Capítulo 3

Cuando asomó la cabeza por la escotilla, Simon recuperó el aliento igual que Barney había hecho.

—A… a… atchís. —Con el estornudo se elevaron nubes de polvo y la escalera temblequeó.

—¡Eh! —protestó Barney desde abajo, apartando la cara de los tacones de su hermano.

Simon abrió los ojos, que le lloraban, y parpadeó. Ante él y alrededor había un amplio desván, de la longitud y la anchura de toda la casa, con dos mugrientas ventanas en el techo inclinado. Estaba repleto de la colección de objetos más fantástica que jamás había visto.

Había cajas, baúles y arcas por todas partes, con montones cubiertos de sucia lona gris y atados con cuerdas; pilas de periódicos y revistas, amarillentos por los años; un armazón de cama de latón y un reloj de pie sin esfera. Al fijarse vio objetos más pequeños: un carrete de pesca roto, un sombrero de paja colgado de una esquina de un cuadro al óleo obscurecido por el tiempo y convertido en una gran mancha negra; una ratonera vacía, un barco en una botella, una vitrina llena de fragmentos de roca, un par de botas altas dobladas como si estuvieran cansadas, un montón de deterioradas jarras de peltre.

—¡Caramba! —exclamó Simon.

Llegaron de abajo ruidos ahogados de protesta y Simon tomó impulso para pasar por la abertura y rodó de lado por el suelo para dejar paso a los demás.

—¡Simon! —exclamó Jane mirándole con horror—. ¡Estás sucio!

—Vaya, qué típico de una niña. Tienes todo esto alrededor y tú sólo te fijas en un poco de polvo. Se marchará. —Se sacudió inútilmente la camisa—. Pero ¿no os parece maravilloso? ¡Mirad!

Barney, que estaba encantado, se abría paso entre los trastos.

—Hay un viejo timón de barco… y una mecedora… y una silla de montar. Me pregunto si el capitán alguna vez tuvo caballo.

Jane intentaba hacerse la ofendida, pero no lo consiguió.

—Esto sí se parece a explorar de verdad. Aquí podríamos encontrar cualquier cosa.

—Es una cueva del tesoro. Es lo que los nativos perseguían. ¿Les oís aullar abajo, de rabia y de frustración?

—Bailan en círculo, y el hechicero nos está echando una maldición a todos.

—Bueno, que nos maldiga —dijo Barney alegre—. Tenemos provisiones para mucho tiempo. Tengo hambre.

—¡Oh, aún no! Sólo son las cuatro.

—Bueno, es la hora del té. De todos modos, cuando se está de marcha se come poco y a menudo, porque no se tiene mucho tiempo para pararse. Si fuéramos esquimales masticaríamos un cordón de zapato viejo. Mi libro dice…

—Deja en paz tu libro —exclamó Simon. Hurgó en la mochila—. Toma una manzana y cállate. Quiero mirarlo todo con detenimiento, antes de comer, y si yo puedo esperar, tú también puedes.

—No veo por qué —replicó Barney, pero mordió la manzana con alegría y desapareció entre el alto armazón de latón de la vieja cama y un armario vacío.

Pasaron media hora viviendo en un feliz y polvoriento sueño, revolviendo los trastos viejos, los muebles y objetos rotos. Era como leer la historia de la vida de alguien, pensó Jane, mientras contemplaba los pequeñísimos mástiles del barco que navegaba inmóvil en el interior de la botella de vidrio verde. Todas estas cosas en otro tiempo habían sido utilizadas, habían formado parte de la vida cotidiana de la casa. Alguien había dormido en la cama, observado ansiosa cómo transcurrían los minutos en el reloj, hojeado cada revista. Pero todas estas personas estaban muertas desde hacía tiempo, y se habían marchado lejos, y allí estaban amontonados fragmentos de sus vidas, olvidados. Jane se dio cuenta de que todo esto la entristecía.

—Estoy hambriento —se quejó Barney.

—Yo tengo sed. Es por culpa del polvo. Vamos, saquemos el té de la señora Palk.

—Este desván es un timo —dijo Simon, sentándose en el borde de un montón cubierto con lona, y abrió la mochila—. Todas las cajas realmente interesantes están cerradas con llave. Mirad ésa, por ejemplo. —Señaló hacia un baúl metálico negro con dos candados oxidados en la tapa—. Apuesto a que contiene las joyas de la familia.

