5

Phair Caron inspeccionó el ejército desperdigado a sus pies como un enorme océano oscuro, inquieto y ávido. La zanquilarga mujer vestida con su armadura roja de dragón, cuya sensual figura no ocultaban ni cota de mallas ni peto, permanecía en pie como una reina que supervisara su reino. Los cabellos, por lo general recogidos en lo alto de la cabeza bajo el yelmo de dragón, colgaban sueltos sobre los hombros ahora en una dorada cascada de ondulantes rizos que reflejaban los rayos del sol. Era su belleza la que suavizaba, aunque sólo un poco, un rostro endurecido hacía ya mucho tiempo por la necesidad y la rabia. Con ojos que poseían el azul de los filos de las espadas, miró alrededor satisfecha. Los peñascos de las montañas Khalkist eran sus pétreas mansiones, que se alzaban a mucha más altura que las torres de cualquier noble elfo y le proporcionaban un buen alojamiento. Alrededor se alineaban los campamentos de suministros, las tiendas de las cocinas y los almacenes de provisiones, incluso una pequeña ciudad de herreros con sus fraguas. El humo se elevaba como el humo sobre un campo de batalla, y los yunques resonaban mientras musculosos herreros humanos trabajaban reparando petos y grebas, forjando nuevas hojas para espadas dañadas durante los combates. Le habría gustado tener herreros enanos, pero era difícil conseguirlos, encerrados como estaban en Thorbardin mientras el Consejo de Thanes decidía si tomaban parte o no en la guerra.

Phair Caron miró al oeste en dirección al territorio de Abanasinia, cuya columna vertebral eran las montañas Kharolis. Allí vivían los primos de los silvanestis, con los que éstos no se relacionaban, los qualinestis que habitaban en los bosques, y también humanos y Enanos de las Colinas. Verminaard, el Señor del Dragón del Ala Azul, ya había puesto la mirada sobre ellos y preparaba crueles planes, listo para abatirse sobre aquellas tierras como un águila tras su presa. Un día, más tarde o más temprano, todas aquellas tierras y todas las gentes que en ellas vivían pertenecerían a su Oscura Majestad; las fuerzas de Takhisis arrasarían el sur hasta el Muro de Hielo y el norte hasta Solamnia para derribar las torres de Vingaard y Solanthus. Con su poder, la Reina de la Oscuridad llegaría incluso hasta los Ergoths, y todo Krynn le pertenecería, un santuario a su gloria construido sobre los huesos de quienes la desafiaran.

Con la sangre hirviendo en su interior y el corazón inflamado, Phair Caron miró al sur, hacia la oscura línea de los bosques de Silvanesti. Los Señores de los Dragones de Takhisis serían como reyes y reinas en Krynn, y la mujer sonrió, mostrando los dientes con expresión lobuna. Ésta Señora del Dragón gobernaría desde Silvanost, y tendría como esclavos a los nobles de la corte de Lorac Caladon.

Desde abajo le llegó distante un rugido, el sonido de su ejército, las inquietas huestes de humanos, goblins, draconianos y ogros. No había sido fácil organizar ese ejército de razas dispares; los humanos se negaban a acampar cerca de los ogros, quienes no querían estar en las proximidades de los goblins, y nadie podía hallarse al alcance de cualquiera de las tres razas de draconianos sin que estallaran pequeñas disputas, y también entre ellos mismos, los baaz odiaban a los malévolos kapaks, que los aborrecían por su parte y despreciaban a los auraks.

Una larga sombra oscura pasó sobre las cimas de las colinas cuando Gema Sangrienta surcó las corrientes cálidas de aire para dar un paseo por el cielo. El terror mantenía a raya todas las facciones del ejército de la Señora del Dragón, el temor a los dragones que tomaban el sol en lo alto de los peñascos. Aburridos a menudo entre incursiones al interior del bosque, los poderosos wyrms no tenían inconveniente en arrancar directamente de entre sus compañeros a un ogro recalcitrante o un humano insubordinado y utilizarlo para dar un ejemplo. Los dragones eran el seguro de Phair Caron para mantener el orden, y con aquel orden general asegurado, practicaba la clase de control riguroso que la había hecho famosa entre los Señores de los Dragones de la Reina de la Oscuridad. Cualquiera de sus lugartenientes que fracasara en su misión de mantener el orden entre sus hombres fracasaba sólo una vez. Existían, aquí y en los territorios que había conquistado con anterioridad, muchos otros dispuestos y capaces de ocupar el lugar del hombre o la mujer que no podían mantener la disciplina.

