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En los días soleados, Dalamar trabajaba dentro en la humeante cocina de su señor, en las mohosas bodegas de vino donde lo enviaban a cazar ratas o en los desvanes bajo los altos aleros, donde Eflid se daba el gusto de asignarle la tarea de clasificar prendas viejas durante las sofocantes horas de las tardes calurosas. Cuando llovía, Eflid se aseguraba de que Dalamar trabajara en el exterior, a menudo en los jardines para afianzar plantas esbeltas contra los efectos de los aguaceros, y a veces, después de la lluvia, lo obligaba a avanzar pesadamente por entre el barro para reparar los daños ocasionados.

—No es justo —murmuró la joven que servía el desayuno al lord—. Te trata peor que a ninguno de nosotros, Dalamar. ¿Cómo lo soportas?

—Es nuestra forma de ser —respondió él. Estaban en el portal de acceso al huerto, contemplando el día brumoso y encapotado, y el elfo recogió una pajita del suelo, una brizna caída de un cajón de vino—. Es una antigua pauta. Eflid quiere algo de mí, y yo quiero asegurarme de que no lo consiga.

La joven, de nombre Leida, cuya madre había servido en la mansión de Ralan toda su vida, y cuyo padre todavía servía allí, lo miró con sus luminosos ojos verdes. En una ocasión había creído estar enamorada de un Montaraz, un joven al que vio pasear a grandes zancadas por la ciudad, y que resultaba muy atractivo con sus botas de cuero y una camisa verde. No importaba que sus caminos no fueran a cruzarse jamás; ni tampoco que un hijo de la Protectoría jamás le hubiera dirigido la mirada excepto para decirle que volviera a llenarle la jarra de cerveza. Cuando la guerra se llevó al seductor soldado hacia el norte, Leida había llorado durante toda una hora, y luego volvió su atención a lo que tenía más cerca y al mago de ojos oscuros que de repente parecía más apuesto que el Montaraz sólo por hallarse mucho más próximo.

—¿Qué es, pues? —preguntó a Dalamar—. ¿Qué quiere Eflid?

—Un sirviente humilde y sumiso —respondió él, al tiempo que hacía un nudo en la paja usando sólo los ágiles dedos de su mano derecha.

—Se pasará toda la vida intentando conseguir que te conviertas en eso, y morirá sin haberlo conseguido. —Leida lanzó una carcajada y sus verdes ojos centellearon.

—Es su vida —repuso Dalamar, encogiéndose de hombros—. Y así es cómo la desperdicia.

—¿Y tú? ¿A ti no te importa?

La contempló durante un buen rato y, cuando respondió, habló con total frialdad.

—Me importa.

La muchacha se estremeció, porque algo en sus ojos le hizo pensar en un lobo al acecho tras la luz de un fuego de campamento.

Por la mañana, la lluvia había caído como una cortina de agua. Ahora, al mediodía, el cielo se mostraba apacible, aunque las nubes flotaban plomizas, amenazando tormenta, y el jardín estaba inundado de neblina y de la fragancia de la menta, el tomillo y la camomila. El agua embarrada y oscura corría como riachuelos entre los arriates, cincelando nuevas formas. Los cabellos rubios de Leida adoraban la bruma y formaban diminutos rizos alrededor de sus mejillas; la joven lo llevaba corto, a pesar de que las elfas casi nunca lo hacían, porque le gustaba sentir el aire cosquilleando en su cuello.

