6

Al amanecer, cuando el cielo iba adquiriendo un tinte azul lavanda rosado y las últimas neblinas nocturnas se elevaban de los pequeños estanques de lirios en los Jardines de Astarin, Alhana Starbreeze atravesó la Torre de las Estrellas, cruzando estancias de altos y bajos techos, en busca de su padre. Avanzaba en silencio, como era su costumbre. Sus zapatillas de fino cuero no hacían el mínimo ruido sobre los suelos de mármol, y el dobladillo de su vestido adamascado azul celeste no susurraba alrededor de sus tobillos. En los brazos llevaba los brazaletes de oro que su padre había regalado a su madre el día que ella nació, nueve aros, cada uno en forma de enroscada enredadera, pero éstos tampoco tintineaban mientras ella andaba, pues lo hacía con las manos entrelazadas ante sí, apretadas con tanta fuerza que los nudillos aparecían blancos allí donde el hueso presionaba contra la carne.

Fue de habitación en habitación. En el dormitorio vacío del monarca había una túnica verde echada sobre el lecho, bordada con runas de plata, a su lado unas calzas de la más suave lana cardada, y a los pies de la cama sobre el frío mármol estaban las zapatillas de Lorac, cuero dorado curtido hasta darle una suavidad extrema. Un pequeño cofre de caoba repujada en plata permanecía sin abrir junto a la túnica. En su interior, la joven sabía que se encontraban las joyas del Orador, collares, colgantes, diademas que usaba para mantener los cabellos apartados de la frente, todas ellas realizadas por los artesanos enanos más expertos en la época en que había existido comercio entre Silvanesti y Thorbardin. De eso hacía ya mucho tiempo. Ahora los enanos se mantenían apartados del mundo en su fortaleza de las montañas, y los elfos silvanestis permanecían siempre dentro de los confines de El Cercado. Lo único que tenían en común era su necesidad de mantenerse lejos del resto del mundo y un testarudo desprecio por los extranjeros.

Alhana no encontró a su padre en la biblioteca ni en la sala de música. Corrió al solario, pero no estaba allí; ni tampoco en el arborétum, aunque había esperado hallarlo en aquel lugar, disfrutando del nacimiento del día en aquellas deliciosas y soleadas estancias donde las flores crecían en desenfrenada profusión. Salió a la galería en el punto donde rodeaba el pozo formado por la sala de audiencias, y el corazón le dio un vuelco.

Un resplandor verde, trémulo y brillante ascendía desde el suelo de la sala de audiencias y manchaba barandilla y balaustradas con un desagradable tono verdoso de algas pudriéndose en un estanque encharcado. Una helada capa de sudor apareció en su rostro. Había visto esa luz antes, en oscuras mazmorras durante tardías vigilias cuando su padre despertaba por culpa de las pesadillas.

Con la mano sobre la fría barandilla de mármol, Alhana se inclinó para mirar hacia abajo, y descubrió allí a Lorac Caladon. Estaba sentado en su trono, un poco encorvado, y sostenía algo entre las manos, un objeto del que emanaba aquella luz espantosa. El fulgor verdoso brillando hacia lo alto, confería al rostro del monarca un color horrible, el color de un cadáver.

Alhana se estremeció. Con el corazón latiendo apresuradamente, se alzó las faldas y corrió por el pasillo hasta la amplia y sinuosa escalera.

—¡Padre! —chilló, y su voz resonó en forma de eco por la galería y el hueco de la cámara situada abajo.

Él alzó la mirada, lentamente, como alguien que es despertado de un profundo sueño. Su rostro no mostraba otro color que el resplandor verde del Orbe y, con sorprendente brusquedad, sus ojos centellearon, como relámpagos surgidos de nubes de tormenta.

—¡Quédate quieta! —ordenó.

Y era su padre. Era su rey.

Alhana se detuvo en seco, la mano sobre el frío mármol, el pie listo para dar el último paso.

—¿Padre?

—No te muevas —repitió él, y su voz fue un desagradable gruñido.

La luz del Orbe vibró, como los latidos de un corazón malévolo.

A lo lejos, arriba en la galería, la joven oyó voces de criados que hablaban entre sí, una mujer que hacía una pregunta, un hombre que imponía silencio. Alhana dio un paso más hacia su padre y descendió el último escalón para posar el pie en el suelo de la sala de audiencias.

—Padre —susurró—. Padre, me asustas. ¿Te encuentras bien?

Él no se movió, ni siquiera para mirarla. Otro paso, luego otro, y entonces, bajo la luz del día, vio temblar los labios de su padre. Era el temblor de un anciano, se dijo, y la idea misma le pareció un susurro de traición.

