9

¡El mundo está perdido!

Las palabras susurraron en el rincón más sombrío del corazón de Lorac Caladon, como ocurría desde la noche en que habían despertado al monarca de su sueño sobre Istar.

¡El mundo está perdido a menos que me hagas caso!

Eso decía el Orbe de los Dragones, la esfera de cristal que reposaba envuelta en grueso terciopelo blanco sobre su transformado atril. Eso decía ese artefacto de su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, sacado por él de un lugar del que le habían ordenado no coger nada. No fue tomada, se recordó. ¡Rescatada! Había rescatado ese Orbe, y sin duda había hecho lo correcto, pues ¿no había salido de su Prueba de una pieza y lleno de energía?

Rescatado… pero pronto volveré a estar perdido, porque ¡el mundo está perdido!

Lorac oía la voz en su corazón, en sus huesos. La escuchaba en su propio espíritu, y a veces le parecía que esa voz aconsejaba desesperación, mientras que en otras ocasiones parecía ofrecer esperanza. «Allí es donde nos encontramos», se dijo mientras observaba desde su trono el pequeño cónclave que había reunido en la Torre de las Estrellas. «Nos encontramos entre la desesperación y la esperanza».

La luz del mediodía penetraba por las ventanas que se elevaban en espiral y caía sobre la sala de audiencias. Con un brillo intenso, el sol del mediodía proyectaba una cruel luz deslumbrante sobre el suelo de mármol y las paredes enjoyadas, dando a las joyas y al oro que lucían los allí reunidos el aspecto de quebradizas imitaciones, sin conferirles la menor belleza. Los rostros parecían tener una lividez invernal y estar dibujados con facciones tan pronunciadas y definidas que podrían haber sido los rostros de gente hambrienta.

Sólo tienes que mirar a esta gente para comprender qué es la desesperación, dijo su corazón.

¿O era el Orbe de los Dragones el que hablaba? Todos y cada uno de sus súbditos protestaban diciendo tener esperanzas más que suficientes para mantener el reino con vida, esperanzas suficientes para encomendar a sus hijos e hijas a la causa de hacer retroceder a los secuaces de la Reina de los Dragones. Y sin embargo, sin embargo…

Tanto te aman —dijo la voz del Orbe—, tanto, que te lo demuestran así, fingiendo tener esperanza como si el fingimiento pudiera un día convertirse en realidad.

Contempló a los allí reunidos, a su hija, a los lores de la Protectoría y de la Casa de los Metales, a la dama de la Casa Presbiterial. Cada uno dirigía miradas furtivas al objeto envuelto en tela blanca situado junto al trono. ¿Qué era aquello?, decían los ojos de los que no hacía mucho se habían admirado ante la escultura de marfil.

Ninguno de los Cabezas de Familia de las otras Casas estaba presente. No se trataba de una reunión del Synthal-Elish, no era una solemne solicitud de consejo a las Casas y sacerdotes de los siete templos; esto era un consejo secreto convocado a toda prisa, cuyos miembros habían sido elegidos según decisión del rey, de acuerdo con las necesidades del monarca.

Lord Garan había acudido montado en su grifo, cubierto aún con el polvo y la mugre del combate: sangre, barro, lágrimas y sudor. El lord de la Protectoría no había comprendido el mensaje recibido del rey la noche anterior, la repentina orden de regresar y presentarse ante él con toda rapidez, y el desconcierto se reflejaba en su expresión.

Cerca de Garan estaban Elaran y Keilar. Una pasaba todos sus días en oración, y el otro ocupaba los suyos en la fabricación de armas y armaduras. «Oraciones y armas, es todo lo que necesitamos», había dicho Elaran durante el verano al recibir las noticias de las primeras incursiones de los ejércitos de Phair Caron. Keilar había estado de acuerdo con todo su corazón y toda su fe en los forjadores de espadas de su Casa. Ahora a ambos les parecía —Lorac lo leía en sus ojos, estaba seguro de leerlo en sus corazones— que tanto las oraciones como la espada estaban fracasando.

La luz del sol se desplazó por el suelo en un avance tan lento que sólo un ojo anciano podía advertirlo; el ojo de Lorac detectaba cada movimiento de la luz, igual que detectaba los cambios, crueles y provocados por la guerra, que habían acaecido a su pueblo. Su corazón sufría por todos ellos. Garan, que había perdido a tantos de sus Montaraces durante ese espantoso verano, parecía haber envejecido años en cuestión de meses. El lord amaba a sus soldados, a cada uno de ellos como si fuera su propio hijo, y en pergaminos de las bibliotecas de la Protectoría se habían anotado sus nombres, para inmortalizarlos en los anales del reino. Si todos esos pergaminos desaparecieran, quemados en la guerra, lord Garan podría seguir manteniendo vivos esos nombres de viva voz, porque vivían en su corazón.

¡El mundo está perdido! ¡El reino está perdido!

«Tal como vive la tierra, viven los elfos». El mismo Silvanos había pronunciado estas palabras. Una oración, un cántico, el sonido de la propia sangre latiendo en el corazón: aquellas sencillas palabras eran todo eso y más. Eran el modo en que un elfo comprendía el mundo y su lugar en él. En su corazón, el rey Lorac las repitió con veneración. Ah, ¿pero quién podría pronunciarlas de otro modo?

Y el Orbe bajo su mano… Lorac se sobresaltó, apartando la mano del grueso velo de terciopelo blanco. ¿Cuándo había alargado el brazo para tocar aquel objeto? Con hábil indiferencia colocó la mano en el brazo del trono.

—Milores y damas —dijo el soberano, recordando su resolución—. ¿Tendréis la amabilidad de prestar atención?

Era una forma de expresarse. Claro que lo harían. Todos los ojos se volvieron hacia él cuando musitó las palabras de un conjuro de representación, antiguas palabras, suaves y sedosas, aprendidas en Istar en la época en que nadie imaginaba que Takhisis llamaría a los dragones de vuelta a Krynn.

