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Llegaron, ancianos y ancianas, niños y criaturas de pecho, dejando pisadas ensangrentadas sobre el suelo de piedra. Sus lágrimas regaban la tierra, y sus lamentaciones aterraban a las aves del cielo. Llegaban a pie, tanto si llovía a cántaros como si lucía el sol, tambaleándose por entre el bosque de álamos en la dorada estación, en el otoño que tanto amaban los elfos. Hicieron su aparición bajo la forma de un ejército de miseria, enfermedad, dolor y desesperación, un ejército de aflicción. El cuidadoso moldeado del bosque se vino abajo ante ellos, dejando a su paso un rastro de ciervos muertos, fogatas empapadas, botas desgastadas y a sus propios muertos. Los ancianos caían, con los corazones destrozados y negándose a seguir latiendo; las ancianas se desplomaban y no volvían a levantarse, y los niños pequeños morían víctimas de los elementos. Afligidos, se limitaban a cubrir los cadáveres con maleza y seguían adelante.

En los tiempos de los ataques a la frontera de Phair Caron, los refugiados habían sido un hilillo, unos pocos que huían de la quema de poblados en la zona más al norte del territorio; pero a mediados del mes de la Cosecha de Otoño, el hilillo se convirtió en un río, que descendía hasta Silvanost. Tiritaban en las frías noches, durmiendo sobre el pedregoso suelo, pues no tenían más ropas que las puestas, aunque algunos afortunados llevaban mantas andrajosas con las que tapar a sus lloriqueantes hijos. No los acompañaban hombres jóvenes que pudieran protegerlos, porque nadie que pareciera lo bastante fuerte como para convertirse en soldado sobrevivía jamás a un poblado arrasado. A ésos los mataban al instante. Los draconianos que asolaban los pueblos los buscaban como los ladrones buscan oro, y ante los ojos de ancianos, mujeres y criaturas gimientes, los jóvenes y sanos eran abatidos y eliminados.

A los ancianos, a los enfermos y a los niños se les permitía abandonar el pueblo, incluso se los animaba a hacerlo. Era la táctica favorita del mago de Phair Caron, Tramd el de las Tinieblas.

—Dejad que marchen —chillaba por encima de cada carnicería.

Algunos decían haberlo visto, un humano alto montado en un dragón. Otros decían que era un enano, y otros afirmaban que un ogro. Pero también había quien decía: «¿Cómo se puede pensar que un dragón deje que lo monte un ogro?». Fuera como fuese, todos estaban de acuerdo en que la voz del mago, con la ayuda de la magia, retumbaba sobre los pueblos y ciudades en llamas como el bramido de un dios terrible.

—¡Dejadlos marchar! ¡Echadlos! ¡Que extiendan el miedo como una enfermedad! ¡Que atesten el bosque y llenen las ciudades con necesidad y terror!

La guerra rugía tras ese ejército de aflicción, con poblados en llamas e inundados de ríos de sangre. En el este, en el lado de la bahía de Balifor, ardía un gran incendio. El Cercado estaba en llamas. ¿Y qué pasaría con los elfos? ¿Qué iba a ser de los más queridos por los dioses?

***

En el Templo de E’li, la Plegaria del Amanecer se elevaba sobre las aladas voces de ancianos y jóvenes, hombres y mujeres. Día tras día, Dalamar despertaba con ella hasta que ya no pudo oírla más que como un sonido de desesperación. Para él, era la desvalida cacofonía de gentes que balaban como corderos a un dios que —si en realidad había regresado al mundo como se rumoreaba— no se había molestado en impedir que la mano de Takhisis desgarrara el reino de Silvanesti. Lores y damas acudían a orar, como lo hacían comerciantes, albañiles, jardineros y servidores. Elfos de alta y baja condición social entraban en tropel para asistir a los oficios matutinos, para el culto del mediodía, y a menudo regresaban de nuevo para las oraciones del Final del Día. El humo del incienso flotaba en el aire, provocando escozor en los ojos y haciendo toser a las damas de edad; pero no conseguía ocultar el olor a miedo que impregnaba el Templo de E’li y todos los otros que se apiñaban alrededor de los Jardines de Astarin a medida que llegaban informes a la ciudad sobre pueblos quemados en el norte y el oeste, sobre combates en la frontera. Algunas de aquellas batallas entre elfos y el ejército de los Dragones eran victorias; otras no. Tropas de Montaraces practicaban tácticas de guerra en los terrenos de ensayo alrededor de los barracones, y sus gritos y el resonar del acero sobre el acero se oían incluso en los Jardines de Astarin. Otros abandonaban la ciudad, huyendo hacia el norte, mientras tropeles de ciudadanos se dirigían a los templos, y rumores siniestros recorrían la ciudad. El Orador y su consejo estudiaban la posibilidad de evacuar el reino si Phair Caron se abría paso más allá de Alinosti.