En las alturas, un ala de dragones describía círculos en el cielo, en largas y perezosas vueltas que los llevaban sobre el bosque de álamos que empezaba a tornarse dorado con la llegada del otoño. Gema Sangrienta abandonó sus ociosos paseos en círculo y descendió a reunirse con los de su raza. Phair Caron percibió la alegría que el ser sentía al contemplar la destrucción que él y los suyos habían provocado, los rescoldos y las amplias franjas de terreno que no volverían a ver un árbol durante muchos años.

¡Es fantástico!, le gritó el dragón, al sentir los pensamientos de la mujer en su mente.

Es fantástico, asintió ella en silencio, la mujer que en una ocasión había gateado en la mugre del arroyo para obtener una pieza de cobre torcida que le había lanzado un elfo demasiado desdeñoso para esperar a que le diera las gracias. Las llamas de su ambición, de su prolongada necesidad de venganza, ardían en su sangre, encendiendo su corazón y su espíritu. Y a Phair Caron le dio la impresión, mientras permanecía allí de pie en las alturas, que podía ver hasta Silvanost, el día en que conducirían a Lorac Caladon encadenado ante ella y condenado a muerte, sentencia que se llevaría a cabo por apedreamiento en la plaza más grande de la ciudad.

Una figura pequeña se movía por entre las tropas, con decisión y abriéndose paso con facilidad entre la gente. Los goblins se apartaron, sus filas ondulándose ante ella, y lo mismo ocurrió cuando cruzó la frontera oficiosa entre su campamento y el de los ogros. La figura cruzó sin problemas mientras soldados que sólo el día anterior habían acabado sin piedad con aldeanos elfos se apartaban apresuradamente de su camino. De este modo llegó el mago Tramd el de las Tinieblas hasta la zona elevada del campamento, el lugar donde el agua descendía en forma de arroyos desde los peñascos. Dos tiendas se alzaban allí, un poco separadas entre sí y bien apartadas de todas las que alojaban a los lugartenientes y capitanes del ejército de los Dragones. Una era de seda roja y tenía un brillante pendón rojo ondeando en el poste central; puntiaguda, incluso dividida en dependencias, se erguía como un manchón de sangre roja entre el pardo, el negro y los tonos marrones del ejército. La segunda tienda era más sencilla, más pequeña, con laterales de cuero y sin un pendón que ondeara del poste. Phair Caron dirigió la mirada a la primera, pues sabía que era allí a dónde se encaminaba el mago, con la cabeza gacha y andando presuroso.

¡Gema Sangrienta! —llamó.

¿Señora?

Dile que se reúna conmigo en mi tienda.

Cómo deseéis, señora.

El Dragón Rojo se despegó de los otros, estirando el largo cuello al tiempo que lanzaba un trompeteo hacia las alturas. El ejército se agitó, removiéndose como un mar inquieto ante un viento de tormenta. Los ogros alzaron los puños al cielo, todo pura bravata, y los humanos se movieron inquietos entre ellos mientras los goblins emprendían una fuga precipitada. En el extremo más oriental del campamento, los draconianos no dieron la menor señal de haberlo oído; sentían por los dragones lo que los dragones sentían por ellos. Tramd se detuvo y miró a lo alto, luego giró sobre sus pasos para alejarse de la tienda roja y dirigirse a la de cuero.

Phair Caron sonrió sombría. Tramd era un buen mago, y un buen hombre en campaña cuando se trataba de conducir batallas a lomos de un dragón. Entre los elfos se conocía y no se conocía su existencia, su presencia se percibía en la sangrienta carnicería, aunque ni los elfos eran capaces jamás de ponerse de acuerdo sobre su descripción física. Ogro, humano, enano, incluso un elfo en una ocasión; los informes hablaban de todos ellos como de la criatura que había sido vista encabezando los ataques a los poblados, un mago cuya terrible voz retumbaba sobre los incendios y las masacres. Pensaban que se trataba de alguien capaz de mutar de aspecto, alguna terrible criatura surgida del sanguinario Abismo, pero no lo era, aunque sí era un ser terrible.

Phair Caron descendió la colina a saltos, con el astado yelmo de dragón sujeto bajo el brazo, y la larga espada golpeando las mallas que cubrían su muslo. Un buen hombre, terrible en el combate, pero Tramd tenía la molesta costumbre de desaparecer de vez en cuando, y sobre ello, iban a hablar ahora.

