3

La primera noche de la Cosecha de Otoño cuando las lunas roja y plateada acababan de alzarse nuevamente sobre el bosque, una criatura miraba al cielo desde el jardín de la casita de su familia en el barrio de la Academia. Era una niña pequeña que acababa de bajarse de los hombros de su padre, una vez terminado el paseo por el jardín. En el aire flotaba el fuerte aroma del otoño, el picante perfume del final del año. La niña suspiró, porque aquellos olores siempre la entristecían de un modo agradable. Miró a lo alto para ver si la posición de las estrellas había variado, preguntándose si el Arpa de Astarin se había elevado por el firmamento temprano, como hacía en otoño. El Dragón Plateado de E’li acostumbraba surcar el cielo, frente al Dragón de Cinco Cabezas de Takhisis, pero aquellas constelaciones habían desaparecido, si bien nadie había visto caer las estrellas del cielo.

—Es por ese motivo que los extranjeros creen que los dioses están regresando al mundo —había dicho su padre—. Porque la Reina de la Oscuridad es la soberana de los Dragones del Mal, y volvemos a verlos por el mundo. E’li es el patrón de los Dragones del Bien, y aquéllos que brillan como latón, bronce, cobre y oro, incluso plata, le pertenecen a E’li.

—Pero ¿dónde están los dragones buenos? —había preguntado la niña, pues sólo había oído historias sobre dragones malignos durante su corta vida, sobre los que servían a Takhisis, los que eran rojos, negros, blancos y azules.

Su padre no supo qué contestarle, porque no lo sabía. La gente se preguntaba a menudo dónde estaban los Dragones del Bien, y nunca hallaba la respuesta. Con E’li, decían algunos. Pero aquello traía consigo otra pregunta: si los dragones de Takhisis traían la guerra al mundo, ¿dónde estaba el dios para oponerse al Mal?

La niña no pensó durante mucho tiempo en tan complicados temas. En cualquier caso, el Arpa no había ascendido aún, pero había algo más interesante en el cielo. Una figura alargada cruzó el rostro de la plateada luna, una sombra alada y sinuosa.

—¡Mira! —chilló—. ¡Padre, mira! ¿Qué es? ¡Oh! ¡Oh! ¿Ha venido E’li?

La criatura giró, describiendo un amplio arco sobre la ciudad. La niña lanzó una exclamación de asombro, pero su padre profirió un grito de temor al reconocer a la criatura como un dragón rojo sangre que se recortaba oscuro sobre la plateada luna, con las alas desplegadas y ríos de fuego surgiendo de las fauces de afilados colmillos.

—¡En nombre de E’li…! —gritó el padre.

La invocación murió en sus labios mientras el dragón descendía. La luz de la luna brilló en el arnés de combate del jinete y el wyrm. La luz de la roja Lunitari centelleó desde un único punto, la punta de una lanza. La sangre se le heló al elfo que miraba fijamente al cielo. La mano de su hija se aferró a la suya, pero él no la sintió.

Por toda la ciudad, las campanas empezaron a sonar, un tañido lúgubre procedente de los muelles y templos, un alarmado tronar desde los barrios del Mercado y los Gremios. En los mapas de todas las mansiones, de cada una de las torres, en la mente de cualquiera que hubiera dibujado uno, parecía como si la distancia entre las Khalkist y Silvanost se hubiera encogido de improviso, y las oraciones de los más amados de los dioses mostraban ahora notas de desesperación.

***

—¿Qué conjuros conoces, Dalamar Argénteo?

Al ver que el otro no respondía al instante, el clérigo Tellin Vientorresplandeciente alzó la mirada del papel donde escribía y sonrió alentador. Una sonrisa amistosa, decidió el mago, como la de un lord que se complace en ofrecer a un sirviente cuando se siente generoso.

—Conozco todos los conjuros que se me ha permitido, milord —respondió Dalamar, mintiendo tranquilamente y guardando todo pensamiento sobre sus estudios furtivos y sus ocultos libros de hechizos lejos de su mente.

El mago había visto, esa misma mañana durante su visita inicial a los recintos interiores del Templo, un helado corredor, una puerta cerrada con llave a cuyo alrededor sólo flotaban murmullos. Allí dentro, tras portales sellados, se hallaba el lugar donde los clérigos preparaban el temido Círculo de Oscuridad, la ceremonia mediante la cual se expulsaba a un elfo lejos de los suyos y se lo enviaba al exilio. Los asesinos también la sufrían, al igual que los traidores y los que eran sorprendidos adorando a otros dioses distintos a los dioses del Bien o los magos descubiertos practicando magia oscura o neutral. El frío que se deslizaba al exterior por debajo de aquella puerta era como el frío helado del propio invierno. Incluso en pleno verano un hombre que pasara por allí sentiría escalofríos. ¿Temía Dalamar que el clérigo adivinara o viera algún indicio revelador de su culpa y encontrara motivos para condenarlo? No. Mantenía aquellos pensamientos ocultos merced a una vieja costumbre, un hábito que no se atrevía a romper.

—Algunos de los conjuros que he aprendido, mi señor, me permiten tratar con animales, hacer amistad con ellos o defenderme de ellos. Tengo hechizos para encantar apropiados a mis enseñanzas y algunas habilidades adivinatorias y habilidades con elementos. Soy experto en conjuros de protección y los que tienen relación con el tiempo, y he realizado un estudio especial de hierbas relacionadas con la magia. Si preguntáis en la Casa de Mística, os dirán que soy un mago de poca importancia. —Ahora sí sonrió, con una fina crispación de los labios—. Pero incluso ellos os informarán que poseo ciertas habilidades y talento.

