Al día siguiente, mientras estaban sentados desayunando, el tío abuelo Merry regresó. Se quedó en el umbral de la puerta, una figura alta, con los ojos hundidos debajo de una mata de pelo blanco, y sonrió al ver sus caras de sorpresa.
—Buenos días —saludó, alegre—. ¿Queda café? —Los ornamentos parecían temblar en la repisa de la chimenea cuando él hablaba; el tío abuelo Merry siempre daba la impresión de ser demasiado grande para cualquier habitación en la que estuviera.
El padre, imperturbable, acercó otra silla.
—¿Qué día hace hoy, Merry? A mí no me parece muy bueno.
El tío abuelo Merry se sentó y se sirvió una tostada; la sostuvo en una mano mientras la untaba con mantequilla con el cuchillo del padre.
—Nubes densas que vienen del mar. Vamos a tener lluvia.
Barney se moría de curiosidad. De pronto, olvidando la regla familiar de que nunca debían hacer preguntas sobre sí mismo al tío abuelo, no pudo más y preguntó:
—Tito Merry, ¿dónde has estado? —Con la emoción del momento empleó el nombre familiar con que le llamaba cuando era pequeño. Todos lo utilizaban aún alguna vez, pero no siempre.
Jane le chistó para que se callara y Simon le miró con reproche desde el otro lado de la mesa. Pero el tío abuelo Merry no dio muestras de haberle oído.
—Puede que no dure mucho —prosiguió, dirigiéndose al padre, masticando un bocado de tostada—. Pero me parece que será casi todo el día.
—¿Habrá truenos? —preguntó Jane.
Simon añadió con esperanza:
—¿Habrá tormenta en el mar?
Barney permanecía callado mientras los otros no paraban de hablar. El tiempo, se dijo con exasperación, todos hablando del tiempo cuando el tío abuelo Merry acababa de regresar de su búsqueda.
Entonces, por encima de sus voces se oyó el rugido bajo de un trueno y el sonido de las primeras gotas de lluvia. Todos se precipitaron hacia la ventana para mirar el cielo gris, pero Barney se acercó sin que se dieran cuenta a su tío abuelo y deslizó una mano en la de su tío por un instante.
—Tío Merry —dijo con voz suave—, ¿encontraste lo que fuiste a buscar?
Esperaba que el tío abuelo Merry mirara a lo lejos con la habitual expresión amigableobstinada con que recibía cualquier pregunta. Pero el corpulento hombre le miró, casi distraído. Tenía las cejas muy juntas y había una vieja fiereza en los surcos y líneas de su rostro. Dijo con calma:
—No, Barnabas, esta vez no lo he encontrado. —Después fue como si una manta hubiera cubierto de nuevo su rostro—. Tengo que salir a guardar el coche —dijo al padre, y se marchó.
Los truenos retumbaban a lo lejos, en el mar, pero la lluvia caía con insistencia y empañaba los cristales. Los niños iban de un lado a otro sin objetivo. Antes de almorzar intentaron ir a dar un paseo bajo la lluvia, pero regresaron mojados y abatidos.
A media tarde, la madre asomó la cabeza por la puerta.
—Voy arriba a trabajar hasta la hora de la cena. Vosotros tres podéis ir a donde queráis de la casa, pero tenéis que prometerme que no tocaréis nada que se haya retirado a propósito. Todos los objetos valiosos están guardados, pero no quiero que revolváis los papeles o pertenencias de nadie. ¿De acuerdo?
—Lo prometemos —dijo Jane, y Simon asintió.
Al cabo de un rato el padre se cubrió con una gran lona negra y salió a la lluvia a ver al capitán del puerto. Jane se distrajo mirando los libros de las estanterías, pero los que estaban a su alcance tenían títulos como La vuelta al cabo de Hornos o Libro de bitácora del Virtue, 1886, y le parecieron muy aburridos.
Simon, que había estado sentado haciendo aviones con el periódico de la mañana, de pronto los arrugó todos, irritado.
—Estoy harto. ¿Qué haremos?
Barney miró por la ventana con aire triste.
—Está lloviendo a base de bien. El agua del puerto está plana. Y es nuestro primer día. Odio la lluvia, la odio, la odio, la odio, odio la lluvia… —entonó malhumorado.
Simon no paraba quieto, iba de un lado a otro mirando los dibujos del obscuro papel de las paredes.
—Es una casa muy triste cuando estás encerrado en ella. El capitán no parece pensar más que en el mar, ¿verdad?
—El año pasado en esta época ibas a ser marinero también.