¿Lorac anciano? ¿Lorac temblando? Lorac… oh, por todos los dioses, ¿estaba el monarca asustado?

El verde resplandor se apagó, abandonando el rostro del rey y la sala, para regresar al Orbe. Envalentonada, Alhana dio otro paso y luego otro. Por fin, al ver que Lorac no protestaba, cruzó a toda velocidad el suelo de mármol, con las zapatillas repiqueteando, y los brazaletes tintineando con la más áspera de las voces metálicas. Corrió, y fue a arrodillarse junto a él, el Orador en su trono.

El soberano estaba sentado en perfecta inmovilidad. El rostro, como mármol, carecía de expresión, pero sus ojos, sus ojos…

Alhana Starbreeze cubrió las manos de su padre con las suyas, suavemente. Al ver que no se resistía, levantó la esfera y la depositó sobre el soporte y, al hacerlo, casi estuvo a punto de dejarlo caer. El atril, en una ocasión de marfil y en forma de dos manos alzadas en actitud de ofrecimiento, había cambiado. Se trataba del mismo atril, lo sabía, se daba cuenta de ello, pero algo lo había deformado. Algo lo había arañado y desgarrado, y ahora no eran ya dos manos, sino una enorme garra con cinco zarpas curvas. Y entre aquellas zarpas, dentro de aquella garra, el Orbe de los Dragones de Istar encajaba tan pulcramente como siempre lo había hecho.

—Hija mía —musitó el rey, su padre, alzando la mirada hacia ella—, mi pobre Alhana.

Sus ojos estaban inundados de una tristeza tan profunda, tan terrible, que la joven, al contemplarlos, sintió como si fuera a hundirse en ellos como si se tratara de un estanque sin fondo.

—Padre. —Tocó su rostro y lo sostuvo con ambas manos. Bajo las manos notó un estremecimiento, la carne del rostro temblando; era, se dijo horrorizada, con compasión, como si él ansiara llorar pero hubiera perdido la capacidad para hacerlo—. Padre, por favor dime. ¿Qué sucede?

El monarca la miró desde el interior del marco que formaban las blancas manos de su hija, y ella advirtió que sus pupilas estaban dilatadas, que se habían vuelto tan enormes que daban a sus ojos la apariencia de ser negros como el carbón. Alhana se estremeció y apartó la mirada, atemorizada. Pero no retiró las manos, pues temía que si lo soltaba, su padre, el rey de todo el País de los Bosques, desaparecería, para hundirse en un terrible lugar de tinieblas.

—Hija mía —repitió él, con voz estremecida—. Hija mía, el mundo está perdido.

¿Qué hechizo había lanzado el Orbe para adueñarse de él? ¿Qué conjuro salido de la condenada Istar estaba actuando allí en Silvanost?

—No —murmuró ella, retrocediendo, pero mantuvo las manos sobre su rostro de modo que también él tuviera que alzarse—. No —volvió a decir en voz baja, apremiante, el brazo alrededor de los hombros del monarca. ¡Qué delgados parecían! ¡Qué encorvados por la preocupación!—. Padre, el mundo no está perdido. Ni tampoco el reino. Tenemos a los dioses de nuestro lado. Tenemos a E’li en persona, y por eso triunfaremos.

Lorac no dijo nada ni a favor ni en contra. Respirando de un modo superficial, como un hombre dormido, permitió que lo hiciera descender del trono y ascender por la sinuosa escalera hasta sus aposentos. Avanzaron de prisa, con toda la mayor rapidez que a Alhana le fue posible, pues aunque no encontró sirvientes en la galería, sí oyó sus voces provenientes de las distintas estancias ante las que pasaron. No debía permitir que se viera a Lorac en este estado, en ninguna circunstancia.

Una vez a salvo en la habitación de su padre, encontró allí a su chambelán, el viejo Lelan, y entregó al soberano a su cuidado. Entre susurros y arrullos, Lelan condujo al rey hasta su lecho y lo ayudó a tenderse; arrojó sus cuidadas ropas al suelo y lanzó el cofre de caoba a un rincón del dormitorio como si todo ello fuera sólo un montón de hojas que el viento había arrastrado al interior.

—¿Qué le ha sucedido, señora? —preguntó, mientras cubría los hombros del monarca con las sábanas de seda y osaba, impulsado por su profundo afecto, apartar del rostro del rey los cabellos como lo haría con una criatura febril.

—No lo sé —respondió Alhana, sacudiendo la cabeza—. Lo encontré así. —No mencionó el Orbe—. Ocúpate de él lo mejor que puedas, Lelan, y asegúrate de no decir nada a nadie. Mi padre volverá a ser él mismo pronto, y comprobaremos que sólo tiene falta de sueño y un exceso de preocupaciones. No tengo que decirte lo mucho que lo avergonzaría averiguar que este… —buscó la palabra adecuada— este trastorno ha llegado a oídos de alguien.

