —dijo a Jane—. Parece hecho a medida.

—A lo mejor lo es —dijo Jane al coger el estuche.

—Será mejor que lo escondas en algún sitio —indicó Simon—. ¿Qué te parece encima de nuestro armario?

—Me parece un buen sitio —dijo Jane pensativa. Pero Simon, que ya estaba a medio camino de su habitación, apenas la oyó; su mente ya estaba en el día que pasarían en el yate de los Withers. Y cuando él, Barney y su padre se marcharon, discutiendo sobre aceites para la piel, jerséis y bañadores, Jane casi empezaba a desear haber cambiado de opinión y haber ido con ellos.

Pero dijo con firmeza, a las peticiones finales de Simon:

—No, sólo os estropearía el día si me mareara. —Y se quedó mirando desde la ventana cómo corrían al muelle y el pequeño bote que iba en dirección al elegante yate blanco.

Su madre, con el caballete bajo un brazo y una bolsa de bocadillos y pinturas en la otra mano la miró, vacilante.

—Cariño, ¿seguro que no te encontrarás muy sola?

—No, no —respondió Jane con terquedad—. Iré a dar un paseo, será divertido. De veras. Bueno, tú no te sientes sola cuando estás pintando, ¿verdad?

Su madre se rió.

—De acuerdo, independencia, pasearás. No te pierdas. Estaré al otro lado del puerto si quieres algo. La señora Palk estará aquí todo el día, ella te preparará el almuerzo. ¿Por qué no llevas a Rufos a dar un paseo?

Salió a la luz del sol, viendo ya mentalmente la forma y el color de su pintura. Jane notó un hocico húmedo en la mano, bajó la mirada y vio los grandes ojos castaños del perro, que le miraban con expresión esperanzada, se rió y corrió con él hacia el pueblo, recorriendo las callejuelas extrañas y escuchando las voces que salían de los umbrales de las tiendas.

Pero toda la mañana se sintió curiosamente inquieta, como si alguna idea pugnara por abrirse paso en su mente. Como si su mente tratara de decirle algo que ella no podía oír.

Cuando llevó a Rufus a casa, para desplomarse jadeante en la cocina al lado de la señora Palk, Jane seguía pensativa y deprimida.

—¿Has dado un buen paseo, cielo? —preguntó la señora Palk, sentándose sobre sus talones. A su lado tenía un cubo de agua jabonosa y su rostro estaba enrojecido y brillante; había estado fregando el suelo de pizarra gris.

—Mmmm —se limitó a decir Jane, manipulando el pasador de su cola de caballo.

—El almuerzo estará en un minuto —dijo la señora Palk, y se puso de pie—. Vaya, mira ese perro, está agotado. Necesita agua, se la pondré… —Cogió el plato de Rufus.

—Iré arriba a lavarme.

Jane cruzó el vestíbulo y el fresco y obscuro pasillo en el que un rayo de sol daba en uno de los viejos mapas que Polly Withers había admirado. La señorita Withers… ¿por qué ella y su hermano le habían parecido siniestros? Eran personas absolutamente corrientes, no había ningún motivo real para pensar otra cosa. Había sido amable por su parte invitarles a pasar el día en el yate… Sin embargo, qué extraño aquel comentario que había hecho sobre ir a explorar y encontrar cosas…

Encontrar cosas. Cuando estaba en la escalera, Jane recordó con una punzada de culpabilidad que había dejado el manuscrito solo toda la mañana, encerrado en su nuevo estuche, en el cajón de su mesilla de noche. ¿Debería habérselo llevado? No, no seas tonta, pensó; pero acabó de subir la escalera y entró en su habitación precipitadamente, y sintió un gran alivio cuando vio el estuche reluciendo en el cajón.

Sacó el rollo de pergamino y se lo llevó a la ventana, donde lo alisó. Las líneas de apretada letra le produjeron el mismo escalofrío de incómoda turbación que había sentido en el desván, en el momento en que de pronto los tres habían comprendido qué era lo que estaban contemplando. Lo miró, pero las palabras no eran más legibles ahora de lo que habían sido antes. Sólo pudo descifrar las iniciales de las palabras que Simon había dicho eran Marcos y Arturo.

