Un viento ardiente soplaba desde las Praderas de Arena, gimiendo alrededor de los cascos situados fuera del rompeolas, erosionando los cascos de las naves y arrancando la pintura extendida a brochazos en invierno por los estúpidamente optimistas. Los niños corrían por los senderos abiertos entre los cascos, gritando y riendo bajo las sombras de los barcos que habían quedado varados cuando el Cataclismo se había llevado el mar. El olor a basura en descomposición flotaba en las polvorientas ráfagas de aire, deambulando por los sinuosos pasillos del mercado e invadiendo la Ciudad Nueva. El dulce aroma a hornada se desvanecía ante la fetidez, e incluso el leve perfume procedente de las esquinas tranquilas donde estaban las tiendas de los magos no conseguía vencer a años de arrojar desperdicios de modo inconsciente por encima de las murallas por parte de aquéllos que vivían en zonas mejores de la Ciudad Nueva. Gaviotas de alas grises, carroñeros que recorrían largas distancias, chirriaban sobre los montones de porquería, sobre los bazares, sobre toda la ciudad, y cualquiera pensaría que Tarsis era, todavía, una ciudad portuaria.
Cualquiera que recorriera sus calles y callejones percibía que Tarsis poseía el pulso de una ciudad portuaria; el tamborileo de las voces en el mercado, las mujeres gritando a los niños, los alfareros trabajando en el torno, herreros enanos chillando para hacerse oír por encima de sus propios yunques.
Los loros chirriaban dentro de jaulas doradas, los leopardos gruñían en corrales cerca del lado sur del mercado, criaturas exóticas capturadas y encerradas para ser vendidas a las gentes adineradas de esa ciudad o de cualquier otra. De repente, se habían puesto de moda los tigres durante el invierno, grandes bestias acechantes que dejaban merodear ante las puertas de aquéllos que se consideraban a sí mismos tan ricos o famosos o políticamente valiosos como para temer un secuestro. Por todo Krynn se veía a las criaturas de la selva en los patios de los palacios, y algunas de las gentes más ricas poseían fosos en los que arrojaban pirañas insaciables. La posición social de una persona se juzgaba de acuerdo con la ferocidad empleada en protegerse, y en el mercado de Tarsis se vendían muy bien todas esas criaturas, con excepción de los peces.
Las imágenes, los olores, el sonsonete de las innumerables voces del gentío con sus túnicas de brillante colorido, las camisas relucientes y las calzas de seda se arremolinaban alrededor de Dalamar como una danza mientras éste recorría las calles, encaminándose desde el lado sur para ascender por la calle de los Alfareros, como llamaban de forma eufemista a la hilera de burdeles que todos los habitantes de la ciudad conocían como la avenida de las Doncellas, y descender por Hilera Férrea. Avanzó veloz por aquella calle, no tanto porque se dirigiera a algún punto sino para huir del estrépito, apresurando el paso para dejar atrás las fraguas y las herrerías, las armerías donde tantas palabras del lenguaje enano inundaban el aire —gritos, risas, canciones y juramentos— que un ciego creería hallarse en Thorbardin.
En el paseo de las Flores, donde productos y hierbas y, desde luego, flores se vendían en tiendas que tenían pequeños jardines en sus partes traseras, una hermosa joven se asomó por una ventana para gritar a un muchacho que estaba en la adoquinada calle. Dalamar alzó la mirada al oír la voz y sonrió ligeramente. La conocía, era su amante de otros tiempos. Ella lo saludó, pero sólo de pasada, porque ahora tenía la mirada puesta en otra persona. Él no le devolvió el saludo. La joven había desaparecido de su vida y no era probable que fuera a regresar. Tampoco le importaba eso aparte de sentirse aliviado porque la cuestión estuviera zanjada, la relación entre ellos finalizada por completo.
Siguió su camino con pasos más ansiosos, abriéndose paso por entre la multitud mientras se encaminaba a aquella parte de la ciudad a la que no se había vinculado ningún nombre, el lugar conocido simplemente como Su Barrio, o Nuestro Barrio, si el que hablaba era un mago. Allí las calles se estrechaban para convertirse en callejuelas. Dejó atrás la Tienda de la Noche Oscura, la Luna Roja Creciente, la Mano de Solinari, y por fin llegó a Los Tres Hermanos, donde le esperaban sus habitaciones. No tomó la escalera trasera ni entró para hablar con el tuerto palanthino que dirigía la tienda para un mago que nadie conocía ni había visto jamás. Dalamar se detuvo ante la puerta, donde las dos mitades serradas de un tonel de whisky aparecían llenas de hierbas, tomillo, menta y las brillantes flores naranja de la capuchina derramándose por los costados.