Un hermoso cuello, se dijo Dalamar. Un brillo de neblina, o tal vez sudor, confería un centelleo a la piel del esbelto cuello. Alzó un dedo para atrapar la gotita, y con los ojos fijos en ella, sintiendo cómo la mujer avanzaba hacia él aunque en realidad no se movió en absoluto, la paladeó. Lluvia. Un relámpago parpadeó irregular, iluminando el jardín, y los ojos de Leida se abrieron de par en par. La muchacha alzó la cabeza de un modo que le permitió alardear de sus deliciosas orejas, que suavemente afiladas, eran como los pétalos de una hermosa flor, blancas y elegantes. Sus labios se movieron en una repentina sonrisa, y echó una ojeada por encima del hombro a la silenciosa y cavernosa cocina. Los pinches habían finalizado su tarea de fregar las sartenes y los platos del desayuno; la cocinera había ido a la despensa situada detrás para calcular lo que se necesitaría para preparar la cena. Los panaderos, que trabajaban por la noche, estaban bien dormidos en sus aposentos.

Leida clavó la mirada en los ojos del mago. Ojos peligrosos a veces, ojos extraños en el mejor de los casos, que jamás había contemplado sin sentir una aceleración en su respiración y el excitado vuelco de su corazón. Arriesgado, advirtió el leve escalofrío que le recorrió la espalda.

—Dalamar, conozco un sitio tranquilo…

Un sitio íntimo en el desván, en la pequeña habitación donde se guardaba la ropa blanca. En su propio dormitorio diminuto, tal vez. O en el de él. Dalamar se inclinó más para paladear la lluvia de su cuello. Eflid prohibía toda unión entre los sirvientes de la mansión de lord Ralan; no quería que se forjaran alianzas, ni se crearan distracciones. «Nos quitaría la mente y el corazón a todos nosotros si pudiera —pensó Dalamar— y tendría un ejército de autómatas».

Con los labios todavía en la suave piel del cuello de Leida, Dalamar sonrió. Ella lo percibió y se dejó caer en sus brazos al tiempo que alzaba el rostro para recibir su beso.

Su beso no fue como fuego, como ella había imaginado a menudo: fue como un relámpago inesperado. Su sangre se aceleró y su pulso tamborileó con fuerza.

—Ven a mi habitación —dijo, las palabras percibidas por los labios de él más que oídas, y le tomó las manos, empezando a andar sin soltarlas, tirando de él, riendo—. Ven conmigo…

En el exterior, la lluvia de la mañana seguía goteando de los aleros, gorgoteando en los canalones y por los canales que abría por sí misma junto a los senderos de piedra. Leida volvió a reír, refulgente en aquel día gris.

La sombra cayó sobre ella como una fina capa siniestra, y la mano de Eflid se cerró con fuerza sobre su hombro, al tiempo que su voz siseaba como una serpiente en su oído:

—Ir adonde, ¿eh? Mujerzue…

La joven chilló de miedo, tal vez de dolor. Veloz, Dalamar sujetó la muñeca del senescal y, antes de pensar si hacerlo o no, arrancó la mano de Eflid con una violenta torsión. Un odio parecido a veneno llameó en los ojos del otro. Tiró hacia atrás, intentando liberarse, pero fracasó. El color desapareció de sus mejillas, y la rabia y el temor lucharon en su interior.

—Suéltame —gruñó, pero Dalamar no lo hizo—. Muchacho, hablo en serio. —Su voz tembló, aunque sólo un poco, y únicamente él y Dalamar se dieron cuenta—. Es mejor que me sueltes…

Fuera, centellearon los relámpagos, el trueno tronó y de repente rugió. En el jardín algo blanco se movió por entre la bruma, como un fantasma sobre los senderos inundados por la lluvia. Leida lanzó una exclamación ahogada, y se deslizó detrás de Dalamar a la oscura seguridad de la cocina. Sus pisadas resonaron en la penumbra, veloces mientras pasaba corriendo junto al enorme hogar, las largas mesas y los estantes de las ollas y sartenes. Mientras marchaba no miró atrás, y nadie la siguió con la mirada.

Iluminada por un segundo relámpago, la figura espectral del jardín se convirtió en un hombre, un clérigo que corría por delante de la tormenta, con el dobladillo de la blanca túnica bien levantado para mantenerlo lejos del lodo. Entre chapoteos y resbalones, el recién llegado se precipitó a la cocina.