El Orador de las Estrellas alzó la mano, retorcida y anciana, gesticuló con un dedo como si éste fuera el pincel de un artista, dibujando imágenes en el aire, un mapa ancho y alto. El mapa mostraba el mundo de Silvanesti, un mundo de adorados bosques, de belleza y gracia, de gentes cuyas vidas transcurrían en tranquilas y bien organizadas rondas de pacíficas vigilancias, sin que durante largas generaciones las molestara ni afectara el clamor de los que vivían en el exterior. Allí estaba la nación silvanesti, mostrada desde su frontera septentrional, ahora en llamas, hasta la punta meridional donde se hallaba el puerto de Phalinost, cuya extensa bahía empezaba a llenarse ya entonces con una flota de grandes naves. Con las blancas velas reluciendo bajo el sol, hinchadas por el viento, aquellas naves de amplia proa tiraban nerviosamente de sus amarres, ansiosas por hacerse a la mar.

—Ahora, prestad atención —dijo el rey elfo.

La mano de Alhana se cerró con fuerza sobre el hombro del monarca, luego aflojó la presión, y él la notó temblar, ligeramente. Lord Garan permaneció inmóvil, pero Elaran y Keilar alzaron la mirada, inquisitivos.

—Lord Garan, decidme: ¿cómo dejasteis la frontera?

El nombrado se irguió en toda su estatura, como señor de los Montaraces, y dio un paso al frente.

—Majestad, Phair Caron nos ha acosado durante todo el verano. Nos sigue combatiendo ahora en otoño, pero no se ha apoderado de ningún territorio. Todo continúa en nuestras manos.

Un suspiro recorrió toda la estancia, resonando sordamente. Lo que lord Garan decía era cierto y, no obstante, no lo era. Los pueblos y las ciudades del norte permanecían vacíos ahora, con sus torres convertidas en residencia de los espectros. El ejército de los Dragones no había hecho otra cosa que expulsar a la gente, fustigándola en dirección sur, hacia Silvanost, la capital de los silvanestis. La primera oleada de ellos había penetrado en la ciudad esa misma mañana, harapientos, llorosos, algunos —todo hay que decirlo— medio enloquecidos por el dolor y la rabia. Eran los primeros. Los Montaraces que los habían visto decían que los seguirían muchos más, que Silvanost se ahogaría en la creciente riada de refugiados, porque la Señora del Dragón no abandonaría la táctica que tan buen resultado le había dado hasta entonces.

Phair Caron avanzaría con rapidez y fuerza, barriendo llena de odio el territorio vacío para acampar ante las murallas de la ciudad hasta que Silvanost, con todas sus torres, pasara tanta hambre durante el invierno que suplicara los términos de una rendición antes de que llegara la primavera.

—Decidme, lord Garan: ¿Podéis hacerla retroceder?

El anciano guerrero alzó la cabeza con orgullo, mirando a los ojos a su soberano.

—Moriremos hasta el último hombre y mujer intentándolo.

Lorac asintió. Era la respuesta que esperaba.

—Si no morís hasta el último hombre y mujer, si pasáis el resto de la estación hasta la llegada del invierno combatiendo a Phair Caron y su siniestra diosa, ¿podéis vencer?

—Majestad —Lord Garan no bajó la mirada, ni dejó de mantener su orgulloso porte—, no lo sabremos hasta que lo intentemos.

Se oyó un susurro de túnicas, y del exterior de la sala llegaron los discretos murmullos de los criados en sus idas y venidas, una voz que se alzaba interrogante, otra que respondía con una risa. En la sala, el silencio descendió sobre todos sus ocupantes. Elaran dirigió una veloz mirada a Keilar. El fabricante de armas permanecía inmóvil, con las manos quietas; sólo sus ojos se movían, pasando de uno al otro, para dirigirse luego al rey.

—Decidme, lord Garan, y hablad con sinceridad: si pasáis el resto del otoño hasta el invierno y luego la primavera combatiendo a Phair Caron, ¿podéis vencer?

El rostro del lord enrojeció, y sus alargados ojos centellearon.

—Majestad…

—¿Podéis vencer, viejo amigo? ¿O me acompañaréis durante todo el invierno, cada vez que deba echar a otro refugiado expulsado de las tierras del norte, de las tierras del interior, de las puertas de nuestra misma ciudad? ¿Os quedaréis y diréis: «Perdónanos, pero estamos desbordados de refugiados y no tenemos alimento ni para nosotros. No puedes entrar aquí, pero puedes marchar al bosque y morir sabiendo lo mucho que todos lo lamentamos»? ¿Os quedaréis a mi lado y diréis eso?

Un gran silencio se adueñó de la gran sala de audiencias. Sólo se oía el ruido de las respiraciones.

¡El mundo está perdido! ¡A menos que me hagas caso!

El rey elfo casi gritó aquellas mismas palabras, el dictamen del Orbe, que martilleaban en su interior como el latido de su propio corazón. Las había oído una y otra vez, despierto y dormido, y en ellas no hallaba, curiosamente, desesperación sino esperanza. A menos que me hagas caso… El Orbe hablaba de esperanza y hablaba de poder. Expresaba promesa y mencionaba un modo de derrotar a la Señora del Dragón Phair Caron.

No sólo prometía su derrota. Prometía la derrota de la Reina de la Oscuridad en persona, la ruina de Takhisis. ¡Oh, vosotros, dulces dioses del Bien y la Luz! ¿Cómo mesurar este favor si fuera concedido?

¡El mundo está perdido, a menos que me hagas caso! Ven y toma lo que tengo para ti. ¡Si haces lo contrario, el mundo está perdido!

Lorac se levantó del Trono Esmeralda. A pesar de que el Orbe permanecía oculto bajo el manto de terciopelo blanco, en su corazón, en sus venas, en su misma sangre, el monarca sentía la vibración de su luz, un toque de tambor que lo llamaba a actuar. Miró a su hija, Alhana, blanca como el mármol, los ojos brillantes con aspecto febril. Lo que iba a decir no la sorprendería. Había elaborado su plan a solas, pero se lo había mencionado a ella, pues Alhana tendría un importante papel en él. Una carga que no había solicitado caería sobre los delgados hombros de la joven. Ésta no sonrió para darle ánimos, pues se había pasado toda la noche protestando. No importaba, no importaba, él sabía lo que debía hacerse.