¿Cómo iban a averiguar lo que significaba?

Bajó la mirada a la parte inferior de la hoja, a las pocas líneas finas y vacilantes que ellos habían pensado podrían constituir un mapa. A la débil luz del desván habían visto poco; pero ahora Jane disponía de la luz plena del mediodía. Se acercó el papel a los ojos, pues se dio cuenta de repente de que en el mapa había más líneas de las que antes había visto, líneas tan débiles que antes las había tomado por arrugas. Y entre ellas, aún más débiles, había escritas algunas palabras.

Era un mapa muy tosco, como si lo hubieran trazado con prisas. Parecía ser de una línea costera y daba la impresión de ser una letra W horizontal, con dos ensenadas y una punta de tierra. ¿O eran dos puntas de tierra y una cala? No había forma de saber qué lado se suponía que era el mar. Y aunque apenas veía que había una palabra escrita en uno de los brazos de tierra —o mar— que sobresalían, era completamente ilegible debido a una de las roturas del antiguo y frágil pergamino: una grieta cruzaba la palabra limpiamente, como si fuera una gruesa línea hecha con tinta.

—¡Porras! —exclamó Jane malhumorada. Se dio cuenta al decirlo de que en el último medio minuto se había decidido a efectuar algún descubrimiento sobre el manuscrito para anunciárselo a Simon y Barney cuando regresaran de pasar el día en el yate. Esto era lo que había tenido en el fondo de su mente toda la mañana.

En el mapa estaba escrito otro nombre. Si es que era un nombre. Las letras eran pequeñas y de color marrón, pero mucho más claras que las del resto del manuscrito. Jane las descifró una por una y vio que formaban tres palabras. «Ring Mark Hede». Decepcionada, se quedó mirándolas fijamente. No significaban nada. Las leyó en voz alta. Ni siquiera era un lugar. ¿Cómo podía llamarse así ningún lugar?

El sonido de la campana de barco del vestíbulo resonó en la escalera, rompiendo la quietud del murmullo del mar y de las distantes gaviotas, y Jane oyó que la señora Palk la llamaba desde abajo:

—¡Jane! ¡Jane!

Jane se apresuró en enrollar el manuscrito, volvió a meterlo en el estuche del telescopio y unió las dos mitades. Abrió el cajón de su mesilla de noche, vaciló unos instantes y lo cerró de nuevo. Era mejor no dejarlo fuera del alcance de su vista. Cogió un jersey que estaba sobre la cama, envolvió con él el estuche y salió de la habitación a toda prisa, bajando los peldaños de la escalera de dos en dos.

Pero corrió demasiado. Al dar la vuelta a una esquina del rellano del primer piso, tropezó contra un largo arcón de madera que estaba en las sombras y lanzó un grito de dolor. Seguro que era la misma pierna que se había lastimado en el muelle… pero cuando se inclinó para frotarse la rodilla, algo le llamó la atención. El arcón con el que había tropezado era el que habían visto el día anterior con la tapa cerrada con llave. «Oro y objetos de adorno de los nativos» había dicho Simon, y no pudo abrirlo. Pero ahora la tapa se había abierto unos centímetros. Debía de estar atascada la tapa, no cerrada con llave, y su colisión la había aflojado.

Llena de curiosidad, Jane acabó de abrir la tapa. No había gran cosa dentro: algunos periódicos viejos, un par de guantes de piel, dos o tres gruesos jerséis de lana y, medio escondido, un librito con las tapas negras. Un tesoro muy poco emocionante, pensó. Pero el libro tal vez fuera interesante. Metió la mano en el arcón y lo cogió.

—¡Jane!

La voz de la señora Palk estaba más cerca y subía la escalera. Sintiéndose culpable, Jane dejó caer la tapa y metió el librito en los pliegues del jersey con el estuche del telescopio. El rostro de la señora Palk apareció a la vista detrás de los barrotes.

—Ya voy —dijo Jane con resignación.