—Buenos días —saludó una mujer, cuya túnica blanca refulgía en el sombreado umbral, y que llevaba la negra melena sujeta tras la cabeza. Los ojos color zafiro de Regene de Schallsea brillaron al acercarse—. Bienvenido a casa, Dalamar Hijo de la Noche.
***
Dalamar le sirvió vino elfo en copas de cerámica gris adornadas con rojas líneas ondulantes, dos de las tres que había descubierto en Valkinord, y ofreció a Regene un cómodo asiento en el sofá situado cerca de la ventana. Bajó las persianas para que la fuerte luz del verano tarsiano brillara amortiguada, y las hediondas brisas de los montones de basura realizaran sólo una leve incursión, y encendió incienso para ahogar el olor, por su propia comodidad. Anhelaba el olor de las brisas forestales y allí no encontraría nada de ello.
La hechicera aceptó su hospitalidad, sonriendo con serenidad por encima de la copa de vino, y se comportó por completo como si su visita fuera esperada, igual que hizo él. La muchacha se dijo que jamás había encontrado a alguien más incapaz de mostrar enojo que ese elfo oscuro salido de Silvanesti.
Permanecieron sentados en silencio unos instantes, jugando durante un tiempo a averiguar quién hablaría primero. Diminutas sondas psíquicas susurraron por el plano mágico, buscando, viéndose rechazadas, buscando. Finalmente, fue Dalamar quien habló primero. La máscara de la hospitalidad desapareció de su rostro, sus ojos centellearon, y la mujer tuvo la impresión de contemplar aceradas cuchillas.
—Explícate —indicó el mago.
—Yo diría que soy tan transparente como el velo de una prostituta —repuso Regene, encogiéndose de hombros; a continuación cruzó las piernas bajo el cuerpo, tirando del repulgo de la túnica con recato para cubrir sus tobillos—. Estoy aquí porque pensé que tú estarías aquí. —Señaló alrededor, satisfecha—. Y lo estás. Abandonaste la Torre con cierta precipitación tras sólo un cuarto de hora de conversación con Ladonna, y no creo que ella te llamara para decirte lo mal que te había ido en tu Prueba. Más bien, lo contrario. Algo se cuece, Dalamar Hijo de la Noche, algún temporal de acontecimientos mágicos y políticos. Tengo buen oído. Sé cuando los portavoces de las Órdenes remueven la olla y qué es probable que estén cociendo. Si no te encuentras en el ojo del huracán, desde luego estás muy cerca.
Osada, se dijo él mientras alargaba la mano para cogerle la copa y volver a llenarla. Ella la tomó, y el contacto de sus dedos fue cálido sobre los del mago. El elfo oscuro se acomodó en el asiento situado frente al de la mujer. No había estado allí desde la primavera y, sin embargo, parecía que los almohadones habían soportado su peso aquella misma mañana, con la impresión de su espalda cómodamente moldeada aún tras meses de pasar largas horas sentado con libros, absorto en meditación, o con los peligrosos sueños de los magos cuando se dormía bajo la luz de las tres lunas.
—Eres una loca —le dijo en voz baja; no estaba seguro de aquello, pero le gustaba hacer experimentos—. Vienes aquí como si esperaras un buen recibimiento, como si me conocieras bien y pudieras contar con un trato educado.
Regene se encogió de hombros, luego alzó la copa de vino, paseó la mirada para comprobar cuan cómodamente se hallaba, y respondió:
—Si esto es un recibimiento brutal, creo que sobreviviré.
Dalamar sorbió su bebida, la ahumada cosecha que le hablaba, susurrante, de Silvanesti en otoño. Cerró los ojos y contempló el dorado bosque, percibió el estremecimiento de las hojas de los álamos ante el primer soplo del invierno; y pensó en el bosque tal como lo había visto la última vez, asolado, destrozado, los árboles agonizando, el bosque convertido en hogar de Dragones Verdes. Silvanesti no había cambiado tanto en tres años, según decían todos los rumores y noticias. El príncipe de los qualinestis se había casado con Alhana Starbreeze, y, de un modo nominal, las dos naciones elfas eran una sola. Sin duda todo parecía muy prometedor cuando se comentaba en los salones de los poderosos, pero el bosque seguía padeciendo tormento, tormento que se había iniciado porque Lorac Caladon no había tenido fe en que sus dioses resistirían el ataque del ejército de los Dragones de Phair Caron. ¡Qué satisfacción sentiría al arrancarle la vida a uno de sus secuaces que había sobrevivido a la Pesadilla de Lorac!