La luz del sol penetraba a raudales por los ventanales del escritorio del Templo, enormes haces de luz dorada, que relucían sobre la larga y vigorosa figura de un dragón, con las alas extendidas y las fauces abiertas de par en par. Colmillos de marfil, garras de oro y escamas de platino batido componían la imagen de E’li, El Gran Dragón en persona. En algún lugar de las profundidades del Templo se entonaban cánticos en aquellos momentos, con voces profundas y sonoras, su ritmo ondulándose arriba y abajo.

¡Del poder de la Reina de los Dragones, protegednos, oh E’li!

¡De sus garras y cólera, de su furia, defendednos!

¡Del dominio de la Reina de los Dragones, protegednos, oh E’li!

¡De su fuego y espada, de su terror, defendednos!

La luz se desparramaba sobre el suelo de rojas baldosas, sobre la amplia mesa de mármol donde Tellin trabajaba, iluminando las triviales listas de modo que resultaban tan hermosas como preciosos manuscritos. El clérigo soltó el cálamo, levantó la lista que había estado redactando y la colocó sobre un montón de otras listas.

—He preguntado en la Casa de Mística —anunció—, y me han dado un buen informe de tus habilidades.

—Pero no un informe demasiado bueno, si dejamos eso aparte —repuso Dalamar.

—En la Casa de Mística no tienen nada malo que decir de ti —indicó el otro, sacudiendo la cabeza—. En tu propia Casa, sin embargo… —Se encogió de hombros—. Bueno, sabes tan bien como yo lo que se dice de ti en estos momentos. En el lapso de un mes, has sido confinado a la mansión de tu señor y luego expulsado de ella.

Se puso en pie y rodeó la larga mesa. El repulgo de la blanca túnica susurró sobre el suelo de piedra, y el clérigo introdujo las manos en el interior de las mangas y dirigió una larga mirada azul al criado.

Una mirada de evaluación, se dijo Dalamar, una mirada estimativa. Bien, puedes mirar todo el tiempo que quieras mi buen lord Tellin, pero sólo verás lo que yo te permita ver. Endureció sus ojos y tornó gélida la sonrisa, desafiando al clérigo a ver más allá.

—Debe de ser duro —dijo por fin éste, en voz baja y pensativa—, debe de resultar doloroso sentir tanto talento como el que tienes corriendo por tu interior y que no te sea permitido usarlo de un modo más creativo de lo que has hecho hasta ahora.

Dalamar permaneció en silencio, sobresaltado. Sin pensar, encorvó ligeramente los hombros, como para repeler una intrusión, pero cuando Tellin sonrió, con la expresión de quien está satisfecho por haber dado en el blanco, se vio obligado a relajar sus músculos. Tendría que tener cuidado con ese clérigo.

—Sí, imagino que es duro —siguió Tellin—. Pero espero que te satisfará poder ejercitar tus habilidades con mayor libertad aquí, Dalamar. Y veré si puedo convencer a la Casa Presbiterial para que te enseñen más cosas.

El mago se quedó sin respiración por la sorpresa, aunque no permitió que el otro se diera cuenta.

—¿Más, milord? Más magia… ¿por qué?

—Porque necesito que sepas más —replicó él con un encogimiento de hombros—. Mira —siguió, mientras regresaba a la mesa de trabajo.

Apartó a un lado un montón de hojas de pergamino en blanco y sacó otra hoja más vieja de debajo de un montón de documentos. Le dio la vuelta de modo que ambos pudieran leerla del derecho. Era un mapa, pero no mostraba todo Krynn: los territorios occidentales de Solamnia al norte, Abanasinia en el sur, las islas de Ergoth del Norte y del Sur, de Cristyne y Sancris, incluso los territorios situados más allá de la bahía de la Montaña de Hielo estaban ausentes. Al autor de ese mapa sólo le interesaban los bosques de Silvanesti y sus vecinos más próximos, y por ese motivo los bosques de Silvanesti parecían el centro del mundo. Las Praderas de Arena se hallaban al oeste, igual que Thorbardin de los Enanos bajo las montañas Kharolis. La ciudad de Tarsis aparecía en el sur, y las tierras de Estwilde y Nordmaar al norte. Al otro lado de la bahía de Balifor se hallaban Khur, Balifor, Goodlund, y más allá el Mar Sangriento de Istar donde, hacía mucho tiempo, el reino de Istar había gobernado el mundo del comercio y la cultura hasta la llegada del Cataclismo. Ahora no había más que un enorme remolino enfurecido en el lugar donde había estado aquel reino, unas ruinas hundidas bajo las aguas y unas cuantas islas más allá donde habitaban minotauros y acechaban los piratas.

—¿Qué sabes sobre la guerra, Dalamar?

Curioso, el mago dio un paso adelante, y luego otro. Señaló Nordmaar, Goodlund y luego Balifor.

—Aunque todos en la ciudad parecen pensar que habrá una, milord, yo sé que ya existe una. Hace bastante tiempo que se está librando, desde que Phair Caron entró en Nordmaar en el verano del año pasado.

—Es una manera curiosa de expresarlo. —Tellin enarcó una ceja, lleno de curiosidad—. Se han estado firmando tratados que han contenido a la Señora del Dragón por el momento. La guerra no ha sido inminente, y desde luego no hemos participado en ella.

—¿Eso creéis? —Dalamar hizo un gesto de indiferencia—. Bueno, mucha gente lo cree. Pero ¿no es chocante pensar que nosotros, entre todo el mundo, seamos invisibles a los ojos de la Señora del Dragón, que su Oscura Señora vaya a abrirse paso por Krynn abrasándolo todo y deje nuestro país intacto? Sí, ya sé que somos los más amados por los dioses. Se oye eso todo el tiempo. Eso no parece importar con respecto a los tratados que la Casa Mediadora hizo con Phair Caron. Esos tratados ya son cenizas, milord Tellin. Y si los tratados son cenizas, ¿cuánto tiempo pasará antes de que el bosque mismo arda?