—¡Ah!, estás ahí; creía que te habías ido a la cama. Estoy demasiado gorda para estas escaleras. —La señora Palk le sonrió—. La comida está en la mesa. Estaba sacando la pasta del horno, si no, no te habría hecho esperar tanto.

La mujer se metió en la cocina. En el comedor, un plato de jamón y ensalada esperaba a Jane, como una pequeña isla en el reluciente mar que era la mesa de caoba barnizada. Al lado había un plato con tarta de grosella y una jarrita de crema.

Jane se sentó y se lo comió todo con aire distraído, hojeando con una mano el librito que había encontrado en el baúl. Era una guía del pueblo, escrita por el vicario de allí. Breve guía de Trewissick, decía la página de créditos, con una letra fluida y ensortijada. «Recopilada por el reverendo E. J. Hawes-Mellor, M. A. (Oxon). LL. D. (Lond.), vicario de la iglesia parroquial de San Juan, Trewissick».

Nada emocionante, pensó Jane, y su interés decayó. Pasó las páginas, llenas de detalles de «rutas» por la zona rural próxima. Las palabras del manuscrito aún flotaban en su mente. Si tuviera algo que decir a Simon y Barney sobre el mapa…

En aquel momento la guía se le abrió por la página central. Jane la miró sin fijarse y se detuvo. La página mostraba un mapa detallado de la localidad de Trewissick, con todas las calles, rectas y sinuosas, dibujadas detrás del puerto, que quedaba metido entre sus dos puntas de tierra. Las iglesias, la entrada al pueblo, estaban señaladas por separado; vio con un escalofrío de orgullo que la Casa Gris estaba señalada con su nombre, en la carretera que conducía a la punta de Kemare Head y después desaparecía. Pero lo que le llamó la atención fue el nombre que estaba escrito con toda claridad en la punta de tierra. Decía: «King Mark’s Head».

—King Mark’s Head —dijo Jane en voz alta, despacio.

Cogió el jersey que había dejado en la silla de al lado, sacó el estuche del telescopio y desenrolló el manuscrito sobre la mesa. Las enigmáticas palabras saltaron a sus ojos: «Ring Mark Hede». Y al mirar vio que la primera letra de la primera palabra, confusa por el tiempo y la suciedad, podría muy bien no ser una R sino una K. Tragó saliva, emocionada, y respiró hondo.

King Mark’s Head: el mismo nombre en ambos mapas. Así que el mapa del manuscrito que habían encontrado en el desván debía de ser un mapa de Trewissick, de la parte de Trewissick donde estaba la Casa Gris. Aquellas extrañas palabras debían de ser un nombre antiguo de Kemare Head.

Pero cuando se hubo recuperado de la primera impresión, volvió a mirar un mapa y otro y se desanimó un poco. Había algo extraño en el contorno vacilante de la costa dibujada en el viejo manuscrito; algo más que las inexactitudes que siempre hay en un dibujo hecho a mano. Las líneas de la costa no eran las mismas que las de la guía; las puntas de tierra sobresalían de un modo extraño, y el puerto no tenía la misma forma. ¿Por qué?

Desconcertada, Jane fue a buscar un lápiz en el aparador e hizo todo lo que pudo para dibujar una copia de la línea costera sobre la de la guía. No cabía duda, no tenían la misma forma.

Quizá el manuscrito, después de todo, no mostraba Trewissick. Quizá en Cornualles había dos puntas de tierra llamadas King Mark’s Head. O quizá la costa había cambiado de forma durante los siglos que habían transcurrido desde que se había trazado el mapa del manuscrito. ¿Cómo iban a descubrirlo?

De mala gana dejó el manuscrito y fijó la mirada en los dos contornos, uno impreso y el otro a lápiz, que ahora había en la página del libro. Y tampoco halló respuesta. Exasperada, pasó las páginas del libro y de pronto volvió a ver la página de créditos.

«… el reverendo E. J. Hawes-Mellor, M. A…».