—Tu señor tiene un invitado, lord Eflid —dijo Dalamar, aflojando la mano que mantenía cerrada sobre la muñeca del otro, al tiempo que se burlaba de él usando el título que no le pertenecía—. Será mejor que te ocupes de él, ¿no?

—Sí, y también me ocuparé de ti más tarde, muchacho.

—¿Eso crees? —Dalamar hizo una inclinación de cabeza, una reverencia irónica—. Bueno, puedes intentarlo, como siempre haces.

El clérigo entró en la cocina, con la tormenta pegada a sus talones y los truenos dándole caza. El mago se hizo a un lado, sin apenas oír la respuesta del hombre cuando Eflid lo empujó al interior, todo adulación y reverencias, al tiempo que le aseguraba que enseguida le encenderían un fuego y traerían vino.

—Lord Ralan estará encantado de veros, lord Tellin. Venid conmigo. Sí, por aquí mismo hasta el estudio.

Dalamar levantó los ojos hacia el cielo, donde los relámpagos se abrían paso por entre las nubes y la lluvia caía torrencial, luego dio media vuelta y abandonó la cocina. Había replicado a la amenaza de Eflid con otra, y le pareció que podía percibir ya el olor de los muelles y las redes de los pescadores.

«Idiota», se dijo. Introdujo las manos en las mangas de la túnica y apretó los puños que no quería que nadie viera. Nadie vio tampoco la rabia de su rostro mientras atravesaba la cocina, el comedor, y el pasillo que conducía al ala de los criados y a su propia habitación diminuta. Pero si alguien lo hubiera mirado a los ojos, habría percibido la furia. Una furia tan helada como la furia invernal, como una tormenta sobre la bahía de la Montaña de Hielo. ¡Idiota! Arriesgar una colocación bastante cómoda por una muchacha con la que se hubiera divertido una vez, puede que dos, para luego no volver a pensar en ella. Se merecía el destino que se había ganado, el hedor del pescado en los muelles, la interminable reparación de las redes, el constante golpeteo y gemido del río en el exterior de cualquier miserable choza que le dieran como hogar.

***

La luz de las llamas brillaba sobre la magnífica madera de roble pulimentada, dando la impresión de que el escritorio de lord Ralan estaba tallado en oro. El fuego calentaba la madera de caoba de las sillas hasta darle un rojo intenso, y la luz de la llama iluminaba con tal intensidad el vino que la garrafa de cristal parecía tallada a partir de un enorme rubí. En el exterior, el mundo aparecía gris, bajo una lluvia torrencial que caía de un cielo plomizo. En el interior, dentro del estudio de lord Ralan, las cosas resultaban mucho más agradables.

Lord Tellin Vientorresplandeciente había permanecido de pie un buen rato, solo en el estudio de Ralan, pero la espera no resultó desagradable. Calentado por el fuego, pasó el rato contemplando el alto techo del estudio de su anfitrión y los tapices de las paredes, cada uno de los cuales representaba una escena de la historia silvanesti.

En la más espléndida de aquellas colgaduras aparecía Silvanos, un rey en su reino, colocado en medio de un círculo de torres, cada una de las cuales representaba a una de las Casas de su gente. En aquel tapiz incluso un niño elfo podía leer la historia de su pueblo y enterarse de cómo en la antigüedad Silvanos había reunido a todas las tribus elfas y les había impuesto un orden, una estructura de Casas que había sobrevivido incluso hasta entonces. El jefe de cada casa, el Cabeza de Familia, se convertía en miembro del Consejo de Silvanos, el Synthal-Elish, al que el rey, y todos los reyes que siguieron, pedía asesoramiento cuando lo quería o cuando se veía obligado a soportarlo porque el consejo insistía en ser escuchado.