Trazó una señal en el aire por encima de Silvanesti en el mapa, indicando con ella El Cercado que durante tanto tiempo había resistido a los intrusos. Musitó una palabra, y la invisible señal se tornó visible en el aire en forma de desigual resplandor anaranjado. ¡Fuego!

Dalamar dirigió una veloz mirada al clérigo, y no vio ni sobresalto ni cólera, pero sí asentimiento.

—Pero vos ya lo habéis pensado, también, ¿verdad? Y estáis haciendo planes contra ello.

—Sí —los ojos azules de Tellin centellearon con fuerza—, he estado guardando provisiones aquí en el Templo, y he mirado al norte, esperando.

El mago echó una ojeada por la ventana, para mirar más allá de los jardines y fuera de la verja abierta a la calzada por la que había venido desde la mansión de lord Ralan. Acababa de llegar esa mañana de allí con carretadas de vestidos y ropa blanca, todo aquello que Eflid le había hecho clasificar en los desvanes durante los días más calurosos del verano.

—Esperando la llegada de refugiados —dijo—. ¿Están haciendo los mismos planes todos los templos de la ciudad?

—Sí, los estamos haciendo. Pero no los alojaremos aquí en la ciudad. Eso resultaría imposible. No tenemos ni la comida ni el espacio para ello, y sería un desastre intentarlo. —Se encogió de hombros, como quien ha pensado detenidamente en la cuestión o ha oído declarar a otros sus ideas—. En cualquier caso hemos hecho nuestros planes. Clérigos de distintos templos recogerán vestidos, ropa blanca y medicamentos y los enviarán a las ciudades situadas río arriba, a Alinosti y Tarithnesti, a Shalost en el oeste. Los templos que hay allí alojarán y alimentarán a los que huyan de la guerra.

»Aquí estamos almacenando otras clases de suministros, entre ellos hierbas para ungüentos, pomadas e infusiones. Todo esto lo reuniremos y prepararemos tanto para el ejército como para los refugiados, y enviaremos suministros donde más se necesiten.

—Muy bien planeado —murmuró Dalamar.

Tellin le lanzó una veloz mirada, preguntándose si se estaría mofando.

—Sí, eso pensamos. Y, como verás, me alegro de que hayas hecho un estudio especial sobre las hierbas, Dalamar. ¿Sabes —preguntó, con mirada penetrante e inquisitiva—, dónde se encuentran las mejores hierbas?

Dalamar respondió con cuidado, no muy seguro de comprender el propósito de la pregunta de su interlocutor.

—En los jardines de los templos, milord, desde luego.

—En efecto. Y si fuera así, ¿te habría hecho la pregunta?

El mago sonrió, esta vez con auténtico entusiasmo muy a su pesar. El clérigo tenía algo de sangre en las venas después de todo, suficiente para provocarle un leve arrebato de cólera.

—No, milord, imagino que no lo habríais hecho. Conozco lugares al otro lado del río y en el bosque donde se pueden hallar hierbas como lobelia, cohosh y genciana y todo aquello que podáis necesitar que no crece en los jardines de los templos. He aprovechado bien —dijo sin la menor nota de ironía en su tono— el tiempo pasado lejos de la mansión de milord Ralan.

—Eso parece —asintió Tellin, levantando el mapa de la mesa para arrollarlo con cuidado—. Y si te digo que dibujes mapas de estos lugares para que otros puedan localizarlos, ¿lo harás y regresarás aquí cada día a tiempo?

¿O huiré al norte, al lugar secreto, la cueva y la magia? ¿Pasaré horas ilícitas en estudios prohibidos? Las preguntas eran como un anhelo para Dalamar, una tortura en su espíritu. No había podido estudiar aquellos volúmenes ni practicar las artes más oscuras desde hacía muchas semanas. ¿Los había echado de menos? Sí… la magia más que la oscuridad.

El sol sobre las baldosas, centelleando en las escamas diminutas de un dragón de platino, todo brillaba con fuerza en los ojos de Dalamar. Hizo un movimiento para apartarse del resplandor, pero no lo hizo, porque entonces le pasó por la mente una repentina idea, una veloz comprensión de que sí anhelaba algo que no era necesariamente oscuridad. Sólo magia, sólo aquello, y si el clérigo podía convencer a los magos de túnicas blancas de la Casa de Mística de que le ofrecieran las enseñanzas que ansiaba, si ellos reconocían el talento que poseía, el talento que no podían negar pero que no querían honrar, aprendería su magia allí. Como quien se encuentra de pie en un umbral, se sentía arrastrado en una dirección y luego en otra, hacia la luz y hacia la oscuridad.

Sin efectuar una elección, suspendido en el momento, Dalamar contempló a su nuevo amo durante un buen rato y con mirada firme.

—Haré lo que me pedís, milord.

—¿Tengo tu palabra?

La mirada aguda de Tellin encrespó al otro.

—¿La palabra de un criado? Pero ¿de qué os sirve eso, lord Tellin?

—Eso me lo demostrarás tú, y lo digo con confianza. No me pareces un mentiroso, Dalamar Argénteo.

El otro asintió con una pequeña inclinación, la única que había dedicado a lord Tellin Vientorresplandeciente en todo el tiempo que había permanecido en el escritorio.

—Marcharé ahora y, si os complace, milord, regresaré antes del mediodía.