—Será como vos decís, señora. —Lelan hizo una reverencia.

Así sería, estaba segura, y aquella seguridad le hizo recuperar la confianza mientras volvía a salir a la galería. Abajo, en la sala de audiencias donde se encontraba el Trono Esmeralda, donde el Orbe de los Dragones se agazapaba sobre el transformado atril, la luz verde volvía a palpitar. Ahora brillaba con luz muy tenue, como si se hallara a gran distancia.

A la luz de ese resplandor Alhana Starbreeze tuvo la repentina visión de sus propias manos sobre la esfera de cristal, sus propios dedos aferrando la suavidad del Orbe, con la luz brillante mostrando lo que la carne ocultaba: huesos y músculos e incluso sangre fluyendo por las venas. Se vio a sí misma alzando el Orbe y transportándolo hasta lo alto de la galería para, una vez allí, inclinarse sobre la barandilla y arrojar al suelo este artilugio de la infernal Istar para que se hiciera añicos sobre el frío mármol.

Sin embargo, al mismo tiempo que ansiaba hacerlo, supo que no lo haría. En alguna parte de su espíritu sabía que no debía hacerlo. El Orbe no era sólo un artefacto de Istar, era un artefacto de la Prueba de Lorac Caladon. El Orbe y el rey de Silvanesti estaban inextricablemente unidos.

¡El mundo está perdido!. Eso había musitado el rey, eso había gemido su padre mientras contemplaba con fijeza la luz de un Orbe que había visto cómo el Cataclismo hundía a Istar en el mar y rehacía la faz de Krynn.

Alhana dio la espalda a la luz que palpitaba como un largo y lento latido, y siguió galería adelante hasta sus propios aposentos. Allí se sentó en el alféizar de la alta ventana que daba al norte. Un leve perfume penetró por la ventana, el aroma de la mañana en Silvanost, de los macizos de hierbas bañados de rocío en los Jardines de Astarin, el acre olor del boj, la dulce fragancia de panes y pastelillos que los panaderos transportaban en sus carretillas hasta las puertas de las cocinas de sus clientes. Todo olía demasiado normal, tan real e invulnerable. Y, sin embargo, no existía mucha normalidad esos días, y lo que era real —la guerra en la frontera, los refugiados en la calzada del Rey, una horda hambrienta, un ejército que avanzaba arrastrando los pies— no le inspiraba seguridad.

***

Lord Tellin permanecía sentado, inmóvil, sosegado en su cuerpo, sosegado en su habla, sosegado —Dalamar estaba seguro— en su corazón y espíritu. Sentado bajo un alto álamo, cuyas hojas se habían tornado doradas, el clérigo era como una estatua, como un objeto tallado en la tosca y dura piedra de la tierra, impasible y sin moverse. Se hallaba a menos de un palmo de una pendiente que lo habría matado si se movía demasiado deprisa o en la dirección equivocada, una larga caída entre piedras hasta el fondo de una estrecha cañada.

¿Respiraba? Dalamar alzó la mirada de su tarea de clasificar componentes para hechizos y miró a su compañero de reojo. De un modo apenas perceptible, la tela manchada de sudor de la túnica blanca se onduló sobre el pecho de Tellin. Apenas respiraba.

Hacía tiempo que los Jinetes del Viento habían volado hacia el norte a lomos de los grifos, desaparecidos en la noche bajo el manto de la oscuridad para ocupar sus posiciones para la batalla. Dalamar no los echaba de menos. El olor de almizcle de león y humedad de ave no era agradable. Levantó los ojos hacia el cielo cubierto de nubes de tormenta. Bajo ellas las hojas de los álamos refulgían como el tesoro de un rey, y alrededor, magos y Montaraces se distribuían en dos grupos, en medio de un clamor que recordaba el tintineo de las espadas, el retumbo de las tormentas que no tardarían en descargar. Tellin, no obstante, permanecía sentado tranquilamente bajo las ramas de un álamo solitario, y no parecía oírlos. Sobre su rodilla descansaba el pergamino que contenía el Himno de la aurora a E’li, pero él tenía la vista más centrada en el estuche bordado que en el pergamino en sí. Se podría argumentar que se sabía el himno de memoria, y no sería Dalamar quien lo discutiera. Pero si lord Tellin tenía alguna oración en su corazón, era que todas las barreras de la tradición y la ley cayeran ante el regreso de un héroe, que lord Garan concediera a un clérigo la mano de su hermana.

