Dalamar yacía en silencio, inmóvil y sin apenas respirar. Se sentía como si hubiera permanecido así tumbado durante días, durmiendo sin despertar, sin soñar jamás. Bajo la mejilla notaba una gruesa almohada de plumón; una manta azul de suave lana cardada cubría su desnudez. En alguna parte, un pájaro cantó, un reyezuelo a juzgar por el sonido del complicado entrelazado de las notas. El incienso flotaba como el recuerdo en la atmósfera, a ras de suelo, como un fantasma gris que iba en su busca. Olía a espliego; olía al Templo de E’li, a Silvanost, a sol y a suaves brisas.
«A lo mejor no estoy muerto», pensó.
Una mano le tocó suavemente la frente, apartando sus cabellos de la mejilla a modo de invitación a despertar por completo.
—No lo estás —dijo una voz de mujer; no era una voz amable, aunque él pensó que podría serlo si ella lo deseaba—. Aunque no te culpo por sentirte como si lo estuvieras.
Dalamar abrió los ojos y giró sobre su espalda. Se encontraba en una pequeña habitación en la que sólo había una cama y una mesa al alcance de la mano, un cofre a los pies y un pupitre para escribir. Una mujer se hallaba de pie junto al lecho, alta y hermosa y, por su aspecto, humana. Sus cabellos del color de la plata bruñida y dispuestos en una complicada fantasía de trenzas, centelleaban bajo la luz del sol. Vestía ropas negras de terciopelo, con diamantes y rubíes cosidos a las costuras, y sus dedos resplandecían cubiertos de anillos adornados con piedras preciosas. Su rostro mostraba arrugas, pero apenas perceptibles. ¡La conocía! La había visto en Istar, sólo que había sido más joven, y su nombre, su nombre era Kesela. Él la había matado. Ella lo había matado. En Istar…
Volvió a cerrar los ojos, tragando con dificultad.
Al parecer, nadie había matado a nadie, y desde luego no en la desaparecida Istar.
—Señora —dijo—, ¿cuánto tiempo he estado enfermo?
—No has estado enfermo —respondió la mujer—. De ilusiones es de lo que padeces, joven mago… ilusiones e ilusiones dentro de las ilusiones. Yo —sonrió un poco— no soy Kesela. Dejé que la ilusión tomara prestado mi rostro, mi rostro de juventud. Soy Ladonna. ¿Puedes sentarte y beber un poco de este vino que he traído?
¡Ladonna! El elfo creyó que tendría que hacer un terrible esfuerzo para sentarse, pero ante su sorpresa la sensación de pesada lasitud desapareció de su persona mientras se incorporaba sobre el codo, para a continuación sentarse muy erguido. Sujetó la manta azul alrededor de su cintura y la mujer sonrió ante su recato.
—He visto más de ti de lo que imaginas, Dalamar Argénteo, y otras cosas aparte de tu cuerpo. —Lo observó mientras sorbía el vino y luego añadió—: Felicitaciones. Has efectuado la Prueba.
Así era, lo sabía ahora, y recordó cada detalle de aquella Prueba, los hechizos lanzados, el viaje por Istar. ¡Ah, el robo del Orbe de los Dragones que acabaría con un rey y arrasaría su reino! Había permitido aquel robo cuando podría haberlo impedido. En el sueño, lo había hecho por la magia, y supo, incluso mientras el amargo pesar se aferraba aún a los recuerdos, que volvería a hacer eso o mucho más en el mundo vigil para defender la integridad de una Prueba, la integridad de la Alta Hechicería misma, si se le pedía que lo hiciera.
—Sí —dijo, dejando a un lado la copa—, se me ha efectuado la Prueba. Lo recuerdo. Y no he salido muy bien parado.
—¿Eso piensas? Resulta interesante.
El aroma del incienso de espliego revoloteó alrededor de ambos, el perfume de la hermosa Silvanost antes de que la pesadilla de un rey la asolara.
—¿Entonces no la he suspendido?
—Eres duro con tus instructores pero no, no has fracasado. No había cometidos que llevar a cabo, joven mago. Sólo nos importa si eres experto, y cuan profunda es tu devoción a la magia. Cosas que ahora ya conocemos. ¿Cómo te sientes?
Entumecido, agotado y desconcertado. Así era como se sentía, y no pensaba confesárselo a ella ni a nadie.
—He oído, señora, que incluso aquellos hechiceros que sobreviven a las pruebas salen de ellas con cicatrices. Yo no veo ninguna en mí. —Señaló a lo largo de su cuerpo—. No siento ninguna.
—¿Crees, pues, que eres el prodigio del siglo, el único mago de Krynn que sale de su Prueba sin ninguna señal en su persona? —repuso Ladonna, encogiéndose de hombros con un leve y elegante gesto.
Como cuervos describiendo círculos, los recuerdos del ámbito del sueño regresaron a él entre graznidos, chirriando en su mente. Había dejado suelto a Lorac Caladon para que hiciera estragos sobre el reino más hermoso de todo Krynn. No, no pensaba que hubiera salido intacto. Al fin y al cabo, lo único que sucedía era que sus cicatrices no resultaban visibles inmediatamente.
Ladonna dejó pasar la cuestión.
—Ahora dime esto, Dalamar Argénteo: ¿te sientes poderoso? ¿Te sientes listo para andar por el mundo, como un hechicero joven en su poder que va adquiriendo más fuerza?
Dalamar Argénteo. Dos veces lo había llamado así, y cada vez la denominación le había dolido.
—Señora —dijo con toda la considerable dignidad que un elfo puede reunir—, mi nombre era Dalamar Argénteo. No lo ha sido desde… —Desde que lo había borrado de los registros en Silvanesti, y de este modo lo convirtieron en una no-persona—. No lo ha sido desde que fui a vivir a Tarsis. Mi nombre es Dalamar Hijo de la Noche.
Como si la cuestión de su nombre no fuera asunto suyo, la mujer se apartó de él y cruzó la habitación hasta la puerta. Antes de abrirla, miró por encima del hombro y dijo:
—Un sirviente vino y se llevó tus ropas para que las limpiaran. Encontrarás qué ponerte en el cofre, y tus botas están debajo de la cama. Descansa un poco ahora, pero ven a la Sala de los Magos en la primera hora después del mediodía, Dalamar Hijo de la Noche. Se te estará esperando.
