En la Sala de los Magos, en la zona más recóndita de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, el elfo oscuro permanecía en total inmovilidad. Dalamar Hijo de la Noche, Dalamar de Tarsis, Dalamar Argénteo, que en una ocasión, hacía ya mucho tiempo, había sido Dalamar de Silvanost. Vestía la túnica negra que le había entregado la portavoz de su orden, Ladonna en persona, con runas de protección cosidas en hilo de plata; antiguas runas como las del muro exterior de la Torre, símbolos cuyo significado pocos conocían, pero que él comprendía. Como tenía por costumbre, tanto si estaba en el exterior como en el interior, llevaba la capucha de la túnica subida, ocultando su rostro, sin dejar a la vista otra cosa que los ojos.
La luz descendía pálida desde el invisible techo que se perdía en las alturas, sin proyectar sombras, sin ofrecer consuelo. Aunque había antorchas sujetas a abrazaderas en las paredes, ninguna estaba encendida, y ni un solo sonido susurraba en la inmensa sala, ni siquiera el suspiro de la respiración de las cuatro personas allí reunidas.
Sentado, muy erguido, en su elevado trono, estaba Par-Salian, el Señor de la Torre de la Alta Hechicería y jefe del Cónclave de Magos, y de no ser por sus blancas manos, aquellas manos nudosas y llenas de venas que se crispaban nerviosamente bajo la influencia de pensamientos privados, se le hubiera podido tomar por una estatua de alabastro. A la derecha del Señor de la Torre se hallaba Justarius, su túnica del mismo rojo intenso de las amapolas, mientras Ladonna permanecía a la izquierda de Par-Salian. La mirada de los tres caía sobre Dalamar como un lastre, aunque él no se movía ni mostraba en modo alguno su malestar. Se limitaba a permanecer ante los portavoces de las tres Órdenes, aspirando los perfumes de la magia, aceites almizcleños, hierbas y, como siempre, rosas secas.
Fuera de la Sala de los Magos había dos cadáveres de cuerpo presente, y mientras estos cuatro magos se reunían, hechiceros de todas las Órdenes penetraban en la torre trasera para presentar sus respetos a una mujer que todos habían conocido y a un enano del que muy pocos podían decir lo mismo. Ambos habían sido magos.
En el interior de la Sala, Ladonna se adelantó; el hermoso rostro brillante bajo la misteriosa luz, la plateada melena llena de relucientes joyas, los dedos repletos de refulgentes anillos. Dio un paso, con la túnica de terciopelo negro balanceándose como una sombra, y lo hizo sonriente.
—Lo has hecho bien, después de todo, Dalamar Hijo de la Noche.
Después de todo. Dalamar le concedió una escueta sonrisa.
—¿Desconfiabais de mí, señora?
—Firmeza y voluntad. Siempre hay que ponerlas en duda en todo el mundo —respondió ella, sin devolverle la sonrisa.
—Y así pues —repuso Dalamar, inclinando la cabeza en señal de avenencia—, he pasado vuestra prueba.
Justarius enarcó una ceja; su expresión dejaba bien clara su sorpresa ante la temeridad del hechicero novato.
—Eres osado, joven mago. Tal vez demasiado.
—Soy osado, milord, en proporción a mis necesidades. —Dalamar dedicó una veloz mirada a los tres—. ¿No es eso lo que necesitáis, un mago audaz que no tema arriesgar lo que posee con tal de obtener lo que desea? ¿O lo que vosotros deseáis?
—¿Qué puedes tú saber de…? —Los ojos de Justarius centellearon ante aquel descaro.
Ladonna alzó una mano, y los anillos que centelleaban en sus dedos iluminaron un sencillo gesto tranquilizador. Justarius se apaciguó, pero el color de la cólera siguió presente en su rostro.
—Señora —dijo Dalamar, dirigiéndose hacia la mujer—. He hecho todo lo que pedisteis. Una vida que apreciabais se perdió al hacerlo, pero ¿qué es una comparada con tantas? —Paseó la mirada por la habitación para contemplar a los tres allí reunidos—. Mi participación en el asunto ha finalizado. ¿En qué otra cosa puedo serviros?
La sonrisa de la hechicera no se reflejó en sus ojos cuando dijo:
—Ya veremos lo que puedes hacer, pero primero dime esto, Dalamar Hijo de la Noche. ¿Qué sabes sobre la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas?
El pulso de Dalamar se aceleró al ver lo que apareció brevemente en los ojos de Par-Salian, de Justarius, e incluso de Ladonna, aunque ésta se esforzó por ocultarlo. Temor. Temor rápidamente encubierto, pero temor al fin.
—He oído lo que todo el mundo —respondió con suavidad—, que la Torre ha estado cerrada mucho tiempo y ha sido abierta recientemente. —Inclinó la cabeza hacia todos y cada uno de ellos—. Y he oído lo que sólo unos pocos saben… que el que la ocupa os prohíbe a vosotros y a cualquier otro la entrada en ella.
Con la túnica blanca susurrando como voces espectrales, Par-Salian se inclinó hacia adelante, y Dalamar, al contemplarlo, tuvo la misma sensación que tenía siempre que miraba a un humano cuya edad no superaba tanto la suya y que, sin embargo, parecía un elfo de trescientos años de edad o más. ¡Con qué rapidez se consumían!
—Estás en lo cierto en mucho de lo que dices —murmuró Par-Salian—. Es un mago poderoso, el que se ha apoderado de la Torre. No se ha visto a nadie como él en muchos años, puede que en siglos. Pero te equivocas, joven Dalamar, al pensar que prohíbe el acceso a la Torre a todo el mundo. No es así.
