20

Los dedos de Regene se clavaban con fuerza en el brazo de Dalamar, y agudos ramalazos de dolor recorrían su antebrazo hasta llegar al hombro. En las envolventes tinieblas, dolor era todo lo que sentía, irradiando de aquel fuerte apretón, y no desdeñó sentirlo, pues en ese momento, era la única sensación que percibía.

Al cabo de un buen rato, el sentido del oído regresó. El mago sintió el silbido de su propia respiración al serle extraída de los pulmones y una repentina carcajada en el mismo instante en que supo que no podía aspirar más aire. Intentó dar un paso, y una luz estalló sobre él en violentos colores saltarines, como las auroras que oscilan sobre la zona más septentrional del mundo. La luz no lo cegó, pero lo golpeó con fuerza, como un puñetazo en el pecho, y lo hizo tambalear. Jadeante aún, Dalamar dobló una rodilla, oscilando por culpa de aquella fuerza. Notó piedra bajo las manos, dura y fría, piedra bajo la rodilla, y ni una gota de aire en los pulmones.

Resonó una risa, fuerte y atronadora, y el aire penetró en sus pulmones con una energía asfixiante.

—Levántate —dijo una voz—. Levántate ahora, hechicerillo.

La ira se apoderó del elfo oscuro, ira que era como fuego y hielo. Se incorporó, respiró y, al hacerlo, consiguió ver. Ante él se alzaba un muro de luz reluciente, roja, azul, verde y amarilla, y todos los colores se movían y alteraban incansables de modo que ningún color permanecía igual sino que se mezclaba con otros en su mutación. La luz creaba una pequeña estancia, limitada en tres lados por el resplandor del arco iris y en el cuarto por una gruesa pared de piedra en la que se habían marcado unas líneas para sugerir una puerta, aunque no se veía ningún medio de abrir dicha puerta. Detrás de la pared de luz, dentro de la estancia, estaba Regene, mirando en derredor. Ella vio a su compañero y, con el rostro tan blanco como debería de haber estado su ensangrentada túnica, dio un paso hacia él.

—¡No te muevas! —espetó Dalamar—. ¡No toques la luz, Regene!

La mujer se quedó quieta, obedeciendo la advertencia.

Suave, a su espalda, Dalamar oyó una pisada y luego una rápida aspiración. Giró, y movió la mano para dar forma a un conjuro, pero se detuvo en mitad del gesto. Ante él había un mago enano, vestido con una túnica negra, de cabellos y barba rojos, que entre los enanos habría sido considerado apuesto: pecho fornido, anchas espaldas, facciones marcadas y ojos llameantes.

—Eres tú —dijo el elfo oscuro, manteniendo la voz baja y calmada a pesar del dolor que sentía en los pulmones; no mostraría a su adversario otra cosa que un semblante tranquilo y respetuoso.

El enano inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Soy yo, Tramd de Thorbardin, a quien en ocasiones se conoce como…

—Tramd el de las Tinieblas. Sí, ya lo he oído.

El sol de la mañana penetraba en el interior a través de la ventana situada detrás del enano, dorando el suelo de piedra. Un estudio, se dijo Dalamar. Estantes de libros ocupaban las tres paredes situadas al otro lado de la ondulante luz del arco iris, y cerca de la ventana se veían sillones macizos que parecían tallados en bloques compactos de piedra. Gruesos cojines y almohadones mitigaban las duras superficies y los bordes de aquellos asientos y, a poca distancia, había hileras de velas dispuestas sobre mesas, al alcance de la mano. Ésa era la habitación de alguien que leía y escribía hasta altas horas de la noche. A la izquierda del enano había un escritorio de roble, y sobre él montones de pergaminos, tarros de negra tinta y cálamos recién fabricados. En medio de todo ello había hojas de papel esparcidas descuidadamente: planos de alguna especie, esquemáticos diseños y fajos de notas. Desde donde se encontraba, Dalamar no podía ver qué forma tenían los diseños; sólo consiguió una fugaz impresión de una fortaleza o castillo de alguna especie.

—Tramd el de las Tinieblas —dijo, el elfo oscuro, apartando la mirada de los mapas—. Sí, te recuerdo.

—Imagino que sí. —Tramd se apartó de la luz del sol, lejos de la ventana, y sus ojos se entrecerraron—. Me había olvidado de ti, hasta hace poco.

El enano señaló a Regene como quien desea mostrar a un invitado un objeto interesante. Dalamar giró, y vio que las marcas en la pared de piedra habían cambiado, se habían profundizado, como si, realmente, indicaran un pasadizo de alguna clase, uno que estaba siendo abierto desde el interior, desde el otro lado de la piedra. Regene permanecía muy quieta, mirando la puerta y sin apenas respirar.

—Es una bonita pared, ¿no crees? Mira cómo brillan los colores sobre la mujer.

Derramándose sobre la túnica de la hechicera, corriendo por su piel, era como si la luz fuera un torrente de agua.

