Dalamar estaba en la playa de una lúgubre isla, en la que el gemido del mar y el cansino suspiro de las olas contra la rocosa orilla inundaban el gris amanecer. Desvió la mirada del melancólico cielo hacia el lugar por donde Regene caminaba en dirección a un amplio brazo de piedra que surgía de tierra firme. Alrededor yacían huesos blanqueados, cráneos destrozados y los desdichados fragmentos de lo que habían sido orgullosas quillas. No se trataba de los restos de un naufragio sino de muchos. No eran puertos favorables, las rocosas costas de Karthay. Muy pocos atracaban en ellas a propósito, y sólo algunos de los que se veían arrojados allí por la tormenta o la persecución de los piratas que merodeaban por Mithas y su isla hermana Kothas vivían para lamentar su destino. Eso era Karthay, la isla donde moraba el enano oscuro.
Regene interrumpió su paseo y le hizo señas con la mano para que se reuniera con ella. El mago obedeció, andando con tiento entre las piedras y apartando huesos a patadas, y cuando rodeó el promontorio, vio una calzada que iba a dar a la playa unos quinientos metros más allá. Amplia y lisa, ascendía en sinuosas etapas por la ladera de la montaña hasta el lugar donde una ciudadela flanqueada por torres coronaba el elevado pico. Ninguna magia protegía la calzada, no se habían dispuesto ni trampas, ni barreras. Pero ¿por qué iba a haberlas? En algún punto cercano, en una de las cumbres de menor altura situadas detrás de la ciudadela, acechaba un dragón color azul acero. Él lo había visto en el mapa que Ladonna había creado con su magia, y recordaba su advertencia.
A lo alto, las gaviotas chirriaban, al tiempo que sus alas grises y sus lomos blancos capturaban el primer destello del día. Regene alzó los ojos hacia los riscos que se elevaban sobre el mar, y sus mejillas, que él siempre había visto sonrosadas y vivaces, brillaron pálidas ahora.
—¿Lo percibes? —musitó, y él tuvo que acercarse para oírla—. ¿Lo percibes, Dalamar?
El mago se quedó inmóvil y proyectó sus sentidos, extendiendo su magia alrededor de toda la isla, hacia el cielo, al fondo del mar, por piedras y montañas.
—¿Percibir qué?
—Hace mucho tiempo que no he estado fuera de la Torre —explicó ella, estremeciéndose—. Allí estamos todos siempre muy tranquilos, somos gente pacífica, y todos respetamos la cortesía de la hospitalidad del Señor de la Torre. —Se abrazó a sí misma, temblando—. Y… tal vez lo habrás advertido… aunque los Túnicas Negras, los Blancas y los Rojas practican su magia, tejen sus hechizos, ponen en funcionamiento sus amuletos y talismanes, no notamos en gran manera la… la intrusión de la hechicería de otra Orden. Sin embargo, aquí la siento, magia oscura como zarpas desgarrando mi carne.
—Interesante. —Dalamar alzó la vista hacia la colina a la ciudadela rodeada de torres—. ¿No habías tenido en cuenta eso?
—Lo hice —repuso ella—, sencillamente no creí que un lugar pudiera contener tanta maldad. —Lo miró a lo largo de su hombro, observándolo con atención, y el mago comprendió que estaba reconsiderándolo, recordando las dos noches pasadas en su lecho, las conversaciones en sus aposentos, y se dio cuenta de que comprendía quién era él—. No había pensado —continuó la hechicera, sin maravillarse y sin sentir miedo—, que tú formabas parte de esto.
—Soy lo que soy, Regene —replicó él con gesto de indiferencia—. Parte de la oscuridad, del mismo modo que tú eres parte de la luz. Una, creo, no es mejor ni peor que la otra.
Los ojos color zafiro de la hechicera se abrieron de par en par, sólo por un instante, como si oyera una blasfemia, pero enseguida se apresuró a decir:
—Sí, desde luego. Eso lo sabemos nosotros, los magos.
Un viento helado descendió por la calzada, desde la colina hasta el mar.
—Pero fuera del mundo de la Torre —replicó Dalamar—, donde la teoría se encuentra con la dura realidad del mundo, lo que sabemos no es tan hermoso como parecía, ¿verdad?
Ella no respondió. El mago asintió, y no perdió el tiempo preguntándose si había sido un necio al llevarla consigo en este viaje. En el momento en que la mujer mostrara signos de fallarle, la arrojaría lejos de su lado como un guerrero hace con el arma cuya hoja está mellada, cuya empuñadura muestra grietas.
***
Tienes visitas, transmitió el dragón, el Azul cuyo nombre era Alfanje.