Dalamar inclinó la cabeza sobre su trabajo, para comprobar que los aceites que había recogido —de heliotropo, mimosa y sándalo— permanecían bien tapados en sus viales de barro. Los había sellado con cera de velas de los altares de E’li, pues eso era lo que Ylle Savath había ordenado hacer a todos sus magos. Alzó cada uno y olfateó, sin percibir nada en la cera, lo que indicaba que los sellos seguían siendo seguros; a continuación examinó cada pequeña bolsa de hierbas, semillas de lino, corteza de serbal y cola de elfo. Todas estaban bien, ninguna bolsa se había roto o abierto durante la marcha hacia el norte.

Comenzó a soplar un viento húmedo y helado en el norte del reino, que olía a lluvia y aflicción. Las hojas de los álamos susurraron, como si se lamentaran, y en alas del viento llegó un leve rastro de humo. No provenía del campamento de los Montaraces. Lord Konnal, el segundo de Garan y comandante de sus ejércitos de tierra, había prohibido rotundamente las hogueras. Estaban demasiado cerca de la frontera para ello. Ese humo era antiguo y pesado, el humo de un gran incendio ocurrido hacía algún tiempo.

—Un poblado —dijo Dalamar.

Tellin asintió. El humo era el banderín de muerte que flotaba sobre el pueblo o la ciudad que había caído bajo los grupos de ataque de Phair Caron. Habían visto demasiados en su camino al norte, pueblos fantasmas en los que la tierra aparecía ennegrecida, donde unos árboles se erguían tambaleantes con las cortezas quemadas y otros yacían derribados a hachazos por la salvaje satisfacción de matar cuando ya no quedaban más elfos que masacrar. Se habían cometido carnicerías y masacres horribles. La prueba se hallaba en los huesos roídos por los lobos que cubrían los poblados, y las calaveras sin ojos que relucían blancas bajo la luz de la luna. A juzgar por la vestimenta, resultaba repugnantemente claro que los informes sobre matanzas selectivas —el asesinato exclusivamente de hombres y mujeres que estuvieran en edad de combatir— eran ciertos. El ejército de los Dragones privaba a los elfos de defensores y dejaba a los débiles y hambrientos para que agotaran las reservas de alimentos.

Se oyeron voces, que callaron de repente: eran los Montaraces preparándose para partir. Lord Garan había elaborado sus planes de modo que la ciudad de Sithelnost no se viera atrapada entre dos ejércitos, para que no se encontrara en la ruta de retirada si —los dioses no lo quisieran— su ejército tenía que replegarse. Así pues, los Montaraces y los magos se sentaban ahora en el pedregoso linde del bosque, al oeste del Thon-Thalas y bien al norte de Sithelnost. Las minas Leales se encontraban apenas dieciséis kilómetros fuera de los límites occidentales del mismo bosque, y los altos peñascos donde Phair Caron tenía su campamento base, a menos de la mitad de esa distancia al norte y al este. La mayoría de los soldados proseguiría hacia el norte de la frontera, para aguardar allí la orden de iniciar el ataque sobre el ejército de la Señora del Dragón. Todos, con excepción de unos pocos magos, permanecerían aquí, escondidos en el fondo de la cañada. Protegidos por una guardia de Montaraces apostados en lo alto de las paredes del barranco, esos hechiceros podrían llevar a cabo su magia con razonable seguridad, mientras los que marcharan con el grueso de las fuerzas serían aquellos con grandes habilidades en la conversación telepática para que pudieran transmitir a Ylle Savath las órdenes de lord Garan.

Los cuervos volaban en círculos, negros sobre la hondonada, chirriando y graznando mientras descendían cada vez más bajo. Había algo muerto allí abajo, y las roncas aves se regocijaban por ello.

—Desearías marchar con los Montaraces, ¿verdad, Dalamar?

El mago se encogió de hombros, con la cabeza gacha mientras volvía a colocar las bolsas y viales en su contenedor de cuero. Sin volver la vista para mirar el barranco situado abajo, ni los cuervos que festejaban su banquete, Tellin se acercó y fue a sentarse junto a Dalamar, su antiguo sirviente.

—No parece justo, ¿no es así? Que tengas que quedarte cuando quieres estar ahí.