***

Cuando Phair Caron entró en su tienda, Tramd dio la espalda al mapa sujeto a la pared norte, que había estado estudiando, con la cabeza inclinada ligeramente y los hombros un poco encorvados. Todo Silvanesti aparecía en aquel mapa, las zonas quemadas y los bosques situados más allá.

—Señora —dijo el mago, al que los elfos de la frontera norte temían, y también temían los mismos miembros del ejército de los Dragones—, estoy aquí como pedisteis.

Fuera, el ruido del ejército era el sonido de un océano, que se movía y fluía, cinco mil voces que se mezclaban con diez mil más, corrientes submarinas de tintineantes mallas, espadas golpeando sobre espadas mientras los guerreros practicaban sus habilidades. ¡El ruido de su ejército! Phair Caron depositó su yelmo de dragón sobre la pequeña mesa y las cintas susurraron sobre la tosca madera, en tanto que el metal tintineaba débilmente en la mohosa atmósfera. Enganchó un taburete con un pie y tiró de él hasta la mesa, para a continuación sentarse en él, mientras miraba al mago en silencio, dedicando una prolongada mirada de sus ojos azules al rostro apuesto que éste le mostraba. Alto como un bárbaro de las Llanuras, mostraba hoy su forma humana, con cabellos que igualaban a los de la mujer en espesor y color dorado, y con una barba que descendía hasta el cinturón de su túnica negra.

Phair Caron sonrió, pero sólo para sí, sólo interiormente. Aunque adoptara la forma de un hombre, una mujer, un ogro, un draconiano, cualquier apariencia que deseara, ese mago no era un mutador. Era un enano. Sus gestos lo demostraban en ocasiones, su fisonomía y los giros de expresión que utilizaba a menudo lo demostraban. Lucía avatares igual que un cortesano lucía su fabuloso guardarropa, cada uno extraído de la misma tierra, modelado mágicamente de arcilla y piedra, cada uno elegido específicamente para la ocasión. De ese modo, Tramd no se encontraba, de hecho, junto a ella, pues ese avatar no era más que una creación inerte animada por la mente de un mago que residía en un lugar lejano que la Señora del Dragón no había visto jamás. Ni tampoco se había tropezado nunca con él en su auténtica forma, porque él jamás lo permitiría. Los que pensaban que lo veían, veían lo que el mago deseaba que se viera, y si su capricho decretaba que algo de su auténtica existencia física estuviera presente, eso era únicamente su voz.

—Te he buscado, Tramd. Esta mañana cuando los capitanes vinieron a presentar sus informes de la batalla de ayer, creía que estarías entre ellos.

Una voz chilló en el exterior. A poca distancia, alguien lanzó un juramento, pero el improperio quedó interrumpido de repente, al tiempo que el olor a sangre se dejaba notar en el aire. Phair Caron no volvió la cabeza, y en su pétrea mirada su visitante se encogió de hombros, en un gesto apenas perceptible.

—Tenía otras cosas que hacer.

—Desde luego. —Una oleada de cólera la embargó—. Parece que has tenido otras cosas que hacer a menudo.

—Si deseáis preguntar sobre lo que hacía, preguntad —repuso él, enarcando una ceja—. Recibiréis la misma respuesta que doy siempre. Tus asuntos son cosa tuya, y yo los hago míos porque lo pedís. Mis asuntos son cosa mía, y nadie tiene por qué hacerlos suyos.

Un insecto de oscuro caparazón se arrastró por el suelo, un escarabajo del tamaño de casi la mitad de la palma de la mano de la mujer. Distraídamente, Phair Caron lo aplastó, sonriendo al oír el crujido del caparazón al reventar.

—Ten cuidado, Tramd. No tienes excesiva razón en tus afirmaciones. Conviertes en tuyos mis asuntos porque te conviene cruzar Krynn con mi ejército; pero las cosas pueden cambiar, amigo mío, y podrías encontrarte con que ya no me conviene a mí tenerte aquí.

El apuesto rostro del avatar permaneció discretamente en calma, y sus ojos verdes relucieron.

—Los tiempos siempre cambian, señora. No me preocupo por eso.

