8

El dragón llegó proyectando fuego sobre las copas de los árboles, giró y se elevó más. Al volver a girar descendió de nuevo, corriendo a toda velocidad a lo largo de la cañada como una lanza disparada por un dios enfurecido. Sobre su lomo el jinete de roja armadura aulló una sentencia de muerte en los oídos de cada mago, cada Montaraz, y en el corazón de un solitario clérigo. Sin embargo, incluso mientras el humo descendía desde el norte en enormes oleadas turbulentas que se recortaban negras contra el cielo, en el borde de la cañada los Montaraces se mantuvieron firmes, sin mirar al norte, sin permitir que el fuego afectara sus nervios mientras sujetaban a toda prisa una segunda descarga de flechas y la disparaban contra la criatura. Proyectil tras proyectil, todos rebotaron en la piel del animal, y sólo uno se acercó al objetivo, el único lugar vulnerable del ser: el ojo.

En el fondo de la cañada, Dalamar observaba, con los posos de la magia como un veneno aletargador en su sangre y los músculos temblando de agotamiento, intentando seguir el vuelo de cada flecha, sabiendo que cada una erraría el blanco. Alrededor se arremolinaban las voces de los magos, voces fatigadas, ásperas por la tensión, desgarrándose bajo el peso del pánico y el agotamiento. Parecían niños, quejumbrosos y asustados, impotentes para asumir lo que debía suceder, la matanza que sin duda iba a producirse.

Y en lo alto del precipicio, junto al árbol donde horas antes se había sentado a meditar, se hallaba lord Tellin Vientorresplandeciente, con una larga espada sujeta entre ambas manos.

Por todos los dioses, se dijo Dalamar, ¿de dónde había salido… y qué iba a hacer con aquella espada?

El mago no tenía ni idea y, sin embargo, la visión del clérigo, espada en mano, lo arrancó bruscamente de su letargo. El dragón se acercó más. Dalamar agarró a un mago del brazo, luego a otro, empujándolos por delante de él, en dirección sur a lo largo del fondo del barranco.

—¡Subid hacia el bosque! —gritó, tirando de una mujer que había caído al suelo tras el destejido de la magia—. ¡Subid a terreno alto y entrad en el bosque!

La hechicera se marchó, trepando a gatas, entre jadeos, sollozos y tal vez plegarias, y dejando pequeñas marcas de sangre a su paso, las huellas de sus manos allí donde la piedra las dejaba en carne viva. Otros la siguieron, mientras los más fuertes ayudaban a los que todavía no habían recuperado las fuerzas. Uno tras otro, encontraron el sendero y arrostraron la ascensión. El viento provocado por el paso del dragón los zarandeó, balanceando a Dalamar sobre sus talones. Le bestia volvió a pasar, y la punta de su ala barrió a dos magos del peligroso camino, para arrojarlos entre gritos al fondo de la cañada.

La voz de Tellin resonó desde lo alto, repentinamente aguda y sonora como la de cualquier comandante en el campo de batalla. Blandió la espada una vez sobre su cabeza para llamar la atención de los magos que seguían en el sendero y luego señaló con la hoja en dirección al bosque.

—¡Id a los árboles! ¡El dragón no os puede seguir allí! ¡Deprisa!

Corrieron. Gatearon y cayeron y se incorporaron otra vez, uno a uno, trepando con ayuda de las uñas en dirección a los bosques. El dragón hizo otra pasada, otro prolongado y vociferante ataque a través de la estrecha cañada, y el jinete de roja armadura, inclinado hacia fuera tanto como pudo, cortó las piernas de otro mago, profiriendo una sonora carcajada cuando el elfo cayó, ensangrentado, chillando y rodando al interior del barranco. Incontenible, el reptil volvió a elevarse por los aires, para ascender hacia lo alto.

—¡Dalamar! —llamó Tellin—. ¡Vamos! ¡Sube aquí!