—Ahora escuchadme —dijo a lord Garan—. Escuchad —indicó a Elaran y a Keilar—. No pienso jugar con las vidas de mis súbditos. Se han concebido planes para cuando llegara este día, y esto es lo que sucederá: vos, lord Garan, haréis salir a vuestros exploradores y les ordenaréis ir a toda aldea, pueblo o ciudad donde todavía viva gente y a los bosques por los que vagan los refugiados. Pregonarán este mensaje: «Reunid a vuestras familias y descended al mar. Id a Phalinost, donde cada uno encontrará un lugar dispuesto para él. Preparaos para un viaje por mar, y sabed que regresaréis».

—Exilio —musitó Garan, y la terrible palabra sonó como una sentencia—. Orador, ¿haréis eso? ¿Nos conduciréis a todos fuera del país y al exilio mientras las asquerosas tropas de Takhisis penetran en el reino y nos lo arrebatan para siempre? —Lorac vio en sus ojos un dolor tan intenso como jamás le habían producido las heridas recibidas en combate—. Decidme, Lorac Caladon, ¿os he fallado, entonces?

Las palabras del orgulloso guerrero provocaron una aflicción insoportable en el corazón del monarca.

—No me habéis fallado, viejo amigo. —El Orador de las Estrellas descendió de la plataforma y tomó las manos de Garan entre las suyas, remedando inconscientemente la bendición ritual que un rey otorga a un recién nombrado Montaraz. De ese modo se habían encontrado ambos muchos años antes, ofreciendo y aceptando lealtad—. Ningún rey ha obtenido un mejor servicio del que yo he obtenido de vos, pero debo pediros una vez más que me sirváis de nuevo en esta causa de conducir a nuestro pueblo a la seguridad. No estaréis fuera del reino mucho tiempo, y cuando vos y nuestra gente regreséis, os daréis cuenta de que todo se ha hecho por nuestro bien.

—No estaré lejos mucho tiempo. Majestad… ¿y vos?

Lorac le soltó las manos, se apartó de él y regresó a su trono, sintiendo que los peldaños de la plataforma se habían vuelto más altos desde que había descendido por ellos, más altos y empinados. Al llegar al trono, su hija le cogió la mano, y él la miró a los ojos, a los profundos estanques de amatista que tanto le recordaban a su madre. Allí descubrió temor, consideración y, por encima de todas las otras cosas, valentía. Se volvió, y bajó la mirada hacia los cuatro allí reunidos.

—Yo me quedaré —anunció.

Los dejó proferir exclamaciones ahogadas y murmullos, y cuando su silencio se impuso al de ellos, repitió:

—Yo me quedaré. «Tal como vive la tierra, viven los elfos». Si imagináis que estoy dispuesto a entregar mi reino, ¡nuestro País de los Bosques!, a la oscuridad, estáis muy equivocados.

»Poseo una magia que debo activar —siguió el rey elfo, y con un veloz movimiento de sus largos dedos, arrancó el blanco manto que cubría el Orbe para dejar al descubierto la esfera de cristal sujeta en la afilada zarpa—. Aquí tenéis un Orbe de los Dragones, y no espero que ninguno de vosotros sepa qué es… —Dejó que las palabras se apagaran, para ver si alguno lo contradecía. Ninguno lo hizo—. No importa. Yo sé lo que es, y creo que la magia que llevaré a cabo en compañía de este Orbe será lo bastante poderosa para salvarnos a todos. Pero no arriesgaré las vidas de mi gente mientras se pone a prueba mi creencia. Así pues, sólo yo me quedaré, con una guardia de Montaraces para proteger y vigilar. Mi hija conducirá al pueblo fuera del reino, y será ella quien lo traiga de vuelta.

Ahora sí la oyó suspirar, a su Alhana Starbreeze. Se giró para mirarla y vio que el color había desaparecido de su rostro. Como una princesa de mármol, estaba inmóvil con la mano sobre el pecho y los ojos abiertos de par en par. Por un momento —¡sólo un momento!— pensó que ella se negaría a obedecer, que exigiría quedarse. Pero la muchacha no hizo ninguna de las dos cosas. Era hija de reyes, hija de reinas. Aceptaría y desempeñaría cualquier deber que él le encomendara, por él y, más importante, por el bien de su reino en guerra. La joven dio un paso hacia él e inclinó la cabeza, no como una hija ante su padre, sino como una súbdita ante su rey.

—Con la ayuda de lord Garan, con las oraciones de lady Elaran, con la voluntad de hierro de lord Keilar y cada uno de los Cabezas de Familia, haré lo que deseáis, majestad.

La joven se hallaba tan cerca de él que Lorac vio brillar la primera lágrima en sus ojos. Nadie más vio la perla de su pena. Sólo vieron a una princesa cuya valentía rivalizaba con su belleza, Alhana Starbreeze a quien seguirían a cualquier parte, incluso al exilio.

***

El último día del mes del Crepúsculo Otoñal, el día que los elfos llamaban Entrada, el cielo se desperezó sobre el golfo de Cooshee, inflexible, brillante y azul como el hielo. El invierno merodeaba cerca, la estación feroz como un lobo, cuyos dientes estaban llenos de crueldad, cuyas zarpas no conocían la misericordia. Las gaviotas chirriaban en el cielo, y el viento zumbaba a lo largo de las flechaduras que lucían ya una leve capa de hielo.

La cubierta crujió bajo las botas de Dalamar, con un sonido dolorido como si la nave no pudiera soportar la idea de abandonar la costa y debiera lamentarse por la pérdida de la dulce Silvanesti. Gemidos similares se oían por toda la atestada bodega de El Cisne del Rey, los gritos de los que estaban mareados y de los que se sentían agotados y de todos los que notaban cómo los bramantes de sus corazones se tensaban casi hasta romperse. Alrededor de la nave otros navíos se balanceaban, alzándose y hundiéndose al compás de las aguas, mientras uno tras otro, los capitanes izaban las velas y abandonaban la bahía para seguir al Alas de E’li, el buque insignia de lord Garan. No tardaría en llegarle el turno a El Cisne del Rey.