Su serenidad la irritó. Con el dedo recorrió el sinuoso dibujo de su yelmo de dragón, una línea que sugería la cola de una de tales criaturas; luego entrecerró los ojos y miró con fijeza al avatar de un mago al que nunca había visto. Un montón de carne putrefacta con una mente muy aguda, eso era lo que se rumoreaba de Tramd el de las Tinieblas. A veces, en plena noche, recordaba aquella historia y se estremecía. Existen pruebas a las que los magos tienen que someterse si desean ser más que magos marginales, más que simples buhoneros de pociones de amor y ungüentos para eliminar verrugas. Nadie había dicho nunca que las pruebas fueran fáciles, pero aun así, ¿cuántos de los que hablaban tan alegremente de esas pruebas comprendían lo terribles que podían ser? No muchos. Tramd, donde fuera que él en persona se hallara, sabía lo terribles que eran. Se decía —y él nunca lo negaba— que su cuerpo había quedado destrozado durante las pruebas, tan horriblemente desfigurado que sólo la magia y la voluntad de una mente tan poderosa mantenían al mago con vida.

—¿No puedes esperar hasta que la conquista haya finalizado para empezar a buscar botines? —preguntó Phair Caron, como sin darle importancia.

La sangre encendió las barbudas mejillas del otro. Aquella calificación de su búsqueda era un insulto.

—Señora, me forzáis a…

Desde lo alto de las colinas, los dragones barritaron, los poderosos Rojos se gritaban entre sí, pavoneándose, jactándose, ansiosos por luchar. Uno pasó volando por encima, y una sombra oscura cubrió el suelo, ondulándose sobre las paredes de la tienda. Phair Caron sintió la ansiedad del wyrm como si fuera la suya.

—¡Es suficiente! —exclamó—. Eres tú quien me fuerza. A partir de ahora, abandonarás mi ejército cuando yo te lo diga. No vas a ir y venir a tu gusto. La campaña avanzará más deprisa ahora. Los elfos están utilizando todos sus efectivos en la frontera, y todo lo que tienen no va a ser suficiente. Atacaremos con más dureza y más a menudo. Te necesito aquí.

El otro no dijo nada durante un buen rato, ni sí ni no, mientras otro dragón sobrevolaba el lugar, y luego otro, sus sombras enredándose en el cuero de las paredes de la tienda. Cuando el mago alzó la mirada, sus ojos brillaban fríamente, los de un hombre que ha sopesado las cosas y ha decidido qué hacer.

—Cómo deseéis, señora. Ahora, existe un pequeño asunto que discutir. Uno —siguió con suavidad—, que me viene a la mente de forma reiterada cuando me muevo entre el ejército.

Cuando ella le indicó que siguiera, el avatar dio la vuelta a la mesa para dirigirse hasta el mapa sujeto a la pared de la tienda, mientras las sombras de los dragones tejían telarañas de sombra sobre su espalda. Con una amplio movimiento del brazo, señaló todo Silvanesti.

—Hemos ganado varias batallas aquí, señora, y sin embargo no avanzamos, permanecemos en los peñascos.

—¿Y? —La mujer se encogió de hombros.

—Y el ejército se pregunta cuándo entraremos en el bosque.

—¿Buscan más botín del que puede encontrarse en los pueblecitos, verdad? —rió Phair Caron—. ¿No piensan más que en los legendarios tesoros de las ciudades elfas? —Giró la cabeza y escupió—. No me importa. Hacemos esto como siempre lo hemos hecho, como lo hicimos en Nordmaar, en Goodlund y en Balifor; hasta que las ciudades no estén atestadas de refugiados, y hasta que los ejércitos no se vean obligados a retroceder para proteger a la gente, no abandonaremos este lugar. Entretanto, que vengan a atacarnos. Que malgasten hombres, fuerzas y riquezas para llegar hasta nosotros.

—Y ¿entonces…?

—Entonces, elimina a unos cuantos de los que protestan, de modo bien notorio, y continúa con la organización del siguiente ataque. —Le dio la espalda para mirar el mapa sujeto a la pared norte de la tienda—. Y sí —añadió, concediendo un favor que otorgaba a menudo—, puedes quedarte con la sangre del corazón.

El hombre no le dio las gracias y salió en silencio. Al cabo de un rato, los prolongados gemidos ondulantes de una matanza que duraría cierto tiempo rasgaron el silencio. Phair Caron sonrió.

***

Los cantos de los pájaros cesaron. En el boj que limitaba los Jardines de Astarin, los cardenales permanecían mudos. Herrerillos grises, morados pinzones y humildes gorriones no tenían nada que decir, y los sinsontes se introducían en las profundidades de los setos, con los blancos galones que marcaban sus alas ocultos, los bulliciosos gritos pospuestos para otro día. Las mariposas no revoloteaban sobre los pequeños tiestos de arena desperdigados por el jardín, y las mariquitas no salpicaban las rosas tardías. Era como si todas las criaturas del jardín hubieran huido o sintieran temor ante la enorme asamblea de elfos.