—He cambiado de opinión. Bueno, no lo sé. De todos modos, iría en un destructor, no en una barquita de vela como ésa. ¿Cómo se llama? —Aguzó la vista para ver una inscripción—. La cierva dorada.
—Era el barco de Drake. Cuando zarpó para América y descubrió las patatas.
—Ése fue Raleigh.
—Ah, bueno —dijo Barney, a quien en realidad le daba lo mismo.
—Qué cosas tan inútiles descubrieron —criticó Simon—. Yo no me habría molestado en traer verduras, habría regresado cargado de doblones, diamantes y perlas.
—Y monos y pavos reales —dijo Jane, recordando vagamente una lección de poesía que habían dado en la escuela.
—Y yo habría ido a explorar el interior y los rudos nativos me habrían hecho dios y me habrían ofrecido sus esposas.
—¿Por qué iban a ser rudos los nativos? —preguntó Barney.
—No rudos en ese sentido, memo, significa… significa… bueno, es eso que los nativos son. Así los llaman los exploradores.
—Seamos exploradores —sugirió Jane—. Podemos explorar la casa. Todavía no lo hemos hecho. A fondo, quiero decir. Es como una tierra extraña. Podemos empezar por abajo e ir subiendo.
—Y deberíamos llevarnos provisiones, para comer algo cuando lleguemos —dijo Barney iluminándosele el rostro.
—No tenemos nada.
—Podemos pedirle algo a la señora Palk —dijo Jane—. Está en la cocina preparando pasteles para mamá. Vamos.
La señora Palk se echó a reír y dijo:
—¿Qué se os ocurrirá después? —Pero les dio, pulcramente envueltos, un montón de bollos recién hechos partidos por la mitad y untados con mantequilla, un paquete de galletas, tres manzanas y una gran porción de pastel de naranja relleno de frutas.
—Y algo para beber —pidió Simon, el capitán de la expedición. La señora Palk añadió de buena gana una botella grande de limonada hecha en casa «para que baje todo».
—Tomad —dijo—, con esto podéis ir hasta St. Ives y volver.
—Arriba tengo mi mochila —dijo Simon—. Iré a cogerla.
—¡Oh, vamos! —dijo Jane, que empezaba a sentirse un poco tonta—. Ni siquiera vamos a salir al exterior.
—Todos los exploradores llevan mochila —replicó Simon con seriedad, y se dirigió hacia la puerta—. No tardaré ni un minuto.
Barney recogió unas migas de pastel de la mesa.
—Esto está buenísimo.
—Pastel de azafrán —dijo con orgullo la señora Palk—. En Londres no lo tenéis.
—Señora Palk, ¿dónde está Rufus?
—Ha salido, y vaya uno también, aunque me atrevería a decir que no tardaremos en tener sus patas mojadas aquí dentro. El profesor se lo ha llevado a dar un paseo. Bueno, deja de pellizcar ese pastel o estropearás vuestra excursión.
Simon volvió con su mochila. La llenaron y salieron al estrecho pasillo obscuro que había fuera de la cocina; la señora Palk les despidió con la mano, muy seria, como si se marcharan al Polo Norte.
—¿Quién ha dicho que se ha llevado a Rufus a dar un paseo? —preguntó Jane.
—El tío abuelo Merry —respondió Barney—. Todos le llaman el profesor, ¿no lo sabías? El señor Penhallow también le llamó así. Hablan como si le conocieran desde hace muchos años.
Estaban en el rellano del primer piso, largo y obscuro, iluminado sólo con un ventanuco. Jane señaló con la mano un gran arcón de madera que estaba medio escondido en un rincón.
—¿Qué es esto?
—Está cerrado con llave —dijo Simon, probando la tapa—. Supongo que es una de las cosas que no debemos tocar. En realidad, está lleno de oro y objetos de adorno, lo recogeremos cuando volvamos y lo guardaremos en la bodega.
—¿Quién lo llevará? —preguntó Barney, siempre práctico.
—Es fácil, tenemos porteadores nativos. Todos van en fila india y me llaman jefe.
—Yo no pienso llamarte jefe.
—En realidad, tú deberías ser el grumete y llamarme señor. ¡Sí, señor! —gritó Simon de pronto.
—Cállate —dijo Jane—. Mamá está trabajando ahí, le harás hacer un borrón.
—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó Barney. Había una puerta obscura en las sombras del otro lado del rellano—. Antes no lo he visto. —Dio la vuelta al pomo y la puerta se abrió hacia afuera con un lento crujido—. Hay otro corredor que conduce a unos escalones y al final hay una puerta. Vamos.