Dalamar apoyó los brazos en la barandilla y miró al otro lado de la bahía en dirección a Phalinost, resplandeciente bajo las últimas luces del día. Las gaviotas planeaban sobre las altas torres, como espectros grises que vagaran por la vacía ciudad, y Dalamar imaginó que nadie vivía allí ahora excepto las ratas y las gaviotas. Su pensamiento no estaba muy lejos de la realidad.

Todos eran exiliados.

¡En qué modo tan espectacular habían fallado los dioses del Bien a los elfos, quienes de todas las maneras posibles habían profesado siempre su inalterable amor por estas deidades! Habrían hecho todo por estos dioses, los hijos de Silvanos. No permitieron ningún otro culto, ninguna otra clase de magia, ningún otro dios dentro de los límites de su reino.

Dalamar sacudió la cabeza, con los ojos puestos en las agitadas aguas de la bahía. Tantas cosas habían perdido los elfos en aquella confianza, tantas. E’li y su clan no habían sido dignos de aquel amor. El mago pensó en lord Tellin, uno entre los muchos que habían muerto por unos dioses desleales, y en todos los otros, los Montaraces, los Jinetes del Viento, los refugiados de la calzada, todos convertidos en cadáveres y en exiliados. ¿Dónde, pues, estaban los dioses en los que confiaban? No se los hallaba por ninguna parte.

En el norte, río arriba más allá de Silvanost, se encontraban cuatro libros de hechizos, tres pequeños y uno grande. No había tenido posibilidad de sacarlos de la cueva, y ahora permanecían ocultos, posiblemente hasta que algún soldado de Phair Caron tropezara con ellos.

Pero el rey salvará la ciudad, salvará el país. Ningún secuaz de la Señora del Dragón osará pisar el corazón del reino… Eso decían todos a bordo de la nave, y todos los que estaban a bordo de las demás.

Todos excepto Dalamar. Cuando una cosa se abandona, se la pierde. Así pues, había perdido los libros, pero no se enfurecía y tampoco se apenaba. No eran más que unas pocas de las muchas cosas perdidas en el reino abandonado; tal vez era porque había extraído de ellos todo lo que necesitaba: más magia de la que los magos de la Casa de Mística le darían. Un atisbo, sugirió un peligroso pensamiento, de un dios más siniestro de lo que a los elfos les gustaba contemplar. ¿Qué promesas hacía Nuitari, el hijo de Takhisis y el dios de la venganza? ¿Hasta qué punto las cumplía? Dalamar no lo sabía, pero se lo preguntaba.

—¡Mirad! —gritó una voz femenina.

Dalamar vio una mujer marinero que señalaba el cielo. En lo alto, donde las estrellas acababan de despertar para preguntarse qué expedición de elfos estaba a punto de desafiar a las aguas, el cielo había cambiado su profunda tonalidad azul por el enfermizo verde fluctuante de una herida que ha estado demasiado tiempo desatendida, de la carne putrefacta.

—Por Zeboim —musitó la mujer, y sus mejillas, tostadas y bruñidas por el sol, adquirieron un tono ceniciento—. En su bendito nombre marino, ¿qué le ha sucedido al cielo?

La marinera juraba usando el nombre de una diosa malaventurada, la tempestuosa hija de Takhisis, pero Dalamar observó que ninguno de los elfos adoradores de E’li tenía nada que decir en respuesta. ¿Qué tenía que decir un marinero de agua dulce sobre las sutilezas del culto a un marinero que recorría el reino de Zeboim? Nada. Oscuras figuras se juntaron ante las barandillas, marinos y Montaraces y algunos pasajeros. Todos miraban a lo alto, sus rostros brillantes óvalos en la oscuridad, y algunos señalaban hacia el cielo, mientras otros permanecían callados, rezando, con toda seguridad, pensó Dalamar.

Las aguas de la bahía despertaron, embravecidas e inquietas, golpeando contra las orillas de Phalinost, y sobre las aguas corrían las olas, como caballos que galoparan hacia la playa. Dalamar se estremeció. Los orgullosos cuellos arqueados de las olas, que los marinos llamaban Corceles de Zeboim, mostraban un tinte verdoso, que le hizo pensar en cadáveres arrojados a la orilla por el mar, en el naufragio de un barco, en hombres y mujeres con algas enredadas en los cabellos.

Con el corazón latiendo violentamente, el mago cerró las manos con fuerza sobre la barandilla. Las aguas de la bahía se tornaron más embravecidas, las olas más altas, y la cubierta se balanceó bajo sus pies. En el cielo el resplandor verde se intensificó.

—Alguna estratagema de la Señora del Dragón —murmuró una anciana elfa; su esposo quiso hacerla callar, pero ella continuó—: ¡Alguna nueva perversidad suya que arroja contra el reino!

—En vuestras manos, oh E’li, nos ponemos. —La oración de alguien se elevó por encima de las voces asustadas—. En total confianza y con total fe. ¡Os pertenecemos, oh Criatura Resplandeciente! ¡Oh Adalid Contra la Oscuridad, acuérdate de nosotros, porque te pertenecemos!

En la cubierta la gente se tranquilizó, y sus voces se entrelazaron en reconfortante plegaria. Confiados, se ofrecían al dios que no se había mostrado desde el momento en que Phair Caron había arrasado Nordmaar, cuyos propios dragones no habían acudido a combatir a los dragones diabólicos de Takhisis.

—Pero está cerca —decían.

—Vendrá —se aseguraban unos a otros— y nos defenderá.

Aunque el cielo por encima de los bosques palpitaba con una espectral luz verde, aunque los más amados izaban velas y huían, ellos rezaban y esperaban.