No dijo nada más, ni tampoco se molestó en abrir la puerta. En el espacio de tiempo que media entre una espiración y otra, Ladonna desapareció de la habitación, dejando tras ella sólo el aroma de su perfume y la imagen accidental del centelleo de sus dedos enjoyados.
***
Se reunieron sólo tres en la enorme Sala de los Magos, los portavoces de las Órdenes convocados en conferencia. Sus voces resonaron débilmente, sus respiraciones susurraron por las paredes para ascender hasta el mismo techo. Se reunieron con la total seguridad de que el asunto confidencial que iban a tratar permanecería exactamente así, tan secreto en esa habitación como si no se hubiera tratado, un secreto en sus corazones. Sin embargo, su secreto no escapó a los oídos de otros, aunque jamás sería traicionado. Bajo el suelo de mármol, en profundas catacumbas, se encontraban las criptas, la última y más larga morada de los magos que, durante incontables años, allí habían ido a morir o habían sido sepultados después de muertos. En esa sala, los muertos observaban las actividades que llevaban a cabo los vivos, y a nadie le importaba, porque los muertos eran quienes mejor guardaban los secretos.
Una luz fría y blanca descendía del techo, inmóvil, sin permitir la menor sombra al iluminar la amplia sala. Se derramaba sobre los veinte sillones de alto respaldo de madera encerada, diecisiete de los cuales estaban dispuestos en semicírculo, y tres en media luna en el interior del semicírculo. Un sillón, tallado en poderoso granito, el gris veteado de negro, se hallaba situado de frente a los restantes. La luz de las llamas podría despertar el corazón de los veinte asientos de caoba, extrayendo rojos destellos a la madera encerada, pero no sucedía lo mismo con esa luz. Ésta tampoco conseguía que el granito del asiento más alto y magnífico en el que se sentaría el jefe del Cónclave de Hechiceros pareciera menos frío de lo que era.
En esa sala llena de sillones, los Portavoces de las Órdenes no se sentaron sino que se dedicaron a deambular por ella. La pálida luz hacía que la túnica de Par-Salian adquiriera el tono blanquecino de un sudario funerario, que el terciopelo negro de Ladonna resultara tan oscuro como una noche sin luna y que la túnica de Justarius, que gobernaba la Orden de los Túnicas Rojas, luciera el color de sangre recién derramada. Este último cojeaba al andar, pues si algunos magos no presentaban marcas visibles de su Prueba, otros sí lo hacían.
—Ladonna, lo he dicho antes y lo diré otra vez. Nos pedís que corramos un gran riesgo retrasando nuestro plan. El mago Dalamar ha pasado las pruebas y, al decir de todos, lo ha hecho bien. ¿Qué más queréis?
Ladonna rió, con un sonido sordo y gutural, como un gruñido, que nadie malinterpretó por una señal de buen humor.
—¿Desde cuándo sois contrario al riesgo, Justarius? ¿Ha sucedido algo nuevo durante la última hora? —Los ojos del hechicero se entrecerraron, centelleando enojados, y ella sonrió, en esta ocasión sin tanta ferocidad—. A mí tampoco me importa correr un riesgo, pero quiero que sea uno bien elegido. Antes de enviar al elfo oscuro a Palanthas, quiero ponerlo a prueba.
Justarius no dijo nada, y mantuvo su mirada enojada. En el silencio, fue Par-Salian quien habló.
—Señora —dijo—, milord. Malgastamos el tiempo. Sabemos el peligro que acecha en Palanthas, y hemos acordado las medidas que tomaremos contra eso. Estoy seguro de que convendréis conmigo, Justarius, que no debemos actuar precipitadamente. Hemos de saber que el instrumento que usemos en la cuestión de Palanthas es fuerte y afilado. Si enviamos al hombre equivocado a nuestra misión, no tendremos una segunda oportunidad de enviar a otro. Raistlin Majere aumenta su poder de un día a otro, encerrado en su torre…
Su torre. La dama de la túnica oscura y el lord de la roja hicieron una mueca de disgusto.
—Sí, su torre, aunque a mí me gusta tan poco como a vosotros oír esas palabras. ¿De qué otro modo llamarla? Se ha encerrado allí dentro, nadie que haya intentado entrar en su busca ha llegado más allá del umbral antes de caer muerto, y no muchos de ellos han conseguido llegar tan lejos siquiera. ¿Hemos de fingir que es de otro modo? No, todos coincidimos en que debemos descubrir qué trama, y estamos de acuerdo en el modo en que hemos de hacerlo, y en el instrumento que debemos usar. Yo digo que dejemos que Ladonna ponga a prueba nuestro instrumento. Que utilice a su elfo oscuro del modo que prefiera.
Justarius asintió con la cabeza, pero con la expresión sombría, y no dijo nada ni en aprobación ni en desaprobación.
Ladonna bajó los ojos, ocultando, por cortesía, el destello triunfal que sabía debía brillar allí. En voz baja, respondió:
—Muy bien, pues, milord. Os doy las gracias por vuestra confianza. Haré lo que he planeado y os haré saber cómo resulta mi plan.
***
Regene de Schallsea estaba en el umbral, con la espalda contra el quicio, y las largas piernas cruzadas a la altura del tobillo. Una pose estudiada, se dijo Dalamar mientras alzaba la mirada del escritorio y del libro que había hallado sobre él. Un libro pequeño, ese tratado sobre herboristería resultaba mucho más interesante por las ilustraciones que por las anticuadas recetas en su texto. Los rayos del sol corrían por los oscuros cabellos de la mujer, trenzando hilos de plata. Era la Regene del bosque, la cazadora de pantalones de cuero; pañuelo de seda blanca en sus cabellos negros como la noche dejaba su frente al descubierto. Él la miró, y ella le devolvió la mirada, y a ninguno le resultó fácil descifrar al otro.