—Bueno —dijo Jane con pesar—, no debemos tocar nada que esté cerrado con llave.

—Hay muchas cosas que no están cerradas —dijo Simon, pasándole la botella de limonada—. Toma. Tendremos que beber de la botella, hemos olvidado traer vasos. No os preocupéis, no cogeremos nada. Aunque me parece que hace años que no viene nadie aquí.

—Comida —pidió Barney.

—Los bollos están en esa bolsa de ahí. Sírvete tú mismo. Hay cuatro para cada uno. Los he contado.

Barney tendió una mano extremadamente sucia.

—¡Barney! —chilló Jane—. Límpiate las manos. Comerás toda clase de gérmenes y cogerás tifus o… o la rabia o algo. Toma mi pañuelo.

—La rabia la tienen los perros locos —informó Barney, mirando con interés las huellas negras en su bollo—. De todos modos, papá dice que la gente exagera mucho con los gérmenes. Bueno, de acuerdo, Jane, deja de agitar esa cosa delante de mí, ya tengo pañuelo. No sé cómo os sonáis las chicas con estos pañuelos.

Con aire de disgusto, metió la mano libre en el bolsillo y su expresión cambió de pronto.

—¡Puaf! —exclamó, y sacó un corazón de manzana aplastado y de color castaño—. Lo había olvidado. Está frío y asqueroso. —Arrojó el corazón de manzana al otro extremo del desván.

Simon sonrió.

—Ahora saldrán las ratas. Todos los desvanes tienen ratas. Pronto oiremos sus grititos y veremos puntitos verdes a pares y habrá ratas por todo el suelo. Primero se comerán el corazón de la manzana y después vendrán por nosotros.

Jane palideció.

—¡Oh, no! Aquí no puede haber ratas.

—Si las hubiera se habrían comido los periódicos —dijo Barney, esperanzado—. ¿No es cierto?

—Espero que no coman tinta. Todas las casas viejas tienen ratas. Las hay en la escuela, a veces se oyen sus pasitos en el tejado. Me parece que tienen los ojos de color rojo, no verde. —La voz de Simon empezó a apagarse. Él mismo no se sentía muy a gusto pensando en las ratas—. Quizá será mejor que vayas a recoger ahora ese corazón de manzana, sólo por si acaso.

Barney exhaló un exagerado suspiro y se puso de pie, engullendo su bollo en dos bocados.

—¿Dónde ha ido a parar? Por allí. Me pregunto por qué no pusieron nada en este rincón.

Anduvo a gatas, sin rumbo.

—Venid a ayudarme, no lo encuentro.

Entonces reparó en un hueco triangular que había en la pared inclinada del desván, donde se unía al suelo. Atisbó por él y vio un débil resplandor de luz a través de las tejas. Dentro, las tablas del suelo terminaban y percibió que había vigas muy separadas.

—Creo que se ha ido por este agujero —gritó—. Voy a mirar.

Jane se acercó a él.

—Ten cuidado, podría haber alguna rata.

—No —dijo Barney, que estaba a medio camino—. Entra luz por entre las tejas y veo, más o menos. Pero no veo el corazón de la manzana. Me pregunto si se habrá caído entre las tablas del suelo y la parte de abajo. ¡Ay!

—¿Qué ocurre? ¡Vamos, sal! —Jane le tiró de los pantalones.

—He tocado algo. Pero no puede ser una rata, no se ha movido. Dónde está… ah, aquí. Parece cartón. ¡Puaf!, aquí está ese asqueroso corazón de manzana.

Al retroceder para salir del agujero, sonrojado y parpadeando, su voz se hizo más fuerte.

—Bueno, aquí está —dijo, triunfante, mostrando el corazón de la manzana—. Ahora las ratas tendrán que venir a cogerlo. Aún no creo que no haya ninguna.

—¿Qué es lo otro que has cogido? —preguntó Simon mirando con curiosidad el objeto que Barney tenía en la otra mano.