—Voy —dijo, con el sabor de Silvanesti en los labios— a tomarme una pequeña venganza personal. No tienes que preocuparte al respecto.
Regene enarcó una ceja y se recostó en el sofá. Subió más las piernas contra el cuerpo, y un tobillo desnudo apareció por debajo del dobladillo de la túnica.
—¿Así que Ladonna te hizo llamar y te ordenó que fueras a vengarte de algo? No sabía que la dama negociara con la venganza.
—Cuando le conviene.
—Tu, ah, pequeña venganza personal —murmuró la hechicera—, ¿tendrá acaso eso que ver con el enano Tramd?
—Sí.
—Entonces, es allí donde está la tempestad —asintió ella, satisfecha con sus apreciaciones; se inclinó hacia adelante, veloz, y el repulgo de la túnica se deslizó pantorrilla arriba para dejar al descubierto una suave piel blanca—. Deja que te diga algo, Dalamar Hijo de la Noche… sé que tienes una misión encargada por Ladonna. Tal vez también por Par-Salian. —Cuando él sacudió la cabeza como para negarlo, ella lo detuvo—. No te molestes en decir que me equivoco. Estoy en lo cierto, y cuanto más lo niegues, más segura estoy. Quiero ir contigo, lo que sea que estéis planeando, yo quiero tomar parte en ello. ¡Escucha! No deseo tu gloria para mí, no quiero otra cosa que formar parte de lo que hagas. Carezco de excesiva experiencia en mi arte, pero poseo poderes.
Regene se recostó unos instante para recapacitar, y él la dejó hacer, intrigado.
—Soy joven —siguió la mujer—, pero estoy bien considerada. Hay una cosa que quiero, una meta que tengo, y no se me ocurre cómo podría perjudicarte, pero sí imagino que podría ayudarte. Si lo miras a largo plazo.
—¿Qué largo plazo?
—El de tu vida, Dalamar. Espero, y no sin motivo, que un día me sentaré en el Cónclave de Hechiceros. Pero existen acciones que hay que realizar antes de que eso suceda, una reputación que crear, una obra a la que pueda señalar antes de pensar en presentarme a la nominación.
Y una vida que vivir, se dijo él. Eran unos locos tan impetuosos, aquellos efímeros humanos, consumiendo sus existencias con toda la rapidez de la que eran capaces, para arrojarse a un futuro que imaginaban y, por lo tanto, confiaban en que así sería. Y es ésta, añadió para sí, quien me sermonea sobre pensar a largo plazo.
—Te has forjado un bonito plan para ti —dijo, conteniendo una sonrisa—. ¿Te has dado cuenta de que todos esos hechiceros Túnicas Blancas del Cónclave disfrutan de una salud excelente?
—Así es —asintió Regene—, algo por lo que doy gracias. —Sus ojos color zafiro centellearon con silenciosa risa—. Su continuada buena salud me proporciona mucho tiempo para hacer lo que debo para ser lo que deseo.
Dalamar contempló a la Túnica Blanca por encima del borde de su copa, a la hechicera que, como un cisne, estaba cómodamente sentada en el sofá. La mujer poseía muchas habilidades aparte de la creación de ilusiones; lo sabía porque lo había comprobado. Ocupaba un lugar prominente en la estima del portavoz de su Orden, y eso significaba en la consideración del mismo Señor de la Torre. No era su pupila, ni tampoco su alumna. Tal vez su posición era mejor, ya que Par-Salian la usaba para sus pequeñas misiones, como actuar de guía en el bosque de Wayreth. Esto, más que cualquier cosa que supiera sobre ella, la recomendaba a él.
Fuera, la brisa adquirió más fuerza, y bajo el omnipresente olor a basura corrió un aroma más limpio y puro. En ese final de verano, cuando ya no podía esperarse ninguna, la brisa presagiaba lluvia. Dalamar se puso en pie para subir la persiana de la ventana, y el refrescante aire envió serpentinas de humo desde la sala al interior de su dormitorio.
—Parece que el tiempo se va a estropear —dijo el mago—. ¿Tienes un lugar dónde quedarte en la ciudad? No tendría inconveniente en indicarte una buena posada.