Los cánticos se elevaban y descendían, trinos hilvanados en el ritmo formal como hilo de plata en un tapiz de tonos oscuros. Otra voz flotó por entre los salmos del templo, suave y baja, una voz de mujer que murmuraba en el jardín. Dalamar y Tellin miraron por la ventana y vieron a lady Lynntha, de pie, una figura plateada bajo la luz del sol, con la larga melena sujeta en alto sobre la cabeza y sostenida allí por horquillas enjoyadas de modo que parecía como si luciera una corona resplandeciente.

—Deseo ver a lord Tellin —anunció con suavidad a un jardinero que pasaba—. ¿Puedes encontrar a alguien que me anuncie?

El clérigo se ruborizó, su rostro se tornó rojo y echó una veloz mirada a las manos de la mujer y al pequeño estuche de pergamino que sostenían. Dalamar observó el gesto y no dijo nada al respecto, pero se ofreció a conducir a la dama al escritorio.

—Sí —indicó Tellin, con los ojos puestos en sus papeles de nuevo—. Por favor, hazlo.

Dalamar hizo una reverencia, ocultando su curiosidad, y salió al jardín.

—Milady —dijo. Señaló en dirección al abierto ventanal que tenía detrás y añadió—: Vengo de parte de lord Tellin Vientorresplandeciente, porque he oído que deseáis verlo.

Ella le dirigió una breve ojeada, sin reconocer en él al que había servido últimamente en la casa de su hermano. Las manos de la dama sujetaban con suavidad el estuche del pergamino, tratando con cuidado el delicado bordado. Vaciló unos instantes, como si se disolviera una resolución tomada tras un duro esfuerzo, luego aspiró con fuerza, y ello no pareció darle ánimos.

—Criado —dijo, y sus ojos se dirigieron a la ventana y al clérigo sentado en su escritorio. Sus mejillas se ruborizaron, pero no con un rojo tan subido como el del noble, sino con el delicado tinte de un rosado pétalo de rosa—. He cambiado de opinión. No necesito ver a lord Tellin. Sólo llévale esto. —Depositó el pergamino en las manos de Dalamar—. Dile que aprecio el esmero con que lo realizó, pero no puedo aceptarlo. No puedo…

La mujer dio media vuelta y se alejó. Sin decir nada más salió del jardín, con la esbelta espalda erguida, los hombros una firme línea recta para contrarrestar el dolor que Dalamar había visto en sus alargados ojos. ¿Y qué es eso? Se preguntó mientras regresaba al escritorio. ¿Qué hay entre un miembro de la Casa Presbiterial y uno de la Casa de Arboricultura Estética? Un sueño imposible, y a mi nuevo señor no le satisfará que le devuelvan este regalo.

Sin embargo, Tellin no se mostró tan triste como el otro había imaginado. Tomó la funda del pergamino y la contempló durante un buen rato, luego la colocó sobre un montón de pergaminos sin usar, donde el bordado lleno de color contrastaba poderosamente con la vitela color crema. Alzó la mirada y, al ver a Dalamar que seguía allí de pie, dijo:

—Un regalo devuelto y un regalo intercambiado.

—¿Cómo intercambiado, señor?

Tellin rozó el estuche con los dedos, pasándolos sobre un colibrí exquisitamente bordado.

—Cuando le entregué este regalo que ha considerado apropiado devolver, el pergamino no tenía estuche. Ahora —siguió, acariciando el ave de seda con suavidad—, ahora lo tiene.

Dalamar consideró todo aquello interesante. Pensó en ello más tarde, cuando el sol se había puesto y él desempaquetaba, de nuevo, sus escasas posesiones. ¿Era un estúpido, lord Tellin Vientorresplandeciente, al poner todo su afán en una mujer que no tenía la menor posibilidad de obtener? Los miembros de la Casa de la Arboricultura Estética trataban sus matrimonios como dones de los dioses, dones que no se concedían fuera de sus propios clanes. Un estúpido, sí, eso es lo que era aquel noble.

No obstante, Dalamar comprendía tal estupidez. También él había puesto todo su empeño en algo por lo que tendría que luchar para conseguir y que tal vez no obtendría nunca.

Veré —había dicho Tellin— si puedo convencer a la Casa de Mística para que te enseñen más cosas… porque necesito que sepas más.

Había hecho su oferta casi como sin darle importancia, un hombre con cierto poder que lo usa sin problemas. ¿Cómo sería, se dijo Dalamar, confiar en este clérigo hidalgüelo? No sería difícil, ya que no renunciaría a sus secretos con la esperanza de obtener lo que el otro sugería que podía obtener. Guardaría sus secretos y vería qué sucedía. Silenciosamente en su interior, como los primeros finos hilillos de humo que indican un fuego, un viejo sueño despertó. Casi nunca ocurría que a los criados se les enseñara magia, jamás que aprendieran lo suficiente para aventurarse fuera del reino, cruzar las Praderas de Arena y penetrar en el bosque de Wayreth, donde se alzaba la Torre de la Alta Hechicería, la única de las cinco antiguas ciudadelas del saber que había sobrevivido al Cataclismo. La Prueba de la Alta Hechicería se administraba en aquella torre, y constaba de agotadores ejercicios de magia concebidos por el Cónclave de Hechiceros, los portavoces de las órdenes de los Túnicas Blancas, Rojas y Negras. El mago que sobrevivía a sus Pruebas era considerado digno de respeto en todo Krynn.

¿Qué sucedería, se dijo Dalamar, qué sucedería sí yo pudiera hacer la Prueba…?

Paseó la mirada por su nuevo alojamiento. La habitación que le habían concedido en el Templo no era mayor que la de la casa de lord Ralan, pero era luminosa, ya que tenía dos ventanas, una que miraba al este, al jardín, y la otra al norte. Mientras se acomodaba para dormir, con los aromas del jardín penetrando por las ventanas, le dio la impresión de que, sucediera lo que sucediera, tanto si aprendía más magia blanca como si sorbía sus oscuros secretos, había encontrado un mejor empleo del que había tenido en bastante tiempo.