—Es un resto de papel de pared enrollado, creo. Apuesto a que os habéis comido todos los bollos, abusones. —Barney se apresuró a regresar a su sitio haciendo crujir las tablas del suelo. Se sentó, sacó su pañuelo, lo agitó exageradamente ante Jane, se limpió las manos y se puso a comer otro bollo. Mientras comía, desenrolló el papel que había encontrado, sujetando un extremo en el suelo con la punta del pie y tirando del otro con un trozo de madera hasta que quedó extendido ante ellos.

Y entonces, cuando vieron de qué se trataba, todos olvidaron la comida y se quedaron mirando fijamente.

El papel que Barney había desenrollado no era un papel, sino una especie de grueso pergamino pardusco, flexible como el acero, con largas grietas en donde había estado enroscado. Dentro había otra hoja: más obscura, con aspecto mucho más antiguo y los bordes mellados, y lleno de una escritura menuda y apretada con extrañas letras de color castaño obscuro.

En la parte de abajo el escrito tenía un aspecto como si hubiera sido chamuscado por el fuego mucho tiempo atrás, con trozos semidespegados unidos con cuidado y pegados a la hoja exterior. Pero quedaba lo suficiente para ver en la parte inferior un tosco dibujo que guardaba cierta semejanza con el incierto contorno de un mapa.

Por un momento todos se quedaron inmóviles. Barney no dijo nada, pero sentía que una extraña excitación se iba formando en su interior. Se inclinó hacia adelante en silencio y aplanó con cuidado el manuscrito, apartando el trozo de madera.

—Espera —dijo Simon—, cogeré algo que pese.

Pusieron un viejo pisapapeles, una jarra de peltre y dos trozos de madera cuidadosamente limpiados en las esquinas, y se sentaron sobre los talones para mirar.

—Es terriblemente viejo —dijo Jane—. Siglos, miles de años.

—Como los papeles que se guardan en las vitrinas de los museos, con unas cortinitas para que no les dé la luz.

—¿De dónde habrá salido? ¿Cómo llegaría hasta aquí?

—Alguien debió de esconderlo.

—Pero es más antiguo que la casa. Quiero decir, bueno, tiene que serlo, parte de lo escrito casi se ha borrado.

—No estaba escondido —dijo Barney con convicción, aunque no sabía por qué—. Alguien lo arrojó donde yo lo he encontrado.

De pronto Simon lanzó un alarido y sobresaltó a todos.

—¡Es estupendo! ¿Os dais cuenta de que hemos dado con el mapa de un tesoro de verdad? Podría conducirnos a cualquier cosa, a cualquier parte, a pasadizos secretos, cuevas escondidas de verdad, el tesoro de Trewissick… —hablaba atropelladamente con evidente deleite.

—No es ningún mapa, sólo hay cosas escritas.

—Bueno, pues son instrucciones. Mira en la habitacioncita del segundo piso, espero que diga, la segunda tabla del suelo a la izquierda…

—Cuando esto fue escrito no existían las tablas del suelo.

—Vamos, no es tan antiguo.

—Apuesto a que sí —dijo Barney con calma—. Bien, veamos este escrito. No se puede leer, porque está en un lenguaje extraño.

—Claro que se puede leer, si lo miras como es debido —dijo Simon con impaciencia. Mentalmente ya había pasado por un panel corredizo y abría un cofre que contenía una riqueza incalculable. Casi oía el tintineo de los doblones.

—Echemos un vistazo. —Se inclinó hacia adelante, arrodillado en las duras y ásperas tablas del suelo, y miró con atención el manuscrito. Hubo una larga pausa—. ¡Oh! —exclamó al fin, de mala gana.

Barney no dijo nada, pero le echó una mirada muy expresiva.

—Bueno, de acuerdo —dijo Simon—. No es necesario que pongas esa cara. No está escrito en inglés. Pero esto no significa que no seamos capaces de averiguar qué dice.

—¿Por qué no está en inglés?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Quiero decir —dijo Barney con paciencia— que estamos en Inglaterra, o sea que ¿qué otra lengua podría ser?

—Latín —dijo Jane inesperadamente. Había estado examinando con atención el manuscrito por encima del hombro de Simon.

—¿Latín?

—Sí, todos los viejos manuscritos están escritos en latín. Los monjes solían escribirlo con una pluma de ganso y ponían flores y pájaros y adornos así alrededor de las letras mayúsculas.