En un lecho de sedas y raso, en una estancia situada muy por encima del mar, un enano profirió un quejido, desde una boca que era una piltrafa de labios partidos y encías sangrantes, con los dientes podridos, y la carne despellejada. La barba le colgaba en blancos jirones, y el cráneo brillaba gris entre parches de filamentoso cabello. En su mente centelleó una imagen, enviada por el dragón a esa criatura que no podía ver nada de lo que sucedía fuera de su propia ventana. Un elfo oscuro recorría la orilla, dirigiéndose hacia una hechicera Túnica Blanca que no se hallaba muy lejos. ¡Los conocía! Había percibido el odio del elfo oscuro días antes en la biblioteca, pero no había pensado que fuera a ser algo más que la cólera de un cachorro que no tenía ninguna posibilidad contra él. A la Túnica Blanca, también la conocía.
No se enfureció; no se sumió en el temor. Tramd el de las Tinieblas era alguien que hacía tiempo que sabía cómo estaban dispuestas las estrellas y el significado de aquellas figuras. Puesto que era un adivino, podía leer en las mentes y en los corazones, y comprendía el modo de pensar de los hechiceros, cómo fluía el poder, y, mejor aún, entendía con que rapidez los vientos de la política podían convertirse en calma chicha y deshinchar las velas de los poderosos sin más advertencia que un sencillo comunicado.
Tienes visitas.
A esos dos los había enviado la Torre. Lo sabía porque sabía que no eran servidores de la Dama Azul, y nadie más lo odiaba tanto como para atreverse a ir a su ciudadela. Muy bien, se dijo, que vengan, y dejemos que prueben suerte. Los vientos no están tan tranquilos todavía, y tal vez podamos crear una tormenta aquí.
En la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, el avatar abandonó la biblioteca, descendió la larga escalinata y atravesó la torre trasera en dirección al patio. Dejando atrás los macizos de hierbas y verduras, penetró en la torre exterior y en el laboratorio donde la gente estaba acostumbrada a ver a ese individuo que conocían como Tramd. El ser cerró la pesada puerta de roble, corrió el cerrojo y se dirigió a una mesa larga, hasta la amplia extensión de mármol negro. Permaneció allí, sólo un instante, inmóvil como una noche sin viento, y a continuación llenó el pecho de aire y pronunció una orden en la profunda voz que todos los habitantes de la Torre habían conocido como la de Tramd. Pronunciada la palabra, el aire abandonó sus pulmones y el avatar se desplomó, convirtiéndose en polvo, sin que quedara de él nada aparte de las ropas que llevaba puestas. Por la mañana dirían que el enano se había matado debido a algún descuido en su trabajo. En esos momentos, nadie lo sabía, nadie lo echaba en falta.
Al mismo tiempo, en Karthay, donde las brisas soplaban heladas desde el mar y los primeros haces grises del amanecer se filtraban en la oscura estancia, el mago enano recuperó la conciencia, ciego, pudriéndose, y lleno de dolor en el mismo instante en que su mente pasó a habitar la ruina que era su cuerpo. Obligó a sus pulmones a llenarse de aire y luego lo dejó escapar, rezumante, y con el aliento surgió una palabra, una orden. En las sombras situadas detrás de su cama algo se movió furtivo, con las piernas rígidas y movimientos descoordinados, y como la luz de la luna centelleando sobre el oscuro mar, la mente del mago penetró en la arcilla de un nuevo avatar. De nuevo un enano, pero esta vez su pelo brillaba rojo como el cobre, los ojos azules como el mar; mostraba los amplios hombros de un forjador, las manos llenas de cicatrices, la vista aguda que sabía cómo mirar el corazón de las llamas y averiguar qué sucedía con el hierro que allí se fundía.
—¿Dónde están? —preguntó el mago con la voz del avatar, el enano al dragón.
En la calzada que sube hacia aquí.
—Deshazte de ellos —ordenó, y fue a la ventana a observar cómo el dragón alzaba el vuelo, con las enormes alas desplegadas y el sol corriendo por sus escamas. Los ojos rojos de la criatura relucieron al tiempo que abría de par en par las mandíbulas para lanzar un rugido. La luz centelleó en sus colmillos, tan largos como el brazo de Tramd, y una sensación de expectación inundó la mente del hechicero mientras Alfanje planeaba sobre la isla, con el sonido de su avidez rebotando desde las cimas y en todas las torres de la ciudadela.