Pero Dalamar no se movió. Permaneció en el barranco con los dos magos que habían muerto durante el conjuro, Ylle Savath con la espesa cabellera blanca desparramada alrededor y Benen Graciaestival cuyo rostro había expresado tan desbordante alegría que la había hecho parecer una mujer atenazada por la pasión. En lo más profundo de Dalamar ardió un fuego, un fuego producto de la cólera.

—¡Dalamar! —Tellin se encontraba a centímetros del borde del precipicio. A su espalda, una Montaraz sacaba otra flecha de su carcaj y la insertaba a toda prisa en la cuerda—. ¡Sal de ahí!

En lo alto del cielo, al norte sobre los árboles, el dragón viró y se dejó caer, listo para realizar el último ataque.

Dalamar dio la espalda al sendero. Se colocó firme, con las piernas separadas, y buscó en lo más profundo de su interior para averiguar qué energías le quedaban para realizar conjuros. Algunas, algunas.

—¡Dalamar! —volvió a gritar el clérigo—. ¡Sal!

El mago no le prestó atención. En esos momentos se negaba a oír nada que no fuera el sonido del cielo, el sonido del dragón que iba tras él. Contó sus fuerzas y le parecieron suficientes, luego buscó en su interior todos los hechizos que conocía… y los consideró inútiles, pues se trataba sólo de los insignificantes y simples conjuros que, a regañadientes, se le había permitido aprender. Había otros, conjuros arcanos aprendidos durante el verano, pero llevaba mucho tiempo lejos de esos tutores, con los libros escondidos en su cueva en las afueras de Silvanost. No había leído las palabras de esos hechizos desde hacía demasiado tiempo y no se atrevía a lanzarlos confiando sólo en su memoria. Pronunciar mal aunque sólo fuera una palabra… y los hechizos podían resultar inútiles o matarlo. Además, se trataba de conjuros de poca importancia, tanto daba que los hubiera leído apenas una hora antes y pudiera lanzarlos con total fidelidad, porque contra un dragón tendrían el mismo efecto que un escupitajo.

No obstante, tal vez existía un conjuro, uno que todo mago conocía sin importar el color de su túnica, sin importar cuál de los tres dioses de la magia escuchaba sus oraciones.

¡Dalamar!

Con el rabillo del ojo, vio a Tellin en lo alto de la cañada, con la túnica manchada de barro, sangre y sudor. El clérigo estaba erguido y listo, con el grueso y pesado sable sujeto torpemente con ambas manos. «¡Idiota! —pensó el mago—. Caerá del sendero si intenta usarlo».

El dragón rugió como un trueno, y en sus oídos, en su corazón, Dalamar oyó la risa del mago que resonaba entre las paredes del barranco como el bramido de un mar embravecido.

—Te veo hechicerillo. ¡Eres mío!

—¡No! —chilló Tellin, y la voz del clérigo, acostumbrada a suaves plegarias y dulces cánticos, hendió la cañada, rebotando en las paredes como juramentos—. ¡Dalamar! ¡Sal!

El elfo se mantuvo en su puesto. Sólo necesitaba gritar una palabra, dos insignificantes sílabas gritadas con toda la fuerza de sus pulmones y la energía de la magia que quedaba en su interior tras ese largo día de trabajo. ¿Cuánta era esa energía? ¿Cuánta?

Cualquiera que fuera la fuerza que tenía, cualquiera que fuera el exiguo poder que el agotamiento no hiciera suyo… tendría que ser suficiente.

El dragón fue aumentando de tamaño a medida que se acercaba, equilibrando las amplias alas para ganar velocidad, y Dalamar tuvo la impresión de que no veía nada con excepción de las fauces de la bestia y la mano cubierta con un guante rojo del hechicero que se extendía hacia él. Con todo el aliento contenido en sus pulmones, con toda la fuerza de su corazón, Dalamar gritó: ¡Shirak!, y un enorme globo de luz estalló en lo alto, llameando en el aire entre él y el reptil.