—¿Por qué no hacen algo? —farfulló Dalamar, mirando por la ventana del escritorio uno de los últimos días cálidos del otoño.

Uno de los últimos, lo sabía, ya que cada vez que iba al bosque en busca de hierbas para llenar las despensas del Templo, veía señales de que se acercaba un tiempo más frío. Las semillas caían veloces ahora, y los tallos se marchitaban. Las plantas arrastraban toda su vida hacia abajo para ocultarla bajo tierra hasta la primavera. Más al norte, en el bosque donde sus libros secretos yacían ocultos bajo hechizos de protección, los ratones y otros roedores se habían trasladado al interior de la cueva, y él se había visto obligado a colocar protecciones en cada volumen para resguardarlo de las criaturas que anidaban.

Lord Tellin alzó la mirada de las páginas —listas o informes o alguna otra tarea— para mirar más allá de Dalamar, en dirección al jardín. La gente formaba pequeños grupos, algunos acababan de salir del oficio, otros aguardaban para entrar. Sus ojos buscaron a una persona en particular, a lady Lynntha, que había asistido cada día al oficio más temprano, elevando su voz en el Himno de la aurora.

—¿Hacer qué? —preguntó a Dalamar, pero en tono distraído.

La distinguió, alta y esbelta, de pie un poco apartada de un grupo de otras jóvenes. La mujer miró en derredor ociosamente. Eso había sucedido desde el día en que ella había ido a devolver el regalo de Tellin, y su voz se había convertido en algo habitual durante los oficios de plegarias.

—Cualquier cosa. —Dalamar vio miradas que se encontraban, la de Tellin y la de Lynntha. Peligroso, se dijo, peligroso, milord Tellin—. Todo lo que hacen es rezar y enviar tropas a la frontera.

—¿Y esas cosas no son nada? —Tellin alargó la mano para coger su cálamo y, al descubrir que la punta estaba partida, cogió otro.

—Sí. —El mago dio la espalda al jardín y a la gente que se arremolinaba allí—. Lord Garan, creo, estaría de acuerdo.

Su señor alzó la cabeza, sorprendido y tal vez divertido al oír una opinión tan audaz de labios de un sirviente, aunque había escuchado una o dos opiniones parecidas durante las últimas semanas. Dalamar había cambiado desde su regreso a la Arboleda del Conocimiento para reanudar sus estudios de magia; se había tornado más osado, más seguro de sí mismo, y a Tellin le parecía que aquello era a la vez bueno y malo. Realmente, quería a un mago experto en las artes curativas, uno que pudiera dar utilidad a sus conocimientos si era necesario. ¿Quién no querría tener cerca a alguien que supiera cómo imbuir un ungüento de propiedades mágicas? Y, no obstante…, no obstante, existían estas opiniones tan audaces y avanzadas que, aunque en ocasiones coincidían con las propias ideas del clérigo, no resultaban apropiadas en un criado.

Es posible que éste, se dijo, sea el motivo de que no les permitamos alcanzar muchos conocimientos sobre arte, literatura y magia. Se extralimitan. Y sin embargo, Tellin no creía que las facultades de ese sirviente cuidadoso y astuto rebasaran a menudo el control del mago.

—¿Crees que lord Garan estaría de acuerdo contigo, Dalamar? Bueno, es posible. Pero si miramos atrás…

—Sí —interrumpió él—, es la mejor visión. No obstante, mirando hacia atrás, sé que se cometió un error al hacer tratados con Phair Caron. Otro se cometió cuando el rey demoró la actuación de lord Garan para así aumentar las tropas. La Señora del Dragón, al parecer, reunió un ejército más poderoso del que podemos reunir nosotros.

Las palabras cayeron como el tintineo del metal en la habitación. Tellin desvió la mirada del jardín, con ojos ensombrecidos y preocupados. Se daba cuenta de la verdad que encerraban las palabras de su sirviente, y sabía que la verdad se musitaba en otras zonas. Sin embargo, no era correcto meterse en tales conjeturas con un criado.

—Resulta muy fácil de decir —murmuró, revolviendo las páginas para indicar que daba por terminada la conversación—, ahora que todo está hecho.