—Posee algunas propiedades interesantes, esa luz. —Tramd se acercó más a la refulgente pared; Regene lo advirtió y lo miró con furia, alzando una mano—. Oh, no —repuso él, y su voz se llenó de falsa preocupación—. No, muchacha, no pienses en salir de aquí mediante la magia o enviar tu magia a través de esto. Lo que hagas se volverá contra ti, cada fuerza que proyectes rebotará. Yo me quedaría quieta y con las manos pegadas al cuerpo, si estuviera en tu lugar.

No muy segura, pero reacia a ponerlo a prueba, Regene permaneció inmóvil.

—Hay —explicó Tramd, dándole la espalda a la mujer para mirar a Dalamar— algunas interesantes criaturas que viven bajo las montañas de Karthay. Algunos dicen que son una raza perdida de enanos. —Se encogió de hombros—. Pero eso son estupideces de extranjeros. Enanos de las Colinas, Enanos de las Montañas, enanos gullys; lo sabemos todo unos de otros, y si preferimos no reunimos, bien, eso no significa que estemos perdidos.

La puerta de piedra se movió, arañando el suelo. Regene profirió una ahogada y veloz plegaria al tiempo que retrocedía, con pasos presurosos que la condujeron hasta la pared de luz. Rozó la luz con el borde de la manga y retrocedió tambaleante. Temblando, la mujer no dio ningún otro paso, mientras observaba cómo la puerta se abría de empujón en empujón.

—Como digo —Tramd sonrió de nuevo, efusivamente—, viven algunas criaturas interesantes bajo las montañas de este lugar. Lo que hay detrás de esa puerta no es pariente mío. ¿Vemos qué hay?

Dalamar miró al enano con ojos entrecerrados.

—¿Qué crees que ganarás amenazando a la Túnica Blanca?

La puerta volvió a moverse, siempre hacia el interior. Regene se removió inquieta, atrapada. Miró por encima del hombro al elfo oscuro, con los ojos color zafiro llenos de miedo. Sus labios se movieron en oración. Solinari protégeme…

El dios no la había protegido demasiado bien cuando el dragón la atrapó, y no parecía que fuera a hacerlo tampoco ahora. El muro de luz se estremeció y mudó, con los colores mezclándose y cambiando, y la luz del sol recorrió el suelo hasta ir a tocar el extremo opuesto de la pared de luz. Una serie de arcos iris salpicaron toda la estancia, pintando las paredes e incluso el escritorio de roble.

—Ah —dijo Tramd, mientras se dirigía al escritorio; revolvió varias páginas que había allí, girando una de modo que Dalamar pudiera verla—. Mira, hechicerillo. ¿No es esto interesante?

El elfo oscuro permaneció donde se encontraba, con los ojos entrecerrados y cauteloso.

—Vamos, acércate. No voy a hacerte daño, elfo. Mira, porque es algo digno de ver.

Curioso, Dalamar se acercó, y el otro extendió su dibujo sobre la mesa. La página llevaba la anotación de un escriba indicando que no era un original sino una copia de trabajo. El boceto mostraba una fortaleza, con innumerables torres y con todos los pasillos y estancias, arsenales y salas de reunión que eran de esperar en un lugar de defensa. Curiosamente dibujada, no obstante, se dijo Dalamar, girando una página y luego otra. La mayoría de las representaciones de nuevas estructuras se muestran en un contexto, la fortaleza en un escenario natural: sobre la cima de un acantilado, en un bosque, protegiendo un desfiladero. De ese modo, el tamaño queda reflejado de un modo más efectivo. Pero esa imagen simplemente mostraba la fortaleza alzándose en el vacío, un dibujo negro sobre una cremosa página en blanco.

Y eso resultaba curioso, pero no tan fascinante como la escritura, las gruesas líneas de columnas que descendían por el margen derecho de la página. Eran runas, eso sí lo sabía Dalamar, y muy antiguas. Se acercó más para observarlas con mayor atención. Runas enanas, y no de la clase que se acostumbra encontrar en los trabajos de los artesanos enanos.

—Un escritura mágica —indicó Tramd; pasó una página, y luego otra—. He oído que posees cierta habilidad con las runas. ¿Qué te dicen éstas?

La luz del arco iris se deslizó y estremeció. La piedra chirrió contra la piedra.

—Me dicen —dijo Dalamar— que conoces una escritura en runas que yo desconozco.

—Dicen más que eso —rió Tramd, con un sonido seco y duro que parecía una tos—. Son runas que pronto hechizarán una fortaleza como la de este boceto, más de una. Y esas fortalezas —siguió, trazando el contorno de la estructura con el dedo— serán ciudadelas volantes. Desde una de éstas, un ejército no se defiende. Desde aquí un ejército ataca, y ataca donde quiere.

Dalamar sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Ladonna había estado en lo cierto al decir que la Dama Azul ganaría la guerra siguiente. Y, cuando ganara, todas las naciones que habían forjado el Tratado de la Piedra Blanca y obligado a los ejércitos de los Dragones a firmar le pertenecerían. No habría Luz. Ningún otro dios con excepción de Takhisis sería venerado. Ella, la Reina de la Oscuridad, la Madre de los Dragones, conseguiría por fin lo que había intentado obtener en la Guerra de la Lanza. Sería la Reina de la Oscuridad en los corazones de todo ser vivo, y sus espíritus le pertenecerían para devorarlos, atormentarlos, y atesorarlos como un avaro atesora sus riquezas.