La bestia rugió, luego aulló de dolor.

En la zona alta de la cañada, un Montaraz lanzó un juramento, cegado por la luz, pero en ese mismo instante, otro profirió un grito de alegría y su voz se alzó en un canto ávido de sangre.

—¡Otra vez! ¡Disparemos de nuevo esas flechas! ¡Arqueros!

Cegado por su propia luz, Dalamar se tambaleó y giró, alargando los brazos para buscar la pared de la cañada y tropezó con el repulgo de su túnica al primer paso. Entre alaridos, el dragón se alzó por encima de las copas de los árboles, luego aulló en el cielo, cegado no por la luz sino por las flechas verdes y doradas de los Montaraces. Ciego, se tambaleó en pleno vuelo y luego se desplomó con violencia; el ruido al chocar contra los árboles fue como una tormenta al descargar, un conjunto de estallidos y chasquidos unidos al lento grito dolorido de los árboles al ser hendidos y arrancados de raíz. Un ala se partió cerca del omóplato de la criatura, y la otra fue atravesada por árboles astillados, y quedó inmovilizada.

—¡El dragón ha caído! —chilló uno de los arqueros, pero, por encima de los alaridos de la bestia, aquella voz apenas sonaba como el zumbido de un insecto. Sin embargo, Dalamar la oyó, y comprendió qué era lo que gritaba el Montaraz—. ¡Ha caído! ¡A las espadas! ¡A las espadas! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

Los Montaraces salieron corriendo profiriendo aullidos al tiempo que se abrían paso por entre el destrozado follaje. El sonido de su carnicería inundó el bosque y resonó en el cielo: gritos de salvaje regocijo, y el atronador rugido del animal que se debatía, ciego y tullido.

Dalamar, ciego como la criatura, avanzó tambaleante, dando un traspié sobre el cuerpo cada vez más rígido de Ylle Savath. Le impidió caer una mano que lo sujetó con fuerza del brazo.

¡Tellin! Tellin, desde luego.

—¡Vos! —exclamó Dalamar, riendo, y con las rodillas casi a punto de doblarse de alivio—. ¡Vos, milord clérigo con vuestra espada! Deberíais correr y tomar parte en la matanza.

Con los ojos deslumbrados todavía, percibió un tenue siseo, un sonido parecido al de las serpientes.

—Por eso estoy aquí —dijo una voz baja y ronca justo detrás de su oído—. Un mago oscuro que ha venido a librar al mundo de los magos elfos.

Los sonidos del dragón moribundo y los gritos de júbilo de los Montaraces se apagaron y se volvieron apenas perceptibles, como si una espesa y húmeda niebla los hubiera sofocado. Un escalofrío se deslizó por la columna vertebral de Dalamar. Estrujándose el cerebro, el mago intentó recordar si había oído el sonido del grito de muerte del clérigo durante la lucha. Con la visión poco a poco más clara, advirtió que la mano posada sobre su brazo lucía un guante rojo y era mucho mayor que la de Tellin.

Los oídos del elfo zumbaron con el estrépito de la muerte del reptil. Alguien lanzó un grito, un largo y desgarrador alarido que finalizó en un sollozo borboteante. Uno de los Montaraces se había acercado demasiado a su presa. Entonces los gritos cambiaron, de un modo tan repentino que los combatientes elfos no tuvieron tiempo de darse cuenta de que su infortunado compañero estaba muerto.

¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego en los bosques!.

Dalamar oyó todo eso mientras alzaba la mirada hacia las negras rendijas para los ojos de un yelmo de dragón, y mirar allí dentro fue como contemplar el bullir de un torbellino o los ojos de un demente.

Una daga silbó fuera de su funda, para brillar pálidamente en la nublada mañana.

—No te muevas, hechicerillo.