Dalamar dedicó unos instantes a decidir si aceptaba abandonar la estancia, y a continuación dijo con suavidad:

—Supongo que tenéis razón pero, mirando al frente, sé cómo se puede rectificar ese error.

—¿Has estado haciendo planes de guerra, Dalamar? —Tellin dejó de nuevo el cálamo a un lado, esta vez sin sonreír—. No es mejor dejar eso para…

—¿Para mis superiores? —completó la frase el mago, y se encogió de hombros—. Supongo que vos podríais pensar eso, milord, si creyerais que el corazón de un criado no está tan lleno de amor por su país como los corazones de los nobles.

—Lo siento, no era mi intención… —El noble hizo una mueca de pesar.

Sí, le indicó la sonrisa de Dalamar, ésa sí era su intención.

—Mirad lo que mis superiores han traído. ¿Habéis oído —siguió—, que los refugiados de esta guerra no marchan elegantemente hacia las ciudades situadas en el río? La gente que tiene mapas pensó que lo harían, pero lo cierto es que la gente aterrorizada simplemente huye. Éstos avanzan a trompicones hacia Silvanost, hambrientos, helados y asustados. Vienen, supongo, a ver qué tiene que decir lo más selecto de sus líderes sobre la situación.

Los ojos de Tellin se entrecerraron ante esa desfachatez, y Dalamar se preguntó si no habría presionado demasiado al clérigo. De todos modos, no se retractó. Llevaba mucho tiempo meditando su plan, y había pasado la mayor parte de esa mañana mirando los mapas de esa misma habitación, cuando debería haber estado afilando cálamos, limpiando pergaminos y disponiendo las listas de provisiones para que Tellin las revisara y corrigiera.

—Milord Tellin —prosiguió, esforzándose por mantener un tono que no predispusiera en su contra a su señor—. Tengo mucho tiempo para pensar allí fuera en los bosques donde están las hierbas. Y tengo la oportunidad de escuchar lo que se dice en la ciudad. Los lores y las damas no miran si hay un criado cerca. Somos invisibles para ellos y, por lo tanto, hablan libremente, y nosotros escuchamos libremente. Sé que nosotros los elfos hemos tardado demasiado en actuar, y ahora padecemos por ello. Dejamos que abogados y emisarios guiaran nuestra defensa, como si estuviéramos en un tribunal y no en guerra. Pusimos nuestra confianza en tratados que Phair Caron no pensaba respetar. Ahora hemos llegado demasiado tarde a la frontera y con demasiados pocos soldados. —En voz baja, añadió—: Lo sabéis tan bien como yo, milord.

Tellin volvió a mirar por la ventana. La voz de Lynntha se elevó en una repentina carcajada. Su hermano había llegado para escoltarla de vuelta a su casa desde el Templo, y el clérigo contempló cómo la joven se daba la vuelta y marchaba elegantemente del brazo de lord Ralan. Las mejillas de la dama tenían un tono dorado, y los cabellos, echados hacia atrás y apresados por una reluciente redecilla enjoyada, colgaban pesadamente sobre el largo y esbelto cuello. ¿Qué le sucedería si los Montaraces no conseguían defender la frontera? ¿Quién la defendería y mantendría a salvo?

Tellin se estremeció y miró a Dalamar, su impertinente criado.

—Dime —dijo, reacio a mostrar entusiasmo y al mismo tiempo curioso—. Dime qué plan tienes.

Y luego ¿qué? No podía ir a ver al Orador de las Estrellas y decir: «Disculpad, majestad, pero a mi criado se le ha ocurrido un brillante plan de defensa». ¡Desde luego no podía hacerlo! ¿Planes de guerra del sirviente de un clérigo cuya función era mantener los archivos del Templo de E’li? ¡Era una idiotez! Y no obstante, sentía curiosidad.

Dalamar percibió esa curiosidad como si fuera algo que se oliera. Atravesó el suelo de baldosas y, tras sacar un mapa del buró, lo extendió sobre la mesa de mármol, diciendo:

—Primero, milord, convengamos en que no somos el centro del mundo.

Tellin escuchó, mostrándose alternativamente asombrado, incrédulo y, finalmente, receptivo. Cuando Dalamar hubo terminado de hablar, la luz del sol hacía tiempo que había abandonado el jardín, para trasladarse a la parte posterior del Templo. Los oficios del mediodía se habían iniciado y ya habían finalizado, y en el algún punto de los muelles tañía una campana.