A través de la ventana que daba al este brillaba la luz de las dos lunas, la roja mezclándose con la plateada. Las luces de la Torre de las Estrellas adornaban la oscuridad, y la torre misma relucía con sus gemas acariciadas por el resplandor lunar. Dalamar cerró los ojos, hundiéndose en la negrura, buscando el sueño mientras los cánticos del Templo actuaban de latido nocturno.

¡Del poder de la Reina de los Dragones, protegednos, oh E’li!

¡De sus garras y cólera, de su furia, defendednos!

¡Del dominio de la Reina de los Dragones, protegednos, oh E’li!

¡De su juego y espada, de su terror, defendednos!

Cuando por fin se durmió, Dalamar no soñó con magia ni con la amenaza procedente del norte ni cualquier otra cosa. Su sueño fue largo y profundo, pero despertó en una ocasión, sediento en plena noche, y se sirvió agua de la jarra verde situada junto a su cama. Un pensamiento surcó su mente al despertar: el mapa que había visto en la mesa de trabajo de lord Tellin, aquel donde los bosques de Silvanesti aparecían como si fueran el centro del mundo.

Pero no lo somos, se dijo, dejando a un lado la taza e introduciéndose de nuevo bajo la roja manta de lana. La blasfemia no lo asustó, y si soñó después de eso, aquellos sueños no alteraron su descanso.

***

Un chillido rompió el silencio, desgarrando la aterciopelada noche en la Torre de las Estrellas. En el dormitorio del rey, el grito volvió a sonar, esta vez compuesto de palabras.

—¡No debes abandonarme!

Se oyeron pies que corrían por el pasillo, susurrando sobre suelos de mármol. Unas voces se llamaron entre sí. Alhana Starbreeze encontró al senescal de su padre saliendo de su propio dormitorio a toda velocidad.

—¿Qué sucede? —inquirió ella—. Lelan, mi padre…

El mayordomo la hizo callar, pero la palidez de sus mejillas regordetas desmentía la tranquilidad que pretendía tener.

—Una pesadilla, estoy seguro, princesa. Vuestro padre ha tenido una pesadilla. Nada más que…

—¡No me abandones…! —chilló, gimiente, el Orador de las Estrellas.

Alhana penetró corriendo en los aposentos de su padre, atravesando la antecámara hasta el dormitorio. Su camisón de color claro y sus pisadas silenciosas le daban el aspecto de un fantasma. El rey estaba sentado en su lecho de sábanas de seda, aferrando los cobertores de raso, y con la mirada desorbitada, la contempló fijamente, boquiabierto.

—¡Padre! —Corrió junto a su lecho y tomó las frías manos del monarca entre las suyas—. Padre, estoy aquí. Soy yo, Alhana. —Él no pareció reconocerla, y ella dirigió una veloz mirada a Lelan y vio que éste ya había llenado un vaso de agua—. Toma esto, padre, bebe.

El Orador de las Estrellas tomó el vaso con manos temblorosas y bebió, derramando agua por las comisuras de los labios. Alhana le secó la barbilla con ternura, como lo haría una madre.

—Lelan —susurró—, enciende velas, luego déjanos.

La luz fue inundándolo todo mientras Lelan encendía una vela tras otra, gruesas columnas blancas y delgados cirios verdes, todas las velas de la habitación del Orador para expulsar a las tinieblas de la noche. El tenue aroma de la miel flotó en el aire a medida que se calentaba la cera de abeja. Cuando hubo terminado, Lelan permaneció en el umbral, deseando quedarse, pero la penetrante mirada que le dedicó Alhana le hizo cambiar de idea; dio media vuelta y corrió pasillo abajo, y sus pisadas sonaron como susurros y murmullos de temor. Una vez que el senescal se hubo marchado, Alhana volvió a tomar las manos de su padre, presionándolas afectuosamente. Parecía que él la reconocía ahora.

—Alhana —musitó el monarca—, querida chiquilla.

—Una pesadilla —repuso ella—. Padre, has tenido un sueño. Mira, estás en tu habitación.

Él miró alrededor, pero sólo porque siguió su gesto, no porque creyera que se encontraba en otra parte que no fuera su pesadilla. Gruesas alfombras de lana aparecían desperdigadas sobre el frío suelo de mármol con sus brillantes colores atenuados por la noche, el azul, el verde y el rosa convertidos en gris. Sobre los mullidos sillones acolchados había cojines de brocado; las pálidas paredes de mármol estaban cubiertas de tapices, y un alto espejo enmarcado en oro adornaba la pared situada frente al lecho. Bajo una ventana que miraba al este había un pequeño escritorio, un lugar para que el monarca se sentara y contemplara los Jardines de Astarin mientras se ocupaba de su correspondencia. En el rincón opuesto de la estancia, había una hornacina formada por la unión de las paredes de mármol, donde se hallaba su altar personal del mármol más blanco, en el que se encontraba una figura dorada de Quenesti-Pah y la imagen de platino de alas desplegadas de El Gran Dragón, E’li, a quien algunos en el exterior llamaban Paladine. Ninguno de esos adornos familiares tranquilizaron la mirada inquieta de Lorac.

Alhana le frotó las manos, y dijo en voz baja:

—Dime, padre. Dime qué soñaste.

Pues creía que exponer la pesadilla a la luz del mundo vigil acabaría con su poder.

—Oh, dioses, era… —suspiró él, temblando—… yo deambulaba por todos los caminos del mundo y del tiempo. Penetré en el mundo donde los perros de la guerra corren sueltos, y oí… —Gimió, doblándose sobre sí mismo—. La voz dijo: «¡No debes abandonarme! ¡Pereceré!».