Dalamar se quitó con un golpecito una tenue mota de polvo de la manga de la túnica, alisando la suave lana negra al tiempo que sus dedos acariciaban las runas bordadas en el dobladillo. Era la túnica más elegante que había llevado nunca; con ella había encontrado, doblada sobre el pecho, una nota indicándole que se trataba de un regalo personal de Ladonna «para darte la bienvenida al grupo de magos Túnicas Negras, Rojas y Blancas». Tejida en la lana más suave, la prenda se acomodaba perfectamente a su cuerpo, cayendo desde sus hombros como si el mejor sastre de todo Krynn le hubiera tomado las medidas por la noche y cosido la ropa a toda velocidad entre la salida de las lunas y la del sol. Alisada la manga, el mago enarcó de nuevo una ceja para mirar a su visitante.
—¿No te preocupa que puedan tomarte por un invitado que se ha perdido, vestida con esas ropas de cazar?
—Nadie me toma por lo que no soy si yo no deseo que lo hagan, pero tienes razón —replicó ella al tiempo que sus azules ojos centelleaban refulgentes—. La túnica es la prenda del día aquí, de modo que túnica vestiré.
Alzó los brazos, elegante como un cisne emprendiendo el vuelo, y musitó una frase corta. El aire centelleó brillante alrededor, y una carcajada resonó en la estancia mientras ella permanecía por un brevísimo instante totalmente desnuda —una belleza de largas extremidades color alabastro, pechos rosados y caderas curvas— para aparecer de repente cubierta con una amplia túnica blanca y los cabellos sujetos de nuevo en dos gruesas trenzas que le caían sobre los hombros.
—¿Mejor? —inquirió, inclinando la cabeza.
Él la miró, como si fuera todavía la mujer de alabastro, y luego se encogió de hombros.
—Como tú prefieras.
—He venido —explicó ella— para mostrarte la Torre, si lo deseas. Ahora eres tan bien recibido aquí como el mismo señor del lugar. Tal vez quieras conocerla.
La hechicera estaba allí para algo más, estaba seguro. Los ojos de la mujer eran demasiado penetrantes, su expresión en exceso precavida; no había duda de que había ido allí para averiguar cosas sobre él. Pero si había acudido por su cuenta o para satisfacer la curiosidad de otros era algo que estaba por ver. Muy bien. Dejaría que mirara y observara, que intentara descubrir.
—Me gustaría visitar la Torre contigo, Regene de Schallsea. —Tomó el libro de encima la mesa—. ¿Tal vez podríamos empezar por la biblioteca?
La mujer se encogió de hombros, luego chasqueó los dedos, y el libro desapareció de la mano de Dalamar, dejando sólo un cálido hormigueo sobre su piel.
—No tiene sentido cargar con él hasta allí. Ahora, ven conmigo. Nos sentimos muy orgullosos de nuestra Torre, y te gustará averiguar el porqué.
Con la mano caliente aún por la magia de la hechicera, Dalamar siguió a Regene fuera de la habitación de invitados, hacia el interior de los confines de una Torre de la Alta Hechicería.
***
La magia circulaba por todas partes, en el aire, en los pasillos y en los aposentos de la Torre. Su perfume flotaba en todos los rincones, se asía a cada uno de los tapices de las paredes, a los mullidos bancos, a los almohadones que adornaban las sillas, a la misma piedra. Dalamar lo respiró, llenando sus pulmones con el aroma. Magos, blancos, rojos y negros, entraban y salían de la inmensa sala de registros donde los bibliotecarios se afanaban clasificando las siempre crecientes pilas de papeles y libros que parecían multiplicarse por sí solas en la Torre de la Alta Hechicería: diarios y agendas, antiguos pergaminos redactados dos siglos antes…
—No tiramos nada —indicó Regene, y no exageraba—. Aquí en la Torre guardamos cada pedazo de papel que algún día pudiera considerarse importante.
Hilera tras hilera de estanterías y librerías llenaban cada una de las salas de registros de la primera y la segunda plantas de la torre norte, y los magos se movían entre ellas, algunos catalogando, otros buscando.
—Lo que ves aquí en el primer piso se ha catalogado hace muy poco, son las fruslerías que cubren desde los años previos a la guerra hasta ahora. Al otro lado de la sala están los documentos de épocas pasadas. Encogemos las cajas de almacenamiento. —Extendió la palma de la mano, y sus ojos azules centellearon divertidos—. Las hacemos tan pequeñas como mi mano y las devolvemos a su tamaño normal cuando necesitamos encontrar algo.
Lo sacó de la sala de registros de la primera planta y lo llevó a la torre trasera, diciéndole que ese lugar era sólo una puerta de servicio.
—O a veces un mago que ha muerto permanece expuesto aquí hasta que lo sepultamos en las criptas que hay debajo de la Sala de los Magos. De todos modos, al fin y al cabo, es una puerta trasera, ¿no es así?
Lo condujo abajo, a las criptas, entre los muertos de eras pasadas, hechiceras y magos cuyos nombres eran legendarios desde hacía ya mucho tiempo, y también otros cuyas vidas sin incidentes no habían dejado ni un eco que susurrara su nombre tras la muerte. Más allá y debajo estaban las mazmorras, estancias oscuras y húmedas, en las que no había cadenas que colgaran de las paredes ni puertas que cerraran las celdas. ¿Y por qué debería haberlas? ¿Acaso no podían los magos de la Torre utilizar la magia para mantener encerrados a quienes quisieran? Lo condujo luego al patio posterior, y cuando Dalamar vio los jardines que allí había, llenos de flores, de árboles frutales y de plantaciones de verduras y arriates de hierbas, ella observó la expresión de su rostro, la veloz sombra de añoranza, como si pensara en la hermosa Silvanost, aquel lugar al que tal vez no podría regresar jamás.
—Ven —dijo, señalando las tres torres que coronaban cada confluencia de los altos muros negros—. ¿Si yo apostara a que tú pensabas que eran torres guardianas, perdería?
—Sí —contestó, alzando la mirada, con el tacto de una fragante hierba todavía fresco en sus dedos—, lo harías. ¿Qué utilidad tendrían en este lugar guardias y rondas de vigilancia?
