Dalamar estaba de pie en el fondo en la cañada, sobre el suelo de rocas al que todavía se aferraban las últimas sombras de la noche. Alrededor, el aire húmedo se hallaba inundado del embriagador aroma de la magia, y él se hallaba cogido de la mano de aquellos magos elegidos por Ylle Savath para rodear el círculo de nueve conjuradores que ahora unían mentes y corazones para tejer un enorme tapiz de ilusión mágica. Uno a uno, Dalamar sintió cómo se unían, cómo se forjaban los hilos invisibles para la creación de una telaraña de magia. La trama era resistente como malla de acero, pero el mago sabía —todos lo sabían— que al cabo de muy poco tiempo la telaraña se debilitaría como lo harían sus constructores, y el acero se transformaría en gasa. Como por arte de magia.
Aceites de sándalo, mimosa y glicina se mezclaban con sanguinaria quemada y con la acidez del ajenjo, incluso con el olor de pétalos secos de rosa. En la zona superficial de la conciencia, Dalamar sentía esos mensajes sensoriales; un nivel más profundo percibía los cánticos de magos como él que trabajaban para dar apoyo a la energía de los creadores de ilusiones, los tejedores de sueños.
Tierra y huesos, huesos y tierra, mi fuerza la tuya, no existe escasez. Tierra y huesos, huesos y tierra, mi fuerza la tuya, no existe escasez. Tierra y huesos, huesos y tierra… Tierra y huesos….
En la zona más profunda de su ser sólo existía magia, un poder que corría como un río que se arremolinaba crecido, y él, en cada una de sus partes, en cada célula, en cada fibra de su corazón, sentía aquel poder como el cielo siente los rayos. ¡Le pertenecía a él! Era parte de él, una parte que conocía y percibía desde su nacimiento y que ansiaba alimentar. Abrazó los rayos, absorbió el poder y lo dejó correr al exterior para luego volver a absorberlo.
¡Ah, dioses…!
En lo alto de la cañada había Montaraces apostados, que vigilaban el exterior con los arcos listos para disparar, y los ojos paseando incesantes de un lado a otro. Dalamar percibía su presencia, sus salvajes corazones, sus ansias por entrar en combate. Son asesinos, se dijo, que disfrutan con su trabajo.
El pensamiento se repitió a lo largo de la cadena de magos, rodando como el trueno en los corazones de sus compañeros. La joven situada a su izquierda y el hombre de mediana edad de su derecha apretaron sendas manos con más fuerza y luego las soltaron un poco.
Permanece en silencio, le dijeron con silencioso gesto. No pienses.
Eliminó veloz todo pensamiento y se concentró en la tarea de proyectarse hacia el pequeño corrillo de creadores de sueños, situado en el centro del círculo mayor.
Tierra y huesos, huesos y tierra, mi fuerza la tuya, no existe escasez. Tierra y huesos, huesos y tierra…
La energía fluyó de ellos, y Dalamar, con los ojos de la magia, vio aquella energía, aquel poder, en forma de brillantes estallidos de luz que se apagaban cuanto más se alejaban de ellos. Todos los magos del círculo mayor atraían esa luz hacia ellos y la abrazaban y cuidaban y volvían a derramar, pero no hacia los tejedores de sueños sino hacia el pedregoso suelo. Desde allí regresaría a aquéllos que la necesitaban, igual que los relámpagos que se originan en la tierra saltan hacia el cielo. Era como hacer el amor: se daba y se tomaba, y de ambas acciones surgía una fogosa magia. La joven de su izquierda apretó su mano de nuevo, pero no para acallarlo, puesto que el pensamiento sobre hacer el amor había surgido de ella. Alzó la cabeza, con los ojos encendidos, y los cabellos castaños ondulándose alrededor de su cuerpo en alas de la magia.
Dalamar se dijo que parecía una mujer dominada por la pasión.
El cuerpo del mago respondió al pensamiento, al poder que fluía como el roce febril de una mujer, y los ojos de todas las mujeres con las que había yacido brillaron ante él, mientras en todas las capas de su conciencia percibía su contacto, olía su dulce aliento, y el sonido de sus corazones era como el sonido del mar…
Con un gemido, dejó fuera todo pensamiento de actividad sexual, toda conciencia de la mujer que tenía al lado, y se exigió una total quietud, pues la magia que corría por su sangre ardía ahora. Ya no la sentía como un centelleo, sino como un fino río de fuego desbocado, como diminutas llamas que saltaban igual que crines de rojos caballos. Ardía, ardía, y los que se encontraban en el corro ardían con él, con los rostros bañados de sudor, los ojos desorbitados y oscuros, como ojos de demonios.