Jane se puso en pie de un salto. ¡Claro! ¿Por qué no? El vicario de Trewissick debía de conocer todo lo referente al distrito. Era un experto, había escrito la guía. Sabría si la costa había cambiado de forma y cómo era antes. Ésta era la manera de averiguarlo, la única manera. Él era la única persona que no preguntaría por qué quería saberlo; creería que sólo le interesaba su libro. Debía ir a buscarle y preguntarle.

Y entonces sí que tendría cosas que contar a Simon y a Barney cuando regresaran…

Esto fue lo último que hizo decidir a Jane, que normalmente era el miembro tímido de la familia, lo que haría aquella tarde. Se volvió cuando la señora Palk entró en el comedor.

—¿Has terminado? ¿Te ha gustado?

—Estaba muy bueno. Muchas gracias. —Jane recogió la guía y el precioso jersey hecho un ovillo—. Señora Palk —dijo, indecisa—, ¿conoce al vicario de Trewissick? —Claro, pensó, con todos los himnos que sabe…

—Bueno, personalmente no. —La señora Palk se puso muy seria y solemne—. No estoy en contacto con él, no, aunque he oído hablar de él. Es un hombre muy listo, dicen. ¿Pensabas ir a echar un vistazo a la iglesia?

—Sí —dijo Jane. Al fin y al cabo, probablemente lo haré, añadió para sí.

—Es muy antigua y bonita. Aunque está lejos, en lo alto de la colina. Se ve la torre entre los árboles si subes por Fish Street, desde el muelle.

—Me parece que sé donde está.

—No cojas una insolación. —La señora Palk se marchó con los platos y al cabo de unos instantes Jane la oyó exclamar: «Dios me ampare» desde la cocina. Corrió escaleras arriba, buscó apresuradamente un lugar donde esconder el estuche con el manuscrito y por fin lo metió entre las sábanas a los pies de su cama, de forma que no abultara. Después, antes de que el nerviosismo se apoderara de ella, salió, apretando la guía en la mano, a la soñolienta tarde soleada.

La iglesia, situada en lo alto de la colina, parecía recortada en el mar. Jane no veía más que árboles y colinas, e incluso las casitas del pueblo terminaban a unos veinte metros de la carretera. El edificio gris y cuadrado de la iglesia, con su torre baja y los grandes postes de la puerta de la verja que había enfrente, habría podido estar en cualquier valle a centenares de kilómetros del mar.

En el cementerio, un anciano en manga corta y elásticos cortaba el césped con unas tijeras. Jane se paró cerca de él al otro lado de la valla.

—Disculpe —dijo en voz alta—, ¿la vicaría está aquí?

El anciano, resollando, se irguió llevándose un brazo a la parte inferior de la espalda.

—Así es —respondió, lacónico, y se quedó donde estaba, mirando sin expresión a Jane, que cruzó la carretera y enfiló el sendero. Jane oía el crujido de sus pasos en la grava, que retumbaban en el silencio de primera hora de la tarde. La gran casa gris y cuadrada, con sus ventanas vacías y sin vida, parecía que la desafiaba a perturbarla.

Era una casa muy descuidada, pensó, para ser una vicaría. La grava del sendero estaba llena de malas hierbas y en el jardín las hortensias crecían larguiruchas y la hierba era alta como el heno. Llamó al timbre que había en un lado de la ajada puerta y oyó que sonaba débilmente en el interior de la casa, lejos.

Al cabo de un buen rato, cuando empezaba a pensar con alivio que nadie iba a responder a la llamada, oyó pasos dentro de la casa. La puerta se abrió, crujiendo con resentimiento, como si no se abriera a menudo.

El hombre que había abierto era alto y moreno y llevaba una vieja chaqueta deportiva, pero tenía un aspecto imponente, con las cejas negras más gruesas que Jane jamás había visto, que le crecían rectas, sin interrupción en el medio. Miró fijamente a Jane. —¿Qué quieres?— Su voz era muy profunda, sin rastro de acento de Cornualles.

—¿Está el señor Hawes-Mellor, por favor?

El hombre frunció el entrecejo.

—¿El señor qué?

—El señor Hawes-Mellor. El vicario.