—Aquí no hay ningún adorno. Es como si hubiera sido escrito con prisas. Ni siquiera veo ninguna mayúscula.

—Pero ¿por qué en latín? —preguntó Barney.

—No lo sé, los monjes siempre lo utilizaban, era una de sus características. Supongo que es un lenguaje que suena a religioso.

—Bueno, Simon estudia latín.

—Sí, vamos, Simon, traduce —pidió Jane, maliciosa. Ella aún no había empezado a estudiar latín en la escuela, pero él ya hacía dos años que lo estudiaba y se sentía superior a ella por este motivo.

—No creo que sea latín —replicó Simon. Volvió a examinar el manuscrito—. Es una escritura muy extraña, todas las letras parecen iguales. Son como pequeñas líneas rectas en fila. Tampoco es que aquí haya muy buena luz.

—Excusas.

—No son excusas. Es muy difícil.

—Bueno, si no sabes reconocer siquiera el latín cuando ves algo escrito es que no sabes tanto como quieres hacernos creer.

—Echa otro vistazo —indicó Barney, esperanzado.

—Me parece que está en dos partes —dijo Simon despacio—. Un pequeño párrafo arriba y después mucho más, junto, después de un trozo en blanco. El segundo fragmento no puedo descifrarlo, pero el primer párrafo sí parece que es latín. La primera palabra podría ser cum, que significa «con», pero no veo lo que va a continuación. Después, más adelante, pone post multos annos, es decir, después de muchos años. Pero la letra es tan pequeña y apretada que no puedo… esperad, en la última línea hay unos nombres. Dice Mar… no, Marco Arturoque.

—Como Marco Polo —dijo Jane en tono dubitativo—. Qué nombre tan divertido.

—No es un nombre, son dos. Que significa «y», sólo que lo ponen al final en lugar de en medio. Y o al final es el ablativo de «—us», o sea que esto significa con o de Marcos y Arturo.

—¿Con o dé? ¡Qué… Barney! ¿Qué pasa?

Barney, azorado y balbuceante, de pronto había dado un puñetazo en el suelo, intentando decir algo, y le dio un fuerte ataque de tos. Le dieron palmadas en la espalda y le hicieron beber un poco de limonada.

—Marcos y Arturo —dijo con voz ronca, tragando saliva con fuerza—. ¿No lo veis? ¡Marcos y Arturo! Se refiere al rey Arturo y sus caballeros. Marcos era uno de ellos, y era rey de Cornualles. Debe de hablar de ellos.

—Caramba —exclamó Simon—. Me parece que tienes razón.

—Tiene que ser esto. Apuesto a que el rey Marcos dejó algún tesoro escondido y por esto hay un mapa.

—¿Y si lo encontráramos?

—Seríamos ricos.

—Nos haríamos famosos.

—Tendremos que decírselo a papá y mamá —dijo Jane.

Los dos niños dejaron de hablar y la miraron.

—¿Para qué?

—Bueno —dijo Jane con aire sumiso, sorprendida—. Supongo que deberíamos decírselo.

Barney volvió a sentarse sobre sus talones, con el entrecejo fruncido, y se pasó los dedos por el pelo, que ahora era varios tonos más obscuro que cuando había subido al desván.

—Me pregunto qué dirían.

—Yo sé lo que dirían —dijo Simon sin vacilar—. Dirían que es obra de nuestra imaginación y nos dirían que dejáramos el manuscrito donde lo hemos encontrado porque no es nuestro.

—Bueno —dijo Jane—, no lo es, ¿no?

—Es un tesoro escondido. Se lo queda el que lo encuentra.

—Pero lo hemos encontrado en casa de otra persona. Pertenece al capitán. Ya sabes que mamá nos ha dicho que no toquemos nada.

—Ha dicho nada de lo que está guardado. Esto no estaba guardado, sólo tirado en un rincón.

—Yo lo he encontrado —dijo Barney—. Estaba olvidado y lleno de polvo. Apuesto a que el capitán ni siquiera sabe que estaba aquí.

—Sinceramente, Jane —dijo Simon—, no puedes encontrar un mapa de un tesoro y decir: «Oh, qué bonito», y volver a dejarlo. Y esto es lo que nos obligarían a hacer.