***
Los grifos descendieron del cielo surgidos de la nada. No venían del este ni del oeste, ni del norte ni del sur. Sencillamente estaban allí, profiriendo sus chillidos de águila, mientras las doradas alas batían el cielo como truenos. Sobre el lomo de cada uno, un arquero, un Jinete del Viento de vista aguda, disparaba una saeta tras otra.
Phair Caron aulló de rabia, al tiempo que chillaba a sus comandantes:
—¡Defended el suelo! ¡Defended el suelo!
Abajo, los ruidos del ejército cambiaron de potentes gritos de guerra de soldados seguros de la victoria a chillidos confusos y entremezclados del pánico. De las sombras de las colinas donde antes los dragones habían hallado para sí zonas soleadas donde calentar su fría sangre, brotaban legiones de Montaraces. Como un río, se derramaban por las laderas, profiriendo gritos desafiantes; salían a raudales del oeste, del este. Tronando oraciones a dioses cuyos nombres caían sobre los corazones del ejército de la Reina de la Oscuridad como maldiciones y sufrimiento, los elfos salieron en una masa rugiente de las sombras de los bosques situados al sur.
—¡E’li! —chillaban—. ¡Kiri-Jolith! ¡Matheri!
Los Dragones Rojos formaron una mortífera falange en el cielo, con Gema Sangrienta a la cabeza. Chispas de fuego brotaron de sus fauces, mientras proyectaban sus llamas sobre el ejército que se acercaba. El primer hedor acre de la carne quemada se elevó casi al instante. Un dragón rugió jubiloso, luego otro. Perdición y Asesino inclinaron las alas y giraron, elevándose más en el aire para ir en pos de los grifos y los Jinetes del Viento, dejando las fuerzas de tierra a los otros. Zarpa descendió, y Muerte Roja la siguió, con los ojos brillantes y las fauces abiertas. A las dos criaturas les encantaba el juego de agarrar y estirar, mediante el cual arrancaban soldados del suelo y los arrojaban sobre los lomos de sus compañeros.
—¡Tengo ganas de un elfo! —rugió Muerte Roja.
—¡Yo quiero dos! —tronó Zarpa.
Gema Sangrienta no dijo nada, se limitó a inclinarse y a virar de nuevo, volando bajo sobre el ejército, las siniestras huestes de Takhisis que giraban y giraban en su intento de combatir a un adversario que caía sobre ellos desde todos lados. Del suelo se elevaban maldiciones, aulladas en gritos agónicos o entre sollozos de terror; el cielo se llenó con el hedor a sangre y vísceras de los caídos. Grandes nubes de polvo se alzaban bajo los pies que corrían, igual que una pequeña tormenta nacida a ras de suelo. Bajo el cielo plomizo, por encima de los moribundos y los que se desangraban, el dragón y su Señora del Dragón descubrieron la realidad de la batalla en el mismo instante de fría claridad. Zarpa, al alargar las garras en busca de un elfo, se encontró en su lugar con el ogro que creía estaba luchando con el Montaraz.
¡No había elfos! ¡Era sólo una ilusión!
Zarpa rugió enfurecida, al tiempo que escupía huesos de ogro, y vomitaba vísceras de la misma hedionda criatura. En su rabia, agitó con tal violencia la cola que trituró los huesos de tres humanos que no consiguieron huir a tiempo, y acabó con otros cuatro antes de que su jinete consiguiera controlarla.
Por encima del campo de batalla los dragones rugieron, con voces potentes que los mortales pudieron oír:
—¡Magia! ¡Magia! ¡Lucháis contra sombras!
Sobre su montura, Phair Caron gritó a sus capitanes, maldiciéndolos, al tiempo que intentaba apartarlos y ordenaba que sacaran a sus dragones del terreno y fuera del cielo para que los jefes de la infantería pudieran controlar a sus fuerzas. Pero las órdenes fueron vanas, pues su ejército se desmoronó en forma de una confusa masa de guerreros que intentaba defenderse de enemigos que surgían de todas partes. Adversarios que no estaban allí, que no tenían más sustancia que simples espectros, tan irreales como la amenaza de un niño.