Sólo Dalamar permanecía en silencio, sólo él no rezaba. No confiaba en los dioses de sus padres, porque había visto aquella confianza traicionada, una y otra vez. ¡Blasfemia! Lo sabía. Se ha expulsado a elfos por pensar tales cosas, desterrados lejos de la compañía de los Hijos de la Luz, para que murieran en el mundo exterior.

Sin embargo, curiosamente, mientras permanecía temblando bajo los fríos vientos que levantaban las aguas, contemplando cómo la orilla se alejaba y el extraño resplandor verde se tornaba más distante, Dalamar Argénteo no temía a sus pensamientos. Miró en derredor para asegurarse de que nadie adivinaba su blasfemia, pero los pensamientos en sí… no le causaban el menor temor.

***

Todas las voces de su pasado se arremolinaron alrededor del anciano monarca. Las voces de la niñez, de sus compañeros de juegos, de sus compañeros de estudios en la academia de la Casa de Mística, las muchachas en los prados arrancando las flores primaverales para entrelazarlas en sus largos y resplandecientes cabellos. Cabellos como los pellejos de los zorros, cabellos del oscuro tono de los ojos de un ciervo; trenzas como miel al verterse de las jarras. Y, entre ellas, una que relucía como una joya, de cabellos dorados y ojos agudos que brillaban con la misma intensidad que la estrella polar, una luz para guiar los corazones. Lorac Caladon se había guiado por aquella luz toda su vida.

Por la luz de los ojos de Iranialathlethsala se guiaba todavía, pues veía esos ojos en la esfera de cristal que era su Orbe de los Dragones.

Tu Orbe, sí —musitó el artefacto de Istar—. Soy tuyo, y en mí encontrarás todo lo que necesitas. ¡Mira! Mira con más atención, acércate, encuentra en mí lo que debes tener. La voz susurraba con la suavidad del murmullo de las aguas del Thon-Thalas contra sus orillas, suave como una brisa, y al rey elfo le pareció que la voz cambiaba un poco. No quería decir que sonara como la voz de su querida Iraniala, pero le recordaba a su voz, tal vez en la cadencia.

Amor mío, musitó, en su corazón, en silencio. Recordaba incontables años de alegría, que no se veían amargados por los años que la muerte le había negado. ¡Amor mío!

Tu país —dijo el Orbe—. Tu reino, tu gente. La Reina de la Oscuridad acecha en tus fronteras, rey.

Lorac se estremeció, y sobre las paredes de mármol de su gran sala de audiencias aquel estremecimiento se reflejó en sombras como cortinas de oscuridad que descendían desde las alturas de la gran torre, igual que fluía la luz de las lunas y las estrellas.

Takhisis destrozará tu reino. Levantará los pedazos como sus guerreros levantan los cuerpos de tus muertos: ¡ensartados en lanzas que gotean sangre!

Oír aquellas palabras pronunciadas con una cadencia que recordaba tanto a Iraniala en una voz que de repente se había tornado suave como había sido la suya, era oír un terrible destino proclamado con todo el peso y la autoridad de la propia magia de la mujer, pues ésta había sido una Vidente…

Y había vaticinado su propia muerte. ¡Dioses! ¡Mi Iraniala! Estoy condenada, había dicho el día que supo el nombre de su enfermedad y el día de su muerte. ¡Estoy perdida!

¡El mundo está perdido!

Eso decía la voz que no era la suya y que, sin embargo, se parecía tanto a ella. La voz del Orbe de los Dragones se tornó burlona de repente, como el viento cambiando sobre el mar, se volvió dura y fría como aguanieve.

¿Qué buscas, rey elfo? ¿A tu reina que lleva tanto tiempo muerta? ¿Cómo puedes pensar en ella cuando una reina más siniestra, una Reina Guerrera, se halla a tu puerta, lista para hacer pedazos tu reino y convertir a tu pueblo en sus esclavos más desdichados y despreciados, tus hombres para sus ejércitos, tus mujeres para ser sus prostitutas, tus hijos para ser la comida en la mesa de sus secuaces tan siniestros y terribles que ni siquiera ella les ha concedido nombres?

Los estremecimientos se convirtieron en escalofríos, y Lorac devolvió la mirada al Orbe.

Ella se hallaba en el cristalino silencio del Orbe de los Dragones, una mujer alta y esbelta, cuyos ojos eran su luz guía, cuyo corazón era dueño de su amor, cuyo cuerpo había contenido y dado a luz una hija de tan rara belleza que los poetas debían crear nuevas formas de expresión para contar su gracia y encanto.

Y entonces vio a su hija, reflejada en el cristal, su Alhana Starbreeze, de pie en la proa del Alas de E’li, su nave insignia, su orgullo. Los vientos salados echaban hacia atrás su cabellera, un oscuro gallardete navegando bajo un cielo plomizo. La joven alzó la mano para proteger sus ojos del horizonte ilimitado.

¡Perdida! ¡Está perdida!

Su corazón se encogió y le dio un vuelco en el pecho; vio a toda la flota que seguía a la nave insignia, dispersándose y perdiendo el rumbo, algunos viraban al este y algunos al norte. El viento rugía en las velas y gemía por las flechaduras, zumbando en las cuerdas como plañideras en un funeral.

¡El mundo está perdido! Eso decía el viento, eso decía la voz del Orbe.

—¡No! —exclamó el monarca, recostándose algo separado del Orbe pero sin apartar las manos de él—. ¡No me muestres visiones siniestras! Cumple tus promesas, aquellas con las que me tientas y provocas.

La luz verde vibró, como un corazón que palpita en la piedra, como una mente que vaga y siempre se hace preguntas, tocando la suya y luego retirándose, para luego volver a tocarla.

Muy bien. Has tardado mucho en admitir lo que deseas, rey elfo, pero estoy aquí para concederlo. ¡Ahora presta atención! Lo que quieres puede ser, y yo seré el gestor de su nacimiento. Sólo tienes que soñar.