Si el jardín permanecía silencioso, era tal vez el único lugar tranquilo de Silvanost. Ni siquiera el cielo estaba plácido. Grifos dorados daban vueltas sobre la ciudad con orgullosos Jinetes del Viento sobre sus lomos, y el sol centelleaba en los arneses de los jinetes y los crueles picos de las bestias. Había dos docenas en el cielo, una avanzadilla de los seis grupos que convergerían en las zonas fronterizas. Sobre el lomo del grifo de mayor tamaño, con la cabeza alta, la espada adornada con piedras preciosas atada al cinto, y su reluciente cota de mallas, hecha con los mejores eslabones de acero, lord Garan de la Protectoría conducía a su grupo a la Torre de las Estrellas donde el Orador aguardaba de pie sobre el balcón más elevado.

Alhana estaba junto a su padre. El soberano resplandecía cubierto de oro y sedas, y su hija, con la mano apoyada en su brazo, refulgía blanca como un lirio, con la oscura melena sujeta en lo alto de la cabeza y adornada con diamantes, y la túnica de brocado de seda del blanco más radiante. Cuando Garan pasó junto a ellos, la princesa lirio alzó la mano, y lord Garan se quitó el yelmo a modo de saludo.

—¡Lord Garan! —gritó la gente; las mujeres agitaban pañoletas verdes desde sus balcones, y los hombres vitoreaban con energía desde las ventanas—. ¡Lord Garan, por E’li! ¡Lord Garan, por Silvanesti!

En el suelo, las voces del ejército se elevaban y descendían, llenando el patio y las calles que rodeaban la Torre de las Estrellas. Oyendo a los Montaraces, viéndolos, cualquiera pensaría que no eran nada más que una enorme partida de caza que salía a proporcionar la comida de un día festivo. Las carcajadas resonaban agudas en chistes toscos y payasadas. Los colores del ejército, el verde y el dorado del amado bosque de álamos, flotaban en las heladas brisas otoñales. En los balcones y en las ventanas de las torres que rodeaban el hogar del Orador de las Estrellas, hombres, mujeres y niños ataviados con ropas de brillantes colores salían a contemplar a los Montaraces, algunos profiriendo vítores, otros silenciosos. Todos intentaban mantener cada momento en la memoria, grabar cada imagen en el corazón. Debajo de ellos, en el verde y el gris, estaban los hijos e hijas de la Protectoría, y la consideración que se les tenía cruzaba el umbral de cada Casa, pues allí estaba la orgullosa flor del poderío silvanesti, hombres y mujeres que habían jurado derramar su sangre, romper sus corazones y sacrificar sus vidas si era necesario.

No eran más que una pequeña parte del ejército que se estaba reuniendo. A Shalost, en el noroeste, iban llegando Montaraces, y esas fuerzas de Silvanost se reunirían con ellos, pues era en Shalost, en los terrenos de la Torre de Waylorn, donde se juntarían los grifos, las poderosas criaturas preparadas para transportar arqueros al combate. El ejército de Silvanost tardaría dos días en llegar a la Torre de Eaylorn y, una vez en el bosque, los Montaraces desaparecerían en su silencio y sus sombras, para dispersarse en grupos de no más de una docena, a menudo menos incluso. El ejército de Silvanesti no viajaba como los ejércitos de cualquier nación extranjera; al fin y al cabo se trataba de elfos, y el menos experimentado de ellos resultaría indistinguible de una sombra si así lo deseaba.