—¿Quién hablaba, padre? ¿Quién hablaba?

Él la miró con mirada más clara, y ella pensó que iba a contestarle, pero no lo hizo.

—En mi sueño crucé Nordmaar y Balifor y Goodlund, hasta el Mar Sangriento de Istar. Y… y cuando llegué allí, el sueño cambió. Justo debajo de mí, alrededor. No había ninguna herida abierta en el mundo. Alhana, vi la ciudad, ¡Istar!

La celebrada Istar, en toda su gloria de oro y encanto, como había sido hacía más de trescientos años cuando él había ido allí, un joven elfo que buscaba la Torre de la Alta Hechicería para presentarse y realizar la Prueba de la Magia. Los edificios se elevaban hacia las alturas, pintados en tonos perlados, brillando a la luz del sol y suspirando bajo la luz de la luna. En su sueño, su espíritu había navegado sobre los cánticos que ascendían de cada uno de los templos, las voces de los elfos tan hermosas que el Príncipe de los Sacerdotes mismo lloraba al oírlos, con el corazón tan rebosante que no había palabras para expresar su alegría. Eran los cánticos de paz eterna, canciones elevadas a E’li, a quién llamaban Paladine en Istar, a Quenesti-Pah, a Majere el Señor de la Mente, a Kiri-Jolith, cuya espada ejerce sólo justicia. En Istar se veneraba al Rey Pescador, Habbakuk, y a Astarin el Bardo, cuyo nombre significa Canción de Vida.

—Es —explicó Lorac a su hija— como si te contara un sueño y, sin embargo, te explicara algo que sucedió en el mundo vigil. Porque sucedió. Sucedió así cuando fui a Istar a pasar mi Prueba.

Entonces se quedó en silencio, con los ojos repentinamente cerrados, y sus labios se movieron para formar una palabra: ¡Sálvame! A Alhana le pareció como si aquella palabra provocara que la luz de las velas se atenuara y la atmósfera de la estancia se enfriara de repente.

En voz baja, Lorac le contó que en el cielo situado sobre Istar la luz cambió para pasar del hermoso tono dorado de la puesta del sol a un verde estremecedor. En el sueño, había mirado en derredor, con el miedo temblando en el profundo y recóndito aposento de su corazón. ¿De dónde procedía la luz verde? Siguió la luz hasta que la Torre de la Alta Hechicería se irguió ante él, y de ésta, como haces de luz proyectados desde un faro en una noche de tormenta, surgía la luz, y, también de allí, salía la voz. ¡Sálvame!

En su sueño, Lorac atravesó puertas que se abrían a una orden suya. Los guardianes de la Torre, criaturas mágicas colocadas para protegerla por los hechiceros más poderosos, retrocedían ante él. Los magos acudieron a darle la bienvenida y lo condujeron al interior, donde un anciano, un mago cuyo nombre nadie conocía, le dijo que lo esperaban. ¡El mundo desaparecerá!. El grito se repitió por toda la Torre, por todos los pasillos, en todas las estancias, altas y bajas, mientras Lorac seguía al anciano. No obstante, a pesar de que el grito se repetía, nadie en su sueño, excepto Lorac, parecía oírlo o percibir la premura cada vez mayor en su tono. Guiado por el mago sin nombre, recorrió el laberinto de corredores, atravesando una estancia tras otra, y le pareció que la Torre no se acababa jamás, ancha como el cielo y grande como el mundo mismo. Por fin, se detuvieron en un pequeño aposento, uno del tamaño justo para que cupieran dos hombres adultos uno al lado del otro.

—Y el mago sin nombre, dijo que no debía tocar ni llevarme nada. Debía dejarlo todo tal y como lo veía.

—¿Y lo hiciste? —preguntó Alhana, el rostro blanco bajo la luz de las velas.

—Le dije… le dije que haría lo que me pedía. Y el hombre desapareció. Cuando volví a mirar la habitación…

Cuando volvió a mirar el interior de la estancia, vio que había aparecido una mesa, un sencillo caballete de madera arañada. Sobre ella había un atril de marfil, como dos manos ahuecadas, que sostenía una esfera de cristal transparente que brillaba en la penumbra sin luz. Sálvame, musitó la esfera. Se avecina el desastre y no debes dejarme aquí en Istar. Si lo haces, ¡pereceré y el mundo desaparecerá!. Extendió los brazos y levantó la esfera. La percibió caliente en sus manos, y volvió a mirar en derredor, como un ladrón en la noche. No cojas nada, había dicho el anciano mago, no toques nada. Espérame aquí. Pero el Orbe, que sujetaba en sus manos, gritó en tonos lastimeros, le gritó por el bien, no de él, sino del mundo que anhelaba salvar. Veloz, silencioso, el joven mago, que era el anciano que soñaba, musitó las palabras de un conjuro, y la esfera de cristal se convirtió en nada, no sólo invisible sino también sin sustancia. Guardó esa nada en el interior de su túnica y abandonó la pequeña estancia, las torres y la ciudad que no tardaría en caer y, en su caída, cambiaría la faz del mundo.

—Hija —dijo Lorac Caladon, que era un rey, el Orador de las Estrellas—, hija mía, me avergüenza confesarlo. Abandoné la ciudad convertido en un ladrón.

El silencio se adueñó de la habitación. En el pasillo, al otro lado de la puerta del monarca, las antorchas suspiraban para sí en sus abrazaderas de las paredes, con las voces apagadas del fuego domesticado. En algún punto de aquel corredor Lelan aguardaba, el chambelán que obedecía a su princesa pero que sin duda no dormía por temor a que su señor lo llamara y él no lo oyera.