Cruzaron el pasillo cubierto con una raída alfombra bajo hileras de mapas viejos que colgaban en las paredes.
El pequeño corredor, como toda la casa, olía a cera de muebles, a años y a mar; y, sin embargo, no había nada de estas cosas, simplemente el olor de lo extraño.
—¡Eh! —exclamó Simon cuando Barney iba a abrir la puerta—. Yo soy el capitán; voy primero. Podría haber caníbales.
—¡Caníbales! —dijo Barney con desdén, pero dejó que Simon abriera la puerta.
Era una extraña habitación, muy pequeña y semivacía, con una ventana redonda con cristales emplomados que daba al interior, a los grises tejados de pizarra y a los campos. Había una cama, con una colcha de guinga roja y blanca, y una silla de madera, un armario y un aguamanil con una palangana y un jarro. Y esto era todo.
—Bueno, no es muy interesante —dijo Jane, decepcionada. Miró alrededor, con la sensación de que faltaba algo—. Mirad, ni siquiera hay alfombra.
Barney fue hasta la ventana.
—¿Qué es esto? —Recogió algo del alféizar de la ventana, largo y obscuro que relucía como el latón—. Es una especie de tubo.
Simon se lo cogió y le dio vueltas, lleno de curiosidad.
—Es un telescopio en un estuche. —Lo desenroscó y se partió en dos mitades—. No, qué chasco, sólo es el estuche vacío.
—Ahora sé qué me recuerda esta habitación —dijo Jane de pronto—. Es como un camarote de barco. Esa ventana parece de barco. Me parece que es la habitación del capitán.
—Deberíamos llevarnos el telescopio por si nos perdemos —dijo Simon. Tener este objeto en la mano le hacía sentirse agradablemente importante.
—No seas tonto, sólo es un estuche vacío —espetó Jane—. Y de todos modos, no es nuestro, o sea que déjalo donde estaba.
Simon la miró con ceño.
—Quiero decir —se apresuró a decir Jane— que estamos en la jungla, no en el mar, o sea que hay marcas.
—De acuerdo.
De mala gana, Simon dejo el estuche.
Salieron del pequeño y obscuro corredor y la puerta, cuando la cerraron tras de sí, desapareció de nuevo en las sombras y apenas veían dónde estaba.
—Aquí no hay mucho más. Ahí está la habitación del tío abuelo Merry, ahí el cuarto de baño y al otro lado el estudio de mamá.
—Esta casa está construida de un modo muy extraño —observó Simon cuando entraron en otro corredor estrecho hacia la escalera que conducía al piso superior—. Todos estos tramos unidos por pequeños pasillos. Como si cada tramo tuviera que ser secreto para el otro.
Barney miró alrededor en la escasa luz y dio unos golpecitos en las paredes.
—Es muy sólida. Debería haber pasadizos secretos, y entradas secretas a cuevas del tesoro.
—Bueno, aún no hemos terminado. —Subieron al piso superior, donde estaban sus dormitorios. Simon iba delante—. ¿No se está haciendo obscuro? Supongo que es porque está nublado.
Barney se sentó en el último escalón.
—Deberíamos llevar linternas, teas encendidas para iluminar el camino y mantener alejadas a las fieras. Pero no podríamos porque estamos rodeados de nativos hostiles y nos verían.
Simon tomó el mando. La imaginación se desbordaba con facilidad en el afable silencio de la Casa Gris.
—En realidad ya nos están persiguiendo, nos acechan y siguen nuestras huellas. Pronto oiremos el rumor de sus pasos.
—Tendríamos que escondernos.
—Acampar en algún lugar donde no puedan alcanzarnos.
—En uno de los dormitorios, todo son cuevas.
—Les oigo respirar —dijo Barney, mirando hacia la obscuridad de la escalera. Estaba empezando a creérselo.
—Las cuevas no servirían, son demasiado evidentes —dijo Simon, recordando que estaba al mando—. Es el primer sitio donde mirarían. —Cruzó el rellano y empezó a abrir y cerrar puertas, pensativo—. La habitación de los padres no sirve, es una cueva muy corriente. La de Jane… igual. El cuarto de baño, nuestra habitación, no hay ninguna vía de escape. Seremos sacrificados y se nos comerán.
—Hervidos —apuntó Barney, sepulcral—. En una gran olla.