Sólo soñar. Lorac volvió a sentarse más cerca de la esfera de cristal y dejó que su mente tocara el verde resplandor. Sólo soñar. Cerró los ojos, pero siguió viendo la palpitante luz.

Ahora debes confiar en mí, ¿no es así, rey elfo? Debes confiar en mí como yo confié en ti en una ocasión.

Un fragmento de recuerdo onduló en la mente de Lorac, a través del resplandor verde y la mente de quienquiera que fuera la criatura que llegaba hasta él desde el otro lado del cristal.

Sueña, Lorac Caladon. Sueña con el mundo que salvarás, sueña con la gente que vivirá toda su vida tocada por tu visión. Ah, sueña, rey elfo.

—¿Quién eres? —musitó Lorac.

En su mente, en su corazón, sintió que alguien le sonreía. Una sensación de calidez lo embargó, envolvió su cuerpo, como si estuviera sentado en un jardín en el primer día de primavera cuando las brisas soplan perfumadas con el despertar del mundo. Escuchó el latir de su corazón, y la luz verde que palpitaba a idéntico ritmo.

¡Soy quien salvará tu reino perdido, rey elfo!

Hasta ese momento, Lorac Caladon había tenido buen cuidado de no entrar en contacto con la mente que percibía en el interior del Orbe, de no extender su propia magia para que tocara la magia contenida en la esfera de cristal. Al fin y al cabo, se trataba de un artefacto de Istar, y era algo que había vivido en épocas más antiguas incluso que la del Príncipe de los Sacerdotes. No obstante, se atrevió a hacer lo que nunca antes había osado realizar, lo que su adiestramiento y la sensatez de sus muchos años le habían advertido: no entres en contacto con la magia de algo como el Orbe de los Dragones. No lo hagas a menos que estés seguro de poder controlarla.

Tocó la magia y, cuando sus manos sujetaron el Orbe, la sintió correr por su cuerpo, ansiosa y veloz.

Soy tuyo, dijo el Orbe, como una mujer suspirando en el lecho de su amante, como la orilla al mar.

—Eres mío —susurró el rey elfo, con el rostro surcado de sombras y aspecto malsano debido a la luz verdosa.

Malsano, verdoso y enfermizo… pero cuando contempló su reflejo en el Orbe, no se vio a sí mismo con aspecto malsano, no como alguien cuyo rostro esculpido por las sombras era casi el de una calavera. Cuando se miró en el Orbe, el rey Lorac Caladon vio a un joven guerrero con una espada refulgente ceñida al cinto, un rey que iba a salvar el país, un padre que rescataría a sus hijos de los oscuros terrores de la noche. ¡Un soldado de E’li, de Paladine el Eterno Campeón!

En la esfera, en su mente, el monarca elfo alzó su espada, y toda la luz de las estrellas, de la luna roja y de la plateada, descendió veloz por el acero, corriendo como agua y sangre.

Bajo sus manos, el Orbe alteró su tamaño y empezó a crecer y a hincharse, hasta que el rey se vio obligado a extender los brazos para mantener las manos sobre él, tan abiertos como si fuera a abrazarlo. En el cristal se soñó a sí mismo como un guerrero dorado en el corazón de su reino, rodeado por los bosques y los claros; vio cada árbol dulcemente modelado y alentado, cultivado por los dedicados elfos de la Casa de Arboricultura Estética, aquellos cuya sangre poseía vestigios de la sangre de los espíritus de la naturaleza. Vio al poderoso Thon-Thalas corriendo hacia el mar, dejando atrás las ciudades y los pueblos, las torres de su pueblo. En Silvanost, la preciosa joya en el pecho del País de los Bosques, los templos dedicados a los dioses relucían con un blanco nacarado bajo los haces de luz solar, apiñados alrededor de los Jardines de Astarin. Con el corazón henchido de amor, Lorac Caladon exclamó:

—¡Somos los hijos de los dioses! ¡Somos los primogénitos, aquéllos a los que más aman! ¡Somos lo que los dioses querían que fueran todos los mortales del mundo y somos los que más merecemos su amor!

El guerrero reluciente gritó, y no se ruborizó para preguntarse si no estaría equivocado. ¿Cómo podía estarlo? Siglos de tradición le habían enseñado ese credo y, cuando miraba alrededor, tanto despierto como en su visión, veía las pruebas de la tradición por todas partes.

—¡Por el País de los Bosques! —gritó el guerrero, con los rubios cabellos ondeando al viento y los ojos relucientes.

Detrás de él, donde no podía ver, en el más diminuto rincón de su visión, de su sueño de salvación, palpitó una pequeña corrupción, una oscuridad sobre la tierra como la primera minúscula mancha de enfermedad en el pulmón de una hermosa reina joven. Invisible, no percibida aún, pero que sin embargo estaba allí y empezaba a matar en silencio.

En la Torre de las Estrellas, el rey elfo aulló con fuerza hacia los cielos, chillando a los dioses. Chilló con voz tan potente que los ecos de su agonía rodaron una y otra vez por las paredes circulares, como un trueno interminable. Gritó durante tanto tiempo que su garganta empezó a sangrar, y se habría ahogado con la sangre, pero eso no podía permitirse.

Del Orbe saltó un dragón, con las alas desplegadas y los colmillos centelleantes, que había estado aprisionado allí desde antes de los días de gloria de Istar, que había contemplado cómo a un príncipe de los sacerdotes se le ocurría que podría gustarle convertirse en un dios, que había hallado un modo de salvarse de la destrucción que sobrevendría musitando sus espantosas advertencias y falsas promesas a un joven mago exultante en su primera gloria, a Lorac Caladon. Había oído cómo Takhisis llamaba a sus dragones y los despertaba. Como fuego en su interior, sonó la llamada de la diosa, como llamas que corrían por su mente y su espíritu. ¡Despertad! ¡Despertad! ¡Dragones míos, despertad! Pero, hechizado e incapaz de hallar un modo de salir de su prisión de cristal, Víbora había permanecido atrapado… hasta ahora.