***
El dragón surgió chillando del cielo matutino como una tormenta que se acaba de desatar, y sus amplias y correosas alas ocultaron el sol. De pie en la primera curva de la calzada, Dalamar sintió la sombra del animal fría como un viento invernal y, al alzar la mirada, vio los ojos de la bestia brillando llenos de odio. El polvo se arremolinó en el sendero en pequeños torbellinos provocados por el paso del reptil. El elfo oscuro señaló en dirección este, y Regene comprendió al instante qué quería decir. Con el rostro tan blanco como su túnica, se situó de tal modo que el dragón, que se aproximaba a gran velocidad, se encontró entre dos magos. Dalamar realizó una pequeña danza con las manos que formaba el primer movimiento de un conjuro que la mujer conocería. Ella hizo lo mismo.
El elfo oscuro volvió la atención hacia su interior. La criatura rugió, pero él hizo caso omiso, concentrándose en lo más profundo de su interior, donde se hallaba su magia, aquel pozo centelleante del que pueden extraerse toda clase de maravillas. Hizo acopio de energía mientras el animal describía círculos en lo alto, por encima de sus cabezas, descendiendo un poco con cada pasada.
—¡Usa tu energía con cuidado! —chilló Dalamar a Regene—. ¡Hay un mago que nos está esperando, y dudo que yazca desamparado en su lecho!
—¡Vaya, un plan magnífico! —rió ella, con un sonido salvaje y ronco como la voz del mar—. ¡Primero luchamos y matamos a un dragón, luego vamos a por el mago! ¿Cuál es la diferencia entre locura y valentía, Dalamar Hijo de la Noche?
—¡No hay mucha! —Su compañero echó hacia atrás la cabeza para lanzar una carcajada al cielo.
—¡Por Solinari, pues! —bramó ella, mientras sus negros cabellos se agitaban hacia atrás con violencia y sus ojos color zafiro ardían.
En el mismo instante en que la hechicera gritaba aquello, el corazón de su compañero se elevó en plegaria al Hijo Oscuro, a Nuitari que era el dios en quien confiaba: «¡Tus deseos son mi voluntad, Hijo Oscuro! ¡Y espero te satisfaga, porque lucho para preservar la magia que tanto amas!».
En el silencio, los dioses hablan, y Dalamar supo cuál era la voluntad de su dios al sentir que se inundaba de energía, seguro en su convencimiento de que fuera lo que fuera, además, Nuitari era un dios honrado que no hacía promesas y no las cumplía. El júbilo lo embargó como vino ardiente, que lo abrasaba y deleitaba al mismo tiempo.
—¡Desciende! —chilló—. ¡Desciende, dragón! ¡Ponnos a prueba!
De las fauces del animal surgieron rayos, y con veloces y poderosos aleteos, Alfanje se abrió paso por el cielo, volando tan bajo sobre las cabezas de los magos que el viento provocado a su paso hizo que se tambalearan hacia atrás. La luz del sol centelleó sobre colmillos y garras, refulgiendo en las escamas de color azul acerado. El hedor a bestia carroñera del aliento del animal produjo náuseas a Dalamar.
El mago se sumergió profundamente en el lugar de su interior donde se hallaba su magia, y lanzó ambos puños hacia arriba. Un rayo brotó de cada mano, y uno de ellos alcanzó al animal en pleno pecho, empujándolo con fuerza y al mismo tiempo desequilibrando su vuelo. Otro lo alcanzó por detrás: la refulgente lanza de Regene. El fuerte olor a ozono hirió sus fosas nasales. Ningún olor a carne quemada invadió el aire —la piel del dragón era más dura que eso— pero el rugido de dolor ensordeció al elfo oscuro. Alfanje bramó, enfurecido, mientras salía disparado sobrevolando la playa. Igual que dos bailarines en perfecta sincronización de movimientos, Dalamar y Regene se volvieron para seguir su vuelo.
Como un cometa que atraviesa veloz el amanecer, el dragón descendió describiendo un arco hacia su blanco. Regene supo que era ella un instante antes de que lo comprendiera Dalamar.
—¡Quieta! —le gritó su compañero—. ¡Lucha! ¡No corras…!
Pero la hechicera corrió, sin hacer caso de su advertencia, incapaz de oír o sencillamente obligada por el instinto. La velocidad no la salvó, ninguna lo habría conseguido.
Con un grito agudo, Alfanje la arrancó del suelo y giró violentamente, para dirigirse una vez más hacia Dalamar. En la manga de la blanca túnica de Regene brotó una mancha de sangre. La mujer estaba viva, eso al menos advirtió el mago, porque vio su rostro, sus ojos color zafiro, incluso la oración que se movía en sus labios. ¡Solinari, alargad vuestra mano!