Dalamar permaneció inmóvil como una estatua. La punta de la daga en su garganta lo pinchó con fuerza para dar más énfasis a las palabras del otro. «Muévete, y morirás». Apenas respiraba, pero se dio cuenta de que la voz de su capturador sonaba poco clara, como si el que hablaba estuviera borracho o hubiera recibido un golpe terrible en la cabeza. Los gritos del dragón sacudían el aire, incluso en un lugar tan alejado como el fondo del barranco, y el joven mago sintió que el suelo bajo sus botas vibraba con las sacudidas del animal. El guerrero de la armadura roja gimió, lanzando un sordo sollozo.

El estómago de Dalamar se tensó con repentina comprensión. El hechicero había cabalgado en el dragón, y a algunos de los que lo hacían les gustaba forjar un vínculo con la criatura, mente con mente. El habla inarticulada y los ojos apagados y sin brillo le indicaron al elfo que el otro no había conseguido romper ese vínculo antes de que la bestia se desplomara. Se encontraba aún en alguna parte de la mente del animal moribundo, y sentía su muerte, tal vez para no tardar en morir también él. La esperanza se adueñó del joven, con la adrenalina y la sangre corriendo a raudales por sus venas. Pero no importaba lo que corriera por su interior, su adversario seguía manteniendo la punta de la daga apretada contra su garganta, y aunque fuera perdiendo fuerzas a medida que su montura moría, su mano permanecía firme alrededor del mango del cuchillo.

Oyó una pisada apenas perceptible. Dalamar la oyó pero ni siquiera alzó la mirada. No obstante, olía el sudor de aquél que se hallaba detrás de su enemigo y por encima de él en el sendero. Mezclado con el hedor del sudor y la sangre había otro aroma más dulce: incienso de templo que siempre flotaba por entre los árboles de Silvanost, el embriagador perfume surgiendo de los blancos templos erigidos a dioses blancos y oliendo en todas las estaciones como los bosques en otoño. Lord Tellin Vientorresplandeciente se encontraba en el sendero en la zona estrecha donde a primeras horas de aquel día Dalamar le había salvado la vida al tirar de él hacia atrás y evitar que cayera. Empuñaba su espada, sujetándola con fuerza, bien alzada. En sus ojos brillaba un terror que expresaba la elección que debía tomar, elección y oportunidad tomadas ambas en un instante: matar al mago o ver morir a su antiguo sirviente.

El jinete de roja armadura se irguió de improviso, como si supiera que había alguien a su espalda. Se volvió, con la mano posada aún en Dalamar, y chilló, emitiendo un penetrante y terrible grito que serpenteó hacia el cielo. En aquel grito se devanaban toda su rabia y la del dragón, en cuya mente todavía habitaban, en parte, su dolor y el de la criatura.

—¡Fuego! —chillaron desde el bosque situado en lo alto, eran más voces que las de los Montaraces las que chillaban, muchas más. Muchos soldados descendían por el bosque, retirándose ante los hombres dragones—. ¡Salid! ¡Fuego!

El mago alzó la mano, y Dalamar supo que realizaba gestos mágicos. Cualquiera que sea el sendero que siga un hechicero, el baile de las manos es siempre el mismo. La voz gimoteante que surgía del interior del yelmo sonaba hueca, y las palabras que pronunciaba entrelazadas unas alrededor de las otras en un complejo diseño sonoro fueron sonando cada vez más sombrías. Y, al mismo tiempo que lo hacía el sonido, se ensombrecía la cañada, pues el aire se tornó púrpura como si un millar de crepúsculos ocuparan el espacio entre las pétreas paredes; la oscuridad trepó desde el suelo, ocultando los cuerpos de Ylle Savath y Benen Graciaestival.