Perdición se alzó llevado por las corrientes, para volar cerca, casi a la misma altura que Gema Sangrienta. Tramd, con su armadura roja, los dorados cabellos trenzados en dos gruesas tiras y la barba en una sola, chilló:
—¡Sólo saben lo que ven y sienten, señora! ¡Se trata de magia que penetra profundamente en el cerebro!
—¡Entonces extráela! —gritó la Señora del Dragón. En el suelo, sus guerreros morían sin motivo, por culpa de la imaginación, y se desangraban allí donde caían, tan poderosa era la imagen impresa en cada mente—. ¡Extráela!
Lo intentó, vociferando conjuros, mientras se ataba con desgarradora fuerza a la silla de montar para a continuación usar ambas manos en la danza de gesticulaciones que produce la magia más poderosa. En el suelo nada sucedió que sugiriera que la magia de Tramd fuera más que los chillidos de un niño. Ogros y draconianos, humanos y goblins morían, cada uno creyéndose en combate cuerpo a cuerpo con enemigos mortales; algunos se retorcían en la danza de muerte de los que han sido atravesados por una flecha. Sangraban y sangraban a pesar de que ninguna flecha los había herido, en tanto que otros caían con sangre brotando a borbotones de sus bocas, como si una daga la hubiera liberado de sus corazones. Para cambiar aquello, el mago tendría que descubrir y eliminar la ilusión que anidaba en cada una de las mentes del campo de batalla.
Y los hombres morían por heridas de flecha que no eran reales, los ogros perecían bajo garras de grifos que no volaban, y los draconianos —de cerebros inertes— dejaban que sus cuerpos hicieran lo que hacen los cuerpos draconianos al morir; algunos se convertían en piedra, mientras otros caían bajo armas fantasmales y se transformaban en siseantes charcos de ácido en los que sus compañeros caían y morían entre alaridos.
De nuevo, un dragón se separó de los otros. Gema Sangrienta se elevó por los aires, muy por encima del ejército y dejó atrás a los otros jinetes de dragones. Su sombra recorrió el terreno de la matanza, negro bajo la sangrante masa, hasta alcanzar los peñascos bajo los que se alzaba la tienda de la Señora del Dragón. Desde allí le mostró lo que ésta más necesitaba ver. La mayor concentración de ejército fantasma estaba en el norte, el este y el oeste. Las fuerzas del sur eran las más reducidas.
En el sur se encontraba el auténtico ejército elfo, y los miembros de las fuerzas de la mujer que morían allí, lo harían víctimas de flechas de roble y acero, de espadas forjadas al fuego empuñadas por elfos de carne y hueso. Gema Sangrienta le juró que así era, y lo demostró volando bajo sobre el campo de batalla y arrancando a un elfo de entre la confusión. Partió la espalda del Montaraz con un golpe de su afilada garra, lo destripó y arrojó los ensangrentados restos al suelo.
Las ilusiones no sangran, pero en el nombre de la Reina de la Oscuridad, ¿cómo iba Phair Caron a convencer a aquellos estúpidos del suelo que morían en una ilusión creada por los elfos? Empuñando con fuerza su espada, giró hacia el norte y el sur, el oeste y el este, en un intento de ver a través de la fantasía de la magia. Su ejército combatía contra fantasmas, y los fantasmas venían de ¿dónde?
El cielo tronó, con el viento bajo las alas de otro Rojo cuando Tramd se acercó.
—¡Magos! —exclamó éste, dirigiendo el puño hacia el sur—. ¡Creadores de ilusiones! ¡Siento cómo la magia proviene de allí!
—¡Encuéntralos! ¡Mátalos! —fue la única orden que la mujer aulló, encolerizada.
En tierra, los Montaraces avanzaban, acometiendo al ejército de los Dragones con la desbordante furia de los que han jurado defender su país a sangre y fuego. De detrás de los peñascos, como el sol surgiendo por detrás de nubes de tormenta, surgió otra escuadrilla de grifos, orgullosa toda ella; el más grande y de mayor edad era un macho cuya reputación era conocida entre los dragones. Se trataba de Señor del Cielo, y si Phair Caron no había oído hablar nunca de la criatura, sí conocía bien a su jinete.
—Bastardo —musitó la Señora del Dragón del Ala Roja del ejército de la Reina de la Oscuridad—. ¡Bastardo!