El Señor de la Torre sonrió, con apenas un leve tirón de las comisuras de sus labios. Aquella sonrisa no era cálida, y el elfo oscuro hizo acopio de energía para negar a los tres magos el espectáculo de ver cómo se estremecía. Blanco como el alabastro, eso había pensado de Par-Salian, pero ahora pensaba que era blanco como el hielo, así de fríos eran sus ojos. Con un gesto, el jefe del Cónclave incluyó a los dos hechiceros situados junto a él.
—Ves aquí, ante ti, a tres de los magos más poderosos de Krynn, pero el que se sienta en la Torre de Palanthas es más fuerte que cualquiera de nosotros y se volverá aún más fuerte. —Su expresión se endureció y su rostro dio la impresión de estar cincelado en piedra—. Se llama a sí mismo el Amo del Pasado y del Presente, y nos preguntamos en qué estará trabajando allí en su Torre. A todos nos parece una buena idea averiguarlo.
Ladonna bajó los ojos y esbozó una sonrisa enigmática. Justarius frunció el entrecejo. Dalamar reconoció ambición en su sonrisa. Percibió al instante que la portavoz de la Orden de los Túnicas Negras sabía que seguiría ocupando su puesto en tanto que el advenedizo de Palanthas no lo quisiera para sí. En la expresión torva del otro, leyó un sentimiento parecido. Era bien sabido que Justarius sucedería a Par-Salian como jefe del Cónclave y Señor de la Torre cuando éste decidiera retirarse. También este puesto podría reclamarlo el mago de Palanthas si le atraía su posesión. Éstas eran cosas que la gente ambiciosa hacía bien en considerar, pero al joven le pareció que los tres hechiceros más poderosos de Krynn temían otra cosa, algo más.
—Y como verás —continuó Par-Salian—, se saben algunas cosas sobre este Amo del Pasado y del Presente. He aquí otra. Si bien ha desdeñado tomar el poder que legítimamente podría obtener mediante el desafío, se mantiene aislado, tal vez creando poder y posición fuera de las Órdenes y la Regla de la Alta Hechicería.
El sobresalto producido por tal idea recorrió como una sacudida eléctrica el sistema nervioso de Dalamar.
—¡Eso es algo que no puede permitirse, milord! —exclamó, sin pensar.
—Es fácil decirlo —repuso el otro, asintiendo distraídamente—. Lo hemos comentado aquí una y otra vez. Pero ahora debemos hacer algo. He dicho que el mago no ha cerrado las puertas de su Torre a todos. Admitiría un aprendiz, un estudiante.
Callado de nuevo, los ojos bajos en actitud modesta para ocultar el destello de su propia repentina ambición, Dalamar murmuró:
—¿Por qué lo haría, milord?
Par-Salian no respondió, sino que hizo una seña a Ladonna con la cabeza, y ésta dijo:
—No sé el motivo. Sólo sé que lo hará. Lo he preguntado, y él lo ha dicho. Un estudiante de nuestra Orden, un mago de las artes arcanas, dijo, uno que al menos tenga un mínimo de inteligencia. Si le enviara un alumno… —El corazón de Dalamar se aceleró, y la mirada sin emoción de Ladonna le indicó que ella percibía el repentino palpitar—… le enviaría un espía. Imagino que si él aceptara un estudiante, sería consciente de ello, y es posible que intentara hacer cambiar de idea al espía.
—A mí no me haría cambiar, señora. —Dalamar se interrumpió al darse cuenta de que no le habían pedido que se ofreciera voluntario.
—No creo que lo consiguiera. —La mujer sonrió, con un tenue tirón de sus labios—. Estás singularmente adiestrado en las virtudes del equilibrio, ¿no es así? —Luego, antes de que él pudiera responder siguió—. Claro que sí.
Justarius asintió, por fin, en señal de aprobación. Paseó la mirada de Par-Salian a Ladonna, y a Dalamar le pareció que se intercambiaba alguna clase de información entre los tres. Par-Salian inclinó la cabeza, como en respuesta, tal vez incluso en señal de acuerdo.
—No te ordenaremos, joven mago, que aceptes este aprendizaje. No podemos, porque quien realice esta tarea pondrá su vida y tal vez su propia alma en peligro en cuanto acepte. Y si es descubierto… —Par-Salian meneó la cabeza—… morirá. Será una muerte terrible, y muy, muy lenta.
Dalamar tomó aquella advertencia muy en serio. Sin embargo, ¿no había estado arriesgando su vida, en ciertos aspectos incluso su alma, por la magia desde el primer momento en que sintió el centelleo de ese arte en su sangre? ¡Servir como aprendiz al único mago de todo Krynn que podía atemorizar a los portavoces de las Tres Órdenes…! Sonrió, pero secretamente, bajo las sombras de su capucha. ¿Qué maravillas de la hechicería podría aprender de ese mago que había robado una Torre ante las mismas narices de los tres hechiceros más poderosos de Krynn? ¡Innumerables! ¿Qué poderes podría adquirir, qué fuerza, qué discernimiento? ¡Eran legión!
Dalamar alzó las manos y echó hacia atrás la capucha de su túnica, dejando que los allí reunidos vieran con claridad su rostro y sus ojos. Todos y cada uno de los portavoces de las Órdenes se mantuvieron en silencio, dejando que fuera él quien eligiera.
—Milores, señora, acepto hacer ese aprendizaje, y acepto vuestra misión.
Justarius asintió severo. Ladonna no dijo nada. En los ojos de Par-Salian, Dalamar no advirtió satisfacción sino, curiosamente, pena.
Era como si, sabiendo lo que había sido, el Señor de la Torre pudiera saber lo que podría ser. Considerando aquella idea una advertencia, Dalamar volvió la mirada atrás…