—Desde luego —concluyó el mago, y ahora sonrió un poco—, si consideráis que este plan es bueno, debéis llevarlo a quienquiera que decidáis que tenga que escucharlo y decir que es vuestro. Al fin y al cabo ¿quién tomaría en cuenta las ideas de un sirviente?

El clérigo se recostó en su asiento, meneando la cabeza. ¿Quién haría caso de un servidor, desde luego? Nadie. Sin embargo, ¿quién excepto un mago podría explicar esa idea? Nadie.

***

Dalamar estaba de pie en el interior de la Torre de las Estrellas. El mago alzó la mirada hacia los elevados rincones de la estancia y contempló la luz de las estrellas y de las dos lunas que relucía sobre las paredes, danzando sobre las joyas incrustadas en las paredes de mármol. Casi, se dijo, se puede oír reír esa luz, entonando los cánticos de las esferas. Percibía alrededor la antigua magia que había creado ese lugar maravilloso, ecos de hechizos realizados cientos de años antes. Cualquiera que decidiera prestar atención podría sentir los espigados restos de aquella magia antigua, pero nadie sentía aquel hormigueo, aquel eco de poderosos conjuros como lo hacía un mago, y estar de pie allí entonces era como oír música surgiendo de una lejana ventana, canciones antiguas y viejas, viejísimas melodías.

Voces de otra clase descendieron hasta la sala de audiencias procedentes de la galería, susurros cenicientos sin tonos que le permitieran diferenciar a uno de otro. A su lado, lord Tellin intentaba mantener una tranquila y respetuosa inmovilidad en ese recinto de poder, pero le resultaba imposible permanecer quieto mucho tiempo.

El clérigo paseaba la mirada por la enorme sala de audiencias, moviendo los ojos de un lado a otro, de las paredes creadas mediante la magia a los tapices de seda tejida y a los nueve peldaños que conducían a la ancha plataforma elevada donde se hallaba el trono del rey Lorac, un magnífico sillón de esmeralda y caoba. Sobre la madera de caoba donde descansaban los hombros del monarca, relucían unas palabras incrustadas en plata: «Tal y como vive la tierra, viven los elfos». Junto al trono había una mesa, cuya parte superior era de cristal rosa, y sobre la rosada superficie descansaba una escultura de marfil de unas manos ahuecadas, unas manos vacías.

Dalamar bajó la mirada al suelo y a sus pies cubiertos con sandalias, e hizo acopio de todos sus pensamientos, reuniéndolos, para acallarlos y mantenerlos a buen recaudo y escondidos en la quietud de su interior. Aquellas manos vacías le conmovían profundamente. La elocuencia de su súplica igualaba a un sentimiento que había tenido toda su vida. ¡Lléname! ¡Instrúyeme! ¡Concédeme lo que necesito y merezco! No volvería a mirar las manos vacías, ya era suficiente con sentir el dolor de su ansia.

Se oyeron pasos en lo alto de la escalinata, y tres figuras oscuras descendieron por la larga escalinata en espiral, iluminado su camino no por antorchas sino por dos esferas refulgentes de luz mágica. El rey, Ylle Savath de la Casa de Mística y lord Garan de la Protectoría descendieron desde la galería a la sala de audiencias, entre un susurro de túnicas, que musitaban sobre los peldaños de piedra: lady Ylle con una túnica verde de seda adamascada, el rey con una de brocado violeta y lord Garan con una túnica sin adornos de brocado de seda color oro viejo. Dalamar contuvo la respiración, impresionado muy a su pesar, ya que estos tres personajes llevaban sobre las espaldas más riqueza de la que ningún criado podía esperar poseer en toda su vida.

Cuando el pie del rey elfo tocó el suelo, los dos jóvenes, mago y clérigo, doblaron cada uno una rodilla. Tellin bajó la mirada y luego la cabeza, y sus manos, con los nudillos blancos, permanecieron inmóviles, pero a duras penas. Su rostro aparecía más blanco que el del rey, más blanco que la túnica que vestía, y sus labios se movían, tal vez en una plegaria. Dalamar pudo verlo todo con el rabillo del ojo, mientras mantenía la cabeza sólo ligeramente inclinada.

En voz baja, que recordaba el susurro del viento por entre los álamos, Ylle Savath pronunció una palabra para despedir a las esferas de luz. Ahora sólo brillaba la luz de las antorchas, y las sombras saltaron por toda la estancia mientras ella anunciaba:

—Majestad, ante nosotros un clérigo y su criado que han solicitado que les concediéramos audiencia. El clérigo es lord Tellin Vientorresplandeciente. Tal vez recordaréis a su abuelo, que era patriarca del Templo de Branchala en la época en que yo era una niña.