—Ves —explicó el enano con la luz del arco iris brillando sobre él—. Ves lo que puede ser. Lo que será. —Lanzó una carcajada—. Es inevitable.

Alzó la mirada de las páginas, para clavarla en los ojos del elfo oscuro. Unos ojos tan claros, tan brillantes y astutos, que Dalamar tuvo que recordarse que no miraba, en realidad, los ojos del enano Tramd. Los auténticos ojos del enano eran otros, estaban en otra parte, como lo estaba su cuerpo, el cascarón putrefacto que él había ido a matar.

—Escucha —dijo el enano, el avatar, con una sonrisa—, puedes formar parte de esto, hechicerillo. Puedes compartir tu suerte con la Reina de la Oscuridad. Ponte del lado del poder ahora, mientras seas bien recibido.

Penetrar en la oscuridad, lejos de la luz. Era lo que había estado haciendo toda su vida; había abandonado Silvanost por la oscuridad del mundo exterior y vagado por ruinas oscuras. Se había sentado en las colinas que circundaban Neraka y considerado esa misma posibilidad.

No, había dicho entonces. No. Y, sin embargo, si lo que había de ocurrir iba a ocurrir, ¿no sería él un estúpido al apartarse de la oscuridad que ya había abrazado?

Dalamar desvió la mirada del enano y de los dibujos. En su prisión de luz, Regene lo observaba atentamente. Él no la tenía en cuenta en su elección, ni se decía «no, debo elegir intentando salvarle la vida como parte del trato». Ya se había dicho a sí mismo que la abandonaría si era necesario; no era a Regene a quien consideraba. Pero sí consideraba su misión.

¿Sabes cómo sería la vida sin el equilibrio?, había preguntado Ladonna.

Lo sabía, él que había vivido bajo la rigidez de una cultura que permitía sólo una clase de culto, una clase de magia. Sabía, como sólo un elfo oscuro puede saberlo, lo que era necesitar algo que nadie te permitía tener. Sin embargo, si el triunfo de su Oscura Majestad fuera, realmente, inevitable, ¿no sería un tonto si daba la espalda al bando vencedor y abrazaba el bando de aquéllos que se convertirían en sus esclavos?

—Escucha bien, elfo oscuro —dijo Tramd, y la voz del avatar se suavizó para adquirir el tono que utilizan los hombres razonables cuando discuten sensatamente—. Únete a mí y yo te recomendaré a la Dama Azul en persona. Le diré «aquí tienes a un nuevo Señor del Dragón», y gobernarás sobre cualquier reino que desees.

De improviso acudió a su memoria una imagen que había visto en los espejos de platino de la Cámara de la Oscuridad, y se le heló la sangre. La gente se inclinaba ante él y lo llamaba lord Dalamar. Era temido, respetado, incluso venerado. ¿Por esto? ¿Por lo que su adversario le ofrecía ahora? ¿Pasearía por un mundo que temblaría al verlo y recibiría los saludos de gentes sin importancia como si él fuera, en realidad, el señor que su propia gente jamás le habría permitido ser? Así sería, eso decía la profecía de los espejos, y en ese instante su corazón anheló aquello, alzándose a la idea de dominio, de poder temporal que equiparar a su poder mágico. El título «lord Dalamar» resonó en la zona más secreta de su espíritu.

—Así pues, ves lo que yo veo para ti —suspiró Tramd, con un leve tono de satisfacción—, lo que la misma Takhisis ve. Serás un hombre de gran trascendencia, alguien cuyo mínimo antojo cambiará el destino de naciones. Paladine y todos sus insignificantes parientes caerán ante su Oscura Majestad. Nada se opondrá a ella, y nosotros que le pertenecemos gobernaremos como ningún lord o rey ha gobernado en toda la historia de Krynn.

»Todo esto es tuyo, elfo oscuro, sólo con que me digas una cosa: ¿quién es tu amo? ¿Quién te envió a matarme?

Sólo tenía que abandonar la misión, romper la palabra dada, perder su honor. Sólo tenía que dar la espalda a la magia, a la Alta Hechicería, que moriría cuando el equilibrio entre la luz y la oscuridad, el Bien y el Mal, Paladine y Takhisis, se desmoronara.

—Enano —replicó Dalamar—, ve a lamer las botas de tu señora en Sanction.

La cólera, como una tempestad, ensombreció el rostro del enano, que musitó una palabra, diciendo en voz baja:

—Adelante.

El chirrido de la piedra sobre la piedra sonó más fuerte entonces, más prolongado, y con el rabillo del ojo Dalamar vio una mano de piel grisácea que se curvaba alrededor de la puerta de la pared, con avidez. Era una mano grande, ancha y larga con uñas como zarpas, y el hedor a porquería y un cuerpo que no se había lavado desde hacía mucho tiempo flotó en el aire.

—En el nombre de todos los dioses del Bien, en tu propio querido nombre, Reluciente Solinari…

La oración de Regene se elevó desde su prisión. La hechicera carecía de magia, y no tenía armas, sólo el pequeño cuchillo que llevaba al cinto y su confiada oración.