Ninguna, pero la Torre necesitaba laboratorios bien alejados de sus torres centrales. En esos lugares se llevaban a cabo conjuros poderosos, experimentos mágicos tales que harían encanecer los cabellos del joven más velludo y provocar así la primera y más terrible pesadilla de la suprema ancianidad.
—Y cosas aún peores —explicó Regene—. No te llevaré allí ahora; están todas en uso. Pero ya tendrás tu oportunidad de utilizarlas, cuando aparezca esa necesidad.
Por último, Regene lo condujo al interior de la torre sur por una escalera posterior situada más allá de la Sala de los Magos y de vuelta a las bibliotecas. En ese lugar de maravillas lo dejó vagar, observándolo mientras el mago pasaba de un pasillo a otro, deambulando de un lado a otro por entre los estantes de libros hasta que, en las estanterías situadas en los rincones más oscuros y apartados donde se guardaban los volúmenes más viejos, se cruzó con un enano. Se produjo un silencio entre ellos, un momento en el que podrían haber intercambiado unos distraídos saludos con la cabeza antes de que cada uno siguiera su camino. Sus ojos podrían no haberse encontrado, pero lo hicieron, y en ese momento de encuentro Regene comprendió que se habían reconocido mutuamente.
El enano lanzó una ronca y chirriante carcajada. Sus labios se crisparon en una sonrisa burlona, y con un cuidado exagerado se acarició la barba, en un gesto insultante que quedaba claro incluso para aquéllos que no habían nacido en Thorbardin. No eres un hombre, no eres más que un joven imberbe y apenas digno de atención.
Dalamar Hijo de la Noche permaneció inmóvil, como un mago tallado en obsidiana. Aunque no se movía, no estaba impávido. Entonces su mano se agitó, la mano derecha, la mano del poder, como si se preparara para lanzar un conjuro asesino; durante un momento, Regene se preguntó si la ley de la hospitalidad que se imponía a todo el que entraba en la Torre sería violada, infringida por vez primera hasta donde podía retroceder la memoria del mago más anciano del lugar. Dalamar levantó la cabeza, con mirada gélida y una expresión pétrea en el rostro. Alguna comunicación pasó entre ellos, algo que Regene no consiguió percibir, pues hablaban mente a mente, mago a mago; pero el elfo oscuro dio media vuelta y se alejó. Cuando llegó junto a ella, la hechicera percibió la cólera en él no como fuego sino como hielo, y la sangre se le heló en las venas, viéndose obligada a introducir las manos en las amplias mangas de su túnica para ocultar su temblor.
No obstante, sospechó que lo que ella intentaba ocultar, él lo había advertido, pero el mago no lo mencionó, ni dio la menor muestra de haberlo notado. Era como si la reacción de la hechicera no le importara, ni para reírse, ni para consolarla o menospreciarla. Con estudiada educación, Dalamar dijo:
—Gracias por la visita, Regene. Debo marchar ahora, pues tengo una cita que no quisiera perderme.
La mujer echó una veloz mirada a las sombras donde había estado el enano. Ahora éste había desaparecido. Con los ojos fijos en aquellas sombras, la hechicera informó a Dalamar que estaría encantada de guiarlo hasta su punto de destino.
—No —repuso él—, puedo encontrar el camino. —Le dedicó una reverencia, con la misma galantería que cualquier noble elfo de Silvanost, pero su voz sonó helada—. Te deseo un buen día.
Tras aquella despedida, lo dejó marchar, y cuando el elfo hubo desaparecido, se dirigió a los anaqueles donde su acompañante se había encontrado con el mago enano. Extendió sus sentidos, intuitivos y mágicos, pero no descubrió nada allí de lo que había pasado entre ellos aparte de una última ondulación de desdén y rabia. Se preguntó qué habría sacado al elfo oscuro de su indiferente silencio y provocado su cólera. No podía imaginarlo, y no quería perder tiempo haciéndolo. Lo magos de la Torre la consideraban una joven inteligente. «Con buen olfato», decía Par-Salian de ella, indicando que poseía una excelente memoria y un agudo ingenio que en ocasiones se pasaba por alto a la luz de sus más seductoras habilidades para componer y descomponer una ilusión. Para el observador atento, aquéllos que sabían como mirar más allá de todos sus hermosos rostros, Regene de Schallsea también era conocida como una joven con ambiciones, que esperaba —no sin cierto fundamento— llegar a ser algún día miembro del Cónclave de Hechiceros y ocupar un puesto en la Sala de los Magos entre los veintiuno que dirigían el curso de la Alta Hechicería en Krynn.
Perspicaz e incisiva, sabía que había algo en el elfo oscuro, algo que había atraído la atención del Señor de la Torre. Par-Salian la había enviado a su bosque guardián a conducir a Dalamar Hijo de la Noche por sus sinuosos senderos.
—No se lo hagas demasiado fácil —le había dicho—, pero consigue que llegue aquí.
La hechicera no había preguntado el motivo. Nadie hubiera osado hacer tal pregunta a Par-Salian, pero sentía curiosidad. Éste, este elfo oscuro, un autodidacta que no había sido más que un sirviente en Silvanost, parecía interesar al Señor de la Torre, y sin duda resultaría beneficioso para sus ambiciones mantenerse cerca de él, observarlo y ver qué podía averiguar.
***
Dalamar paseó impasible por entre las maravillas de la Torre. Pasó junto a magos y no los vio; todos los aromas de la magia que lo habían hechizado ya no le afectaban. Recorría la Torre, pero mentalmente, en su espíritu, recorría los bosques de Silvanesti, los bosques de la frontera donde un dragón había muerto entre alaridos, donde el clérigo Tellin Vientorresplandeciente había caído, retorciéndose y ahogándose al tiempo que profería su última e inútil plegaria. Alrededor el bosque ardía mientras miraba el interior de las negras profundidades de un rojo yelmo de dragón y veía los abrasadores ojos de un secuaz de Phair Caron, un hechicero que había acudido a matar a los creadores de ilusiones.