Dalamar volvió a encogerse de hombros. Todavía no se había acostumbrado a la aguda vista, la agilidad interrogativa y la incómoda perspicacia de lord Tellin, que en ocasiones parecía capaz de mirar directamente el corazón de una persona y ver las alegrías, los temores y las penas allí ocultos. A otros miembros del ejército aquello les gustaba, a los Montaraces en especial que acudían a un clérigo en busca de consuelo y seguridad en los días previos a la batalla, pero a Dalamar no le gustaba en absoluto. Estaba demasiado acostumbrado a su intimidad y más que satisfecho con mantenerse aparte. Y, para ser sinceros —aunque esta verdad no debía saberse jamás—, no le reconfortaba demasiado la idea del permanente amor de E’li. Cada vez que oía la frase o que algún clérigo hablaba del dios como El Gran Dragón, el Defensor del Bien, se sentía como el que oye la doblez de una mentira.

¿Dónde estaba E’li el Defensor mientras las legiones de Takhisis mataban a los jóvenes elfos? ¿Dónde estaba El Gran Dragón mientras guerreros montados en dragones echaban a ancianos y niños a los caminos para que murieran de hambre? No allí, desde luego no se hallaba allí.

El viento se hizo más húmedo, más frío.

—No pasa nada —repuso el mago, respirando el humo de un incendio despiadado—. Estoy aquí, milord, y tomando parte en mi plan.

Se trataba de una pequeña parte, aunque tal vez sólo lo pensaba, pues Dalamar, que había concebido el audaz plan que lady Ylle y lord Garan habían desdeñado y el Orador adoptado, no fue elegido para permanecer en la cadena mágica de magos, ligados de manos y corazón entre sí y dedicados en cuerpo y alma a la urdimbre de aquellos potentes conjuros de ilusión que confundirían al ejército de la Señora del Dragón y concederían a los silvanestis la posibilidad de liberar sus fronteras de la amenaza que desde hacía tanto tiempo se cernía sobre ellas. No, él sería una parte de menor importancia en la ejecución de su propia idea, se hallaría en la telaraña de magia pero estaría allí sólo para apoyar a los magos implicados en ella con su propia energía para que la de ellos no fallara. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer un mago en medio de tan poderoso tramado de magia si sólo disponía de conocimientos de aprendiz? Nada, nada. Y, sin embargo, albergaba cierta amargura en su corazón, él no era lo que pensaban que era, ¿no era así? Poseía más habilidades de lo que podían imaginar, habilidades adquiridas y alimentadas en un lugar más oscuro de lo que permitía ninguna escuela de Ylle Savath.

—Vamos —dijo Dalamar, sujetando con fuerza la bolsa, al tiempo que se ponía en pie para estirar las piernas—. Veamos si podemos encontrar un lugar en el barranco antes que todos los magos de por aquí empiecen a llegar.

—Ah —repuso lord Tellin—, yo no voy a estar en el barranco. Marcho al norte con los Montaraces. —Esbozó una sonrisa irónica—. Dicen que está muy bien eso de tener un clérigo en el ejército, pero que es mejor si se gana el sustento. Voy a ser uno de los mensajeros entre los comandantes de las tropas de tierra. Pero bajaré contigo. Hay un Montaraz ahí abajo que quiere que le bendiga un medallón. Vamos, pongámonos en marcha.

Sumido en un meditabundo silencio, Dalamar siguió a su compañero por el sinuoso sendero que los conduciría al fondo de la cañada. Cuanto más descendían, más apagados sonaban los ruidos de la marcha de los Montaraces, y la brisa que había adquirido más fuerza arriba, moría entre las pétreas paredes del precipicio. Del fondo les llegaban los gritos de los cuervos inmersos en su sangriento festival. El descenso era accidentado y resultaba difícil mantener el equilibrio. Mientras los pasos firmes de Tellin lo conducían camino abajo, y su blanca figura se transformaba en un simple resplandor entre las sombras, Dalamar recordó algo que había oído por casualidad sobre sí mismo una noche en la cocina de la mansión de lord Ralan: «Si fuera un enano, podrías decir que de todos los enanos es el más adusto. No creo que exista una palabra en nuestra lengua para definirlo mejor».

No se había tratado de un cumplido, pero Dalamar no podía negar que era una observación razonablemente exacta. No era hombre que tuviera muchos amigos. A decir verdad, había muy pocas personas que le gustaran, y menos aún a las que respetara. Con una sonrisa lúgubre, se dio cuenta de que éstas se limitaban al hombre que andaba delante de él, el clérigo Tellin Vientorresplandeciente, que se atrevía a tener un sueño más inalcanzable que el suyo propio.

Bajó la mirada en dirección a las sombras de la cañada donde el día no había llegado aún, al suelo donde los cuervos se disputaban su desayuno. Una repentina ráfaga de viento agitó su manchada túnica blanca e hizo que los negros cabellos le azotaran el rostro. En ese momento, lord Tellin lanzó un grito, al dar un traspié y perder el equilibrio; con el corazón latiendo apresuradamente como si fueran sus propios pies los que se tambaleaban, Dalamar agarró al clérigo del brazo y tiró de él con fuerza hacia atrás. Tellin vaciló pero se mantuvo en pie.