El Orador profirió un sonido de asentimiento.

—Y su sirviente —siguió lady Ylle—, es Dalamar Argénteo, cuya madre era Ronen Vientoandariego y cuyo padre era Derathos Argénteo de la Casa de la Servidumbre. —Alzó la cabeza, para contemplar a Dalamar por debajo de los encapuchados párpados, y su voz sonó fría como la escarcha invernal—. Se le ha enseñado magia.

Lord Garan se removió inquieto, reaccionando ante la noticia de que el criado allí arrodillado en la Torre de las Estrellas era un mago. Se oyó un leve tintineo de metal y Dalamar pensó: «¡Garan lleva una cota de mallas bajo esa lujosa túnica!».

—¿Él? —musitó Garan a Ylle Savath—. ¿Se le ha enseñado magia? ¿No encontraron otra cosa que hacer con él?

¿No había acaso otro modo de solventar la indignidad de que a un criado le diera por nacer con la magia bullendo en su sangre? Dalamar sintió que sus mejillas empezaban a arder y cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas que la sangre se retirara de su rostro, al tiempo que se esforzaba por mantener la calma.

En el silencio, con pisadas lentas y leves sobre el suelo de mármol, Lorac Caladon penetró en la estancia y posó una mano sobre el hombro de Tellin para instarlo a alzarse. Posó otra sobre el de Dalamar y dijo:

—Levanta, joven mago.

El joven alzó los ojos y, cuando el soberano le dedicó una sonrisa apenas perceptible, él la devolvió no porque lo sintiera, sino para dar a conocer a su soberano que apreciaba la cortesía.

—Lord Tellin —intervino Lorac, y sus ojos pálidos se tornaron agudos y fríos—, he oído que queríais hablar conmigo de la guerra.

—Así es, majestad —respondió éste, alzando la barbilla y sosteniendo la mirada del monarca—. No soy —siguió, al tiempo que dedicaba una reverencia a lord Garan—, alguien que estudie la guerra, y sé que hay otros que…

Dalamar dirigió una fugaz mirada al rey y luego a sus consejeros y a Tellin, que se dedicaba a articular cortesías y cumplidos y a malgastar las palabras diciendo al monarca lo mucho que ignoraba sobre la cuestión que había ido a plantear ante ellos. Aquello no funcionaría.

—Majestad —intervino el mago, adelantándose ligeramente.

Las palabras de Tellin murieron, los ojos del venerable se volvieron hacia el criado que debería haberse mantenido en su lugar y permanecido en silencio. El mago dedicó una sonrisa a cada uno, a modo de leve y sereno gesto de reconocimiento.

—Mi señor rey —continuó, como si el silencio hubiera sido lo que esperaba—, lord Tellin ha tenido la bondad de utilizar su nombre para conseguir para mí algo que mi propio nombre o posición social no me habría permitido. Pero ahora que estoy aquí, y vos estáis aquí, os diré esto: sé que la guerra no va bien, y sé que la Señora del Dragón está trayendo tropas de Goodlund y Balifor para aumentar su ejército.

—¡Silencio! —espetó Ylle Savath; la luz de las antorchas de las paredes recorrió sus cabellos plateados y las sombras afilaron su barbilla, dando a la patricia nariz el aspecto del pico de un águila—. Criado, has sobrepasado tus atribuciones. —Miró al rey y a lord Garan—. Habría que echarlo.

Lord Garan se adelantó, con el rostro sofocado por la misma cólera que había hecho palidecer las mejillas de lady Ylle. ¡No se debía tolerar la impertinencia de los criados, y la presunción de éste que se presentaba aquí parloteando de cosas que no entendía…!

—Yo lo echaré, majestad.

Tellin se movió, como para protestar, pero otra persona se le adelantó. Lorac posó una mano sobre el brazo de lord Garan, una mano firme.

—No.

Las antorchas llamearon y suspiraron en sus abrazaderas, y la luz de sus llamas corrió jubilosa por la joyas incrustadas en la pared. El monarca negó con la cabeza, y una expresión preocupada cruzó su rostro, como una sombra fugitiva.

—El muchacho no miente, ¿no es cierto, Garan? ¿No son fantasías sin fundamento?

El Cabeza de la Protectoría frunció el entrecejo y lanzó una mirada enfurecida a Dalamar, pero no negó las palabras del Orador Lorac.

—Bien —indicó el soberano a Dalamar—, te has tomado la libertad de decirnos lo que ya sabemos. Dinos por qué has venido a hablar de lo que es evidente.