En primer lugar, el antiguo rey ungió la Casa de Silvanos, que la gente conocía ahora como Casa Real. Luego proclamó la Casa Presbiterial, a la que pertenecían los sacerdotes, los custodios del templo y los que mantenían los archivos de la nación. Los defensores de Silvanesti eran hombres y mujeres de la Protectoría, y en su sabiduría, Silvanos había reunido junto a él a magos y creado para ellos la Casa de Mística, encargándoles el adiestramiento de magos. Les dijo, y ellos se lo juraron, que la magia de la roja Lunitari, que existía para su propio bien, y la de Nuitari, que existía en la oscuridad, quedarían prohibidas. No se llevaría a cabo en el reino otra magia que no fuera la de Solinari: magia blanca, la magia del Bien. Siempre había sido así, y aquellos brotes de la mística rama que habían intentado crecer en dirección a la neutralidad de la magia de Lunitari o la oscuridad de Nuitari fueron implacablemente podados. Se los condujo al Templo de E’li, donde fueron acusados y juzgados en la temida Ceremonia de la Oscuridad, para a continuación ser arrojados lejos del reino y de los suyos para que sobrevivieran como pudieran entre los extranjeros, humanos y enanos, y minotauros. Los exiliados recibieron el nombre de elfos oscuros, ya que habían abandonado la luz. Estos elfos oscuros no tenían un largo historial de supervivencia, ya que eran pocos los silvanestis que no consideraban la vida entre extranjeros como vida entre dementes en países caóticos y, cuando morían, la mayoría lo hacía por su propia mano.

El gran Silvanos también creó otras castas: la Casa de los Metales para los mineros; la Casa Mediadora, donde se preservaba la tradición y se dictaban leyes; la Casa de Alarifazgo de los albañiles; la Casa de Jardinería, cuyos miembros cultivaban la comida que alimentaba el reino, y la Casa de Arboricultura Estética, cuyas gentes poseían la magia de los espíritus silvestres centelleando con suavidad en su sangre. El monarca creó otra casa más, la Casa de la Servidumbre, pero ésta no resultó como había esperado, ya que en un principio había convocado a los elfos de los ancestrales, aquel extraño clan de cazadores y exploradores que, obstinadamente, parecían prosperar en las regiones remotas lejos de otros miembros de su raza. Silvanos, al no encontrar ningún valor a sus costumbres salvajes, intentó encajarlos en su estructura de castas como sirvientes. El jefe de aquel clan, Kalonos el Pionero, desafió la voluntad del rey y se llevó a su gente de los bosques de Silvanesti. No estaba dispuesto a condenarlos a servir en las mansiones de otros cuando podía conducirlos a un lugar donde vivir libres como cazadores y practicantes de su propia y peculiar clase de magia aberrante. Y de este modo, Silvanos, que no podía obligar a aquéllos que deseaban marchar, sin importar lo extravagante que tal elección le pareciera, creó la Casa de la Servidumbre con todos aquéllos que no tenían casa, aquellos cuyas tareas y habilidades humildes no encajaban en ninguna otra parte.

Todo niño elfo conocía esto, y el clérigo lo había sabido desde la cuna, ya que la suya era un familia de custodios de archivos y la historia corría por sus venas pareja a la sangre.

—Que tengáis un buen día, lord Tellin, bueno si os gusta la lluvia. —Lord Ralan penetró en el estudio, sofocado, un poco molesto o, tal vez, se dijo su visita, algo impaciente—. Perdonad que os haya hecho esperar. Una cuestión relacionada con un sirviente.

—Por favor, no os disculpéis —murmuró la visita—. He disfrutado con la espera.

—La familia de mi madre lo tuvo durante generaciones. —Ralan señaló con la cabeza el tapiz—. Lo trajo al casarse, y se dice que es una fiel representación de Silvanos, ya que se llevó a cabo sólo unas décadas después de su muerte por alguien que lo había conocido realmente. —Sonrió, con la tranquila expresión satisfecha de quien está seguro de sus verdades.