El contacto de una mente reptiliana, fría y reseca y carente de cualquier sentimiento que no fuera el ansia de matar, heló el cerebro de Lorac Caladon e inmovilizó sus manos. No podía chillar. No podía respirar. Sintió que aquella mente se le enroscaba alrededor como una serpiente alrededor de las extremidades de una criatura desvalida. En su corazón no había ninguna plegaria. Con la fe abatida por el temor, su espíritu se heló, y la magia de su interior se retorció como algo moribundo.

Y luego —¡en un instante!— aquella mente de dragón desapareció de la suya, el vínculo roto. Lorac respiró, pero sólo una vez. Entonces apareció otra mente, una más poderosa, que se apoderó de su corazón y espíritu con un dominio tal que Víbora no podía esperar conseguir jamás. Demasiado tarde, demasiado tarde comprendió que había dejado salir la magia del Orbe y que aquello era como abrir una puerta. Otro dragón, éste más poderoso, más cruel, apareció como una exhalación. Víbora rugió, pero el sonido de su furia era ya lejano, la bestia había desaparecido. En el espíritu de Lorac Caladon, una voz musitó palabras que eran como una llamarada, como un vendaval en un bosque que el invierno ha dejado desnudo, la voz de otro dragón. ¡Ahora puedes chillar, mi pequeño rey mago!

Y Lorac chilló, durante tanto tiempo y con tanta fuerza que al final se quedó sin voz. Aun sin voz, siguió gritando, y todos sus sueños del dorado guerrero que salvaría su reino se volvieron pesadillas, sueños convertidos en algo tan repugnante que sembraron las semillas de la locura en una mente que había sido famosa por su ingenio, sensatez y astucia.

No gritó sin palabras, y no aulló como las bestias aúllan en las tierras salvajes. Chilló las palabras que había aprendido en el regazo de su madre:

«¡Nosotros somos la tierra, la tierra es nosotros!».

Y por lo tanto —es lo más probable, sin duda es lo más probable, porque el mago más poderoso de los silvanestis habló en posesión de toda su magia— la locura del rey cayó sobre su tierra y todos los seres vivos quedaron pervertidos, deformados en cuerpo, deformados en espíritu, aprisionados dentro de la pesadilla del rey cuando Lorac Caladon cayó en picado en la desesperación.

***

El Rey de las Pesadillas abandonó su palacio, su Torre de las Estrellas, y ante él su guardia de Montaraces corrió aullando, con el terror pintado en sus rostros, y los ojos con la expresión de quien se encuentra al borde del Abismo, con el temor de la condenación abriéndose ante ellos, con las manos lívidas de la Reina de la Oscuridad alargándose para apoderarse de ellos. En las oraciones se habla de ese lugar —«¡Sálvanos del Abismo, oh E’li! ¡Aparta nuestro camino de allí, Guardián de la Luz!»—, en las horas más oscuras de la noche la mente lo imagina. Esos guerreros, la flor y nata del ejército de Lorac, los que no abandonarían a su soberano cualquiera que fuera el peligro, esos soldados contemplaron el Abismo, el lugar donde reside la más siniestra de las diosas y todos los tormentos que pueda concebir, tormentos para el cuerpo, despellejamientos, huesos triturados, ceguera, mutilaciones, ríos de sangre y manantiales de lágrimas. Su soberano les mostró todo eso, con una simple mirada dio forma a sus peores temores, a sus terrores más secretos. Gimiendo como criaturas dementes, huyeron de él, del Rey de las Pesadillas, y él rió al verlos huir, rió al sentir la locura de sus hombres corriendo por su interior como sangre circulando por sus venas.

Cuando los primeros vientos del invierno soplaron en derredor, helados y desgarradores, el monarca se volvió para mirar la Torre de las Estrellas, la refulgente belleza producto de la albañilería y la magia, construida en la época de Silvanos y erigida como sede de poder desde la que el linaje de aquel rey celebrado por la historia había gobernado en majestad durante siglos. Su mirada hizo que el mármol se derritiera como la cera de una vela. Los torreones se desplomaron, y la torre se inclinó y retorció como si fuera un anciano contorsionado por el sufrimiento.

El Rey de las Pesadillas rió, y dio la espalda a la sede de poder. Entre alaridos, como si fuera un alma en pena, como aúllan los locos, recorrió los Jardines de Astarin, y a su paso sólo sembró catástrofes. Las aves caían muertas, convertidas en pequeños fardos de hueso y plumas, y cuando las pisoteaba despertaban, convertidas en criaturas salvajes de aspecto dragontino, con dientes afilados como agujas y ansia de sangre, con las plumas transformadas en escamas y los corazones rebosando maldad. Tocaba las plantas al pasar, la enredadera lunar y el jazmín de invierno, la espinosa rosa y la sinuosa glicina, y en esas primeras horas del invierno, las plantas florecieron, con flores del color de los cardenales y la sangre y con perfumes que no eran más que vileza y pestilencia. La sombra del monarca cayó sobre el boj, y los setos se desplomaron, víctimas de enfermedades; marchitos, caían formando montones de burbujeante limo marrón.

Entonando una canción enloquecida, el rey penetró en cada uno de los templos e hizo que los muros de mármol se derritieran, que los altares se derrumbasen ante su simple mirada y que las tiras de incienso despidieran un olor pútrido. Los pergaminos ardieron, y el humo de sus fuegos se elevó hacia un cielo del color de la bilis. Las casas de los nobles se derrumbaban; los hogares de los humildes se diluían como lava fundida, y todo ello porque el Rey de las Pesadillas posaba su mirada sobre ellos.

Paseó por su reino, el dorado guerrero envilecido. Ya no era el rey de espalda erguida, el portador de sabiduría; ya no era el amante de la tierra. Sus pensamientos eran veneno. El cielo sobre su reino adoptó un turbio color verdoso, y cuando llegaron las lluvias, éstas cayeron en forma de ácido siseante que todo lo quemaba. Cada arroyo junto al que pasaba se convertía en sangre que se vertía en el poderoso Thon-Thalas, hasta que el mismo río se convirtió en una arteria ensangrentada. Avanzaba lleno de desesperación, lleno de odio, con la mente gobernada por la voluntad de un venenoso Dragón Verde. La carne se pudrió en sus extremidades, los cabellos cayeron de su cabeza dejando que refulgentes trozos de cráneo brillaran bajo la verde luz.