En el punto donde el extremo meridional de los Jardines de Astarin permanecía bañado por el sol, cerca del Templo del Fénix Azul, donde vivían los miembros de la Casa de Arboricultura Estética, el gris y el verde se vieron ribeteados de blanco, como una nube que hubiera descendido sobre la ladera de una colina. Llegaban los magos, una larga fila de ellos, y sus aromas —especias, pétalos de rosa secos, aceites y hierbas— proporcionaban exóticos matices al olor a cuero, acero y sudor de un ejército que se agrupaba. Encabezaba la marcha Ylle Savath, que como gobernadora de la Casa de Mística se ocuparía de que se ejecutara esta maniobra mágica —¡ese plan de un sirviente!— y no dejaría nada a la casualidad. No había resultado tan difícil localizar conjuros de ilusión, aunque tales no eran competencia de la magia blanca. Lo que estaba prohibido entre los magos también se hallaba anotado. Los magos que la hechicera había elegido para el trabajo eran los que consideraba más respetables, los que poseían reputaciones excelentes y jurarían liberar esa magia extraña y no volver a tocarla jamás. Entre éstos, en el extremo más lejano de la fila, había uno del que ella no estaba tan segura, pero se sentía obligada a incluirlo. «Qué viva o muera merced a su plan», había dicho al rey, y sentía intensamente que una desvergüenza como la de Dalamar Argénteo debía contrarrestarse con la orden de arriesgar su vida allí donde él pedía que otros la arriesgaran.

***

El embriagador perfume de la magia inundaba el corazón de Dalamar. Se encontraba rodeado por todos aquéllos que en una ocasión no lo habían considerado uno de los suyos, y que ahora sabían que él había forjado el plan al que dedicaban sus energías y su fuerza de voluntad. En él, la aplazada esperanza llameaba, pues saldría de aquello siendo digno de todo lo que la Casa de Mística le había negado. ¿Quién le prohibiría los conocimientos que necesitaba? ¿Quién diría: «No. No puedes ir a pasar la Prueba de la Alta Hechicería»?

Una mano sujetó su hombro, y una voz baja saludó:

—Buenos días tengas, Dalamar Argénteo.

El mago se volvió y encontró a Tellin Vientorresplandeciente junto a él.

—¿Habéis venido a desearme suerte, milord?

En algún lugar sonó una trompeta, una nota alegre que se elevó por encima del estruendo de la muchedumbre. Una oleada de excitación atravesó a los Montaraces, y sus chanzas y risas se transformaron en un ahogado murmullo. La apariencia de la multitud empezó a cambiar a medida que iban formando en pequeños grupos.

—Bien, realmente te deseo suerte —dijo Tellin, sonriendo con una mueca irónica, y dejó caer un grueso paquete a sus pies—. Pero no es por eso por lo que estoy aquí.

—¿No?

Dalamar tomó aliento para hacer la pregunta obvia, luego se contuvo. La mirada de Tellin había vagado y, en su vagabundear, se había detenido. En los jardines del Templo del Fénix Azul, había una mujer de pie, con las manos entrelazadas y los ojos grises escudriñando la multitud de Montaraces y magos. Lady Lynntha sonrió de improviso, con rapidez, luego se volvió cuando alguien le habló. Lord Ralan la tomó del brazo y la hizo retroceder de las primeras filas de la muchedumbre.

De nuevo sonó una trompeta, y sus notas argentinas flotaron en la mañana. Desde fuera de las puertas de la ciudad se oyó un cuerno de guerra, grave y profundo; la ciudad llamaba al bosque, y el bosque respondía. El color desapareció del rostro de Tellin, el pulso se desbocó en su garganta, y entonces el clérigo anunció:

—Estoy aquí porque voy al norte con el ejército. Unos pocos clérigos más también van.

—¿Para atender las almas de los soldados?

—Pues sí —respondió él, sin dejar de captar el tono irónico que Dalamar no hizo demasiado esfuerzo por ocultar—, desde luego.

Pero sus ojos seguían fijos en lady Lynntha, en su delgada y recta espalda y en su corona de cabellos plateados. Cuando ella alzó una mano para apartar un rizo rebelde de la mejilla, el latido de la garganta aumentó de intensidad, martilleando hasta que Tellin la vio desaparecer por completo en la muchedumbre. El clérigo alzó la mochila y se la echó al hombro, y de su bolsillo, expulsado por el repentino movimiento, cayó un estuche de pergamino bordado en brillantes colores. Dalamar se inclinó para recogerlo, y cuando le quitó el polvo con el borde de la manga, el aroma del perfume de la dama embelleció el aire, lilas y helechos.

—Milord —dijo, entregando el estuche a Tellin.

Lord Tellin volvió a guardarlo, poniéndose repentinamente a la defensiva.

—No eres el único hombre de Silvanost que tiene un sueño —indicó con frialdad.

Eso parecía, pero no creía que su sueño fuera más difícil de obtener que el de lord Tellin. En la Casa de Mística respetaban el talento o se los podía convencer de hacerlo. En la Casa de Arboricultura Estética no les importaba quién era uno, clérigo o héroe de guerra; si no pertenecía a su clan, nunca podría casarse con una de sus queridas hijas.