La furia se apoderó de su sangre. ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego en los bosques! El grito resonó en su interior, repiqueteando como una campana. Con un amargo recuerdo, el elfo oscuro volvió a contemplar el cadáver rígido, el cuerpo de lord Tellin, quien, al fin y al cabo, no había sido el amo más duro al que había servido. Su señor había sido, como tantos otros elfos en aquella época del año, alguien que por lo general no se consideraba un guerrero; pero, a pesar de ser un clérigo acostumbrado a días más placenteros y a modos de actuar más pausados, había hecho acopio de valor y marchado al norte a combatir con la esperanza de liberar a su país del terror que asolaba sus fronteras, con la esperanza de convertir en realidad un sueño que jamás debiera haber abrigado…
¿Y pensó Dalamar que su propio sueño había muerto, asesinado en la frontera aquel día? En aquel momento, tal vez podría haberlo pensado. Ahora, no era así. Ahora sabía que las sendas que recorría, los senderos del mundo que conducían a través de territorios salvajes, de ciudades portuarias y torres derrumbadas, incluso alrededor de los límites de Neraka y al interior de Tarsis, eran caminos que el destino le había hecho recorrer. Era, ahora y entonces, una criatura del Hijo Oscuro, aquel dios que prefería ante todo los secretos y la magia. Pertenecía a Nuitari. Lo habría averiguado, de un modo u otro; habría pagado por su devoción con la moneda del exilio, más tarde o más temprano. Su rabia, la furia de su corazón, se debía a la mutilación de su país, de aquel bosque más querido para él ahora de lo que había sido cuando podía correr por los bien cuidados senderos; se enfurecía por la ciudad, la bella Silvanost, más adorable al recordarla que cuando despertaba por la mañana con el canto de las aves, el aroma del discurrir del Thon-Thalas, las voces de la ciudad, los nobles y sus esposas, los panaderos, los carreteros, mozos de las carnicerías y las costureras que iban y venían de las casas de la gente de alcurnia.
En la biblioteca de esa Torre formidable, había contemplado los ojos de alguien que había tomado parte en el saqueo de Silvanesti. ¡Ocho años atrás! Parecía que apenas hubiera transcurrido un instante desde el momento en que aquellos crueles ojos lo habían mirado con ferocidad desde el interior de un yelmo de dragón. Entonces los ojos habían pertenecido a un hombre alto como un bárbaro de las Llanuras; ahora eran los ojos de un Enano de las Montañas, un mago oscuro que, al mirarlo, lo había reconocido y despachado como alguien que carecía de importancia.
El Hombre de las Llanuras y el enano eran la misma persona.
Dalamar se detuvo, dándose cuenta sólo entonces que temblaba de cólera. Permaneció inmóvil durante un largo y pausado instante, y vio que la puerta que conducía a la Sala de los Magos estaba ligeramente entreabierta. En su interior aguardaba la portavoz de su Orden, Ladonna, quien le había pedido que acudiera allí. La mujer tenía un asunto que tratar con él, pero, fuera lo que fuese, él no iba a permitir que lo viera en el estado en que se encontraba, lívido de rabia. Aspiró con fuerza, sólo una vez, y cerró los ojos, concentrándose interiormente hasta que su mente se calmó y su corazón dejó de latir al compás de su cólera. Cuando volvió a sentirse tranquilo, posó una mano sobre la puerta de la Sala de los Magos. El simple roce con su mano hizo que ésta se estremeciera, sólo un poco, y que se abriera lenta y silenciosamente hacia el interior.
Dalamar paseó una rápida mirada por la alta y oscura estancia y tuvo la sensación de que se trataba de un lugar cavernoso, muy amplio y con un techo muy elevado. Pero, al mismo tiempo que pensaba eso, comprendió que no era ni la mitad de grande de lo que parecía; era la luz la que creaba esa ilusión, el pálido resplandor que se filtraba desde lo alto.
Oscura como las sombras, Ladonna estaba de pie ante un alto sillón de madera, uno de tres dispuestos en semicírculo, detrás de los cuales otros diecisiete formaban una media luna que abarcaba a los primeros. Un gran asiento de granito estaba colocado de modo que quien se sentara allí pudiera contemplar a todo el mundo. A éste, Ladonna le daba la espalda, y la mano que tenía posada sobre el brazo del sillón de caoba parecía blanca como el papel bajo la extraña e invariable luz.
—Señora, he venido, tal como ordenasteis.
La mujer se volvió para mirarlo con ojos escudriñadores, y él sintió esa mirada como el contacto de una mano helada. No pestañeó, ni siquiera cuando ella dijo:
—Lo has visto.
—Así es —respondió él, asintiendo una sola vez.
—Bien. Ahora entra. Hay algo sobre lo que tú y yo debemos hablar.
Lo has visto. Bien. ¿Cómo, bien? ¿Por qué, bien? La curiosidad lo apremió. Dalamar se adentró en la estancia y, a medida que andaba, le pareció que el mismo aire se estremecía, como si el suelo de piedra bajo sus pies se moviera. Mantuvo el paso, sin mirar ni arriba ni abajo.
—Estoy haciendo un mapa, Dalamar Hijo de la Noche. Ven, acércate.
La hechicera volvió a agitar la mano, un gesto lánguido que capturó la pálida luz de lo alto en las facetas de sus dedos cubiertos de anillos y la arrastró por el aire en tonos zafiro, rubí y esmeralda. Aquellas tenues estelas eran como hilos, y con ellos la mujer tejió un mapa sobre el suelo de piedra gris. Se alzaron torres en mitad del suelo, torres que llegaban a la altura de los hombros del mago, y que custodiaban un siniestro castillo que se alzaba sobre el pico más alto de una montaña que dominaba una isla. En el pico siguiente, uno que era apenas algo más pequeño, había un dragón enroscado bajo el calor del día, con el sol centelleando como brillantes flechas en sus garras y escamas de azul acero. Ladonna volvió a mover la mano, y a la luz de los diamantes pintó agua resplandeciente en el suelo, el océano Courrain, y justo fuera del abrazo de las islas de Karthay, Mithas y Kothas, un torbellino de agua como una herida que jamás cicatriza.
—El Mar Sangriento de Istar —indicó Ladonna, y esbozó una sonrisa lúgubre—. No hace mucho viste lo que se había alzado en ese lugar en la época anterior al Cataclismo.