—Y ¿qué —dijo Tramd, con la cabeza alta y el sol centelleando en su roja barba—, qué imagina esa Túnica Blanca que harán por ella sus oraciones?

Azuzado, Dalamar no respondió. Un profundo gruñido surgió de la oscuridad del otro lado de la puerta, y el hedor aumentó en intensidad. El elfo oscuro comprendió que se trataba de la pestilencia de la carroña o del carroñero. El sudor corría por las mejillas de Regene. Su oración se hizo más sonora, y la carne de sus nudillos se tornó blanca por la fuerza con que empuñaba su pequeño cuchillo. El mago enano dio la espalda al recinto, como si lo que sucedía allí no fuera cosa de su incumbencia, y cruzó la habitación hasta una pequeña mesa cerca de la puerta que daba al pasillo, donde murmuró unas palabras. De la nada aparecieron una jarra de plata y dos relucientes copas también de plata. Llenó las copas con un vino de un rojo tan profundo que parecía negro, y tomó un sorbo de una, con cuidado, como para catar la cosecha. Satisfecho, ofreció la otra a Dalamar.

—Gracias —replicó éste a su anfitrión de cuya mano no pensaba aceptar nada—, pero no.

—Tu amiga no tendrá que morir, si me dices lo que quiero saber —indicó Tramd, encogiéndose de hombros y tomando un buen trago—. ¿Quién os envió a matarme?

Dalamar permaneció inmóvil como una estatua, viendo orar a Regene. No suplicaría por ella ni haría tratos por su vida. Ella había elegido estar allí. Por su propia ambición, lo había seguido desde la Torre, y por su propia causa había acudido allí, a pesar de saber que él sólo servía a la suya propia.

Un salvaje rugido inundó la habitación cuando un hombre-bestia, un ser con ojos membranosos, piel cubierta de escamas grises y colmillos en lugar de dientes, surgió de la oscuridad situada tras la puerta de piedra. Unos mugrientos cabellos negros a modo de salvaje melena caían por la espalda de la criatura, y en las manos empuñaba una gran hacha cuya hoja centelleaba bajo la luz del arco iris.

—Es un grimlock —explicó Tramd—, que está hambriento, además. Por lo general come carne de rata en esas cuevas, pero siempre le gusta un poco de carne humana cuando puede conseguirla.

Regene dio un salto atrás, golpeó contra el muro luminoso y cayó de rodillas. Gateando, se incorporó, con el cuchillo todavía en la mano.

—En nombre de los dioses del Bien… —Se agachó cuando el grimlock blandió el hacha, volvió a caer, y rodó a un lado. No era una luchadora, pero era veloz.

—Dime lo que quiero saber, hechicerillo —repitió el enano, y su tono de voz no sonó tan razonable como antes—, y haré marchar al grimlock.

—Ella es una Túnica Blanca —repuso Dalamar, dándose la vuelta de nuevo—. ¿Por qué imaginas que me importa que llene la despensa de un grimlock?

Regene atacó a la bestia, veloz con su pequeña arma, y el hombre-bestia dio un salto, descargando un golpe con la hoja de su hacha. La hechicera lanzó un grito de dolor, y la sangre brotó brillante en el hombro de su túnica. El ser rugió, furioso al comprobar que el golpe no había acertado en el blanco y cercenado el brazo de la mujer. El arma silbó en el aire, Regene se arrojó a un lado, y una lluvia de chispas saltó del suelo de piedra cuando la hoja lo golpeó. La joven retrocedió tambaleante, volvió a chocar contra la luz, y en esta ocasión usó la fuerza repeledora en su propio beneficio, para salir disparada lejos de un nuevo golpe del hacha. El grimlock bramó, giró veloz, dio un traspié y fue a dar contra la barrera de luz. Proyectado lejos, avanzó bamboleante y el hacha le cayó de la mano.

La hechicera corrió a hacerse con el arma, sangrando por la herida del brazo provocada por las garras del dragón. Agarró el arma y la balanceó de un lado a otro. Carecía de toda técnica y no tenía ni idea de cómo luchar, pero sí sabía que debía mantener al tambaleante adversario apartado de ella, y el mejor modo de hacerlo era tener el hacha en movimiento.

Dalamar no se movió ni se estremeció siquiera. Fijó los ojos en Regene, quien, con los ojos encendidos y enseñando los dientes con la mueca propia de un guerrero, avanzaba, un paso y luego otro, sangrando y balanceando el hacha. El grimlock retrocedió, aturdido por el contacto con la barrera de luz y obligado a acercarse de nuevo a ella. La respiración de Tramd resonó áspera en los oídos de Dalamar, luego pareció titubear.

—¡Mátala! —chilló el enano al grimlock, que no quería hacer otra cosa que eso—. ¡Mata a la hechicera!

Enfurecida, la criatura se lanzó sobre Regene con las zarpas extendidas, y el hacha lo alcanzó en el codo, seccionando el brazo derecho. Un chorro de sangre negra como el betún brotó de la herida, y el ser profirió un alarido. Chillando en una lengua cuyas palabras mismas parecían un juramento, el grimlock se retorció a un lado, retrocediendo a trompicones. Golpeó la pared de luz y se vio arrojado hacia adelante otra vez; Regene aprovechó ese movimiento para atacar, con el hacha levantada por encima de la cabeza como la hoja del verdugo. La dejó caer, y el hombre-bestia murió, con la reluciente hoja enterrada entre sus omóplatos.