***

Una luz roja refulgía en el rincón más pequeño del brasero, y las sombras trepaban por las paredes de seda de la tienda roja y volvían a derramarse desde lo alto. Tramd sumergió los dedos en el negro cuenco de barro y los sacó cubiertos de sangre. Sangre del corazón con la que roció las piedras que circundaban su pequeña fogata, pintando runas sobre la piedra, runas de caza, runas de tesoros, runas para asegurar buena suerte. Era, tal como Phair Caron suponía, un enano. No allí, no entonces bajo esa apariencia de bárbaro de elevada estatura, pero en el lejano lugar dónde habitaba, en las altas torres de su ciudadela, era un enano. Entendía de runas, y sabía cosas sobre la suerte, ya que los enanos cuentan con unas tanto como con las otras.

Escritas las runas, Tramd observó con atención mientras el fuego secaba la sangre hasta volverla negra y aparecían pequeñas grietas en las señales. Observó el interior de las grietas, más allá de la sangre ennegrecida, más allá de la piedra misma, y el interior de un pequeño rincón del Plano de la Magia. La oscuridad se arremolinó bajo sus ojos; aspiró con fuerza, soltó el aliento, y el fuego bailoteó.

—Ven —musitó, la voz del avatar dando forma a la voluntad del mago—. Ven y prepárate. Prepárate para correr.

Las tinieblas se intensificaron, luego cambiaron, para tomar forma en el lejano plano que existe fuera del mundo de los cinco sentidos. Sobre las paredes de seda roja, las sombras giraron sobre sí mismas y corrieron juntas, pequeñas criaturas de la oscuridad, que se amontonaban en lo alto donde el agujero de ventilación dejaba salir el humo. En una esquina de aquella masa, creció algo brillante, como un ojo que se abriera.

Tramd contuvo la respiración, consciente de la presencia del ojo, pero sin atreverse a apartar la atención de la sangre reseca. Las rendijas se cerraron, poco a poco, cicatrizando, pero si él hubiera apartado la vista, aunque fuera por un instante, habrían salido al exterior cosas capaces de helar el corazón de los dragones y de provocar tal terror en los espíritus de los mortales que saldrían huyendo enloquecidos. El ojo brilló, se oscureció, luego volvió a refulgir. Las grietas en la sangre se cerraron, despacio.

En la pared, las sombras adoptaron una forma, la de un podenco de ojos bizcos y fauces abiertas de par en par. Los aullidos del animal se enroscaron en el espíritu del mago, en un largo gemido sobrenatural parecido al de un lobo separado de su jauría. El fuego suspiró, y las negras runas de sangre cerraron sus heridas, dejando fuera la oscuridad. Tramd se recostó sobre los talones, alzando la mirada hacia la roja pared, donde el podenco espectral pareció respirar cuando la roja seda se agitó merced a una brisa vagabunda surgida de los peñascos.

—Podenco —dijo el hechicero, con los ojos puestos en el ojo, y encadenando con su voluntad a la bestia en el mismo instante en que ésta oyó su voz—. Podenco, ¿quieres ir de caza? —El resplandeciente ojo parpadeó, luz, oscuridad, luz otra vez. El ser cazaría—. Ve al bosque —ordenó Tramd—. Sal y busca, y regresa para decirme qué magia has encontrado, libro o artefacto, pergamino, anillo o colgante. Ve, y luego regresa otra vez.

La sombra-podenco se escurrió de la pared, un ser en movimiento, aunque no un ser vivo, y corrió durante toda la noche, una criatura de las tinieblas, atravesando la oscuridad como los peces cruzan el océano. Penetró en el bosque, bajo la luz de las lunas en tres cuartos y recorrió los territorios quemados, la zona de troncos carbonizados y cenizas donde de vez en cuando parpadeaban rescoldos, como ojos entre la destrucción que observaban correr al ser. Cruzó poblados y pasó junto a casas donde la gente dormía en forma de pesadilla, un sueño espeluznante, un gemido. Cuando pasaba junto a ruinas lo hacía a mayor velocidad, ya que nada quedaba por encontrar allí. Algunos objetos mágicos sí descubrió, pues se trataba de un reino donde se honraba a los magos, y el podenco percibió anillos de poder, espadas con hojas que habían abatido ogros, cuyas empuñaduras enjoyadas lucían runas de poder para rechazar maldiciones.