En su Prueba lo había visto, en el ámbito del sueño en el que había elegido permitir que Lorac Caladon se llevara el Orbe de los Dragones de la Torre de Istar, y aquel Orbe había sumido el reino más bello del mundo en una pesadilla. Había sopesado en la balanza el destino del amado reino y las exigencias de la Alta Hechicería, que ordenan que nada puede interferir en las pruebas de un mago. Él había elegido, como siempre había hecho, a favor de la hechicería, y no estaba dispuesto a mostrar ninguna señal de arrepentimiento o pesar ante esa mujer cuyos ojos lo observaban con tanta frialdad. Sin embargo, Dalamar no pudo evitar mirar al sur y al oeste el Mar Sangriento y, sin pensar, buscar Silvanesti. Ese mapa mágico no lo mostraba, y en su corazón su voz más secreta musitó su profundo dolor: «Ninguna calzada te lleva a casa, ni siquiera las que están dibujadas en mapas».
—Señora —dijo, apartando los ojos del lugar que no podía ver ni tampoco visitar nunca más, devolviendo su mente del dolor a la situación actual—. ¿Por qué me mostráis este castillo de Karthay? Y ¿qué tiene esto que ver con vuestra satisfacción porque haya visto al mago enano y él a mí?
Ella lo miró un largo rato, evaluándolo con su aguda mirada.
—Escúchame, Dalamar Hijo de la Noche, y aprende bien esto: has vivido durante la Guerra de la Lanza, sabes que los dioses actúan siempre en el mundo utilizando a mortales como sus instrumentos y armas, y sabes, porque no eres ningún estúpido, que no han dejado de rivalizar, no importa qué tratados hayan firmado los mortales entre ellos.
El elfo oscuro cruzó las manos en el interior de las amplias mangas de su negra túnica y aguardó.
—Sin embargo, existen dioses que se abstienen de tomar parte en ese juego. Tú también los conoces. Se trata de las tres criaturas mágicas, los dioses de la Alta Hechicería. Ellos aman el equilibrio por encima de todas las cosas, y nosotros que practicamos su Arte sabemos que si el equilibrio entre las tres esferas falla…
—Entonces la magia desaparece —repuso Dalamar, estremeciéndose.
La hechicera alzó una mano para echar hacia atrás un pequeño mechón de sus cabellos plateados, y las piedras preciosas centellearon cegadoras en sus dedos.
—Exactamente. Dejemos que Paladine y Takhisis jueguen a la guerra, que Gilean lo observe y anote todo con sublime imparcialidad; a ellos no les importa si el equilibrio se rompe. Pero nosotros que recorremos la senda de la hechicería debemos esforzarnos siempre por mantener el equilibrio de la luz y la oscuridad para que nuestra magia sobreviva. ¿No nos mostró eso Istar?
—Señora, nadie sabe lo valioso que es el equilibrio mejor que un elfo oscuro. Me decís lo que ya sé.
La mujer enarcó una ceja, una ceja indiferente, y él calló. En el silencio nada se movió, ni siquiera la imagen del mapa del suelo; era como si los océanos que la hechicera había dibujado se hubieran congelado, como si las torres que había alzado se hallaran en ese instante entre el azote del terremoto y el desmoronamiento de la piedra.
—Bien —repuso ella en una voz que le puso de punta los pelos del cogote—, veamos, maese mago, si puedo decirte algo que no sepas. Este equilibrio que amamos se halla en peligro de desplomarse. —Sus ojos se entrecerraron, relucientes y peligrosos—. El que se afana por desequilibrar la balanza es el mago que has visto hace poco en la biblioteca —sus labios se movieron en una cruel sonrisa—, un mago que conoces de otros tiempos.
Él respondió con audacia, pues sólo había otro modo de hablar, y ése era con temor, pero no debía hacerlo entonces, no debía hacerlo jamás.
—El mago que conocí en otros tiempos, señora, era un alto Hombre de las Llanuras, un bárbaro con una armadura roja que cabalgaba en un Dragón Rojo. El mago que vi hoy es un enano.
—Sí, y si lo vieras de nuevo fuera de esta Torre, tal vez no verías ni a un Hombre de las Llanuras ni a un enano. Podrías no ver a un hombre, sino a una mujer preciosa o a un niño. Su nombre, el que sus padres le dieron en Thorbardin, es Tramd Golpeapiedra. Pero la mayoría de la otra gente lo conoce por Tramd el de las Tinieblas. No hace mucho, tú y yo hablamos sobre las señales que la Prueba puede dejar sobre el mago que la pasa. A éste la Prueba lo dejó convertido en una reliquia putrefacta, ciego, incapaz de abandonar su lecho, de alimentarse o de mantenerse limpio. Todo lo que le queda es su mente y su magia.
—Una mente —dijo Dalamar, comprendiendo de repente—, que envía por ahí en forma de avatares.
—Sí. Es un vagabundo que busca por todas partes el hechizo o el talismán o el objeto que pueda devolverle la salud. Lo encontraste en Silvanesti porque había hallado un modo de facilitar su búsqueda: entró a formar parte del ejército de la Señora del Dragón Phair Caron. Atravesó todos los territorios conquistados por ésta, buscando la magia que necesitaba. Tras la guerra, recorrió el mundo que ayudó a ultrajar, prosiguiendo con su búsqueda. De vez en cuando, aparece por aquí, para inspeccionar las bibliotecas y las salas de archivos.
—Al parecer, no ha tenido éxito en hallar lo que sea que busca.
—No. Pero ha encontrado a otra Señora del Dragón a la que servir, y ella sin duda le ha hecho promesas, promesas en las que él ha elegido confiar. Se trata de la Dama Azul.
La Dama Azul, la guerrera que en este momento se hallaba en Sanction, esperando su oportunidad para iniciar de nuevo la guerra en nombre de la Reina de la Oscuridad, aquella cuyas fuerzas llenaban Neraka. Su título sonó como el choque de lejanas espadas en la sala, repiqueteando. Sabía que era la hermanastra del mago que había acabado con la Pesadilla que atenazaba Silvanesti.
—¿Es tan poderosa, entonces, señora, que teméis que pueda inclinar la balanza en la batalla entre los dioses?