—A lo mejor hay otra puerta, digo, cueva, que no hemos visto. Como la de abajo. —Jane aguzó la vista para mirar hacia el extremo más obscuro del rellano, junto a la puerta de la habitación de sus hermanos. Pero el pasillo no tenía salida y la pared era ininterrumpida en tres lados—. Debería haber una. Al fin y al cabo, la casa sube, ¿no?, y abajo hay una puerta directamente ahí —señaló la pared— y una habitación detrás. O sea que debería haber una habitación del mismo tamaño detrás de esta pared.
Simon se interesó.
—Tienes razón. Pero no hay ninguna puerta.
—A lo mejor hay un pasadizo secreto —sugirió Barney.
—Lees demasiado. ¿Alguna vez has visto un pasadizo secreto en una casa de verdad? De todos modos, en esta pared sólo hay papel pintado.
—Tu habitación está al otro lado —dijo Jane—. ¿Hay una puerta ahí dentro?
Simon negó con la cabeza.
Barney abrió la puerta de su dormitorio y entró, y sin querer dio una patada a sus zapatillas, que fueron a parar debajo de la cama. Entonces se paró en seco.
—Eh, venid aquí.
—¿Qué ocurre?
—Ese trozo de ahí, entre las dos camas, donde la pared forma una especie de hueco para el armario. ¿Qué hay al otro lado?
—El rellano.
—No puede ser. Hay demasiada pared aquí dentro. Quédate en la puerta y mira ambos lados; el rellano termina antes de llegar hasta ahí.
—Golpearé la pared en el punto donde termina, y tú escucha aquí —dijo Jane. Salió, cerró la puerta y los niños oyeron unos débiles golpes en la pared justo por encima del cabecero de la cama donde dormía Barney.
—¡Ya está! —exclamó Barney, dando saltos, excitado—. El rellano solo llega hasta ahí, pero la pared entra varios metros, va hasta la ventana pasado por tu cama. O sea que tiene que haber una habitación al otro lado.
Jane volvió a entrar en el dormitorio.
—La pared no parece tan larga fuera como aquí dentro.
—No lo es. Y creo que esto significa —dijo Simon despacio— que tiene que haber una puerta detrás del armario.
—Bueno, entonces, asunto concluido —dijo Jane, decepcionada—. El armario es enorme, jamás lograremos apartarlo.
—No veo por qué no. —Simon se quedó mirando el armario, pensativo—. Tendremos que tirar desde abajo, para que no se desequilibre de arriba. Si todos tiramos por un extremo a lo mejor girará.
—Vamos —dijo Jane—. Tú y yo tiramos, y Barney que sujete de arriba y grite si nota que se desequilibra.
Los dos niños se inclinaron y empujaron la pata del armario que tenían más cerca. No ocurrió nada.
—Me parece que este dichoso armario está clavado en el suelo —dijo Jane con disgusto.
—No, no lo está. Vamos, una vez más. Una, dos, tres: ¡empuja!
La gran mole de madera crujió y se movió unos centímetros.
—¡Vamos, se mueve! —Barney apenas podía contenerse.
Simon y Jane unieron sus fuerzas, resoplando, y poco a poco el armario se separó de la pared. Barney atisbó en la obscuridad y de pronto lanzó un grito.
—¡Ahí está! ¡Hay una puerta! Uf… —Retrocedió, ahogó un grito y estornudó—. Está todo lleno de polvo y telarañas; debe de hacer años que no se abre.
—Bueno, vamos a probarla —dijo Simon entre jadeos, sonrojado por el esfuerzo y el éxito.
—Espero que no se abra hacia nosotros —dijo Jane, sentándose en el suelo—. No puedo empujar este armario ni un centímetro más.
—No —dijo Barney detrás del armario. Oyeron que la puerta crujía al abrirse. Luego reapareció con una gran mancha de tizne en una mejilla—. No hay ninguna habitación. Es una escalera. Más bien parece una escalera de mano. Sube hasta una especie de escotilla y allí arriba hay luz. —Miró a Simon con una sonrisa irónica—. Puedes ir tú primero, jefe.
Uno a uno se deslizaron detrás del armario y por la puerta escondida. Dentro, al principio estaba muy obscuro, y Simon, parpadeando, vio ante él una escalera de mano de peldaños anchos y empinados que ascendía hacia un pequeño cuadrado apenas iluminado tras el cual no se veía nada. Los peldaños estaban llenos de polvo, y por un instante turbar aquella quietud le puso nervioso.
Entonces, muy débilmente, oyó por encima de su cabeza el conocido rumor bajo del mar. Enseguida este ruido reconfortante le animó e incluso recordó lo que fingían ser.
—El último que cierre la puerta —gritó por encima del hombro—. Mantened a raya a los nativos.
Y empezó a subir la escalera.