Halló estas cosas en las pequeñas poblaciones situadas entre las fronteras quemadas y la recta calzada del Rey. Veloz como un viento helado surgido del invierno, el animal pasó junto al campamento de un grupo de elfos, gentes harapientas, gentes malheridas, ancianas, viejos y niños que se dormían entre sollozos, y aquellos durmientes despertaron entre gemidos cuando el podenco se deslizó alrededor de la luz de sus fogatas y prosiguió su carrera.

Bajo los ojos de Solinari y Lunitari y el ojo que nadie veía pero que algunos sentían, la negra luna de Nuitari, la bestia mágica corrió y dejó atrás los perímetros de muchos campamentos de Montaraces, donde halló algo de magia, que no se molestó en tener en cuenta. Su amo ya saquearía los huesos de esos cadáveres cuando perecieran en el combate. Otra cosa mágica si halló, unos libros cubiertos de hechizos de protección. Tres eran delgados, sin nada excepcional en ellos; el cuarto, grueso y antiguo, sí era digno de tener en cuenta. El podenco los descubrió en una cueva no muy lejos de la ciudad del rey elfo, la hermosa Silvanost, la reluciente joya del corazón del reino.

Satisfecha por fin, la sombra-podenco regresó a la tienda de su amo, y todas las cosas que había descubierto y anotado le proporcionaron algo mejor que alabanzas por parte de su señor.

—Hasta contar veinte —indicó Tramd a la oscuridad del ojo llameante—, puedes correr entre los que duermen ahí afuera en el ejército. Toma lo que quieras y haz con ello lo que desees.

El podenco se deslizó al exterior por debajo de la tienda, con los ojos rojos reluciendo como ascuas tras un incendio. Curioso, Tramd salió al exterior, y en la frialdad de la noche observó cómo la sombra corría, ondulándose sobre el suelo y se volvía informe. La helada luz de las estrellas caía sobre el suelo, las lunas se habían puesto, y las innumerables hogueras del ejército brillaban como ojos rojos en la noche. Observó el recorrido de la criatura, la carrera del espectro, y sintió que le hervía la sangre, la sangre del avatar, la sangre del destrozado montón de carne y huesos que yacía muy lejos en un lecho de sedas y raso. El podenco saltó —¡lo sintió!— y arrancó algo a un guerrero dormido. No fue nada que sangrara, ni nada que se rompiera; arrancó el alma del infortunado y de otros cuatro más.

Tramd sonrió. Suspiró y percibió cómo el espectro se hartaba con la esencia de sus víctimas, con cada uno de sus pensamientos, deseos y sueños, con cada temor, con cada debilidad, con la suma de sus espíritus. Rió, con una risa sorda y terrible como piedras rechinando entre sí, cuando la bestia tomó aquellas almas y las arrastró con ella a las tinieblas de las que había surgido.

El hechicero contempló a los que habían perdido el alma, que corrían lamentándose y chillando por entre el ejército; vio cómo eran capturados, eliminados, y oyó como los que los habían matado comentaban entre sí:

—Locura. Menos mal que están muertos.

Al fin y al cabo se trataba de ogros, y en ocasiones se volvían locos y había que matarlos. No obstante, en el lugar donde vivía el podenco, los gemidos y los chillidos no cesaban jamás.

Por la mañana, Tramd anotó todas las cosas mágicas que la sombra-podenco había localizado, tomó nota de dónde estaban y las marcó en el mapa que guardaba en un pequeño cofre de plata. Había hecho lo mismo en cada uno de los territorios que el ejército de la Señora del Dragón había arrasado, un buscador de tesoros que busca. Como había hecho en Goodlund, en Nordmaar y en Balifor, visitaba todos esos lugares una vez que la gente había sido sometida y Phair Caron había instaurado sus gobiernos; entonces se hacía con los tesoros y los ponía a prueba. Tramd desayunó, mientras se preguntaba si alguna de las cosas halladas allí podría ser el tesoro que buscaba desde hacía tanto tiempo, luego salió a dar un paseo en el recién estrenado día. Finalizadas sus conjeturas por el momento, fue a informar a su Señora del Dragón que un gran ejército de elfos se había puesto en marcha.

—Y los refugiados que hicimos huir al bosque se encuentran ahora a poca distancia de Silvanost. Están hambrientos y cubiertos de harapos y listos para devorar la cosecha de otoño y buscar más comida aún en las reservas para el invierno.

»Señora —continuó cuando ella alzó la mirada de su desayuno de vino y queso—, el principio del fin de los elfos ha llegado.