Lord Garan de la Protectoría de Silvanesti alzó un puño cubierto con un guante de malla y emitió un grito de guerra que resonó en el frío aire, nítido como una corneta mientras conducía a su vasto escuadrón de arqueros fuera de las sombras de las cumbres. Las flechas cayeron como granizo, rebotando en las córneas escamas de los dragones mientras los grifos y sus arqueros salían en persecución de los cinco reptiles restantes, sin apuntar jamás a sus jinetes ni siquiera al corazón o vientre de las bestias. Los arqueros elfos tenían un blanco claro y sencillo: los ojos de los dragones.
Del suelo salió volando una lanza, cuya punta de acero brilló apagada bajo el cielo plomizo. Arrojada por el musculoso brazo de un ogro enfurecido, el proyectil alcanzó gran altura y dio en el flanco de uno de los grifos. La sangre hizo su aparición en la dorada piel, una mancha brillante tan vívida que su realidad era innegable.
Esta vez, el lord de la Protectoría y sus grifos no eran ilusiones, y en esta ocasión el ejército de los Dragones estaba auténticamente atrapado entre dos fuerzas de elfos, una en tierra proveniente del sur, otra en el cielo que luchaba allí dónde le venía en gana. En medio, la magia corría aún, y ogros, draconianos y humanos luchaban contra fantasmas mientras el plan de un mago elfo de menor importancia, un sirviente del Templo de E’li, daba un espléndido y sangriento fruto.
***
Dalamar cerró los ojos para hundirse aún más profundamente en la magia, en su propio corazón, en su propia alma. Recogió la luz que corría, la fuerza que brotaba de Ylle Savath y sus nueve magos, para llenarse con ella, y luego dejarla salir otra vez para que penetrara, incontenible, en la tierra.
Se alzó una voz, que chilló de dolor, de alegría, emociones que ya no se diferenciaban, sino que se confundían. En la magia, en el remolino de luz y oscuridad y luz otra vez, con la energía penetrando en su interior, y volviendo a salir, Dalamar no pudo decir si se trataba de una voz que se elevaba o del grito unido de los nueve creadores de ilusiones. Escudriñó alrededor con los ojos de la magia, para intentar distinguir las figuras en el torbellino de luz y oscuridad. Vio sólo a una persona, alta y delgada, y su visión fue como contemplar la imagen accidental de alguien vislumbrado en el instante de producirse un brillante fogonazo. Forzó a su vista a aclararse, y vio la figura con más claridad. Ylle Savath, con el rostro surcado de arrugas por la tensión y bañado en sudor, alzó las dos manos, y los que estaban a ambos lados de ella alzaron las suyas.
—¡Solinari! —exclamó, y su voz sonó por la cañada, rebotando en forma de ecos de una pared a otra—. ¡Dadnos vuestra brillante luz! ¡Oh Señor de la Magia Blanca, dadnos vuestra fuerza!
De las alturas llegó un retumbo, luego un rugido, como el mar estrellándose contra la orilla. Los Montaraces alzaron sus propias voces, gritando. ¿Unían sus voces a la de Ylle Savath, para invocar al hijo de Paladine y Quenesti-Pah? ¿Gritaban a Solinari de la Mano Poderosa? Dalamar no tenía modo de saberlo. Todas las palabras eran una, y aquella única palabra corría rugiendo como el fuego en su interior y en el de todos aquéllos a los que estaba ligado, mano con mano, unido en la cadena mágica.
Todas las palabras, la única palabra, lo atravesaron, corriendo por los senderos de sus venas como si fueran su propia sangre, a la carrera, saltando a través de él y bailoteando alrededor. La energía de la magia, de las voces, de todas las esperanzas a las que se había dado alas y liberado para que volaran hacia el dios, hormigueó en su piel, erizó los cabellos de su cogote, y luego envió la negra melena de su cabeza a volar como si él tuviera alas y se elevara por los aires.
Suave como un escalofrío, como el primer hálito frío del invierno, algo se onduló a lo largo de la cadena, mano con mano, corazón con corazón.
Duda.
Cansancio.
Los nueve magos que tomaban parte en el corro de mágica urdimbre de Ylle Savath se estremecieron.
Comprensión.
Con el corazón a punto de estallar, Dalamar intentó desesperadamente dejar en blanco su mente, no hacer caso de los sentimientos que se derramaban a través de la magia. Sujetó con fuerza las manos de Benen Graciaestival que estaba a su izquierda y sintió el rechinar de sus dedos entrelazados.