—Gracias —jadeó, estremeciéndose. El mago se inclinó para recoger la bolsa que el otro había dejado caer. Su mano temblaba, pero la acción de inclinarse y alargar el brazo lo ocultó. Por la abertura de la bolsa sobresalía el estuche bordado de pergamino de lady Lynntha, un colibrí en pleno vuelo sobre una rosa roja como un rubí. Volvió a meterlo en el interior y devolvió la bolsa.

—Tened cuidado, milord —indicó, la boca reseca aún por el repentino temor—. Sería una lástima perderos antes de que el ejército pueda hacer uso de vos.

Lord Tellin lanzó una débil carcajada. Recorrieron el resto del camino en silencio, hasta llegar al fondo de la cañada donde se separaron, cada uno desvaneciéndose en la inquieta multitud de túnicas blancas.

***

En la tienda de la Señora del Dragón, el olor a cuero, acero y sudor se mezclaba con el penetrante humo y los restos del desayuno de Phair Caron. Los almacenes de comida habían sido trasladados durante la noche, y todos los abastecimientos acarreados a la parte posterior del peñasco más próximo. Las fraguas estaban silenciosas, sus fuegos medio apagados, mientras el humo que había flotado sobre el campamento se disipaba bajo la brisa matutina. Sobre los peñascos los dragones despertaban, estirando los largos cuellos, al tiempo que las rojas escamas brillaban bajo la luz sombría de un día sin sol. Uno lanzó un sonoro trompeteo; Gema Sangrienta, ansioso por iniciar el día y el combate. Fuera, el ejército se movía, se formaban los batallones de ogros, los escuadrones de humanos tomaban sus espadas y lanzas de púas. El ruido que hacían recordaba una avalancha lejana, piedras que rodaban sin freno por una ladera arrastrando a la muerte todo lo que encontraban ante ellas.

Phair Caron sonrió, satisfecha con la imagen. Oyó las voces de los draconianos, cuyas palabras sonaban siempre a juramentos, mientras se sujetaban los arneses y tomaban las espadas. Pero no vio goblins, y eso se debía a que dos noches antes habían salido en pequeños grupos, para actuar como sus espías y exploradores.

Un goblin había ido a verla a primera hora del día para informarle que había percibido una gran conmoción en los bosques de Silvanesti, elfos que marchaban hacia el norte.

—Pero no sé dónde están los grifos, señora —había dicho la criatura, lloriqueando como hacían todos los de su raza, mientras arrastraba los pies por el polvo y la miraba con el rabillo del ojo como si fuera el tercer podenco de una jauría rebelde—. El cielo no deja rastros, el viento cuenta algunas cosas y no otras.

Parloteo de goblins, pero ella comprendió lo que quería decirle. Los grifos y los Jinetes del Viento estaban cerca, pero no se los veía. Bueno, Garan de los silvanestis no era un estúpido; tenía a sus grifos ocultos en alguna parte y no le importaba su hedor.

En el exterior, una voz seca lanzó una orden, y otra respondió. Phair Caron paseó la mirada por los escasos elementos esenciales de su vida de campamento: un pequeño cofre en el que guardaba sus ropas, la mesa sobre la que estaba esparcido su desayuno en forma de grasa y huesos, el mapa, todavía sujeto a la pared de la tienda. No tenía nada más que su equipo de combate, que descansaba listo para usar sobre la tapa del cofre. Con movimientos cuidadosos y precisos, levantó la cota de mallas de brillante acero y se la pasó por la cabeza. Las mallas se acomodaron sin problemas sobre sus hombros, como el peso de la mano de un viejo amigo. Se puso los calzones de cuero rojo y se ciñó una larga vaina de cuero repujado; a continuación alzó sus cabellos y los trenzó, enroscando las trenzas alrededor de la cabeza como una corona dorada; acto seguido, tomó su yelmo del dragón y lo colocó sobre la cabeza. Por último, alargó la mano para coger su espada. La empuñadura, hecha de un solo rubí, encajaba a la perfección en su mano. Mientras deslizaba la hoja en la vaina, musitó:

—Soy vuestra, Oscura Majestad, Señora de la Muerte, Señora del Terror, mi alma es vuestra, mi corazón es vuestro.