La hechicera se volvió, con los ojos color zafiro brillando triunfales…

Y la prisión de luz se desplomó alrededor y ella y el cadáver del grimlock se desvanecieron.

***

El hedor a carroña de la criatura muerta permaneció un tiempo en el aire, sin quedar camuflado por las varitas de acre incienso que Tramd encendió.

—Ahora —dijo el enano, agitando la mano para dispersar el perfumado humo—, ¿me dirás lo que quiero saber, Dalamar Hijo de la Noche? ¿Quién te envió?

Dalamar observó el cambio de tratamiento y no mostró satisfacción o curiosidad en modo alguno. El hechicero volvió a ofrecerle vino, que, de nuevo, él declinó.

—No te diré nada, Tramd, y no veo por qué tiene que importar que lo sepas.

—¿No lo ves? —El enano paseó la mirada por la habitación de la torre. La única luz de la estancia era ahora la del sol, fuerte por ser mediodía y aumentando en intensidad—. Le importa a tu amiga. ¿Lo dudas?

El elfo oscuro no lo dudaba.

—Lo que sucede entre tú y yo parece tener gran importancia para Regene. Pero lo que le importa a ella, como sin duda habrás visto, no me importa demasiado a mí.

Una brisa cargada de aroma marino penetró por la ventana, transportando los agudos chillidos de las gaviotas. A Dalamar le pareció que oía incluso el mar, pero desde aquellas alturas, sólo podía ser su imaginación. Se preguntó dónde estaría Regene, pero no en palabras, pues no dudaba de que su oponente fuera capaz de sondear sus pensamientos. Enterró sus interrogantes en un campo más profundo de diferentes emociones.

—Ah —suspiró Tramd, y apretó los labios, sacudiendo la cabeza desilusionado—. Entonces deberá ser como deseas. No puedo hacer nada más. —Alzó la mano, en un gesto lánguido, casi cansino, pero que no lo era en realidad, pues en sus ojos brilló una fría luz asesina y también regocijo.

Dalamar se dio la vuelta, con un nudo en el estómago. En la esquina situada detrás de él, la oscuridad se arremolinó, y las sombras se fusionaron a pesar de la luz del sol y extendieron sobre el suelo de piedra para adquirir consistencia bajo la vaga apariencia de un hombre alto. Unos ojos pálidos brillaron feroces en las tinieblas, pero no eran puntos de luz, sino simplemente puntos donde no existía oscuridad. Una sensación helada fluía de aquella negrura, dedos glaciales decididos a encontrar calor y a eliminarlo.

El elfo oscuro levantó rápidamente las manos para realizar la danza mágica de los gestos, y su voz entonó un conjuro en lenguaje kalanesti para hechizar a la figura que iba formándose.

—¡Oye —cantó—, escucha y oye! En mis palabras, halla mi necesidad. ¡Escucha, oye y escucha! ¡Mi canción lo ordena, no te acerques!

La criatura sin luz se estremeció, pero no bajo el dominio de la magia, sino con siniestra risa.

—Escucho —siseó la Sombra, en una voz que era como viento sobre hojas heladas— y no oigo. ¡Escucho y no me importa tu necesidad!

Se acercó más, precedido por el frío, y en cuanto el primer extremo de su oscuridad tocó a Dalamar, la debilidad fluyó al interior del mago e hizo que se le doblaran las rodillas. Temblando, el elfo oscuro volvió a alzar las manos, y entonó otro conjuro, un hechizo para dormir al ser. Pero las sombras no duermen, sólo se ocultan, y la Sombra rió cuando la magia la atravesó, sin resultado.

La oscuridad se acercó más y más, y Dalamar tuvo la impresión de que sus músculos se convertían en sebo. ¡Inútiles! Se tambaleó y rebuscó en su mente en busca del catálogo de los conjuros que había reunido, la magia que conocía, lo que fuera a lo que pudiera asirse y usarlo antes de que esa Sombra le extrajera toda la vida del cuerpo. Pero su ingenio se había tornado igual que manos entumecidas, como dedos demasiado helados y débiles para coger y usar cualquier cosa. Los cánticos parecían tonterías, llenos de sonidos que no eran palabras. La criatura se acercó más, alargando las gélidas garras.

—¡Has realizado una mala elección, hechicerillo! —rió Tramd, hablando desde algún lugar seguro—. ¡Y me gustará verte morir por su causa!

La pulla no le dolió, pues fue como un ruido más engullido por el incesante pitido que resonaba en los oídos de Dalamar mientras le absorbían la energía vital. Un hechizo, un hechizo… algo que ahuyente la oscuridad.

—¡Shirak! —chilló y cayó, tosiendo al pronunciar la palabra, débil como un hombre febril cuyo pulmones se llenan de liquido.

Dando un traspié, el elfo oscuro retrocedió ante la luz, la pequeña esfera vacilante que era todo lo que su magia pudo lograr, y mientras él se tambaleaba, también lo hizo la Sombra, pero no por mucho tiempo. La luz se estremeció, su magia se apagó con un suspiro, y la Sombra se lanzó al ataque.