—Bueno —dijo Jane poco convencida—, supongo que tenéis razón. Siempre podemos volver a dejarlo ahí después.

Barney se había vuelto de nuevo hacia el manuscrito.

—¡Eh! —dijo—, mirad esta parte de aquí, el viejo manuscrito que está pegado en el pergamino. ¿De qué está hecho? Creía que también era pergamino, pero si lo miras con atención no lo es, y tampoco es papel. Es un material grueso y duro, como madera.

De mala gana tocó un borde de la extraña superficie marrón con un dedo.

—Ten cuidado —advirtió Jane nerviosa—. Podría convertirse en polvo ante nuestros ojos.

—Supongo que aún querrías ir a enseñárselo a todo el mundo —dijo Simon para pincharla— «Mira lo que hemos encontrado, ¿qué más da si lo tocamos?», y enseñarles un montoncito de polvo dentro de una cajita de cerillas.

Jane no dijo nada.

—Bueno, no importa —dijo Simon, calmándose. Al fin y al cabo ella lo decía con buena intención—. ¡Eh!, aquí arriba está muy obscuro. ¿No os parece que deberíamos bajar? Pronto nos buscarán. Mamá habrá dejado ya de pintar.

—Se está haciendo tarde.

Jane miró alrededor y de pronto tuvo un escalofrío. Aquella habitación, grande y resonante, se estaba quedando a obscuras y con el ruido de la lluvia que golpeaba débilmente en los cristales resultaba lúgubre.

Cuando estuvieron en sus respectivos dormitorios, y el armario de la habitación de los niños estuvo de nuevo contra la pared para ocultar la puertecita secreta, se lavaron y se cambiaron apresuradamente; enseguida sonó la campana de barco que les llamaba a cenar. Simon se cambió la sucia camisa e hizo una bola con la sucia, esperando que nadie notara que la que llevaba estaba recién puesta. No pudieron hacer nada con el pelo de Barney, que estaba de color caqui.

—Es como lo que dice mamá de la alfombra de la sala de estar de casa —dijo Jane desesperada, tratando de limpiarle el pelo con el cepillo mientras su hermano se retorcía protestando—. Se nota todo.

—Quizá deberíamos lavarlo —sugirió Simon mirando a Barney con aire crítico.

—¡No! —protestó Barney.

—Bueno, la verdad es que no hay tiempo. Tengo hambre. Tendrás que sentarte lejos de la luz.

Pero cuando estuvieron todos sentados alrededor de la mesa para cenar, pronto se hizo evidente que nadie iba a hacerles preguntas respecto a dónde habían estado. La velada empezó como una de esas ocasiones en que daba la impresión de que todo iba a ir mal. La madre tenía aspecto de cansancio, parecía deprimida, y no habló mucho; los niños sabían que eran señales de que su jornada de pintura no había sido un éxito. El padre, triste debido al día gris, montó en cólera cuando Rufus entró en casa chorreante después de su paseo y lo encerró en la cocina con la señora Palk. Y el tío abuelo Merry estaba callado y pensativo, misteriosamente meditativo. Se sentó en un extremo de la mesa, solo, y permanecía con la vista fija en la media distancia como un gran tótem tallado.

Los niños le miraban con cautela y procuraron pasarle la sal antes de que tuviera que pedirla. Pero el tío abuelo Merry apenas parecía verles. Comió de forma automática, cogía la comida y se la llevaba a la boca sin fijarse. Barney se preguntó por un instante qué ocurriría si deslizara un salvaplatos de corcho en el plato de su tío abuelo.

La señora Palk entró con una gran tarta de manzana y una fuente de crema y apiló los platos sucios con estruendo. Se fue por el pasillo y oyeron a lo lejos su sonora voz de contralto exclamar: «Que Dios nos ampare».

El padre suspiró.

—Hay veces —dijo con irritación— en que estaría mejor sin las devociones a la hora de comer.

—La gente de Cornualles —bramó el tío abuelo Merry desde las sombras— son gente devota y evangélica.

—Es posible —dijo el padre. Pasó la crema a Simon. Éste se sirvió una cucharada colmada y se le cayó un poco sobre el mantel.

—¡Oh!, Simon —exclamó su madre—. Mira lo que haces.