Su rostro se iluminó un poco, aunque la mirada intensa no se relajó.

—¡Ah, ya! Me temo que el señor Hawes-Mellor ya no es el vicario de aquí. Murió hace años.

—¡Oh! —exclamó Jane, y dio un paso atrás, sin lamentar la oportunidad de marcharse—. Bueno, en este caso…

—Tal vez yo pueda ayudarte —dijo con su voz profunda y seria—. Me llamo Hastings; soy el sustituto del señor Hawes-Mellor.

—¡Ah! —volvió a exclamar Jane; empezaba a encontrar desconcertante al señor Hastings, su extraña casa y el jardín descuidado—. No, no quiero molestar, sólo era algo relacionado con un libro que escribió, una guía del pueblo.

Un destello de interés pareció cruzar el rostro del vicario. —¿Una guía de Trewissick? He oído decir que había escrito una, pero no he podido conseguir un ejemplar. ¿Qué le querías preguntar? Me temo que si buscas el libro no podré serte de gran ayuda.

—¡Oh, no! —dijo Jane, no sin orgullo—. Tengo uno. —Le mostró la pequeña guía—. Sólo era algo que hay dentro, respecto al pueblo, que no sé si está equivocado.

El vicario miró el libro, abrió la boca para decir algo y al parecer cambió de idea. Abrió un poco más la puerta y sonrió de forma afectada.

—Bueno, entra, jovencita, y veamos lo que podemos hacer. Yo también conozco un poco Trewissick, después de los años que he pasado aquí.

—Muchas gracias —dijo Jane, nerviosa.

Entró, arreglándose la cinta de la cola de caballo mientras le seguía por el pasillo y esperando que su aspecto fuera aseado. No es que hubiera desentonado si hubiera ido vestida con harapos; miró alrededor y pensó que la vicaría era una de las casas más desordenadas y descuidadas que jamás había visto. Era grande y producía una mayor sensación de espacio que la Casa Gris; pero la pintura se estaba desconchando, las paredes estaban sucias y los suelos desnudos, solo con una o dos descoloridas alfombras. Empezó a sentir lástima por el vicario.

Éste la condujo a una habitación que era a todas luces su estudio, en el que había un gran escritorio atestado de papeles, dos desvencijadas sillas de caña con descoloridos cojines y estanterías con libros en todas las paredes. Las altas puertas de cristal estaban abiertas de par en par y mostraban el trecho de alta hierba que Jane había vislumbrado desde el sendero.

—Bueno —dijo el vicario, sentándose tras el escritorio y despejando con impaciencia los papeles que había encima—. Siéntate y dime lo que ibas a preguntarle al señor Hawes-Mellor. ¿Has encontrado un ejemplar de su libro?

Volvió a fijar la vista en el libro que Jane tenía en la mano. Al parecer le fascinaba.

—Sí —dijo Jane—. ¿Le gustaría verlo? —y se lo ofreció.

El vicario lo cogió, despacio, y cerró sus largos dedos en torno a la tapa como si se tratara de algo infinitamente precioso. No lo abrió, sino que lo dejó en el escritorio, ante él, y lo miró con tanta intensidad que parecía que no estaba mirándolo, sino pensando en otra cosa. Después volvió su serio y moreno rostro hacia Jane.

—¿Estás aquí de vacaciones?

—Sí. Me llamo Jane Drew. Vivo con mi familia en la Casa Gris.

—¿De veras? No conozco muy bien esa casa. —El señor Hastings sonrió con aire ligeramente perverso—. Me temo que el capitán Toms no tiene tiempo para mí. Es un hombre extraño y solitario.

—No le he visto nunca —dijo Jane—. Está en el extranjero.

—Y este libro —sus dedos acariciaron la tapa de un modo casi inconsciente— ¿es interesante?

—Sí, mucho. Me gustan mucho las historias sobre Trewissick, de cuando había contrabandistas y cosas así.

Por un instante Jane se preguntó si debía mencionar o no el mapa. Pero su curiosidad venció a las dudas. Se levantó y se fue a ponerse al lado del vicario; luego, pasó las páginas del libro hasta la del mapa del sur de Cornualles.