Dalamar tropezó, cayó sobre una rodilla y rodó lejos de la oscuridad en movimiento. ¡Magia! ¿Dónde se hallaba ésta en él? En lo más profundo, se sumergió en lo más profundo de su ser, en el interior de su corazón, de su espíritu, y arrojó lejos el miedo y todo temor a la debilidad que le consumía las fuerzas. Luz, respondió su mente, luz y fuego y…

La Sombra intentó atenazarlo con brazos que se habían vuelto enormes y largos, y la energía y la vida se agotaron en el mago, abandonándolo como si se desangrara. Alimentada con su fuerza, la criatura se abalanzó para arrebatarle aún más. Dalamar reunió las pocas fuerzas que le quedaban y su titubeante ingenio y reprodujo mentalmente la imagen de su necesidad de fuego y luz y un arma. Se incorporó a bandazos de un salto al oír la risotada de Tramd, se puso en pie e introdujo en su mano derecha una lanza llameante, aunque ya no le quedaba más magia ni agudeza mental para crear una protección para su persona.

La Sombra cayó sobre él. La carne del elfo se ennegreció y se desprendió del hueso. Alguien chilló —¡ah, dioses!—, era él, el sonido de su dolor y la risa de Tramd entretejiéndose, para convertirse en una única y terrible antífona. Con un alarido de rabia, rabia que disipaba el dolor, Dalamar echó el brazo atrás para arrojar la lanza de fuego, con la mirada fija en los ojos de la Sombra. Y así vio lo que no había visto antes. Conocía a esa criatura, a aquel ser que iba hacia él; en aquellos ojos pálidos distinguió conciencia, ingenio, alma y un suplicante apremio. ¡Vio un destello color zafiro! ¡Regene! Demasiado tarde comprendió que era una ilusión, pues en aquel momento acababa de arrojar su arma.

La Sombra aulló, y la ilusión de Tramd se desvaneció. Regene cayó, alcanzaba por el llameante proyectil, y su túnica, su carne, ardieron. Dalamar se arrojó sobre ella e intentó apagar las llamas con su mano sana. Con los ojos desorbitados por el dolor, asfixiándose, la hechicera intentó formar una palabra de advertencia; pero no hizo falta, pues Dalamar presintió el peligro en el hormigueo que sintió entre los omóplatos, en la picazón de su piel.

Enfurecido, el mago se volvió, tambaleándose a causa de la debilidad, y Tramd retrocedió, tanteando a sus espaldas en busca de un arma. Dalamar sonrió con frialdad al verlo, porque eso le indicaba lo que necesitaba saber: su adversario se había agotado profundamente para sustentar la jaula de luz, para convocar al grimlock y para crear esa ilusión que envolvía a Regene. Un estúpido creería que ya no le quedaba nada que usar, pero un hombre sensato sabría que no le quedaba tanto como le gustaría tener.

—Enano —dijo el elfo oscuro con voz chirriante; su mano temblando mientras buscaba en su interior un último estallido de energía, una postrera arma—. Llevas muriéndote desde el día de tu Prueba. Ha llegado la hora de que esto toque a su fin.

El sudor relució en el rostro de Tramd y se introdujo en su roja barba. ¡Dio otro paso atrás! Detrás de él, Dalamar oyó gemidos, la respiración de Regene parecía un estertor de muerte y, al mismo tiempo, un sollozo. La cólera se apoderó del mago, y con ella una cantidad tal de energía como no creía poseer. Alzó la mano quemada, con la carne despellejada del hueso, y el hueso blanco brillando ante sus ojos, reluciendo con su propia sangre y las finas líneas de los vasos sanguíneos y los músculos. Abrazó su dolor, y éste se convirtió en fuerza. Los dedos se movieron, sus dedos, los huesos resplandecientes bajo la luz solar que penetraban por la ventana, y con la magia y con su propia voluntad creó una lanza en forma de rayo, como la que había matado a un dragón.

Con los ojos desorbitados por el terror, el enano escarbó en su interior en busca de su magia, pero ésta era deficiente. Una luz brilló ante él, como si hubiera estado intentando crear un escudo mágico, pero la luz se oscureció, y la oscuridad se desplomó sobre sí misma. Volvió a intentarlo, y Dalamar se lo permitió, como un gato que juega con un ratón. La inestable oscuridad situada ante Tramd se removió, cambió, mientras la magia se esforzaba por salir a flote, al tiempo que el miedo y la rabia se enfrentaban entre sí, proporcionándole una expresión enloquecida.

Con una carcajada, el elfo oscuro lanzó su rayo. Éste chisporroteó en el aire, y la oscuridad situada ante Tramd adquirió forma por fin, convirtiéndose en algo negro como la obsidiana, fuerte como el acero. El rayo lo alcanzó y estalló en medio de una explosión de luz cegadora.