—Padre —dijo Alhana, inclinándose más para besar su mejilla; luego volvió a tomarle la mano y la oprimió contra su propia mejilla—. No eres ningún ladrón. Sencillamente has tenido una pesadilla, y a uno no se le puede culpar por aquello que haga en un sueño. Ahora, te lo ruego, por favor serénate e intenta volver a dormir.

Sobrentendida entre ellos estaba la noción de que el día siguiente traería otra sucesión de reuniones del consejo, y que lord Garan de la Protectoría iría para transmitirle las noticias que sus Jinetes del Viento traían de las fronteras. Últimamente sus noticias habían sido buenas, o no malas. Phair Caron mantenía su posición, asentada en las estribaciones de las montañas Khalkist, pero nadie esperaba que aquello fuera a durar mucho. Garan abogaría otra vez por realizar un ataque ofensivo, para caer sobre la Señora del Dragón y cogerla por sorpresa. El Orador y el Cabeza de la Protectoría no estaban de acuerdo con ello. Lorac exigía paciencia hasta que pudieran trasladarse más tropas a las fronteras, y Garan sostenía que la paciencia sería la muerte de todos ellos. «Está fortaleciendo sus ejércitos, mi señor soberano. ¡Lo sé! ¡Ataquemos ahora!». Esta vez, quizá, defendería su caso con energía suficiente para convencer al soberano de que las tropas elfas que se encontraban en la frontera serían suficientes para que tal ataque resultara efectivo.

Lorac alzó la mirada. El rey parecía mucho más viejo a los ojos de su hija de lo que había parecido aquella misma mañana.

—Hija, era un sueño, pero… era un sueño real.

La noche se sumió en un silencio total. Alhana no oyó el canto de los grillos, los ruiseñores de los Jardines de Astarin se quedaron sin voz.

—Padre, ¿qué quieres decir? ¿Qué es lo que dices? ¿Qué tú, de entre todo el mundo, robaste…?

—No la robé —dijo, y su rostro mudó, tornándose curiosamente frío e inexpresivo—. No robé la esfera. La rescaté.

Con más energía de la que Alhana había imaginado que poseía, Lorac abandonó el lecho. Se puso la túnica de seda azul, las zapatillas de suave piel verde, y tomó a su hija de la mano. Ahora había premura en él, y sus dedos se cerraron sobre los de ella con fuerza suficiente para provocarle una mueca de dolor.

—Padre, ¿qué…? —Él tiró de ella hacia la puerta y el corredor situado al otro lado—. ¿Adónde…?

Una vez fuera de sus aposentos, la llevó a la barandilla, el protector de mármol dispuesto para evitar una caída hasta el lejano suelo. Detrás de ellos, las antorchas llameaban en las abrazaderas de plata de las paredes, y en algún lugar una mujer susurró algo, y un hombre murmuró una respuesta. No muy lejos se encontraban las bibliotecas, y una luz brillaba por debajo de una gruesa puerta de roble: escribas que trabajaban hasta tarde.

—Mira —dijo el Orador, señalando más allá de la barandilla, hasta la sala de audiencias. Su trono se encontraba allí, caoba y esmeralda, y las Palabras de Silvanos incrustadas en plata. «Tal y como vive la tierra, viven los elfos». Junto al trono había una mesa de cristal rosáceo—. ¿Ves esas manos de marfil, ahí sobre la mesa?

Las veía, y esa escultura no estaba allí por la mañana.

—La encargué este verano. Pensé que podría llegar el momento… —Se detuvo, luego siguió—: Las manos están vacías ahora. —La voz de Lorac resonó en el hueco, y el eco recordó a unas alas que revolotearan alrededor del trono y la escultura de marfil—. Pero ven, ven conmigo.

Tiró de ella, y la joven lo siguió, pensando que irían por la escalera en espiral para descender a la sala de audiencias. No fue así. El soberano la condujo pasillo adelante, pasando ante puertas cerradas y nichos tapados con cortinas hasta una escalera más pequeña y oscura. Se metieron por un estrecho portal, y la muchacha tuvo que agachar la cabeza para poder pasar.

El aire en ese lugar sin luz poseía un leve olor a humedad. Lorac musitó: «¡Shirak!» y una esfera de luz dorada apareció encima de su cabeza, moviéndose a medida que él lo hacía e iluminando los estrechos peldaños de piedra de un pasadizo cuya existencia Alhana había conocido pero que nunca había recorrido. En esa dirección se encontraba un calabozo, pero que no servía para encerrar prisioneros, porque de ellos se ocupaban en otras torres.

El frío se filtraba a través de las suelas de las suaves zapatillas de la princesa mientras ésta corría tras su padre. Bajaron y giraron, describiendo círculos en la oscuridad, iluminados sólo con una luz dorada balanceándose en lo alto, hasta que, por fin, la joven distinguió una luz verde que parpadeaba abajo en el fondo, una luz como la que se ve cuando el sol brilla por entre hojas de álamo en primavera. Cuando llegaron finalmente abajo, Lorac la llevó al rincón más alejado de la mazmorra, un lugar donde —de haber sido pensada para retener a un prisionero— se habrían erigido barrotes y colocado cadenas. Sobre una pequeña mesa, no tan hermosa como la que había junto al trono del monarca, había una esfera de cristal. Apenas parecía mayor que la canica de un niño y, sin embargo, Alhana supo instintivamente que no era así. Daba la sensación de ser mayor, con independencia de la percepción visual. Cerró los ojos, deseando no verla, y en las tinieblas, apareció una imagen: la extraña escultura de las manos vacías situada junto al trono de su padre ocupada por fin, ocupada por este Orbe que parecía pequeño y, sin embargo, daba la sensación de ser grande.

—Padre, ¿qué es?

—Es un Orbe de los Dragones —repuso él, volviéndose hacia su hija, sonriente.