—No he podido evitarlo. Se ha caído.

—Esto es porque intentas coger demasiado a la vez —dijo el padre.

—Bueno, a ti también te gusta.

—Es posible. Pero no trato de transportar un cuarto en un bote de pinta.

—¿Qué quieres decir?

—No importa —dijo el padre—. Por el amor de Dios, Simon, lo estás empeorando. —Simon, en un intento por recuperar la crema con la cuchara, había dejado una gran mancha en el mantel.

—Lo siento.

—Eso espero.

—¿Has ido hoy a pescar, papá? —preguntó Jane, animada, desde el otro lado de la mesa, pues le parecía que era hora de cambiar de tema.

—No —respondió su padre.

—No seas tonta —dijo Simon, poco agradecido—. Estaba lloviendo.

—Bueno, a veces papá va a pescar aunque llueva.

—No es verdad.

—Sí lo es.

—Si se me permite que explique mis propias acciones —dijo el padre con sarcasmo—, en ocasiones he ido a pescar bajo la lluvia. Hoy no. ¿Está entendido?

—Toma un poco de tarta de manzana, cariño —dijo la madre, pasándole la fuente.

—Mmmm —murmuró el padre, mirándola de reojo; luego, se quedó callado. Al cabo de un rato dijo, animado—: ¿Qué os parece si vamos todos a dar un paseo después de cenar? Me parece que está escampando.

Todos miraron por la ventana y la temperatura de la habitación aumentó varios grados. Sobre el mar las nubes se deshilachaban y dejaban ver un cielo azul, y el color verde de la punta de tierra opuesta de pronto se iluminó con el sol que lucía por primera vez aquel día.

Entonces llamaron a la puerta.

—Vaya —exclamó la madre, malhumorada—. ¿Quién será? Los pasos de la señora Palk resonaron fuera del comedor y luego de regreso. Asomó la cabeza y anunció: —Es para usted, doctor Drew.

—Quedaos aquí para repeler a los invasores —dijo el padre, y salió al vestíbulo. Regresó al cabo de unos minutos, hablando con alguien por encima del hombro mientras cruzaba la puerta—… muy amable por su parte, no habíamos pensado qué haríamos mañana. Son muy independientes. Bueno, aquí están. —Sonrió ampliamente con lo que la familia llamaba su cara pública—. Mi esposa, Simon, Jane, Barney… los señores… Withers. Del yate que tanto has admirado, Simon. Nos hemos conocido esta mañana en el puerto.

Detrás de él, junto a la puerta, había un hombre y una joven. Ambos tenían el pelo obscuro y lucían una sonrisa radiante en su rostro bronceado por el sol. Parecían seres que se hubieran materializado de pronto de otro planeta muy ordenado. El hombre avanzó unos pasos con la mano tendida.

—Encantada de conocerla, señora Drew.

Todos se quedaron mirándole fijamente mientras se acercaba a la madre; vestía unos deslumbrantes pantalones blancos de franela y una chaqueta azul marino, con un pañuelo azul obscuro metido dentro del cuello de la camisa blanca, y no esperaban ver a nadie como él en Trewissick. Después se levantaron de un salto cuando su madre se puso en pie para estrecharle la mano, y Simon volcó la silla. En la confusión apareció la señora Palk con una gran tetera y una bandeja con tazas y platillos.

—Dos tazas más —dijo, sonriendo, y volvió a marcharse.

—Siéntese —dijo la joven—. Sólo hemos venido un momento, no queríamos interrumpir.

Se inclinó para ayudar a Simon a recoger la silla. Sus rizos negros se balancearon sobre la frente. Era muy guapa, pensó Jane, observándola. Mucho mayor que ellos, claro. Vestía una camisa de un vivo color verde y pantalones negros, y en sus ojos destellaba un regocijo especial. Jane se sintió diminuta.

El señor Withers hablaba con la madre mostrando unos dientes muy blancos.

—Señora Drew, tenga la bondad de perdonar esta intrusión, no temamos intención de interrumpir su cena.

—En absoluto —dijo la madre con aire levemente divertido—. ¿No querrán una taza de té?

