Dalamar andaba a través de luz y de oscuridad, ascendiendo por una sinuosa escalera de piedra que parecía no tener fin. En una ocasión miró por encima del hombro y no consiguió ver los peldaños que dejaba atrás, pues se perdían en las sombras y el resplandor irregular de las antorchas sujetas al muro. No llevaba luz en la mano, pues se había hecho algo para amortiguar la fuerza de su magia. En la boca del estómago sentía revolotear el temor.
Las tinieblas del Robledal de Shoikan no lo habían atemorizado. Había pasado bajo los árboles cuyas ramas eran brazos que se extendían para sujetarlo, por entre sombras donde ojos sin cuerpo lo miraban airados. Bajo sus pies, las ramitas se habían convertido en manos esqueléticas, manos que tiraban del repulgo de su túnica, pero él no había vacilado. Ni siquiera cuando aparecieron los espectros surgiendo de las profundidades de aquel bosque encantado se permitió tener miedo. Había penetrado en el recinto de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas con la misma osadía que si entrara en su propia casa. El patio oscuro, las enormes puertas que se habían abierto por sí solas, ni siquiera la suave, casi amable voz, que le dijo «entra, aprendiz», lo desconcertó. Pero ahora, allí, sin su magia, Dalamar sentía temor.
No es más que un efecto de su magia, se decía a sí mismo mientras seguía subiendo. No permitirá mi magia, y así es como debe ser. Aquí está el camino que he elegido y que ha serpenteado desde Silvanost hasta Palanthas. Ésta es la senda en que confiaré.
—Shalafi —musitó, probando el título, la palabra elfa para «maestro»—. Será como deseéis.
Fue ascendiendo por la oscuridad y la luz, sin dar un solo traspié en un peldaño, a pesar de que había tantos ocultos en las sombras y no todos tenían la misma profundidad o anchura. No había ninguna barandilla que protegiera al escalador imprudente. Una caída desde esa escalera significaría un salto mortal; sin embargo, Dalamar tenía la impresión de haber encontrado ya el ritmo de los desiguales peldaños en el mismo instante en que inició la ascensión. Cuanto más subía, más deprisa iba su pulso; la vieja sensación que siempre había tenido cuando abandonaba las sendas seguras, los senderos tranquilos.
Llegó a un rellano y lo dejó atrás. No sabía cómo ni por qué, pero comprendía que tenía que seguir subiendo. Ahora, mientras avanzaba, se agitó en su interior la sensación de haber estado allí antes, como si hubiera visitado ese lugar mucho tiempo atrás, y aunque en realidad no había pisado la Torre en su vida, la sensación persistió.
Sus pisadas resonaban en las paredes, ecos que caían en el pozo situado abajo y volvían a ascender en forma de susurro, como si alguien lo siguiera. Los cabellos se le erizaron en el cogote y sintió un hormigueo en sus brazos. El mago se estremeció, pero no se detuvo. Debía seguir adelante, arriba y arriba, por aquella larga escalera de caracol. Dejó atrás otro rellano y, al mirar hacia la izquierda, vio un pasillo brillantemente iluminado, con antorchas en los muros que brillaban en la distancia. Distinguió una puerta tras otra, todas herméticamente cerradas, y sin embargo tuvo la sensación de que aquellas habitaciones estaban ocupadas. ¿Por quién?
¿Por qué?, le musitó el miedo.
Cuando creía que sus piernas no iban a poder dar un paso más, la escalera sencillamente terminó ante una gran puerta de madera. Había dos antorchas en abrazaderas a cada lado de la puerta, y sus llamas como banderines color naranja ondeaban bajo una brisa que Dalamar no sentía. No miró en derredor para descubrir por qué llameaba el fuego; no miró ni arriba, ni abajo, ni atrás. No podía, pues se encontraba ante una puerta que, realmente, había visto antes. El pomo de la puerta brillaba como plata bruñida a la luz de las antorchas, y bajo la forma de una calavera, con las cuencas de los ojos inundadas por el destello de la luz de las llamas, lo invitaba a posar la mano sobre él.
La aceleración de su pulso se convirtió en el tamborileo de su corazón, y la excitación lo inundó como si fuera magia. Había estado allí antes, en una visión que le habían mostrado los bruñidos espejos de platino del Círculo de Oscuridad. Mientras clérigos y Montaraces, un príncipe y una princesa aguardaban para asignarle el destino del exilio, él había visto esa puerta, ese pomo en forma de calavera. De la oscuridad surgió un sonido, que procedía de detrás de él, de su lado, de un punto frente a él. El ruido de cadenas sobre piedra, el silencioso avance del juicio y la revelación. Tan fuerte latía su corazón ahora que Dalamar se preguntó si el martilleo no se oiría por toda la Torre.