El olor penetrante del ozono llenó el aire. Dalamar inundó sus pulmones con el olor, y llenó de nuevo las manos con poder y magia. No arrojó un rayo, sino puñados de energía, la materia de la que están constituidos los rayos, y arrojó aquellas relucientes armas, una tras otra. La magia de Tramd se estremeció y vaciló, y el enano dio media vuelta al tiempo que su escudo se desmoronaba. El elfo arrojó otros tres proyectiles de energía y, mientras lo hacía, su adversario alzó las manos en un último conjuro.

Nada sucedió, y entonces todo el poder destructor que Dalamar había arrojado se volvió contra él en una oleada de energía que recordaba la ola de un maremoto. Coronada de rojo como las olas marinas están coronadas de blanco, la energía rebotó hacia atrás aullando en el aire y sin posibilidad de ser rechazada.

Curiosamente inmóvil y entumecido por el dolor o el miedo, Dalamar pensó: «Ahí llega mi muerte».

Una mano lo agarró por el tobillo y lo derribó al suelo. El mago se desplomó, chocó contra la piedra, luego con algo suave y blando. ¡Regene! Gateó a un lado, arrastrando a la hechicera con él, y rodó hasta chocar con una pared de piedra. La ola pasó por encima de él, abrasando y arañando su piel, al tiempo que oprimía su pecho.

Gris y sudoroso, el enano alzó una mano, una mano temblorosa, que no poseía magia, pero sí una daga. La luz del sol brilló en la hoja, centelleando cuando se abatió, ávida de sangre.

La mujer tosió y, al hacerlo, se levantó, no deprisa ni con fuerza, pero a tiempo. Como un haz de plata, como la mano plateada de su propio dios que descendiera, la reluciente hoja hendió el aire y atravesó el pecho de Regene de Schallsea. La mano de Dalamar salió despedida hacia arriba, para cerrarse con fuerza alrededor de la muñeca del mago enano. Le partió el hueso, y el avatar chilló. El cuchillo se soltó de su mano y Dalamar lo recogió al momento; con un veloz movimiento, se puso en pie, empuñando torpemente el arma en la mano izquierda. Lanzó un golpe ascendente, una cuchillada al corazón, y la sangre brotó del pecho del avatar, derramándose sobre la mano del elfo oscuro y la túnica destrozada de Regene.

—¡Ve! —musitó la mujer, sus ojos color zafiro se nublaron y su rostro brilló lívido bajo la luz del sol que penetraba a raudales por las ventanas. Agonizante, insistió—: Encuentra al mago…

***

Dalamar recorrió velozmente pasillos interminables hasta hallar lo que buscaba, la puerta custodiada y el grupo de soldados enanos situados ante ella. Eran cuatro, pero no le importó. Se abrió paso entre ellos como una tempestad. Convirtiendo sus armas en escoria, mató a uno de ellos con sólo una mirada; a dos que cargaron contra él, los redujo a cenizas como si su carne y huesos no fueran más que la arcilla de la que Tramd el de las Tinieblas creaba sus avatares. El cuarto no se quedó. Huyó y no llegó más allá de la escalera antes de correr la misma suerte que sus compañeros.

Los criados chillaron, pero ninguno en ese piso. Dalamar los oyó, hombres y mujeres, que gritaban en distintas lenguas. Algunos eran humanos, otros enanos, uno o dos incluso eran elfos; sirvientes y esclavos, el personal de la Ciudadela de la Noche estaba compuesto de cautivos procedentes de las correrías de Tramd durante la guerra.

La puerta no estaría cerrada con llave; lo sabía instintivamente. ¿Qué hombre agonizando en su lecho puede conseguirlo? ¿Qué hombre tan desvalido prohíbe la entrada a los criados que lo alimentarán, vestirán y lavarán? Ninguno.

Dalamar abrió la puerta y penetró en el dormitorio adornado con rasos y tapizado con sedas. Contempló el botín de quien ha recorrido muchos territorios durante la guerra: cofres con goznes de plata procedentes de Ciudadela Norte en Nordmaar, tapices de las mansiones de la opulenta Palanthas. De Zhakar había robado estatuas de plata y placas de oro; de Kernen en Kern poseía pinturas, y del alcázar de Thelgaard había expoliado escudos y lanzas, hachas y espadas. Pero no parecía preocuparle mucho el orden, pues los tesoros robados yacían dispersos por todas partes, como en el enorme almacén de un museo.

Tampoco podía Tramd ver los tesoros que poseía. Descansaba sobre un lecho de seda y raso, sin ojos, con su cuerpo destrozado apestando, las extremidades cubiertas de carne descamada, y la cabeza moviéndose débilmente de un lado a otro. En algún momento de la mañana, los criados debían de haber encendido incienso y perfumado la atmósfera con aceites, pero el incienso se había convertido en cenizas, y los aceites no eran suficientes para ocultar el hedor del dormitorio de ese hechicero que había corrido tan terrible suerte en su Prueba de la Alta Hechicería. Ni siquiera la brisa que soplaba desde el mar podía hacer algo más que remover la fetidez.

—Te veo, Tramd —dijo el elfo oscuro, colocándose tan cerca como debía y sin importarle el tufo—. Te veo.