—Es delicioso. —Repuso Tellin, aunque no pensaba que el tapiz poseyera una historia tan magnífica como Ralan o su familia imaginaban. No obstante, no manifestó tal pensamiento a su anfitrión, sino que murmuró—: Pero me pregunto por qué no vemos la Torre de las Estrellas, sólo las torres que representan las diferentes Casas.

Ralan frunció los labios y el entrecejo, pensativo. La historia no era su asignatura preferida.

—Creo que mi padre dijo en una ocasión que eso se debía a que Silvanos era nuestra torre, nuestra torre de poder, nuestra Torre de las Estrellas. —Se encogió de hombros—. ¿O dijo que el tapiz se realizó en la época anterior a la construcción de la Torre? Ah, bueno, no lo recuerdo. Cualquiera de las dos historias sirve.

Tellin sonrió, reconociendo que cualquiera de ellas lo hacía. Ralan era un buen anfitrión, un buen amigo del Templo de E’li, generoso en exceso y, para ser sinceros, devoto del Gran Dragón, y bendecido con una ingenua fe que jamás se tambaleaba. «Somos los más queridos por los dioses del Bien, los primogénitos, el pueblo que jamás abandonó la fe», decía a menudo. Ralan, como muchos elfos, se enorgullecía de su fe y hallaba consuelo en la creencia de que los dioses del Bien debían amar más a los elfos que a todas las otras razas. ¿Cómo podía ser de otro modo? Tras el Cataclismo, los extranjeros fueron a buscar dioses que reemplazaran a aquéllos que creían habían abandonado el mundo, honrando a mortales, orando a quién sabe qué, pero los elfos jamás habían perdido la fe.

Ralan llenó unas copas con la garrafa de cristal, una para él y otra para su invitado. Tellin aceptó el vino y, cuando vio a su anfitrión lleno de buen humor, hizo acopio de valentía. En el bolsillo de su túnica descansaba un pequeño regalo, un pergamino de oraciones. En algún lugar de esa casa se hallaba lady Lynntha, la hermana del noble. Quizá se encontraba mirando por una ventana, con la melena plateada del mismo color que la lluvia que caía, los ojos grises como el cielo de tormenta. Tal vez en ese mismo instante alzaba una hermosa mano para trazar un dibujo cualquiera sobre el cristal de la ventana, en el vaho que su aliento había depositado allí. Se conocían desde niños cuando Lynntha iba al Templo de E’li a rendir culto y Tellin era un chiquillo que se preguntaba hasta qué punto su destino estaría ligado a aquel mismo templo. Al entrar en la adolescencia, ya no se habían movido en los mismos círculos. ¿Cómo podrían haberlo hecho? Tellin vivía inmerso en sus libros, y ella era la hija de una Casa cuyos estrictos principios prohibían la mezcla de sangre de la Casa de Arboricultura Estética con la de cualquier otra Casa, incluida la Casa Real. Se trataba de un linaje mágico, uno que transmitía a través de las generaciones aptitudes para sanar la tierra y moldear los árboles que ningún otro elfo compartía.

Y, sin embargo…, sin embargo, él no había olvidado a Lynntha, sus ojos color humo, sus cabellos plateados. No había olvidado la suavidad de la curva de sus mejillas ni el sonido de su voz. La joven vivía todavía en el hogar familiar, una finca fuera de la ciudad, y aunque sus padres llevaban cinco años muertos, ella seguía sin casarse. El asunto, claro está, se hallaba en manos de su hermano ahora, y Tellin no había oído ningún rumor de que existiera algún matrimonio en perspectiva. ¿Qué esperanza tenía? Tal vez sacar a relucir la vieja fórmula, las curiosas y encantadoras frases de tiempos pasados, y decir a Ralan: «Desearía poder tomar a vuestra hermana en matrimonio, milord, y confío en que me concederéis vuestro beneplácito y bendición para seguir cortejándola». ¿Imaginaba tal vez en sus fantasías más desbordadas que el noble consideraría de improviso las tradiciones de su Casa como una nadería, o que la misma Lynntha lo haría? Sí, esperaba que todo eso sucediera, y era un estúpido al hacerlo, pero no sabía qué otra cosa hacer.