—¿Ahora qué? —gritó Dalamar—. ¿Vas a arrojarme un cadáver, dragón? ¿O la usarás para protegerte? No resultará gran cosa como escudo.
La criatura lanzó una carcajada, cuyo sonido fue como una llamarada en la mente del elfo oscuro. El ser pasó una vez por encima del mago y luego otra, con su presa inerte ahora en su zarpa. Pequeñas y cálidas gotas de sangre salpicaron el rostro de Dalamar, dejando en sus labios un sabor parecido al de la sal del mar. Por su parte, los labios de la hechicera se movían todavía para formar una plegaria cuyas palabras el viento arrancaba.
Alfanje abrió las zarpas y Regene cayó, desplomándose desde las alturas.
¿Valía ella el gasto de energía necesaria para salvarla? Dalamar tomó una decisión entre el espacio que media de un latido a otro del corazón. Una vez decidido, reaccionó al instante, enviando toda su energía hacia lo alto a través de sus hombros y a lo largo de los brazos, empujando contra el cielo, luchando, mágicamente, contra la ley de la gravedad. La caída de Regene aminoró un poco, pero sólo un poco, y la mujer chocó contra el duro suelo, quedándose sin aire en los pulmones por el impacto. El elfo se tambaleó, sintiendo también él la caída a través del circuito de su magia, que provocó que sus propios huesos chasquearan merced al golpe. Se estremeció y miró en derredor.
Regene gimió una advertencia, pero sólo consiguió articular entrecortadamente una palabra, un nombre.
—¡Dalamar!
El mago se volvió a tiempo de ver como Alfanje descendía como una exhalación desde las alturas, chillando con siniestro júbilo. Enormes alas oscuras ocultaron el sol y proyectaron una fría sombra sobre el sinuoso sendero y los dos hechiceros. Espoleado por la cólera, Dalamar volvió a convocar al rayo y lo lanzó a las alturas; arrojó un proyectil tras otro pero, debilitado como estaba, su puntería no era tan buena como habría deseado. Cuatro de las siseantes lanzas de fuego no acertaron al dragón, y sólo una lo consiguió. Sin embargo, fue suficiente. Dio al Dragón Azul entre los ojos, quemando las finas escamas de la zona y haciendo añicos el cráneo del animal.
Alfanje se desplomó sin vida desde el cielo, y el impulso de su postrer aleteo lo llevó a caer en el mar.
***
El alarido agónico del dragón resonó en los acantilados y rebotó de pico en pico y alrededor de las torres de la Ciudadela de la Noche. Tramd contempló la caída de la bestia con los ojos de su avatar, y en los oídos de su creación, y en los suyos propios, resonó aquel alarido. La muerte de la noble bestia que había volado en las batallas libradas sobre las Llanuras de Solamnia, combatido en el alcázar de Dargaard hasta tomarlo, y conducido un ejército en el encarnizado combate para ocupar la Torre del Sumo Sacerdote se había producido sin que nadie del ejército de la Dama Azul se apercibiera excepto él.
—Regresa con tu Reina —murmuró el enano al dragón, que había formado parte de la orgullosa ala que más quería Takhisis—. Deja que por última vez tu espíritu vuele hasta ella.
Dio la espalda a la ventana y permaneció en absoluto silencio, escuchando las voces que sonaban en el pasillo fuera de su dormitorio. Los criados corrían gritándose unos a otros; se oyó un estrépito de metal, el tintineo de las cotas de mallas y el taconeo de las botas. Su guardia, una tropa de enanos sacados de las madrigueras más oscuras de Thorbardin —lo peor de los clanes, los hijos que se habían echado a perder, los hijos necios que los thanes de sus clanes habían apartado del trato con los de su raza— venía a custodiar su puerta. Eran suyos y de la Dama Azul. En el lecho, su cuerpo descansaba, estremeciéndose levemente, muriendo de forma permanente, y aquel cascarón moribundo, su guardia, lo defendería hasta el último aliento, el de ellos o el suyo.
No temía a los dos magos de la calzada. Había transcurrido mucho, mucho tiempo desde la última vez que Tramd había conocido el miedo. Pero sentía curiosidad. Los dos acudirían en busca no del avatar sino del cuerpo del mago, y él quería saber —de uno o del otro— quién los había enviado. ¿Dónde en la Torre de la Alta Hechicería se hallaba su enemigo? ¿Quién era aquel adversario que consideraba que una oportunidad de eliminar a Tramd valía la vida de esos dos hechiceros? Resultaría útil saberlo. No volvería a introducir un avatar en la Torre, casi todo su trabajo allí estaba concluido; pero deseaba saber a qué ocupante de aquella Torre sacaría a rastras del edificio, a quién —una vez que la Dama Azul hubiera emprendido su guerra— arrancaría de las destrozadas salas de la magia para practicar sus habilidades para matar lentamente sobre el cuerpo tembloroso de su enemigo.