Alguien chilló un gemido lastimero.
—¡Solinari! —gritó Ylle Savath, y su voz fue como un águila que taladrara el cielo, para volar a las mansiones plateadas donde residía el dios, bajo la luna que llevaba su nombre. Echó la cabeza hacia atrás y dirigió el rostro hacia el cielo encapotado—. ¡Solinari! ¡Permanece a nuestro lado!
A pesar de que rezó, con un grito que resonó en la carne y los huesos de Dalamar y en los corazones de todos los reunidos, su oración llegó demasiado tarde. Distraída por el agotamiento de uno de sus magos, Ylle Savath se estremeció y perdió el control de su conjuro. Cada mago notó cómo los conjuros de ilusión perdían fuerza y coherencia, y cada uno intentó con desesperación recuperar la concentración, para volver a tejer la magia.
Descendiendo del cielo, desgarradora y devastadora, rugió la voz de un dragón. El fuego saltó frente a la visión de la magia de Dalamar, con llamas rojas como el sol, que corrían como la sangre. Otro dragón rugió, un tercero chilló, y se oyó el alarido de una mujer. Era un chillido de agonía y un feroz y triunfal grito de guerra, que sonaba a la vez distante y cercano, como si quien hubiera gritado se hallara a poca distancia. Toda la magia que había en Dalamar, en su corazón, en sus huesos, todo aquel resplandor que ascendía en espiral por cada célula de su cuerpo, que saltaba como el relámpago de una a otra…
Todo aquello se hizo pedazos y se convirtió en cenizas y material sin vida al caer.
Cuando abrió los ojos, tambaleándose bajo la luz del día, una luz que en esos momentos parecía como la noche más oscura, el mago vio a dos magos muertos caídos sobre el suelo. Uno era la mujer que había sujetado su mano en la cadena. El otro era Ylle Savath, cuyo rostro tenía escrita la muerte, en una expresión tal de horror que Dalamar desvió la mirada y deseó no volver a ver jamás aquella imagen en sus pesadillas.
Una media docena de Montaraces, jovencitos de largas piernas y pies ligeros, permanecían junto a un clérigo de túnica blanca en las sombras del bosque, observando a los dos ejércitos que se enfrentaban como rocas despeñándose en una avalancha. La ilusión elfa había desaparecido, se había desintegrado, pero el aire sobre la batalla seguía reluciendo como el efecto del calor en un tórrido día de verano.
—¿Quién podía haberla mantenido funcionando para siempre? —dijo uno de los soldados, intentando mostrar un tono despreocupado—. Dijeron que no podrían, y por lo tanto… no pasa nada. Todo debe ir según el plan.
El suelo bajo los pies de los Montaraces y el solitario clérigo se estremeció y gimió cuando el ejército elfo y los guerreros de la Reina de la Oscuridad se abalanzaron unos contra otros como si la sangre fuera su único alimento y acabaran de salir del invierno muertos de hambre. Con las espadas brillando bajo la luz mortecina del nublado día, los combatientes golpeaban y mataban; las hachas de guerra recogían su cosecha, y las dagas se emborrachaban.
—Tenemos una misión más para vosotros —había dicho lord Konnal al apostar a los agotados corredores a lo largo de las lindes del bosque, en la zona situada entre los territorios pedregosos y las estribaciones de las montañas.
Una más, una misión de misericordia, una que podía tener éxito o fracasar.
La maleza crujió en lo más profundo de las sombras: un joven que había roto la quietud para rascarse una picadura de insecto. Un débil gemido surgió de las sombras aún más oscuras que había detrás de él. Los magos, que habían agotado sus fuerzas en la conversación mental mientras se creaban las ilusiones y se las ejecutaba a la perfección, estaban sentados acurrucados y sin fuerzas, impotentes en el dudoso refugio de la oscuridad del bosque. Uno, cuyo nombre era Leathe, susurró al clérigo: «Milord Tellin». La mujer no dijo nada más. Él se arrodilló junto a ella, y sus voces se unieron en la cadencia de una plegaria. Él no parecía un noble, con su túnica blanca de clérigo manchada de barro, y los cabellos colgando lacios por efecto del sudor; pero Leathe tenía peor aspecto aún. Los cabellos de la mujer caían sobre sus hombros, y si bien habían sido negros por la mañana, ahora estaban llenos de hebras plateadas, a causa de su extenuante mágica tarea de hablar de una mente a otra, para transmitir las órdenes de lord Garan a Konnal y de éste a los magos que estaban en la cañada. Una vez que hubieran recuperado las fuerzas, los magos serían escoltados por Montaraces —y un clérigo— de vuelta tras las líneas, de vuelta a la cañada donde sin duda no penetraría jamás el ejército de los Dragones.