—Es poderosa y cada vez lo es más. Goza del favor de su Oscura Majestad, y tiene a Tramd para realizar una magia para ella como el mundo no ha visto últimamente. El hechicero tiene más poder ahora que cuando Phair Caron era su Señora del Dragón. Ha aprendido algunas cosas en sus vagabundeos, aunque no haya descubierto lo que busca. —Calló, un silencio pensativo durante el cual Dalamar pudo verla reflexionar—. Y otras cosas están sucediendo, muy lejos en Palanthas. Otra fuerza… bien, podemos hablar sobre eso en su momento. Por ahora, hemos hecho muchos progresos. ¿Te gustaría llevar a cabo una misión para mí, Dalamar Hijo de la Noche?
El pulso del elfo oscuro se aceleró. La mujer mostraba la expresión de quien está a punto de otorgar un favor, y él podía adivinar cuál era.
—Señora, sólo tenéis que mencionarlo, y lo haré.
—Mata al enano. No al avatar, que no es más que arcilla a la que se ha infundido vida. Cuando se destruye, la mente del hombre vuela de nuevo a su hogar de regreso a Karthay y a la ruina que es su cuerpo. Mata esa ruina cuando no haya un avatar al que pueda regresar su mente, y matarás al enano mismo. —Se echó a reír entonces, pues vio cómo brillaban los ojos del mago, cómo se despertaba su avidez—. Pensé que esta misión resultaría de tu agrado. Pero que quede claro: al hacerte cargo de esta misión, arriesgas la ira de su Oscura Majestad. Tramd es parte de su obra.
Ahora el corazón desbocado de Dalamar empezó a bombear sangre tan helada como la nieve derretida. No importaba, no importaba. La venganza se hallaba al alcance de su mano. Muy cerca, también, estaba una oportunidad para disfrutar de una posición elevada en el favor de Ladonna, y por esas cosas el mago arriesgaría su vida y daría por buena la jugada.
—Señora, yo no busco la ira de la Reina de la Oscuridad, pero no permitiré que me paralice el temor a provocarla.
—Es mi esperanza que sea como dices —murmuró ella con ironía—. Y también espero que recuerdes la existencia de ese dragón que toma el sol durante el día en las cumbres y protege al mago en su indefensión por la noche.
—No lo olvidaré. —Alzó la cabeza entonces, y la miró intrépidamente a los ojos—. Ni tampoco olvidaré que esperáis que no fracase en esta prueba a la que me sometéis.
—¿Una prueba? —La expresión de Ladonna mostró sorpresa, pero sólo un resquicio—. ¿No has pasado suficientes pruebas?
—Parece que no.
—Bien, bien. Eres una persona perspicaz, ¿verdad? Sí, ésta es otra prueba. ¿Deseas saber qué te aguarda tras esta prueba, en el caso de que tengas éxito?
Dalamar se encogió de hombros, y ella volvió a mirarlo, de nuevo para escudriñar en su interior. Cuando lo hubo hecho, explicó:
—Palanthas está detrás de la prueba.
Palanthas, donde se hallaba la única otra Torre de la Alta Hechicería superviviente, rodeada por el Robledal de Shoikan y una hueste de no muertos y espectros y cosas peores para desanimar a los intrusos. Nadie había estado en la Torre de Palanthas desde la caída de Istar. Sellada con una maldición, la maldición misma ratificada con la sangre del señor de aquella torre, un mago que se arrojó desde las almenas más altas y fue a empalarse en la valla de hierro del suelo. Desde aquel momento, nadie había entrado en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.
—Y ¿qué hay en Palanthas para mí, señora?
—No —contestó ella—, no voy a contarte nada de eso. Ahí nos desviamos a cuestiones que es mejor hablarlas con el Señor de esta Torre. Ve a librar al mundo de ese enano, luego nos ocuparemos de las preguntas y respuestas.
—Muy bien —repuso él, con los ojos fijos aún en los de la mujer—. Eso haré, señora.
La hechicera sonrió, y no fue una sonrisa afectuosa. En ese momento, la entrevista terminó, y ella giró sobre sus talones y se alejó. El susurro del extremo negro del repulgo de su túnica sobre el suelo fue el único sonido perceptible en la gran estancia. Sobre el suelo, su ilusión seguía en pie, el mar congelado y las torres de la ciudadela sobre las montañas de Karthay, y el dragón como una figura forjada en acero azul.
***
Justo al amanecer, cuando los primeros dedos rosados de luz se extendían sobre el mar, brillando en las palomillas de las aguas y dorando las alas de las gaviotas que volaban sobre las montañas situadas donde el mar se encontraba con los acantilados de la zona más septentrional de Karthay, un mago enano despertaba de su torturado sueño en el castillo que todas las gentes de los alrededores conocían como Ciudadela de la Noche. La atmósfera de sus aposentos estaba cargada de olor a incienso, perfumes pensados para ocultar el siniestro hedor dulzón de la muerte y la putrefacción que emanaban de su cuerpo. A él no le importaba en absoluto qué olía bien o mal, pero permitía esos perfumes en consideración a los que se ocupaban de él, los criados que lo alimentaban, limpiaban y vestían.
Tenía sólo una preocupación, un propósito, y la hediondez de su larga e interminable agonía jamás desvió su atención de ello. El hechicero no se movía, porque no podía; sus extremidades le resultaban inútiles, consumidas mucho tiempo atrás, los músculos contraídos e inservibles, la carne apergaminada y reseca. Nadie pensaría, al mirarlo, que allí había un enano salido de Thorbardin, que en una ocasión había tenido un pecho amplio y unas piernas y brazos tan fuertes que en todas las competiciones de fuerza en las que participaba, ningún otro esperaba tener la menor posibilidad de obtener el honor y el premio. Aquellos brazos y piernas habían desaparecido, como si los hubieran cercenado de su cuerpo con un hacha, y tampoco poseía Tramd ojos que abrir al despertar. Hacía mucho que se los habían arrebatado. Arrancado. Quemado. A lo mejor se los habían extraído. En ocasiones su memoria decía una cosa, en otras otra. Habían transcurrido muchos y largos años desde que pasara su Prueba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, muchos desde que recorriera los sinuosos senderos a través de aquel bosque móvil y encontrara las puertas de la Torre. En aquellos tiempos, su Oscura Majestad, Takhisis Reina de la Noche, no había despertado a los dragones de su largo letargo; en aquellos días, las razas mortales de Krynn no soñaban, ni siquiera en la más terrible de las pesadillas, que la Reina de la Oscuridad volvería a desplegar sus alas sobre el mundo, para iniciar de nuevo su búsqueda de un modo de gobernar los corazones y los espíritus de todas las razas, para sentir cómo el mundo temblaba mientras cada hombre y mujer doblaban la rodilla ante ella.