En el exterior la tormenta había redoblado sus esfuerzos, y la lluvia caía en forma de diminutas saetas plateadas. Un criado pasó junto a la ventana, con la cabeza gacha, los cabellos oscuros pegados al pálido rostro. Se parecía al tipo que Tellin había visto en la cocina con el senescal de Ralan, y no parecía muy feliz.

—Muy bien —dijo Ralan, sonriente—. Ahora decidme qué queréis de mí, amigo Tellin.

No eran viejos amigos, el señor de esa Casa y Tellin Vientorresplandeciente, pero sí se conocían desde hacía mucho tiempo y habían desarrollado, a través de los años, una afable relación, que no era muy intensa pero que se basaba en cierto entendimiento. Al aristócrata le gustaba bruñir su orgullo con actos de buena voluntad, y al clérigo le encantaba aceptarlos en nombre del Templo de E’li.

—No son donaciones para el templo —repuso Tellin, y se aclaró la garganta que había quedado repentinamente reseca. Cuando esto no funcionó, decidió tomar otro sorbo de vino.

—¿Hoy no? Bien, bien. Pero los criados han estado preparando paquetes de ropa para los pobres y están listos para vos desde la última vez que las lunas estuvieron llenas. ¿Qué voy a hacer con todo eso?

—Bueno. —Su visitante se removió incómodo y luego siguió—: Desde luego que tomaré con mucho gusto lo que tengáis que ofrecer, Ralan, pero…

—Pero ¿no es eso lo que habéis venido a pedirme? —El lord enarcó una ceja.

Tellin sacó el pequeño pergamino de su bolsillo, y la luz de la chimenea de Ralan centelleó sobre los plateados botones del huso.

—Esto… he hecho esto… quiero decir, he traído esto, un regalo…

—¿Un regalo para mí? —El noble alargó la mano, luego la dejó caer al ver la expresión de repentino desconcierto en el rostro de su invitado—. Ah, no es para mí. ¿Para quién es, pues?

—Bueno, es para vuestra hermana. —El clérigo aspiró con fuerza y siguió adelante—. Recordé que a lady Lynntha le gustaba el Himno de la aurora a E’li. Lo cantaba cuando era niña, y su voz se elevaba por encima de todas las otras durante la ceremonia matinal. Y pensé que, bueno, había oído que está aquí de visita. Pensé…

—Pensasteis en regalarle esto a ella. —La expresión de su anfitrión se fue tornando cada vez más fría, pero volvió a alargar la mano, y Tellin le entregó el pergamino—. ¿Esto lo habéis hecho vos? —Hizo girar el huso de modo que la luz de las llamas iluminaran la plata, luego abrió el rollo y dejó resbalar los primeros centímetros de pergamino para mostrar el texto de la oración elaborada con mano fluida, las mayúsculas de cada estrofa iluminadas con tinta verde. Se había esparcido con sumo cuidado polvo de diamante sobre aquellas grandes letras antes de que la tinta secara, y los pedacitos de diamante habían hecho sangrar los dedos de Tellin mientras trabajaba. Ralan alzó la mirada, los ojos inmóviles y tranquilos. Su visitante no encontró ninguna señal de desagrado en ellos, pero tampoco de buena acogida—. Así que esto es lo que hacéis en el Templo cuando no pedís limosna, ¿eh?

—Bueno, esto es lo que hago en ocasiones. La mayor parte del tiempo no hago otra cosa que mantener al día los archivos.

Ralan colocó con cuidado el pergamino a un lado, sobre la mesa situada junto a su sillón.