—No vengo a hablar de lo que salta a la vista, majestad. Vengo a hablar de un modo de cambiar el curso de esta guerra a nuestro favor. Tengo un plan, y creo que os gustará cuando lo escuchéis.

—¿Un plan? —Lady Ylle lanzó un bufido de incredulidad—. ¿Ahora hemos de seguir los consejos de los criados de los templos sobre estrategias de combate? Veamos, Lorac, ¿cuánto tiempo más estáis dispuesto a malgastar?

Tanto como me parezca, dio a entender la mirada altiva del soberano, aunque en voz alta respondió:

—Paciencia, señora. Vos y yo hemos vivido lo suficiente para saber que las buenas noticias surgen de lugares curiosos. Lord Tellin está gastando puñados de la buena voluntad que el nombre de su familia le concede, y sin duda considera que lo hace por una buena causa. Eso dice algo en favor del criado. Oigamos lo que estos dos han venido a decir. Y… —miró a Tellin, que tenía el rostro lívido, y a Dalamar, que se mantenía bien erguido y no se amilanó ante el escrutinio del monarca—… hagámoslo en algún lugar cómodo.

Lorac dio media vuelta, sin mirar a ninguno de los presentes, obligando a todos a seguirlo mientras los conducía a un gabinete situado junto a la sala principal, una pequeña habitación iluminada por una luz rojiza procedente de la chimenea y las antorchas.

—¿Estás loco? —susurró Tellin a Dalamar mientras seguían al soberano y a sus consejeros—. Hablando de ese modo al rey en persona.

—No —murmuró el mago—. Estoy muy cuerdo, mi lord. Y como advertiréis —sonrió—, estamos aquí donde necesitamos estar.

Alrededor de todo el aposento privado del Orador ardían las velas, columnas anaranjadas perfumadas con palo de rosa, verdes aromatizadas con pino, y blancas bañadas con los aceites de los jazmines invernales. Los colores de las velas y sus delicados perfumes actuaban como heraldos del cambio de estación. Diminutos puntos de luz danzaban en una brisa que penetraba por las rendijas abiertas entre ventanas y alféizares. Las sombras saltaban y la luz brincaba, atrayendo la mirada alrededor de la pequeña estancia. Una amplia y alta chimenea dominaba la pared sur, con la repisa llena de velas, y ante ella se alineaban grandes y mullidos sillones.

Sin decir una palabra, el Orador indicó a sus invitados que se sentaran, y él se acomodó en su sillón que era el más próximo al fuego sin esperar a ver cómo se organizaban los demás, cosa que no hicieron con demasiada facilidad, pues nadie tenía demasiada idea de en qué lugar debía sentarse un criado. Al final, y sin sentirse desdichado por ello, Dalamar no se sentó. Se colocó detrás del asiento de lord Tellin y obtuvo para sí una visión dominante de todos los allí reunidos.

—Hijos míos —empezó el rey—, contadme ahora lo que habéis venido a decir.

Dalamar dirigió una rápida mirada a Tellin, para guardar las formas y, cuando el clérigo asintió, explicó:

—Majestad, resulta evidente incluso para el miembro más humilde de mi Casa que la valentía de los Montaraces de lord Garan no tiene demasiadas probabilidades de resistir al mucho más nutrido ejército de Phair Caron.

En el silencio que siguió a sus palabras, percibió cómo se cortaba la respiración del Orador por un pequeño instante.

—¿Cómo osas decir eso, mago de poca monta? —siseó lord Garan.

Dalamar hizo caso omiso del tono insultante de la voz del noble y del ofensivo calificativo. Miraba al rey y se dirigía sólo a él.

—Me atrevo a decirlo, majestad, porque lo que digo es cierto. Puede que no sea conveniente que esta verdad sea detectada por un sirviente, o que un sirviente la haya considerado y haya pensado un modo de esquivarla, pero de todos modos, lo que digo es verdad.

—Tienes una lengua veloz, Dalamar Argénteo. —Lorac se inclinó hacia adelante, para contemplar al mago con atención por encima de las puntas de los dedos que mantenía unidas entre sí—. Una lengua veloz, y harías bien en utilizarla ahora para decirme qué plan tienes.

El fuego chasqueó en la chimenea, y las cenizas resbalaron por el lecho de llamas. Dalamar sintió la boca seca de repente, y las palabras de un antiguo refrán aparecieron burlonas en su mente: «Aquél que salta, salta mejor cuando sabe dónde aterrizará». Desde luego, quien no salta, tanto si lo sabe como si no lo sabe, se queda parado en el borde del precipicio hasta que se ve obligado a dar media vuelta sin obtener otra cosa que la falta de acción.