El rostro de Tellin brilló blanco en la creciente oscuridad, y su espada se alzó, en la hoja tan larga y pesada que casi le hizo perder el equilibrio. El clérigo de Paladine, el acólito de E’li prometido al templo desde su nacimiento, dejó caer aquella hoja con todas las fuerzas de sus jóvenes brazos, con la intención de matar. Y si E’li vivía en el corazón de aquel clérigo, fue Kiri-Jolith en persona quién agudizó su visión y dio fuerzas a su mano. El arma golpeó la armadura y repicó como no debía haberlo hecho desde que sintiera el último golpe del martillo del herrero; rebotó en dirección a Tellin, quien volvió a descargarla, con furia, mientras trastabillaba en el borde del sendero. Esta vez el filo encontró menor resistencia y rebanó la carne en la articulación del codo de la armadura.

El guerrero rojo retrocedió girando al tiempo que profería un desgarrador alarido. Echó la cabeza hacia atrás, lanzando juramentos mientras la sangre brotaba de la herida, más oscura que la roja armadura.

—¡Estás muerto! —gritó al cielo, al clérigo cuya espada le había herido. El vínculo con el dragón había desaparecido, cercenado por el dolor, y sus ojos brillaron azules como cuchillas—. ¡Estás muerto!

Una mano surgió del crepúsculo, espectral, nacida de una maldición, y compuesta de neblina roja como la sangre. Helado hasta los huesos, Dalamar vio como la mano crecía por momentos, hasta que pareció ocultar el cielo situado encima del barranco. A su espalda, Tellin daba boqueadas como si se asfixiara, y el mago elfo giró en redondo a toda prisa a tiempo de ver cómo su compañero caía de rodillas. La espada se desprendió de su mano, tintineó sobre las piedras y rodó al fondo de la cañada.

—¡Milord!

El rostro del clérigo se tornó rojo, y sus ojos parecieron a punto de salir de sus órbitas, como un hombre al que están estrangulando. En el cielo sobre el barranco, la mano era ahora un puño de blancos nudillos.

—¡No! —Enfurecido, Dalamar se revolvió contra su adversario—. ¡Suéltalo!

El hechicero lanzó una carcajada —un sonido ronco y cortante— y se desplomó sobre el pedregoso suelo de la cañada hecho un ovillo que tintineó con un sonido metálico. Tellin boqueó y se dejó caer. Sus labios empezaban a tornarse azules, su rostro lívido.

—Tellin…

Dalamar trepó por el sendero y sujetó al clérigo justo antes de que se derrumbara. En el cielo, la mano siguió apretando, mientras en los brazos del mago, el otro se iba asfixiando, con una neblina incrédula en los ojos, como si la mano que veía, aquella mano roja que flotaba sobre la cañada, fuera la mano de algún terrible demonio.

—E’li. —El nombre del dios surgió de sus labios azulados como un gemido agónico. Alzó su propia mano, pero no demasiado, y con los ojos fijos en Dalamar, mientras su última luz y su vida se extinguían, repitió—: E’li…

Pero el dios que no había contestado a las oraciones de todos los elfos de Silvanesti desde hacía muchos y largos meses, tampoco respondió a la plegaria de su clérigo moribundo. La luz se apagó en los ojos de lord Tellin Vientorresplandeciente, y su alma abandonó su cuerpo. Sólo quedó barro inerte, una pesada carga en los brazos de Dalamar, y su peso era mucho mayor de lo que había parecido en vida. La mágica mano se desvaneció, disolviéndose como la bruma ante una brisa, y sobre el suelo de la cañada quedaron los restos de Ylle Savath y Benen Graciaestival, del clérigo abatido por el dragón y del mago de roja armadura.

De ese último no quedaba gran cosa. Ni restos del cuerpo; sólo el yelmo y la armadura, y éstos estaban vacíos, un simple cascarón. Lo que había sido parte del hechicero había desaparecido, pasado a formar parte de la tierra. No quedaba más que polvo dentro de la armadura. Ah, pero no estaba muerto, a pesar de que no había cuerpo dentro de la armadura. Como un fantasma en la noche, un lamento recorrió los nervios de Dalamar, no se trataba de un sonido audible sino de algo palpable, como se siente el primer viento helado del invierno.