Finalizada la oración, Tellin dejó a la hechicera y fue a colocarse otra vez entre los Montaraces.
—Tendremos que movernos pronto —dijo, con los ojos fijos en el norte y en la furia del combate—, o nos aplastarán los dos ejércitos.
Los Montaraces intercambiaron miradas. No les gustaba ver dudar a un clérigo y, sin embargo, no creían que éste se equivocara al dudar. Lord Garan podría contener a las fuerzas de la Señora del Dragón durante un tiempo, pero no podría hacerlo eternamente. A menos que diera caza al enemigo haciéndolo retroceder hasta las Khalkist, el ejército elfo no tardaría en empezar a ceder terreno.
Leathe gimió con fuerza y miró a lo alto, señalando el cielo donde los Dragones Rojos volaban, derramando fuego por las fauces. El miedo al dragón, como unas garras heladas, se apoderó de los elfos del suelo, retorciendo de terror sus entrañas.
—¡Es hora de marchar! —chilló un Montaraz, llamado Reaire Fletch.
El corazón de Tellin golpeó con fuerza contra sus costillas. Frenético, volvió la mirada hacia los agotados magos que intentaban incorporarse tambaleantes, a los Montaraces que agarraban brazos cubiertos por mangas blancas y levantaban de un tirón a aquéllos que no podían incorporarse.
—¡Milord clérigo! ¡Es hora de marchar! —gritó alguien, palmeándole con fuerza el hombro.
Hora de marchar, hora de marchar. El miedo al dragón que rezumaba desde las alturas se deslizó como una neblina venenosa en su corazón, y Tellin agarró la mano de Leathe y la obligó a incorporarse. Las piernas del clérigo amenazaron con doblarse, y todo lo que éste deseó fue dejarse caer al suelo y acurrucarse sobre sí mismo para protegerse del terror de los dragones. ¿Quién no estaría asustado? ¿Quién no lo estaría?
Nadie, pero no se atrevió a ceder al miedo. Aunque éste le consumía el corazón y convertía en agua sus rodillas, aunque las piernas amenazaban con fallarle y dejarlo caer sobre el duro suelo para que se arrastrara por él aterrorizado: no se atrevió a ceder. Apretó la mano de la hechicera con fuerza en la suya. Otra vida dependía de él ahora, de su corazón y de su valentía. Si caía al suelo chillando, si abandonaba a aquella persona para caer presa del terror, Leathe moriría. Sin dejar de sujetarla con fuerza, Tellin echó a correr, arrastrando a la mujer con él de vuelta al interior del bosque, al bosque de álamos donde los árboles se arqueaban dorados sobre los oscuros senderos. Mientras corría, oía como los otros tropezaban y se abrían paso por entre la maleza, encontrando sendas o abriéndolas ellos mismos. Con Montaraces en la retaguardia, los guerreros estaban listos para dar la vuelta y luchar si era necesario; Tellin permanecería como guía de los magos si nadie más que él sobrevivía.
Reaire cayó profiriendo un grito. Tellin dio un traspié y, tambaleante, echó una ojeada por encima del hombro. Reaire yacía cuan largo era sobre el suelo, con el cuello torcido y las manos cerradas en una crispación de dolor; en un instante de visión nítida, la pluma de ave de la flecha centelleó con fuerza, con el color del fuego de dragón. Otra Montaraz saltó sobre el cuerpo, pero sólo consiguió dar una larga zancada antes de quedar, también ella, clavada en el suelo por un lanza temblorosa. A Tellin se le heló la sangre en las venas. ¡El ejército de los Dragones se abría paso por entre las filas de los Montaraces! O fluía a su alrededor como una implacable corriente de agua que deja atrás todos los obstáculos.
—¡Leathe, corre! —chilló, mirando por encima del hombro en el mismo instante en que la hechicera caía, con una brillante rosa roja manchando su blanca túnica. La mano de la mujer se soltó de la suya, el contacto roto por la muerte.