Inaceptable.

—Yo atacaría a la Señora del Dragón por detrás, majestad, y…

Lord Garan profirió una hiriente carcajada.

—Harías eso, ¿verdad? ¿No te has enterado de que todos los territorios del norte desde Khur a Nordmaar están ocupados por las tropas de Phair Caron?

—Lo he oído —murmuró Dalamar, con los ojos bajos y una tenue sonrisa asomando a los labios; luego volvió a levantar la mirada, adoptando una expresión de inocente franqueza que no engañó al Cabeza de la Protectoría—. ¿Sin duda habréis oído, milord, que hay un mago o dos en el reino con habilidades que pueden facilitar mi idea? Ilusiones hábilmente creadas harán que nuestras fuerzas que avanzan desde el sur parezcan invisibles a los ojos del ejército de la Señora del Dragón, y al mismo tiempo otras ilusiones harán que parezca que se los ataca desde el norte. —Sonrió con una gélida crispación de los labios—. Entonces, se volverán para combatir a lo que no está ahí, en tanto que los Montaraces los rodean y atacan… por detrás.

Ylle Savath, que había permanecido callada hasta entonces, alzó una mano, atrayendo la atención de todos con tan sencillo gesto.

—Majestad —dijo—, podría valer la pena recordar a este sirviente que las ilusiones no son competencia de la magia Blanca. Pertenecen a la magia Roja. Aquí —prosiguió, dirigiendo una mirada a Dalamar que era helada como el invierno e igual de peligrosa—, aquí practicamos magia constructiva.

—Y sin embargo —replicó el mago en su voz más suave—, me parece a mí que será mejor que aprendamos a construir algunas ilusiones, señora.

Los ojos de la mujer centellearon afilados como cuchillos.

—Si estás sugiriendo que practiquemos otra magia que no sea la de Solinari, te acercas peligrosamente a la blasfemia, Dalamar Argénteo.

Blasfemia.

La palabra flotó en la quietud de la habitación, y pareció como si las llamas de la chimenea la musitaran una y otra vez. Por fin, Lorac se puso en pie, con rostro inexpresivo y oculto por las sombras.

—Joven mago —dijo, inclinando la cabeza en la única reverencia que un rey necesita realizar, la de cortesía hacia sus súbditos—. Joven clérigo, tenéis mi permiso para regresar a vuestros hogares. Que E’li os bendiga en vuestro camino.

Levantó una mano y la dejó caer de nuevo. Las llamas de la chimenea disminuyeron, y las antorchas se amortiguaron. De ese modo indicaba el rey elfo, el más importante de todos los magos de su país, que la conversación había terminado por esa noche, sobre este tema y sobre cualquier otro.

***

Los cardenales entonaban sus alegres cantos en los setos de los Jardines de Astarin. Trasnochadoras, eran éstas las últimas aves cantoras en retirarse a dormir, los heraldos de los ruiseñores. La luz de las medias lunas descendía de las alturas, roja y plateada sobre el sendero que salía de la Torre de las Estrellas, mientras la sangre de Dalamar entonaba valientes cánticos, como hacía cuando se preparaba para realizar conjuros. El mago se había presentado ante el rey, ante los Cabezas de las Familias, y había expuesto su audaz plan, uno que sabía que podía funcionar.

—Fue una pérdida de tiempo —se quejó Tellin—, una pérdida de tiempo y una pérdida de…

—¿Y una pérdida del buen nombre que vuestra familia os concede? —Su compañero enarcó una ceja—. ¿Realmente pensáis eso, milord?

—¿Viste el modo en que lady Ylle reaccionó ante tu idea? —bufó Tellin—. «Blasfemia», la llamó. Te lo digo, Dalamar, no has hecho amigos ahí. Tampoco te has ganado el favor de lord Garan, sermoneándolo sobre tácticas de guerra. En el nombre de todos los dioses del Bien, ¿qué te hace pensar que alguno de ellos apoyará tu plan ante el rey, incluso aunque Lorac esté interesado en él?

Dalamar se detuvo y permaneció un buen rato escuchando la noche. El viento susurraba en los árboles, y en algún lugar de la oscuridad una criatura reía, y una voz femenina se alzaba entonando unas vísperas, una nana para su bebé. Brillaban luces en todos los huecos y en todas las colinas. Torres construidas en mármol se alzaban blancas bajo la luz de las estrellas, algunas imponentes y elevadas con alas de habitaciones surgiendo de la base, otras más pequeñas y construidas en humilde imitación de sus pudientes vecinas. Se oyó cantar a un ruiseñor, y otro se le unió, las dulces y claras notas sonando en el corazón del mago como el canto mismo del bosque en la noche.