La cabeza del enano giró de un lado a otro, como un hombre ciego que intenta situar la posición de su interlocutor. Su cuerpo se estremeció, pero se trataba de los temblores de su enfermedad, no de la voluntad actuando sobre el músculo. Los labios llenos de pústulas se abrieron, y un hilillo de baba descendió por la fina e irregular barba. Gimió, y el sonido que profirió podría haber sido una palabra, pero también podría no haberlo sido. Había utilizado el cuerpo de su avatar para realizar su magia, pero también había usado sus propias fuerzas.

Dalamar miró en derredor y arrancó un arma de la pared, un hacha con una magnífica hoja afilada; avanzó hacia la cama, y su sombra se proyectó sobre el enano.

—¿Sientes mi proximidad, enano?

La criatura de la cama gimoteó, y los cobertores de seda susurraron. Era todo lo que podía hacer.

—Lo cierto es que me parece lamentable que no puedas verme. Considero una lástima que no seas capaz de mirarme a los ojos cuando te mate.

Fuera en el pasillo se oyeron unas voces, que murmuraban. Habían llegado criados y soldados, pero nadie se atrevía a cruzar el umbral. Sordamente, las bisagras de la puerta crujieron y, muy despacio, alguien la cerró. El señor de esa fortaleza no había sido un amo querido, y nadie intervendría. Nadie desafiaría al mago que había ido a matar a su señor.

El viento suspiró a través del alféizar de la ventana. El mar se estrelló contra la orilla allá abajo y volvió a retroceder. En alguna parte, flotaba el cadáver de un dragón, panza arriba, con el vientre mirando al cielo. Las gaviotas se alimentarían de aquel cuerpo y, más tarde o más temprano, el mar ablandaría lo que incluso las espadas no habían podido herir; en ese momento las gaviotas y los peces arrancarían las escamas del vientre y desgarrarían la carne de los huesos.

—Te diré —dijo Dalamar al moribundo del lecho—, lo que tanto querías saber. He venido a matarte, Tramd, y será un placer personal para mí, por los muchos elfos que mataste en la batalla para conquistar Silvanesti.

Se interrumpió y observó al enano gemir, cuyo labios agrietados sangraban por culpa de sus esfuerzos por hablar. Mientras estaba allí de pie, el elfo oscuro oyó arder el bosque; percibió los gritos de los Montaraces; oyó la agonía del dragón y la última plegaria de un clérigo que había puesto toda su fe en dioses que no parecían saberlo o importarles. Los rayos del sol corrieron por el afilado borde de la hoja del hacha, deslizándose por la curva mientras Dalamar la pasaba de una mano a otra.

—He venido en nombre de Ladonna de la Torre de la Alta Hechicería. He venido en nombre de aquéllos que veneran el Supremo Arte, el don de las tres criaturas mágicas. He venido en mi propio nombre, Tramd Golpeapiedra, para eliminarte de las filas de los sirvientes de su Oscura Majestad. Existirá la Luz —concluyó— y existirá la Oscuridad.

Alzó más el hacha, justo por encima de su cabeza.

El enano oyó cómo la alzaba, el siseo del aire sobre la hoja, y gimió, encontrando una palabra:

—No —sollozó—, no.

—Sí —replicó Dalamar, con gran suavidad—. Sí.

Dejó caer el hacha, un verdugo, un ejecutor dispuesto a vengar muertes tempranas y tardías.

—Sí —anunció al cuerpo sin vida—. Existirá el equilibrio.

El mago devolvió el hacha a su lugar, con la sangre corriendo aún por ella; luego hizo caer el cuerpo al suelo y arrancó una sábana de la cama. Con la seda envolvió la cabeza, en la que los ojos seguían mirando al vacío, y la boca permanecía abierta.

—Milord —dijo una voz de mujer humana, inclinándose ante él al decirlo—. ¿Cuál es vuestro deseo?

Él la miró, y la mujer se acobardó ante la furia de aquellos ojos.

—Vete —respondió él, sin importarle si ella entendía la orden como indicación de que debía dejarlo solo o de que debía marchar de la ciudadela y no regresar jamás.

Sirvientes y soldados hicieron la elección que llevaban años deseando tomar. Huyeron.

Dalamar ni siquiera los miró. El ruido de sus pies corriendo no significaba nada para él. Llevó la cabeza de Tramd el de las Tinieblas, envuelta en ensangrentada seda, de regreso a la sala dónde había dejado a Regene. La hechicera estaba muerta, con los ojos azules muy abiertos y los labios algo entreabiertos. El mago se arrodilló junto a ella, le apartó los negros cabellos del rostro y le cerró los ojos. Permaneció así durante un rato, escuchando cómo la gente huía del castillo. Luego la tomó en brazos, recogió la prueba de la muerte del mago enano y pronunció una palabra mágica.

El suelo desapareció. Las paredes desaparecieron. Bajo el dominio del hechizo de transporte, Dalamar Hijo de la Noche chilló, y esta vez no profirió un conjuro. Esta vez gritó una maldición.

En medio del océano, en lugares tan alejados como el borde del Mar Sangriento de Istar, los marineros señalaron al norte y al este. Un enorme fuego ardía en la cordillera de la Cima del Mundo en Karthay; las llamas llegaban a la altura del pico más alto, y luego más arriba aún. El humo del incendio se arremolinó sobre el mar, convirtiendo el día en crepúsculo.