Aspiró con fuerza para tranquilizarse.
Cada momento que había pasado en el camino que lo alejaba de la Blanca magia elfa y lo conducía al interior del reino más oscuro de la magia de Nuitari lo había llevado hasta allí, como pasos inexorables sobre un sendero predestinado. Extendió la mano hacia la calavera de plata. Su mano se cerró sobre ella, el pulgar buscó y halló la suave depresión redonda de la cuenca de un ojo. Se sosegó y, mediante la simple fuerza de voluntad, alejó de su mente todo rastro del recuerdo del momento en que había aceptado su misión para el Cónclave. Valía su vida, tal vez su espíritu, ocultar eso, y no poseía magia que lo ayudara. Tampoco sabría si tenía éxito hasta el momento en que fracasara.
¡Y si fracasaba…!
No debía pensar en ello. No debía permitirse siquiera el menor pensamiento de fracaso.
Sujetó con fuerza la calavera de plata y empujó con suavidad hacia dentro. La puerta se abrió, como había hecho en la visión. La luz brotó al exterior, dorada, inundando el pasillo, y trajo con ella calor como si alguien en el interior no pudiera sentir la calidez de la noche veraniega sino que viviera en permanente invierno, temblando de frío. Contra esa luz se recortaba una figura negra, un joven delgado. Vestía una sencilla túnica de lana negra sin adornos. La capucha, echada hacia atrás, dejaba al descubierto un rostro que Dalamar no había creído poder ver jamás, ni en una pesadilla. No fue la piel dorada lo que alteró sus nervios, ni el cabello de un blanco purísimo. Fueron los ojos, las pupilas negras como una medianoche sin luna, cada una en forma de reloj de arena.
—Se llama a sí mismo Señor del Pasado y del Presente —había dicho Par-Salian.
En nombre de todos los dioses, se dijo Dalamar, no es extraño que lo haga.
El corazón del elfo oscuro se detuvo. Se paró entre un latido y el siguiente, y en la quietud, en el silencio, la voz de su espíritu musitó:
¿Qué harás por la magia, Dalamar Hijo de la Noche? ¿Hasta dónde llegarás para encontrarla, para alimentarla, para reclamar lo que es tuyo por el derecho que te otorga tu talento?
Tan lejos como esto, se dijo el mago, mirando a los ojos en forma de reloj de arena de Raistlin Majere, al que temían los tres hechiceros más poderosos de Krynn. Hasta allí. Si Nuitari lo quiere, más lejos incluso que esto, pues no existe otro lugar para mí que no sea la magia, no tengo más corazón que el que late al compás de la magia. Siempre fue así. Siempre lo será, y he renunciado a muchas cosas, pero eso no significa que no renuncie a más para ser más poderoso en el arte de la hechicería.
—Shalafi —dijo, inclinando la cabeza en una humilde reverencia—. He venido, como acordasteis.
Como si pudiera ver con sus ojos en forma de reloj de arena cada instante del pasado de Dalamar, cada pensamiento suyo en ese momento, cada paso que daría hasta el día que fuera el último de su vida, Raistlin Majere sonrió, con una fría sonrisa astuta. En el espacio que medió entre un latido de su corazón y el siguiente, Dalamar se sintió evaluado y juzgado. Raistlin se apartó del umbral con una leve y casi burlona reverencia.
Entra si te atreves, indicaba aquel gesto.
El ruido de cadenas arrastrando por la piedra seguía sonando en el corazón del elfo oscuro, la cadena de platino que había rodeado sus tobillos, sus piernas, su corazón en el Círculo de Oscuridad. Por aquella cadena que lo había cercado, otros lo habían juzgado culpable de delitos de magia y crímenes de culto; por aquel amargo abrazo, él se había juzgado a sí mismo lo bastante fuerte para aceptar el dolor que fuera necesario con tal de poseer la magia sin la que no podía vivir. Oyó el chirriar de la cadena al cruzar el umbral, al entrar en el aposento del Señor del Pasado y del Presente. Dalamar Hijo de la Noche penetró, con el corazón cantando, en el mundo de un mago oscuro, en un mundo que nadie conocía y que la gente sensata temía y sintió que había vuelto a casa.