Finalizada la plegaria, salió al recién estrenado día bajo un cielo acerado. Si el sol se alzaba, lo hacía muy lejos y tras una cortina gris de tormenta que aguardaba el momento de descargar. Fuera de la tienda, dos soldados humanos se pusieron repentinamente firmes. En el suelo ante ellos descansaba una silla de dragón, un armatoste de cuero, correas y metal. La guerrera la señaló, y uno de los dos se la echó al hombro; al otro lo despachó con una concisa orden, enviándolo al grueso del ejército en busca de su tropa, su capitán y su puesto en la batalla. Luego, la Señora del Dragón se dirigió a un lugar despejado cerca de los peñascos e indicó al soldado que aguardara. Éste lo hizo, con la mirada puesta en la Señora del Dragón y en los dragones de las alturas.

—No te preocupes —le dijo, y no culpó al hombre por su intranquilidad.

La mujer pedía mucho a sus soldados, pero no lo imposible hasta que lo imposible era necesario. Para algunos, como éste, resultaba apenas posible permanecer inmóvil y no salir huyendo de las enormes bestias encaramadas en los peñascos.

Phair Caron alzó la cabeza para olfatear la húmeda brisa, el hedor a sudor y cuero, el almizcle de dragón, el olor fatigado de las fogatas al ser apagadas. Aspiró todos los olores como quien tropieza con un perfume favorito. En las alturas, los dragones se incorporaron, con gritos belicosos, empezando a mostrarse inquietos. Halcones, águilas y gaviotas procedentes del mar habían abandonado el cielo; incluso los cuervos volaban bajo, ocultándose en las sombras de los peñascos, al acecho.

—Es bueno —dijo la mujer al día y al soldado que tenía al lado.

El soldado, un joven con una cicatriz en el rostro procedente de Nordmaar a juzgar por su aspecto rubio, uno de los que había visto enseguida la sensatez de correr junto al lobo más fuerte, repuso:

—Lo es, señora. —Volvió a mirar a las cumbres, a los Dragones Rojos que se pavoneaban y tragó saliva con fuerza, aunque consiguió esbozar una especie de sonrisa—. Haremos trizas a esos elfos bastardos.

—Márchate ahora, de vuelta con tu tropa —indicó ella, dándole una palmada en el hombro, que lo hizo tambalearse un poco—, a menos que quieras ayudarme a colocar esa silla sobre el dragón.

El rostro del soldado enrojeció, un rubor de turbación debido a que le habría gustado marchar, o uno de orgullo ante la solicitud de ayuda de la Señora del Dragón en esta importante tarea; en cualquier caso, el joven se mantuvo firme.

—Estoy a vuestras órdenes, señora.

La risa de Phair Caron resonó en los peñascos. Él y miles de otros soldados situados en las proximidades interrumpieron lo que hacían, algunos curiosos, otros llevados por el impulso de vitorear. La mujer alzó el brazo y describió un círculo en el aire con el puño. Gema Sangrienta alzó el vuelo desde la pétrea altura con las alas totalmente desplegadas. El soldado palideció, pero se mantuvo firme mientras el dragón descendía hasta el claro donde Phair Caron aguardaba. A petición de su jinete, Gema Sangrienta dobló las rodillas, colocando el cuerpo más cerca del suelo, y, juntos, el guarda y su comandante alzaron la silla para colocarla sobre el amplio lomo de la criatura.

—Ya está —anunció ella cuando hubieron terminado—. Márchate ahora y encuentra un buen lugar para la batalla.

El soldado saludó, y luego hizo una reverencia con la mirada fija en los ojos de ella, un poco enamorado, pero en su mayor parte aterrorizado por su comandante.

—Que la Reina de la Oscuridad os acompañe, señora —dijo.

—Siempre lo hace.

Phair Caron finalizó la tarea de ensillar el dragón ella misma, y ningún miembro de su ejército tuvo la temeridad de ofrecer su ayuda. Hacía mucho tiempo que había aprendido que en el combate debía colocarse el equipo ella sola y también hacer lo propio con su dragón. Nadie más podía hacerlo tan bien como ella. No podía contar con nadie más. El dragón bajó un ala para que la mujer trepara a ella, y luego la levantó cuando la guerrera estuvo lista, para que pudiera acceder a la silla.

El corazón de la Señora del Dragón adoptó un ritmo que no se parecía a ningún otro que conociera, retumbando ahora que estaba a punto de entrar en combate. Miró en derredor a los otros dragones que descendían en espiral de las alturas, a sus capitanes ensillando sus corceles, a su ejército desplegándose alrededor y adoptando las diferentes formaciones de combate. La sangre fluyó veloz por sus venas, golpeando contra las recámaras de su corazón, para tronar como tambores de guerra. En algún lugar lord Garan de los silvanestis aguardaba, con su ejército en posición y sus Jinetes del Viento listos para lanzar a los grifos a la batalla.