En lo alto, el cielo gris desapareció al incendiarse las copas de los grandes álamos, la voz del repentino incendio recordando el rugir de dragones. Bajo aquella luz tenue el clérigo descubrió que ya no había Montaraces protegiendo sus espaldas; todos estaban muertos. En un corto lapso de tiempo, tampoco quedaron magos vivos. Agotados, algunos cayeron con los corazones reventados y sangrantes; otros murieron víctimas de flechas llameantes.
Nadie, excepto él quedaba con vida ahora, corriendo y jadeando, dando tumbos entre sollozos.
Todos estaban muertos. Muertos o convertidos en ogros y hombres dragones, porque eso era lo que veía detrás de él, empuñando espadas, con los ojos inundados de una cólera enloquecida, mientras se precipitaban al interior de los bosques de Silvanesti.
***
Perdición descendió sobre las copas en llamas, más bajo de lo que habría descendido de haber podido elegir. No tenía elección. Se veía impelido por una perentoriedad que aguijoneaba su mente como afiladas espuelas, las órdenes de un hechicero cuyo cuerpo yacía destrozado sobre un lecho de sedas y raso en tierras lejanas. Tan poderosa era la mente de ese mago que el dragón no habría necesitado la mediación del avatar aferrado a su lomo para poder oír y verse obligado a obedecer los mandatos de Tramd.
Con un júbilo lleno de furia, proyectó una llamarada al frente, regocijándose en el fuego, en los alaridos aterrados de los elfos de túnicas blancas que gateaban y se dispersaban por el terreno.
¡Es suficiente!, exclamó el enano en su mente al tiempo que el tiránico avatar tiraba de las riendas de grueso cuero, para obligarlo a elevarse por encima de los árboles y el fuego. ¡Quémalo todo más tarde! ¡Ahora hemos de encontrar a los magos!.
Durante apenas un instante el dragón pensó en girar sobre sí mismo y arrojar al avatar al suelo, sólo para enseñarle lo que pensaba de la arrogancia de esa insignificante criatura, pero el mago percibió el pensamiento, y en la mente de Perdición, Tramd demostró ser más fuerte, más despiadado, fácilmente capaz de destrucciones y masacres mucho peores que las que cualquier Dragón Rojo podía considerar.
Y si yo muero, insignificante wyrm, tú morirás conmigo. Será mi última acción, y aullarás tan fuerte que Takhisis, desde su más profundo y oscuro calabozo en el Abismo, sabrá que vamos hacia allí.
El dragón no lo puso en duda, y salió disparado hacia el cielo, dejando el incendio a sus pies para dirigirse de nuevo hacia el sur, por delante del fuego. Tramd sabía lo que buscaba. Su olor importunaba su olfato del mismo modo que un perro de caza huele a un ciervo en el matorral. Perdición sintió la información transmitida mediante la conexión mental entre ambos: qué aspecto tenía la presa, cómo se comportaba, cómo olía. Buscaban elfos, Túnicas Blancas.
La criatura voló sobre el bosque, con el hedor a quemado inundando sus hocicos. Volaba jubilosa, a una velocidad que no igualaba ninguno de los Rojos del ala de Phair Caron, pues era más vieja, fuerte y enjuta que cualquiera de ellos. Sobre su lomo el avatar se sentaba en la silla con la destreza de un jinete de dragón experimentado, moviéndose según lo hacía su montura, adelantándose a sus movimientos ascendentes y dejándose caer cuando así los percibía en sus músculos. Tan poderosos eran aquellos músculos que incluso el cuero más grueso no podía proteger al jinete de sus movimientos. En la mente de Perdición, tan profundamente como sus más poderosos impulsos, se movía la voluntad de Tramd, exigiéndole que hallara lo que buscaba.
***
Tellin corría, y cada latido de su corazón era como un puño que intentara golpear su caja torácica. Cada inhalación ardía en sus pulmones, y el sudor que corría por su rostro le escocía los ojos casi hasta cegarlo. Corría, dando traspiés y volviendo a recuperar el equilibrio. Corría sin aliento, en dirección a la cañada, y sus pensamiento se convertían en maldiciones o plegarias como si tuvieran voluntad propia.
«¡No lo sabían! ¡No lo sabían!».
Tenía que advertirles, a los creadores de ilusiones y a los Montaraces que los protegían. Tenía que localizarlos y decirles que el ejército de los Dragones había roto las filas del ejército elfo y no tardaría en abrirse paso por el bosque.