—Esto me ha desconcertado un poco, la forma de la línea costera. Quería preguntar si en otra época había sido distinta.

Como estaba detrás del vicario no le veía la cara, pero le dio la sensación de que sus hombros se ponían rígidos al mirar el mapa y los dedos de la mano que tenía sobre el escritorio temblaban ligeramente.

—Una pregunta original —dijo.

—Tenía curiosidad.

—Veo que hay otra línea trazada a lápiz sobre la línea costera de este mapa. ¿La has hecho tú?

—Sí.

—¿Te la has inventado? —La voz profunda era muy tranquila.

—Más o menos. Bueno, es que… vi algo parecido en otro sitio, en un libro. —Jane titubeó, tratando de no mencionar el manuscrito del desván sin mentir realmente—. Si usted sabe cosas de Trewissick, señor Hastings, ¿sabe si la costa siempre ha tenido la misma forma?

—Diría que sí. Una costa de granito tarda mucho tiempo en cambiar. —Tenía la vista fija en la línea trazada a lápiz—. ¿Dices que viste este contorno en un libro?

—Bueno, en un libro o en otro mapa, no recuerdo —dijo Jane con ambigüedad.

—¿En la Casa Gris?

—No tocamos los libros del capitán —dijo Jane automáticamente, olvidando que la guía debía de ser uno de ellos.

—Pero los has mirado, ¿no?

El vicario se puso en pie y alargó un brazo para coger un libro de uno de los estantes. Se lo entregó a Jane; era muy viejo y estaba encuadernado en reluciente cuero, y las páginas crujían y emitieron un olor a moho cuando Jane lo abrió. Se titulaba Cuentos de Lyonesse.

—¿Has visto algún libro como éste?

El vicario se quedó entre Jane y la luz, y al mirarle Jane sólo veía un débil destello en sus ojos en contraste con el rostro en sombras. El efecto que le produjo por un instante fue siniestro, y Jane sintió aquel extraño desasosiego con el que se estaba familiarizando: tenía la sensación de que había algo misterioso, algo que todos conocían pero que se les ocultaba a ella y sus hermanos.

—Me parece que no.

—¿Estás segura? ¿Un título así, quizá? ¿Es posible que hayas visto un mapa en un libro así?

—No, de verdad. No hemos mirado.

—¿No podrías haber visto, en algún estante, un volumen similar a éste?

—Sinceramente, no lo sé —dijo Jane, encogiéndose ante la urgencia que demostraba la voz de aquel hombre—. ¿Por qué no se lo pregunta al capitán?

El señor Hastings le cogió el libro de la mano y volvió a colocarlo en su lugar. Volvía a fruncir el entrecejo.

—No es un hombre muy comunicativo —dijo simplemente.

El desasosiego se estaba apoderando cada vez más de Jane y ésta empezó a balancear el cuerpo de un pie al otro.

—Bueno, tengo que irme a casa —dijo, utilizando una de las frases de su madre y esperando no parecer maleducada—. Lamento haberle interrumpido.

El vicario, que permanecía silencioso y concentrado, reaccionó y se dirigió a las puertas de cristal.

—Sal por aquí, es más rápido. La puerta principal apenas se utiliza.

Le tendió la mano a Jane.

—Me alegro de haberte conocido, señorita Drew. Lamento no haber podido ser más útil, pero debo decir que me parece improbable que nuestra costa haya tenido alguna vez características que no aparecen en el mapa del señor Hawes-Mellor. Tengo entendido que era un cartógrafo reputado. Me alegro de que hayas venido a verme.

Inclinó la cabeza con seriedad al estrechar la mano de Jane, con un gesto extraño, arcaico, que de pronto a ella le recordó al señor Withers cuando se marchó de la Casa Gris. Pero éste, pensó, parecía más auténtico, como si fuera algo que el señor Withers hubiera tratado de imitar.

—Adiós —se apresuró a decir ella, y corrió por la alta hierba hacia el sendero del silencioso y destartalado edificio, para tomar el camino que la llevaría a su casa.