—No, gracias, es usted muy amable, pero nos espera la cena en el barco. Simplemente hemos venido a invitarles. Mi hermana y yo pasamos unos días en Trewissick, en nuestro yate, y nos preguntábamos si a ustedes y los niños les gustaría pasar un día en el mar. Tenemos…

—¡Caramba! —Simon por poco no volcó otra vez la silla—. ¡Qué estupendo! ¿Quiere decir ir en ese barco fabuloso?

—Así es —respondió sonriente el señor Withers.

Simon se quedó sin palabras, su rostro se sonrojó de placer. La madre dijo, vacilante:

—Bueno…

—Comprendo que hemos salido de la nada —dijo el señor Withers—. Pero sería agradable tener compañía, para variar. Y cuando esta mañana hemos conocido a su esposo en el despacho del capitán del puerto, y hemos descubierto que somos vecinos en Londres…

—¿Ah, sí? —dijo Barney con curiosidad—. ¿Dónde viven?

—En Marylebone High Street, a la vuelta de la esquina de donde vivís vosotros —dijo la joven mirándole con una sonrisa en los labios—. Norman vende antigüedades. —Miró a la madre—. Supongo que usted y yo compramos en las mismas tiendas, señora Drew, ¿conoce la pequeña patisserie donde tienen aquellos deliciosos pastelillos de ron?

—Procuro no verla —dijo la madre, esbozando una sonrisa—. Bueno, de verdad, son ustedes muy amables, considerando que somos unos extraños. Pero no estoy segura de si… bueno, estos tres pueden ser muy revoltosos.

—¡Mamá! —protestó Simon, asustado.

El señor Withers la miró frunciendo la nariz en un gesto infantil.

—Pero mi invitación es para toda la familia, señora Drew. Sinceramente, esperamos que usted y su esposo se unan también a la tripulación. Sólo un viaje de ida y vuelta, por la bahía, como anuncian. Quizá pescaremos un poco. Me gustará mostrarles el barco. ¿Mañana, tal vez? Dicen que hará buen tiempo.

Qué manera tan rara de hablar tiene, pensó Jane; a lo mejor es porque vende antigüedades. Miró a Simon y a Barney, ambos impacientes ante la idea de pasar un día en aquel extraño yate, que miraban a sus padres con ansia; y después miró de nuevo los inmaculados pantalones blancos del señor Withers y el pañuelo del cuello. No me gusta, pensó. ¿Por qué será?

—Bueno, muchas gracias, de veras —dijo por fin la madre—. Me parece que yo no iré, si me disculpan; si sale el sol saldré a trabajar un poco en el puerto. Pero sé que a Dick y a los niños les gustará mucho ir.

—¡Ah!, sí, el doctor Drew nos ha dicho que pintaba usted —dijo el señor Withers con entusiasmo—. Bueno, peor para nosotros, pero si la musa llama, mi querida señora… Pero el resto de la familia vendrá, supongo.

—Claro que sí —respondió Simon sin vacilar.

—Suena estupendo —dijo Barney. Y, como si se le hubiera ocurrido después, añadió—: Muchísimas gracias.

—Bueno —dijo el padre, alegre—, es un gesto noble, he de admitir. Todos se lo agradecemos mucho. En realidad —miró vagamente en torno a la habitación—, debería haber otro miembro de la familia, pero al parecer ha desaparecido. Se trata del tío de mi esposa. Alquiló esta casa para nosotros.

Los niños siguieron automáticamente su mirada por la habitación. Se habían olvidado del tío abuelo Merry. Ahora se dieron cuenta de que no habían visto ni rastro de él desde que habían llegado los inesperados visitantes. La puerta del comedor del desayuno, que estaba en la parte trasera de la casa, estaba entreabierta, pero cuando Barney corrió a mirar dentro, no había nadie.

—¿Se refiere al profesor Lyon? —preguntó la joven—. En efecto. —El padre la miró unos instantes—. No creía haberle mencionado esta mañana. ¿Le conocen, pues?

El señor Withers respondió por ella, rápidamente y con calma.

—Me parece que nos hemos visto una o dos veces. En otro ambiente. Por cuestiones de trabajo. Es un caballero encantador, que yo recuerde, pero un poco imprevisible.