—Venid, pues —dijo a los dos magos que se hallaban en el sendero—. Y sed más o menos bienvenidos.
Dicho eso, abandonó el dormitorio, dejando a la piltrafa de sí mismo sobre el lecho, y salió al pasillo para recibir el saludo de su guardia. Recorrió los sinuosos corredores y descendió la escalera de piedra donde, en cada rellano, había apostados más guardias, hasta penetrar por fin en su estudio para esperar allí a sus invitados.
***
Regene profirió un quejido. Inclinó la cabeza, sin que sus cabellos se movieran del cuello, pegados allí por la sangre procedente de un corte situado justo por encima de la curva de su oreja. Se había hecho el corte en la caída, pero era peor la herida que tenía en el brazo izquierdo; se secó la sangre de ella con el dobladillo de la túnica, lo que reveló que la herida no era tan grave como la sangre había dado a entender.
—Un escudo —dijo, y su amarga sonrisa pareció más bien una mueca—. Gracias por no usarlo.
Dalamar asintió, pero distraídamente, luego miró alrededor, calzada abajo en dirección al mar y de nuevo hacia lo alto a la ciudadela. El aire tenía una peculiar naturaleza trémula, no en la luz sino en la ausencia de luz, como si algo situado más allá del cielo intentara abrirse paso a través de la claridad del día.
—¿Qué es eso? —inquirió Regene, con la voz apagada por el temor.
—Problemas. No creo que haya ya un enano que se llame a sí mismo Tramd el de las Tinieblas en la Torre de Wayreth.
—¿Crees que ha…? ¿Que… que ha regresado aquí?
—¿Tú no? —respondió él, asintiendo.
—¿Y qué hay del avatar? —Regene se secó más sangre del brazo.
El amargo recuerdo de un bosque en llamas regresó a él como una exhalación, el cadáver de un buen hombre a sus pies, y el armazón de la roja armadura en cuyo interior no había otra cosa que polvo.
—Se ha ido —respondió Dalamar—. Alguien barrerá un montón de polvo en algún lugar de la Torre y jamás sabrá que se trataba de él. Escucha —dijo, volviéndose—, no tienes que seguir adelante si no quieres hacerlo.
La miró fijamente, y los dos sabían que él no lo decía porque le preocupara una mujer que había yacido en su lecho durante dos noches. Regene ya sabía que el mago no era un amante sentimental. No era un hombre que invirtiera mucho en las dulces diversiones nocturnas; ni tampoco actuaba por el bienestar de alguien que lo había conducido por un bosque errante hasta la Torre de la Alta Hechicería. Se preguntaba si la mujer sería lo bastante fuerte para seguir, si la cercanía de tal maldad como inundaba la ciudadela la detendría, la inmovilizaría, la asustaría y la convertiría en inútil para él. La hechicera sabía que Dalamar Hijo de la Noche actuaría siempre y en todo momento en su propio beneficio.
Y ella lo haría en el suyo.
Un viento helado soplaba procedente del mar, y las gaviotas chillaban. Las olas barrieron con fuerza la playa mientras Regene desgarraba el borde de su vestido y lo enrollaba, con una sola mano, alrededor del brazo. Sujetando un extremo con los dientes y el otro con la mano sana, apretó el vendaje, sin efectuar más que una leve mueca de dolor. Con el rostro pálido, se puso en pie, al tiempo que se secaba las ensangrentadas manos en los costados de la túnica.
—Y ahora, ¿cómo lo hacemos? ¿Subimos hasta la entrada y pedimos que nos dejen entrar?
—No creo que haga falta tanto esfuerzo. —Dalamar sonrió ahora, pero no afectuosamente—. Mira.
Señaló al cielo donde el tembloroso aire se convertía en arremolinada oscuridad.
Regene aspiró con fuerza. La oscuridad se intensificó y se extendió como un cardenal en el brillante azul del día, inundando el cielo. Daba la impresión de que no se trataba de algo impuesto a la luz, sino que la misma luz se escapaba del cielo, del mundo y se perdía en el interior de una oscura herida. La herida del cielo se abrió, absorbiendo el aire del interior de los pulmones de Dalamar, y éste sintió sólo una cosa antes de perder el sentido: la mano de Regene en su brazo, aferrada con fuerza como si sus dedos fueran garras.