—Es curioso que no olamos a los grifos —comentó—. Por lo general huelo a esas criaturas aunque tengan el viento a su favor.

Gema Sangrienta giró la testa, deslizando hacia atrás el largo cuello para que él y su jinete pudieran mirarse a los ojos. Abrió las inmensas fauces de par en par y la mortecina luz de la grisácea mañana se deslizó perezosa por colmillos tan largos como el antebrazo de Phair Caron.

No te preocupes, señora. Hoy tengo ganas de grifos. Los sacaremos al exterior por muy escondidos que estén.

La mujer miró por encima del hombro las oscuras sombras de los peñascos. El viento soplaba del este, e imaginó que podía oler el mar situado tan lejos. Miró a sus cinco comandantes. Cada uno estaba sentado y a punto sobre su propio corcel rojo con cinco guerreros astutos situados detrás, listos para apoyar a las legiones del suelo. Junto a ella, Tramd cabalgaba sobre Perdición, y el apuesto rostro del mago brillaba lleno de expectación, las mejillas enrojecidas, los ojos azules centelleando. Al contemplarlo de esta guisa, no resultaba fácil recordar que no era más que carne sin vida animada por la voluntad de un mago que residía en un lugar que no había querido revelar a Phair Caron.

—Muy bien —dijo la Señora del Dragón, oprimiendo con la mano derecha el asidero de la silla, al tiempo que la izquierda se cerraba sobre la empuñadura de rubí de su espada—. Vayamos a hacer lo que mejor hacemos, amigo mío.

Con un grito salvaje, Gema Sangrienta se alzó del suelo, y en cuanto se iniciaron sus rugidos, el cielo se llenó de un concierto de gritos que recordaba a cuernos de guerra a medida que los restantes Dragones Rojos alzaban el vuelo. Con las enormes alas desplegadas, volaron desde los peñascos, cada uno con un jinete cubierto con yelmo y armadura, la Señora del Dragón y su mago y cuatro de sus comandantes más fuertes y astutos.

Chillando para proyectar su júbilo, el reptil se lanzó hacia abajo con las poderosas alas y se colocó por delante de todos. Sobre su lomo, Phair Caron igualó su grito de batalla con una voz que entonaba el tosco canto de toda su furia. Alzó el puño en el aire para saludar a sus jinetes de los dragones, y uno tras otro, tanto el mago como sus comandantes, devolvieron el saludo.

Abajo, su ejército había encontrado la formación deseada, cinco legiones de ogros y humanos y los siniestros engendros del corazón de Takhisis: los feroces hombres dragón que no eran ni humanos ni dragones, sino una espantosa combinación de ambos. Avanzaban como una flecha, los draconianos en cabeza formando la cabeza de la flecha, mientras el resto de la compañía se desplegaba por detrás, de modo que, desde las heladas alturas, parecían el astil de una flecha.

La Señora del Dragón soltaría esa flecha gloriosa justo en el corazón de la nación silvanesti.

La velocidad de su vuelo la condujo más allá de las estribaciones montañosas, a los lugares donde sus ataques habían ennegrecido el bosque con los incendios. Ahora nada crecía allí, nada vivía. Toda la caza estaba muerta o había huido, y la vegetación estaba quemada hasta la raíz.

Phair Caron rió, y su risa encontró eco en los rugidos de los dragones.

—Morirán de hambre en invierno, esos elfos, ¡y tendrán que venderme sus almas a cambio de comida si es que quieren volver a comer!

Gema Sangrienta se inclinó y viró, para llevarla de vuelta sobre las tropas, la rugiente masa de guerreros que ahora ansiaban soltar todos los horrores de la guerra como si prepararan una mesa de banquete para su Reina de la Oscuridad. La Señora del Dragón alzó el visor de su yelmo de dragón. Con la espada en alto, echó hacia atrás la cabeza y profirió de nuevo su salvaje grito de guerra. El viento helado de las alturas arrancó lágrimas a sus ojos e intentó dejar sin respiración sus pulmones. Pero eso no podía conseguirlo ningún viento, pues Phair Caron de Tarsis tenía la impresión de que desde el día en que había gateado en las cunetas de la ciudad en busca de una moneda de cobre arrojada por un elfo que se quejaba de su cena, había sido dirigida como un arma en la mano de la Reina de la Oscuridad en persona, para actuar en ese momento de destrucción.

—¡Por Takhisis! —exclamó.

Y en el suelo, la negra marea de su ejército repitió el atronador grito.

Justo en el instante en que los gritos llegaban hasta ella, mientras su corazón se elevaba, con la sangre ardiendo en las venas con el ansia de matar, Phair Caron se volvió y vio qué había sido de los grifos. Se hallaban justo detrás de ella.