Con un escalofrío, el joven elfo volvió la mirada hacia el hombre sin vida que sostenía en sus brazos, el noble que había recorrido todo el camino hasta la frontera en busca de un sueño que probablemente jamás hubiera conseguido hacer realidad. Sobre el suelo, caído en el sendero de rocas, yacía algo brillante. Dalamar extendió la mano y levantó el estuche bordado del pergamino que Tellin se había llevado de Silvanost, el regalo devuelto y el regalo concedido. Lo hizo girar en la mano, los colibríes revoloteaban sobre rosas rojas como rubíes, con sus diminutos picos en forma de aguja sumergidos en nacarado rocío, y lo limpió frotándolo contra la manga de la túnica. No todo el polvo desapareció, pues gran parte de él se había incrustado en el delicado bordado, dando al color rosa una tonalidad marrón.

—¿Está muerto? —preguntó una mujer, una Montaraz de pie en lo alto del sendero. La elfa sangraba, llevaba el brazo sujeto en un tosco cabestrillo y la cabeza envuelta con un trapo por el que rezumaba la sangre. La guerrera provenía del campo de batalla y no hacía mucho que había abandonado la primera línea—. ¿Está muerto el clérigo?

Dalamar asintió e intentó entregarle el estuche, pues le parecía que pesaba tanto como el cadáver.

Ella negó con la cabeza.

—¿No le servías allá en Silvanost, en el Templo de E’li?

Dalamar volvió a asentir.

La Montaraz miró colina arriba al lugar donde yacía el cuerpo del dragón, donde las brillantes llamas del incendio refulgían a no demasiada distancia.

—Guárdalo, mago. Tal vez puedas devolverlo a su familia y conseguir una recompensa por las molestias. Pero ahora… —giró la cabeza de nuevo en dirección al bosque y al fuego— ahora, deja a los muertos y ven a ayudarme a sacar a los vivos de aquí.

De ese modo hablan los soldados que se encuentran a menudo en compañía de cadáveres. Dalamar asintió y, acto seguido, depositó el cuerpo de Tellin Vientorresplandeciente sobre las piedras, colocando las extremidades en una posición decorosa, y se inclinó para cerrarle los ojos. No fue fácil conseguirlo, pues lo habían estrangulado con tanta precisión como si lo hubieran colgado de una soga.

—Milord —dijo, pero no supo qué más decir; no hacía mucho tiempo que conocía a ese clérigo, y no habían compartido mucho más que sueños irracionales, y ese plan que podría hacer realidad aquellos sueños.

El mago sonrió, con una amarga sonrisa en los labios. ¡Cuán veloces mueren los sueños!

—Milord, vos salvasteis mi vida.

Era una vieja frase, extraída de una poesía o una plegaria, no recordaba exactamente qué. Algo que habría agradado a Tellin Vientorresplandeciente y que éste habría escrito con hermosa caligrafía y brillantes ilustraciones. Dalamar la ofreció en agradecimiento y cruzó las manos del clérigo sobre su pecho.

—Marchad con E’li, pues vos hallaréis con él vuestra paz.

Pero si la antigua frase resultaba apropiada, el antiguo criado tuvo la impresión de que la tradicional bendición sonaba forzada como una mentira.

***

Los magos y su escolta de Montaraces corrieron por el bosque, aunque sin avanzar a gran velocidad, ni tampoco durante mucho tiempo sin detenerse a menudo a descansar. Demasiado agotados, los magos y muchos de los guerreros elfos se veían debilitados además por heridas de diversa índole. Atravesaron la calzada del Rey en dos días y, para entonces, no se veía ninguna señal del gran incendio en el norte. Había llovido allí, con fuerza por lo que indicaban los grandes nubarrones; si el fuego no se había apagado, al menos ya no era tan fuerte.