La princesa frunció el entrecejo, acercándose más, para luego alejarse. En la esfera latía poder, palpitaba como un corazón en la noche, y la joven sintió un hormigueo en la zona posterior del cuello.

—¿Es esto lo que te llevaste?

—Rescaté —corrigió el rey rápidamente—. Lo rescaté. Me llamó, y yo lo rescaté. Este Orbe posee el poder de controlar a los dragones. Era uno de cinco, creados por hechiceros de tiempos pretéritos. Dos sabemos que desaparecieron. Este tercero está aquí. ¿Los otros…? —Se encogió de hombros—. No sé dónde están, ni si aún existen. Pero sí sé esto, porque he estudiado la poca información que queda sobre ellos: un mago con la fuerza de voluntad para controlar la magia de un Orbe será capaz de controlar a los dragones.

Una brisa húmeda penetró en la mazmorra y rozó la mejilla de Alhana con dedos gélidos.

—Y al mago que lo intentara pero no pudiera controlarlo, ¿qué le sucedería, padre?

Lorac se volvió hacia ella, con el pálido rostro reluciente y los ojos encendidos. Sin hacer caso de su pregunta, dijo:

—¿Qué sucedería, Alhana mía, si de improviso Phair Caron se encontrara con que sus dragones me obedecen a mí? ¿Qué…? —Ladeó la cabeza. Sus ojos habían vuelto a apagarse y a mirar al vacío, como había ocurrido al despertar de su pesadilla—. Escucha. ¿Lo oyes? El mundo desaparecerá…

Alhana no oía nada, pero no lo dijo. Con suavidad, rozó el brazo de su padre y halló la manga de seda de la túnica fría y húmeda bajo sus dedos.

—Padre, vámonos. Vámonos. ¡Me asustas!

Él se volvió y, aunque la miró, no la vio. Los suyos eran los ojos de un joven que, hace mucho tiempo, se encontraba en la Torre de la Alta Hechicería de Istar, los ojos de un anciano que no hacía ni una hora había despertado chillando por una pesadilla. Sin embargo, el monarca no dijo nada, y dejó que lo apartara del Orbe de los Dragones, de vuelta por la fría y estrecha escalera.

***

Por la mañana, mientras los últimos dedos rosados del amanecer se retiraban para dejar tras ellos un cielo otoñal azul profundo, Dalamar despertó con el tañido de todas las campanas de la ciudad de Silvanost. Por encima del repiqueteo, percibió voces atemorizadas y pies que corrían.

—¿Qué sucede, milord? —gritó a Tellin, que pasaba a toda prisa junto a su ventana.

Lord Tellin no lo sabía, y el mago se vistió para hallar una mejor respuesta. En el exterior encontró a los habitantes del templo, clérigos y criados por igual, que corrían a las calles ya repletas de gente, estudiantes procedentes del barrio de la Academia, abogados del barrio de la Embajada. Del barrio del Mercado y del barrio de los Servidores en el oeste, llegaban hombres, mujeres y niños, que seguían a sus vecinos hasta el corazón de Silvanost, los Jardines de Astarin alrededor de los cuales se agrupaban los templos, dónde se alzaba la Torre de las Estrellas, recortándose en el cielo. Unos grifos sobrevolaban el edificio, con las alas doradas brillando bajo el día recién estrenado, mientras sus chillidos estridentes, como gritos de combate, inundaban el espacio.

—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar Dalamar a su señor.

—El Cercado está en llamas —respondió éste, mirando al norte con expresión lúgubre—. ¡Los dragones de Phair Caron lo han incendiado!

Una sacerdotisa, al oírlo, lanzó un grito de pavor, y otros recogieron su grito y lo hicieron correr por entre todos los reunidos hasta el punto que los Montaraces de las verjas de la Torre se miraron entre sí en silencio, preguntándose si tendrían que acudir a sofocar una manifestación de pánico.

—Mirad —indicó Dalamar, señalando al norte y luego al sur, al este y por fin al oeste.

Oleadas de movimiento estremecieron a la muchedumbre, iniciándose en los cuatro extremos para convertirse finalmente en una separación del mar de gente a medida que, uno tras otros, los lores y damas de los Synthal-Elish abandonaban sus hogares y paseaban entre sus clanes, profiriendo frases de consuelo u ofreciendo gestos tranquilizadores. Se dirigían, todos y cada uno de ellos, a la Torre de las Estrellas, pues se había designado que se reunieran con el Orador en esa hora. Ni uno de ellos, ni siquiera lord Garan de la Protectoría, alzó la mirada hacia los grifos y los Jinetes del Viento, y actuó como si se tratara de un día corriente. De sus personas emanaban tranquilidad, seguridad y cierta paz.

Todo saldrá bien decían los Cabezas de Familia mediante gestos y palabras, y la gente les hacía caso, porque ¿cómo no hacerlo? Eran sus señores. Se trataba del consejo del rey, y ¿quién podía saberlo mejor? En grupos o de forma individual, los ciudadanos de Silvanost regresaron a sus casas o a las tareas que habían abandonado. En el cielo los grifos siguieron describiendo círculos, alrededor de la parte superior de la Torre de las Estrellas, y una persona en toda aquella multitud levantó los ojos hacia ellos y expresó su inquietud.

—No tiene buen aspecto, milord —dijo Dalamar Argénteo al clérigo que tenía al lado—. Jinetes del Viento rodeando la Torre como si esperasen un ataque desde el cielo, El Cercado en llamas… —Desvió la mirada hacia el norte; jamás había visto la frontera, pues en toda su vida nunca había ido más allá de su cueva secreta en el norte de los bosques, pero podía imaginar la barrera ahora, convertida en un muro de fuego—. Phair Caron se ha puesto en marcha por fin.