Todo lo que le acaecía al monarca, acaecía a la tierra. Por todas partes en los bosques de Silvanesti, los árboles que con tanto esmero habían cuidado los elfos de la Casa de Arboricultura Estética se doblaban y sangraban, la savia se les escapaba, las hojas caían, los troncos se descortezaban como consumidos víctimas de una enfermedad. En el bosque, los ciervos morían. En los ríos, los peces se transformaban en monstruos, criaturas con colmillos a las que crecían piernas y brazos, que se arrastraban hacia tierra firme.

El Rey de las Pesadillas paseó por todo su reino, provocando la muerte de todo lo que lo rodeaba. Una larga y lenta muerte, ya que la pesadilla que tiranizaba a Lorac Caladon provenía de un dragón que conocía bien las estratagemas de la Reina de la Oscuridad. Su nombre era Cyan Bloodbane, y había pasado un tiempo en el Abismo, aprendiendo su oficio.

Cada uno, dragón y Rey de las Pesadillas, oían los aullidos de la tierra, los gritos de los árboles, el chillido de las aves y animales a medida que la pesadilla de Lorac los atrapaba y destrozaba, creando de las ruinas criaturas más horribles que cualquiera que existiera fuera del reino de la demencia. Ambos se deleitaban en ello, borrachos de su propia rabia. Y escuchaban los quejidos de los mortales, atrapados en el terror. Algunos eran elfos, otros no.

No puede decirse, no obstante, que en su locura el rey elfo fracasase en su promesa de librar al reino del ejército de los Dragones de Takhisis. Lorac Caladon, que había gobernado a los silvanestis seis veces la duración de la vida del humano más longevo, mantuvo su promesa.

Phair Caron anduvo por todo el territorio, quemando y matando, mientras buscaba la hermosa ciudad de Silvanost. Había padecido bajas en su batalla contra el ejército de lord Garan, entre las cuales la del hechicero, su mejor capitán, no era la menos importante. Su avatar había desaparecido, asesinado y convertido en polvo, y su mente había regresado a la prisión de su cuerpo destrozado en algún lugar lejano. Maldijo la pérdida y maldijo al mago, pero mitigó su cólera asesinando. Y, de ese modo, fue en una pequeña ciudad junto al Thon-Thalas dónde la mano de Lorac Caladon la encontró. La mujer interrumpió su matanza de niños y se sintió caer a sí misma, veloz y con fuerza, en un lugar oscuro y terrible.

En su caída, no tuvo la inteligencia de preguntarse si su mente estaba entera y, cuando el descenso finalizó, ya no tenía inteligencia. No se hallaba en un destrozado pueblo elfo, sino en Tarsis, la ciudad de su infancia; estaba ante las puertas del burdel en el que había, por necesidad, obtenido el dinero necesario para mantener a su hermana pequeña con vida, alimentada y vestida… y fuera de ese lugar. No lejos de allí, a sólo unas calles, al otro lado del bulevar que separaba el territorio de la prostitución de la zona de la gente elegante, había gateado en una cuneta en busca de una moneda elfa.

Oyó risas y música vulgar. Oyó a hombres que gruñían y rugían como animales. Voces femeninas se alzaban en atronadoras carcajadas y se apagaban en sollozos, y los hombres seguían entrando y saliendo por aquellas burdas puertas de madera; penetraban ávidos y salían saciados. Conocía el lugar; avanzó un paso y luego otro, como una criatura que se acerca de puntillas a la puerta que le han prohibido cruzar. Sabía quién mandaba al otro lado de esa puerta. Sabía…

La puerta se abrió de par en par. En el umbral había una mujer vestida con negras sedas finas como gasas y hábilmente desgarradas para parecer como los harapos de una muchacha del arroyo; los dorados cabellos se derramaban por sus hombros, el rostro era el lienzo de alguna mano demente que había pintado sobre él con coloretes y kohl para que sus blancas mejillas aparecieran rojas y los pálidos ojos oscuros.

—¡Phair! —exclamó la mujer con una risa borracha; abrió los brazos para dar la bienvenida a otro hombre más al burdel y lo agarró antes de que pudiera dejarla atrás, entre risitas tontas que se transformaron en aullantes carcajadas cuando él la besó y acarició—. ¡Entra, hermana! —gritó por encima del hombro de su cliente—. ¡Te he guardado el jergón!

Fue entonces cuando la Señora del Dragón de Takhisis se echó a gritar, fue entonces cuando vio lo que toda su vida había intentado evitar, a su hermana agarrando codiciosa la moneda que le ofrecían por utilizar su cuerpo.

Phair Caron corrió por entre su ejército, con la cabellera suelta, aullando con la boca desencajada mientras intentaba sacarse los ojos, que finalmente consiguió arrancar de sus órbitas para dejar de contemplar la pesadilla viviente a la que se había visto arrojada. Pero no importaba a dónde corriera ahora con sangrantes agujeros allí donde habían estado sus ojos azules, porque seguía viendo el horror. Continuaba viendo la pesadilla que gobernaba su cerebro, y aquella alucinación no finalizó hasta que por fin, pensando que ella era un enemigo que atacaba, aullando en sus propias pesadillas, tres de sus guerreros cayeron sobre ella y la mataron a hachazos.

El ejército de los Dragones no volvió a arrasar el reino de Silvanesti. Algunos consiguieron salir, pero la mayoría no pudo hacerlo. Todos, los que huyeron y los que se quedaron, murieron entre desvaríos, chillidos y aullidos, derrotados en la pesadilla.

Y en la sala de audiencias de la Torre de las Estrellas, el cuerpo del Orador permanecía sentado en total inmovilidad, con los ojos desorbitados y la boca abierta en un desgarrador alarido silencioso.