Los ojos de Regene siguieron el tenue hilillo gris de humo, el incienso que flotaba a través de la puerta en arcada y penetraba en la estancia donde distinguió, apenas en un atisbo, una cama cubierta con un fino tul, la típica colgadura de un verano tarsiano repleto de negras moscas. Dalamar sonrió, con una ligera mueca sin alegría de los labios, e hizo su elección en ese momento. Aceptaría la oferta y la llevaría con él a Karthay. ¿Por qué no? La mujer tenía sus ambiciones, y él tenía la impresión de que no chocarían con las suyas. Se puso en pie, cogió las copas y la botella de vino, y la sostuvo ante la luz para ver cuánto quedaba; luego se la metió bajo el brazo, se encaminó al dormitorio, y dijo:
—En ese caso, ven.
Ella lo siguió, y en el espejo de la pared el mago contempló la sonrisa satisfecha de la hechicera. Entrado el día, mientras el sol se ponía dorado sobre Tarsis, la observó dormir y rozó su mejilla una vez con la magia. Sólo necesitó ese ligero contacto para saber qué soñaba, para conocer los sentimientos de la mujer y hasta qué punto era profunda y fuerte su ambición. La hechicera serviría, se dijo, como compañera en ese viaje, y consideró que existía una especie de simetría en que ellos dos, Túnica Blanca y Negra, se involucraran en esa tarea, cuyo éxito impediría a la Dama Azul llevar a cabo su guerra y desgarrar el frágil equilibrio que cinco años de sangre y sufrimiento habían establecido.
Se recostó, soñoliento, oyendo los sonidos de la ciudad que iba enmudeciendo con el final del día. Pensó que la tarea que Ladonna le había encomendado no resultaría tan difícil de realizar.
***
Despertaron por la mañana, con los posos del vino en las copas, el recuerdo de su relación amorosa todavía en sus cuerpos, y fueron a buscar algo para desayunar. Tras alimentarse, regresaron a los aposentos del elfo oscuro, y éste le habló de Tramd, de los avatares y del encargo de Ladonna de que lo eliminara.
—¿Un asesinato político? —Regene se declaró sorprendida de que los recursos de la Torre se usaran para algo así.
—También me sorprendería a mí —repuso él—, si fuera eso lo que sucediera; pero no lo es.
Ella escuchó en silencio cuando le explicó el encargo en detalle y el resultado que se esperaba. No le contó lo que había más allá de la tarea completada; no hizo mención de Palanthas. Al fin y al cabo, ¿qué podía él decir al respecto? Sólo sabía una cosa más sobre la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas de lo que había sabido al abandonar Wayreth. En la vieja calzada del Rey, dos días antes de su regreso a Tarsis, había averiguado en una taberna que la Torre de Palanthas no estaba sellada y cerrada con una maldición. Lo había estado —ninguna historia mentía al respecto— pero ya no lo estaba. Un mago había entrado en ella, uno que había vestido túnica roja en una época y que la había cambiado por la negra después de la Guerra de la Lanza. Aquel hechicero había pasado por entre los horrores del Robledal de Shoikan como un noble pasea por su pacífico jardín al amanecer, y como un señor que entra en su palacio, había penetrado en la Torre. Una vez en el interior, había prohibido el acceso a todos los que se acercaban, y Dalamar no dudó de que eso intranquilizaba al Cónclave de Hechiceros. El mago era Raistlin Majere, aquél de los ojos en forma de reloj de arena y la piel dorada, que no había desaparecido de la historia de Krynn como un anciano Montaraz había sugerido, sino que, al parecer, se dedicaba a ampliar su lugar en esa historia.
Nada de eso contó el mago a Regene, pues dijera ella lo que dijera sobre su propia ambición, la de él era complacer a Ladonna con la realización de su misión. No deseaba arriesgarse a que ello le pareciera a la hechicera una buen manera de acrecentar el conjunto de su obra. Utilizaría a la mujer para lo que ella se había ofrecido, pero no haría más.
Tras eso, los dos magos sólo hablaron de modos de llegar a Karthay, y no deliberaron durante mucho tiempo. Eligieron las alas de la magia por encima de las velas blancas de navíos que podían trasladarlos por mar, y partieron la mañana del día siguiente, pensando cada uno: «Bien, sé hasta donde puedo confiar en mi compañero, y eso debería proporcionarme lo que deseo».