—Diré a Lynntha que es un regalo de un viejo amigo. —Recalcó las dos palabras con sumo cuidado. Viejo amigo, indicaba su tono, y no un potencial pretendiente. Los miembros de la Casa de la Arboricultura Estética no se casaban fuera de sus propios clanes; llevaban la magia de los espíritus silvestres en su sangre y no estaban dispuestos a diluirla, sin importar qué corazón estuviera en juego—. Se alegrará de tenerlo y de saber que la recordáis.

—Os lo agradezco —repuso su visitante—. Gracias.

Ralan respiró a fondo para hablar, luego se detuvo y frunció el entrecejo.

—Tellin, necesito un favor.

—Desde luego —asintió él—. Me encantará poder ayudar. Decidme cómo.

—Hay un sirviente que mi senescal últimamente ha… hum, estado mencionando. El muchacho no está trabajando, y había pensado en devolverlo a Trevalor, pero eso implicaría una carta explicando el problema, o peor, una visita del mismo Trevalor para hacer zalemas y pedir disculpas.

Sonrió forzadamente, y Tellin le devolvió la sonrisa. Pocos de los que se veían obligados a tratar con el Cabeza de la Casa de la Servidumbre encontraban sus transacciones agradables. Trevalor se cubría de obsequiosidad del mismo modo que las mujeres de edad se engalanan con joyas. En el caso de las augustas damas, el brillo oculta la gloria que empieza a desvanecerse. En el caso de Trevalor, la excesiva exhibición de humildad ocultaba algo más, una sensación de derecho ofendido. Era, como Cabeza de Familia, un miembro del Synthal-Elish del Orador Lorac, y como miembro de más categoría de la casta más insignificante en la sociedad elfa no se le otorgaba demasiada consideración. «Ese hombre es condenadamente desagradable», había comentado el padre de Tellin en una ocasión, y éste jamás se había tropezado con Trevalor y marchado sin sentir lo mismo.

—En cualquier caso —suspiró Ralan—. No estoy muy seguro de cuál es el problema con este criado… ni tampoco me interesa mucho, en realidad. Se me ocurre que podríais ahorrarme el tormento de tener que escuchar toda la historia de labios de Eflid, y luego tener que oír toda la alharaca de Trevalor al respecto. El muchacho es un mago, y pensamos que sería útil tener uno por aquí. Imagino que no ha sido así, pero a lo mejor os servirá de algo a vos. Quitádmelo de encima, Tellin, ¿lo haréis?

El clérigo volvió a mirar por la ventana, hacia la lluvia que caía con fuerza y la mancha borrosa gris verdoso que era el jardín. Recordó al criado que había pasado por allí momentos antes, cabellos oscuros, rostro pálido, los ojos encendidos por alguna emoción. «Ése es —pensó—, es de ese del que se quieren librar».

—¿Cómo se llama, Ralan?

—No lo sé. —El lord se encogió de hombros—. Dalamar… algo. ¿Os lo quedaréis, entonces?

¿Y, porqué no? Tellin asintió.

—No soy la persona que adquiere criados para el Templo, pero, sí, enviadlo con las ropas y la ropa de cama, y yo me ocuparé del asunto con el cabeza del Templo… y con Trevalor.

—Ah, estupendo, pues.

Ralan paseó la mirada por el brillante fuego, por los tapices colgados en las paredes de mármol, y percibió la exactitud de lo que siempre había creído. Los elfos eran los más queridos por los dioses, y él era, entre los más queridos, un hombre afortunado. Ahora, parecía incluso que su casa empezaba a estar mejor organizada. Después de ese día, habría una queja menos por parte de Eflid con respecto a la servidumbre.

—¿Veis qué bien ha resultado el día? Ahora todos nos sentimos felices.

O algunos de nosotros. Se dijo Tellin, con los ojos fijos en el pergamino que su anfitrión había dejado a un lado y ya parecía no recordar. Se preguntó si Lynntha lo recibiría, y luego hizo a un lado la cuestión considerándola indigna. Desde luego que lo recibiría. Estaba casi seguro de ello.