Corría para alertarlos, y también en un intento de dejar atrás la sangre y la carnicería. ¿Cuántos de los agotados magos y valientes soldados habían muerto? Todos habían muerto. Todos, todos, y en el interior del negro pozo de aquella palabra no se admitían números, pues ninguno parecía tan grande como para abarcar el horror de aquellas muertes, el dolor desgarrador que sentía al recordar los alaridos y los terribles y repentinos silencios.
Corría, y tenía una espada en la mano. ¿Cómo la había obtenido? No lo recordaba. No habían sido sólo elfos los que habían muerto en aquella carnicería que había dejado atrás, y esa espada, cubierta de sangre, lucía la cabeza con ojos de granates de un siniestro dragón grabada en la empuñadura. Con un estremecimiento, cerró con más fuerza la mano alrededor del arma, cuyo peso le molestaba e incomodaba. Jamás había empuñado un arma como ésa, ni ninguna otra. No importaba. La tenía, y no sabía qué, en nombre de todos los dioses, iba a hacer con ella, pero, con la misma certeza con que conocía su nombre, sabía que jamás soltaría aquella espada.
Tellin se tambaleó, luego se detuvo, intentando recuperar el aliento, al tiempo que se esforzaba por escuchar tanto al frente como detrás. Oyó el estrépito de la batalla a su espalda, el rugir de dragones, los chillidos de los moribundos, los gritos de júbilo de los que mataban y volvían a matar, elfos y enemigos. No detectó nada al frente. ¿Habría Montaraces en el borde de la cañada para recibirlo o, al verlo corriendo a toda velocidad por los senderos del bosque pensarían que se trataba de un enemigo y lo matarían? Apenas importaba si salían a su encuentro o lo llenaban de flechas. Sólo importaba llegar a la cañada y gritar su advertencia o comunicarla con su último aliento, antes de morir.
Las ramas golpeaban su rostro, y su sangre dejaba huellas en las hojas. Las raíces se alzaban del suelo para hacerlo tropezar, y lo derribaban como un árbol abatido por un hacha. La tercera vez que cayó, sus pulmones se quedaron sin aire y permaneció tumbado boca abajo sobre el polvo, jadeando. Arañó el suelo, estremeciéndose, y cuando por fin pudo volver a respirar, se incorporó como pudo.
A su espalda el bosque estaba en llamas.
Tellin no vio llamas, no oyó el chisporroteo ni el ahogado rugido de los árboles al consumirse. Olió el humo, así lo supo.
—Dioses —gimió, con una voz que era un ronco graznido—. ¡Oh, E’li que durante tanto tiempo nos has cuidado, protégenos ahora!
Y luego, apenado por el aliento malgastado, el clérigo siguió adelante dando traspiés.
El terreno empezó a descender, y los senderos le resultaban familiares, reconociendo en ellos a los que había seguido al salir del desfiladero. Entonces eran sendas ascendentes, pero ahora bajaban, y lo lamentó, porque era más difícil correr por un sendero cuesta abajo que por uno cuesta arriba. No importaba. Debía correr.
No vio al dragón, la roja cicatriz recortada en el cielo como una mancha de sangre sobre un escudo de hierro, hasta que divisó a los Montaraces que montaban guardia al inicio del camino. Los cuatro debieron de oírlo correr, pues permanecían con los arcos preparados, aguardando. Tellin alzó los brazos y vio la espada que empuñaba demasiado tarde para recordar tirarla.
Cuatro flechas listas para ser disparadas. Cuatro Montaraces preparados para disparar los proyectiles. Sin aliento, era incapaz de gritar su nombre ni siquiera chillar ¡Amigo!.
No había necesidad. Ninguna flecha se disparó. Ningún Montaraz le dio el alto. Una voz chilló desde las profundidades del precipicio:
—¡Dragón! ¡Dragón!
La bestia descendió de las alturas, precipitándose como una lanza en el despejado espacio aéreo situado sobre la cañada. Como uno solo, los cuatro elfos dispararon sus armas y los proyectiles salieron zumbando hacia el cielo, pero las aceradas puntas rebotaron inofensivas en la piel escamosa del dragón. Sobre el lomo de la criatura, un guerrero de roja armadura, con yelmo y empuñando una espada en el enguantado puño, profirió un alarido tal que el mismo dragón se vio impelido a repetirlo.