—Entonces es él —dijo la madre tristemente—. Siempre tiene que salir con prisas hacia algún sitio. Esta vez ni siquiera ha terminado de cenar. Pero permítanme que les sirva un poco de té, o café.

—Gracias, pero me parece que deberíamos regresar —dijo la joven—. Vayne nos tendrá la cena preparada.

El señor Withers tironeó los bordes de su inmaculada americana con un gesto preciso y femenino.

—Tienes razón, Polly, no debemos llegar tarde. —Sonrió a los presentes como un faro—. Vayne es nuestro patrón, el profesional de a bordo. Y también es un excelente cocinero. Mañana conocerán su cocina. Bueno, nos encontraremos en el puerto, si hace buen tiempo. ¿A las nueve y media les va bien? El bote les esperará en el muelle.

—Espléndido.

El padre les acompañó al vestíbulo y todos les siguieron. Polly Withers se detuvo y miró por encima de la cabeza de Simon los viejos mapas de Cornualles que colgaban entre las pinturas al óleo en la pared.

—Mira, Norman, ¿no te parecen maravillosos? —Se volvió hacia la madre—. Es una casa fantástica. ¿Su tío se la alquiló a un amigo?

—Al capitán Toms. No le conocemos; está en el extranjero. Es un hombre anciano, un marinero retirado. Creo que su familia es propietaria de la Casa Gris desde hace años.

—Es un lugar fascinante. —El señor Withers miraba alrededor con ojo profesional—. Veo que tiene algunos libros antiguos muy bellos.

Alargó el brazo hacia la puerta de una vitrina baja que había en el pasillo, pero no se abrió.

—Lo tengo todo cerrado con llave —dijo el padre—. Ya sabe lo que pasa cuando alquilas una casa amueblada, siempre tienes miedo de estropear las cosas.

—Un principio admirable —dijo el señor Withers con seriedad. Pero su hermana miraba a Simon y sonreía.

—Apuesto a que es un lugar magnífico para explorar, ¿verdad? —dijo—. ¿Ya habéis estado buscando túneles secretos y cosas así? Yo lo habría hecho, siendo una casa vieja. Ya nos lo diréis, si encontráis alguno.

Simon, notando los ojos ansiosos de Barney en su espalda, dijo con educación:

—¡Oh!, no creo que haya nada de esto aquí.

—Bueno, hasta mañana, pues —dijo el señor Withers desde el umbral, y se marcharon.

—¿No es estupendo? —dijo Barney excitado, cuando la puerta se cerró—. ¡Un día entero en el yate! ¿Crees que nos dejarán ayudar a navegar?

—Procurad no molestar —dijo el padre—. No quiero que pase nada.

—Bueno, tú podrías ser el médico del barco.

—Estoy de vacaciones, ¿lo recuerdas?

—¿Por qué no nos has dicho que les habías conocido? —pregunte Simon.

—Iba a hacerlo —dijo el padre—. Supongo que estaba demasiado irritado. —Sonrió—. Si quieres puedes dejar salir a Rufus ahora, Barney, pero mañana no irá al barco, o sea que no preguntes.

Jane dijo de pronto:

—Me parece que yo tampoco iré.

—¡Por el amor de Dios! —Simon la miró fijamente—. ¿Por qué no?

—Me marearía.

—Claro que no. No notarás olor a motor. Vamos, Jane.

—No —insistió la niña con más firmeza—. No estoy chalada por los barcos como tú. Y no tengo ganas de ir. No les importará, ¿verdad, papá?

Simon dijo con disgusto.

—Debes de estar loca.

—Déjala en paz —dijo su padre—. Ella sabe lo que hace. No, lo comprenderán, Jane. Nadie quiere que estés preocupada por si te mareas. Pero espera a mañana a ver si te apetece ir.

—Creo que es más seguro que no vaya —dijo Jane. Pero no dijo nada de la auténtica razón que tenía para no querer ir. Habría parecido demasiado tonta si hubiera explicado que aquel yate blanco le producía un extraño desasosiego, así como el sonriente señor Withers y su guapa hermana. Cuanto más pensaba en ello, más tonto le parecía; así que al final se convenció a sí misma, y a todos los demás, de que el motivo por el que evitaba el viaje no era más que su temor a marearse.

Y de nuevo nadie sabía adonde había ido el tío abuelo Merry.