—Milord Tellin —dijo—, hablan de marchar de aquí, el rey y el Synthal-Elish. Habéis oído los rumores. Si las cosas siguen como están… —Desvió la mirada hacia el norte a las zonas fronterizas—. Si las cosas siguen así, no creo que tarden mucho en tomar una decisión.

El clérigo se estremeció y sus ojos brillaron oscuros en la noche. ¿Que los elfos abandonaran el País de los Bosques? ¿No era eso, también, una especie de blasfemia?

—¿Cómo pueden pensarlo siquiera?

Dalamar miró por encima del hombro la Torre de las Estrellas que se alzaba sobre las susurrantes copas de los álamos. Brillaba luz en las ventanas, por lo general oscuras a esas horas. Sí, el rey permanecía despierto; pensaba, meditaba sobre el plan que le había presentado un mago menor de una Casa inferior, una estratagema que llevaba la tara de la blasfemia. De eso el mago estaba seguro, ya que un ejército de los Dragones arrasaba sus zonas septentrionales, y Lorac Caladon no tenía otra elección que considerar todas las opciones. Si escogería ésa o no, nadie podía decirlo. Pero lo estaba meditando.

—La gente desesperada, milord, hace cosas que en otras circunstancias ni siquiera consideraría.

—Así que has resuelto todos los problemas, ¿no es así, Dalamar? —Tellin sonrió, pero sin alegría.

—No, milord, en absoluto.

En silencio, siguió a su señor por los Jardines de Astarin, dejando atrás el templo de Astarin donde se salmodiaban oraciones en aquellos momentos, y los olorosos arriates de jazmín y gliclinias tardías, de hierba estrella y margaritas y balanceantes aguileñas. Hombres y mujeres de la Casa de Jardinería trabajaban allí a la luz de altas antorchas, regando los macizos de flores, ya que tal tarea se realizaba mejor por la noche cuando la tierra descansa del sediento sol. El perfume terroso del suelo mojado flotaba en el aire, y las luciérnagas danzaban en las zonas más recónditas de cada seto, buscando, hambrientas, larvas de babosas.

Realmente había sido amor a su país lo que había impulsado a Dalamar a concebir el plan que había presentado ante el monarca; un amor auténtico y duradero como el que sienten todos los elfos. No había pensado que nada más lo hubiera impulsado, no hasta ese momento en los Jardines de Astarin con las luciérnagas parpadeando y el perfume del jazmín en el aire. Mientras andaba, una esperanza insensata volvió a alzarse en su pecho, una que había creído desterrada. Cuando su plan funcionara —y sabía que lo haría— rogaría a lord Tellin que presentara su caso ante los magos de la Casa de Mística, para pedir que lo instruyeran como a todos los otros magos, a fondo en las artes mágicas. Se atrevía a tener esperanzas ahora, pues había estado entre nobles y hablado con un rey que lo había escuchado, un rey que muy bien podía tener en cuenta lo que había oído.

Cuando este plan demostrara su efectividad, diría a lord Tellin que quería aprender toda la magia que pudiera y luego un día iría a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, para dirigirse al Cónclave de Hechiceros con la esperanza de que le otorgaran permiso para pasar la Prueba de la Hechicería.

Dos días más tarde, mientras Dalamar estaba sentado en el escritorio con el acostumbrado cesto de cálamos para afilar, llegó un mensaje al Templo, una corta misiva redactada en tono conciso, que decía que el sirviente Dalamar Argénteo debía ir a la casa de la Cabeza de la Casa de Mística, y que tenía que estar allí antes del mediodía. Dalamar se presentó mucho antes de aquella hora, y averiguó —no de Ylle Savath misma sino por boca de uno de sus magos— que figuraría entre los que viajarían al norte a las zonas fronterizas, para allí hechizar a un ejército de los Dragones.

—Dejemos que viva o muera merced a su plan —dijo lady Ylle el día en que Lorac anunció que seguiría el consejo de un criado.

Y aquellas palabras las pronunció como quien dicta una terrible sentencia. Sin embargo, Dalamar escuchó su orden como la primera nota de una valerosa canción, una que hablaría de cómo su sueño, que durante mucho tiempo había considerado imposible, empezaba por fin a hacerse realidad.