Otras cosas tenían que lamentar, sin embargo, pues en la calzada del Rey encontraron el bosque destrozado, mancillado por los desperdicios abandonados por una horda de refugiados: las fogatas, los huesos de animales devorados, botas que ya no servían, ropas desgarradas, en ocasiones incluso una tetera o una olla que se habían vuelto demasiado pesadas para transportarlas. Entre todo eso yacían los refugiados muertos, los que habían perdido la fuerza de voluntad y las energías y no podían ir más allá del lugar en el que caían. Los cuervos se cebaban en ellos, limpiando los huesos de elfos que huían del ejército de los Dragones para hallar la muerte en el dulce bosque a kilómetros de distancia de Silvanost.

Algunos lloraron al ver los muertos, con los huesos descarnados y las ropas harapientas ondeando sobre los cadáveres como pendones que atraían a los carroñeros. Algunos sugirieron enterrar los cuerpos, pero tras largas discusiones se los convenció de que no tenían ni tiempo ni las herramientas para hacerlo; lo mismo había sucedido con los muertos en la cañada. Dalamar tenía la impresión de que el bosque estaba repleto de cadáveres de norte a sur. Los Montaraces los convencieron, pero eso no significaba que el espectáculo no les afectara.

—No me importa si Phair Caron dobla su ejército —dijo uno a otro—. ¡No me importa si lo triplica! Regresaré a luchar, lo juro, y nadie me detendrá.

—¿Doblará su ejército? —inquirió Dalamar cuando cruzaron la calzada y regresaron al interior del bosque.

No quisieron seguir por el enojoso sendero, porque los refugiados atestaban la ancha carretera. El joven mago miró por encima del hombro los destrozos, los muertos y los cuervos.

La Montaraz —la misma que lo había hecho salir de la cañada— se encogió de hombros.

—Eso es lo que oímos cuando volvíamos de la batalla. A lord Garan no le importa. Está pidiendo más soldados al Orador. Ha enviado a un Mensajero del Viento con su solicitud.

Todos estaban de acuerdo, casi con una sola voz, en que Lorac daría al lord de la Protectoría toda la ayuda que necesitaba. ¿Cómo no hacerlo?

Una vez más, Dalamar volvió la cabeza para mirar a los muertos. Eran todos ancianos, ninguno en edad de combatir. Phair Caron se había ocupado de que los posibles guerreros fueran eliminados en sus pueblos y ciudades. ¿Dónde encontraría Lorac más hombres y mujeres para luchar? ¿De los escasos asentamientos de la zona meridional del reino? ¿Del este donde eran marinos pero no soldados?

Una ligera neblina en forma de lluvia fina empezó a caer, helando la carne. Dalamar encorvó los hombros para protegerse del frío y se subió la capucha de la mugrienta túnica blanca. Los árboles alrededor parecieron desvanecerse, incluso el brillante dorado de las hojas de álamo dejó de relucir. Era, se dijo el mago, como si el bosque se esfumara a su alrededor, desapareciendo ante sus propios ojos.

Un día más tarde, cuando cruzaron el Thon-Thalas en el transbordador y entraron en Silvanost a primera hora de la mañana, nada le pareció más sustancial. El olor de las hornadas flotaba por las amplias calles, los perros ladraban y los niños corrían persiguiéndose unos a otros por los jardines. El sol relucía en las torres. El rocío hacía brillar la hierba. Los templos que rodeaban los Jardines de Astarin resonaban con los cánticos de las plegarias, y el aroma del incienso impregnaba el aire. Dalamar lo vio todo, olió la ciudad, la oyó, y todo le pareció como un sueño de un lugar que había conocido.

El hogar de los más amados por los dioses… Era una mentira, y distinguió esa mentira en cada refulgente torre, en el rostro de todos los que pasaban, elfos todavía seguros —¡a pesar de que una siniestra y terrible diosa golpeaba a su misma puerta!— de que E’li los salvaría, de que E’li todavía los amaba. Dalamar reconoció la mentira cada vez que recordaba las últimas palabras de un clérigo que había muerto con su postrera plegaria en los labios, sin que ningún dios intercediera por él.