Así pues, esa mañana, como cada mañana, Tramd despertaba a ciegas, pero no ciego en absoluto. Si bien la magia de su Prueba le había arrebatado la visión física, aquella misma magia le había concedido una especie de vista. Proyectó su mente y reanimó al avatar que todos los de la Torre de la Alta Hechicería conocían como Tramd, y que era el que más se parecía a su propio cuerpo cuando estaba sano y entero. La oscura barba, el pecho fornido, los brazos gruesos y poderosos. A veces se detenía ante espejos para contemplar al avatar a través de los propios ojos del avatar, y pensaba que nada había cambiado, nada desde el día en que entró por primera vez en la Torre hacía tantos años. A veces, de un modo fugaz… y luego la impresión se desvanecía ante la realidad que conocía sólo el enano que yacía pudriéndose en su cama de sedas y raso, siempre muriendo, pero sin morir jamás.
Esa mañana no se miró en el espejo. Dejó que el avatar sólo se vistiera y aliviara la presión de su vejiga; no le permitió que se alimentara, aunque tan estrechamente ligados estaban los sentidos del avatar y la mente del mago que el hambre de la criatura era su propia hambre.
Lo envió a errar por los pasillos de la Torre, lo envió a pasear con las primeras luces del día al jardín del patio trasero. El ser dejó atrás arriates de hierbas, sin hablar con nadie, aunque ninguno de los que se ocupaban de las plantas pareció advertirlo. Tramd no era famoso por su sociabilidad, ni célebre por su encanto personal.
Siguiendo las órdenes del mago, el avatar fue a la torre exterior orientada al norte, al laboratorio del primer piso donde había pasado la última semana trabajando en experimentos levitatorios, hechizos de naturaleza alada, y también aquéllos que invalidaban la atracción de la gravedad. No guardaba archivos de su trabajo allí, no tomaba ninguna nota sino que lo conservaba todo en su mente. Eran los conjuros mágicos más secretos, hechizos que preparaba para la Dama Azul, hechizos que habían llegado a él en el éxtasis de la oración, en las palabras de alabanza que usaba para glorificar a Takhisis. Allí juntó aquellas frases mágicas con conocimientos obtenidos en antiguos textos hallados en la biblioteca de la Torre, y encajó unas con otros igual que un poeta adapta las palabras de sus endechas. Palabra a palabra, línea a línea, buscó formar un conjuro que convirtiera a la Dama Azul, a la Señora del Dragón Kitiara, en la centelleante espada que empuñaría la diosa del Abismo en su despiadada mano derecha. Si por fin conseguía crear la magia que la guerrera deseaba, tendría —eso había prometido la Señora del Dragón— aquello que más anhelaba: un cuerpo completo y robusto, que la misma Reina de la Oscuridad le devolvería.
Trabajó mucho tiempo en el laboratorio, el mago revestido con el cuerpo de su avatar, y al mediodía dejó marchar a su criatura, la envió a las cocinas de la torre norte donde se preparó su propia comida y luego regresó a su labor. Cuando, al anochecer, abandonó de nuevo el laboratorio, el avatar se detuvo en su camino a través del patio al ver una figura oscura que cruzaba la verja, un mago con una túnica negra. Los últimos vestigios de luz centellearon en las runas plateadas cosidas a los bordes de las mangas, runas de protección y defensa. Allí iba el elfo oscuro, el que había matado al dragón en el que Tramd había volado al combate. Aquel mago de tercera había pasado sus pruebas, al menos eso se rumoreaba, y evidentemente lo había hecho lo bastante bien como para deambular por allí vivo. La mayoría de los que acababan de pasar la Prueba disfrutaban de la oportunidad de abandonar la Torre del modo más veloz, de salir como un relámpago mágico hacia su punto de destino. Pero éste parecía preferir una marcha más tranquila. Tramd farfulló una maldición, no una real destinada a matar o mutilar, simplemente un imprecación amarga y no demasiado entusiasta, pero no la finalizó. Como un fantasma, una sombra blanca que se deslizaba por el suelo, otra figura abandonó el recinto, pero ésta no salió de los terrenos de la Torre y penetró en el bosque guardián, sino que la mujer permaneció inmóvil unos instantes, muy erguida en su túnica blanca y con los negros cabellos agitándose alrededor de las mejillas bajo la perezosa brisa del final del día. Alzó la cabeza y los brazos, elevándolos como un cisne levanta las alas, y abandonó el recinto en medio de aquel mágico fogonazo, aquel teatral estallido de luz, y la imagen que dejó fue, realmente, la de un cisne emprendiendo el vuelo.
Regene de Schallsea, se dijo. Bien, bien.
Pero no volvió a pensar en ello. No entonces. El avatar estaba cansado, los músculos y los huesos le dolían a causa de la tarea realizada, y el enano permitió que regresara a sus aposentos. Desligó la conexión entre su mente y su cuerpo, pero no antes de que el ser se hubiera instalado en una especie de cómoda semblanza del sueño. De todos modos, no importaba si la criatura se desplomaba en el suelo en un revoltillo de brazos y piernas como una marioneta con los hilos rotos; nadie osaba meterse en la vida privada de Tramd el de las Tinieblas, o esa cosa que creían que era él. Yacería, sin que lo molestaran, hasta que el mago despertara, una vez más ciego, de nuevo en las altas torres de la Ciudadela de la Noche, para animar al avatar e iniciar un nuevo día de trabajo en sus conjuros de levitación, la magia que se burlaba de la ley de la gravedad.