16

Un murmullo de saludos siguió al Señor de la Torre a medida que éste se acercaba a la zona de acogida, voces de magos de todas las Órdenes que le deseaban buenas noches. Por esos saludos, Dalamar supo que se trataba de Par-Salian, un humano alto, enjuto por la edad. El hechicero no entró por completo en la habitación, sino que se detuvo en el umbral del pasillo que conducía de la torre delantera a la torre sur. Al verlo, Dalamar se puso en pie, con las manos cruzadas en el interior de las mangas de su propia túnica negra. Había conocido humanos de más edad que él, ancianos entre los de su raza que eran viejos a los cincuenta años y estaban casi muertos a los ochenta. Sus noventa y ocho años, que lo situaban como un hombre joven entre los elfos, eran motivo de asombro entre los humanos, y por su parte, a él, la fugacidad de la vida de aquéllos le causaba horror. No se sintió así en presencia de Par-Salian. Era viejo según el patrón humano, pero poseía una fuerza de voluntad que hacía que la fuerza física pareciera sólo simple músculo. Fue a esa fuerza a la que Dalamar respondió, su corazón, que casi nunca se sentía impelido al respeto, se volcó hacia él.

—Buenas noches, milord —dijo, e inclinó la cabeza en una reverencia.

Par-Salian no realizó tal gesto, sino que permaneció inmóvil un buen rato, los azules ojos centelleando con aguda inteligencia y el rostro arrugado inescrutable, sin demostrar nada de su evaluación del joven elfo oscuro que tenía ante él. Las sombras tejieron telarañas en el suelo y el perfume a hechicería flotó en el aire.

—Has venido a ser puesto a prueba —dijo por fin.

—Así es, milord —respondió Dalamar, y sintió que se le hacía un nudo en el estómago, producto del temor y el nerviosismo a la vez.

—¿Con quién has estudiado?

El elfo oscuro no estaba dispuesto a permitirse el menor rubor de vergüenza, de modo que sostuvo la mirada del otro y respondió:

—Durante un corto tiempo con los magos de Ylle Savath de Silvanost. Durante el resto del tiempo he sido mi propio tutor.

—Vaya. —Par-Salian enarcó una ceja—. Y ya sabes que no todos los magos salen de esta Prueba enteros, que pocos salen ilesos. Algunos son consumidos por la magia que no pueden controlar, y éstos no regresan de esta Torre con vida.

Lo dijo con frialdad, sin un destello de emoción en sus ojos, pero, con firmeza, con la cabeza alta, Dalamar le respondió del mismo modo:

—Lo sé, milord, y estoy aquí.

Una suave brisa susurró por la estancia, surgida de la torre sur, perfumada con magia, la edad y la cera de abejas de innumerables velas consumidas durante incontables años. El elfo alzó la cabeza hacia ese aroma, como si fuera el sonido de una voz que lo llamara.

—Sé algunas cosas sobre tu persona, Dalamar Argénteo —dijo Par-Salian, asintiendo como quien medita algo.

El susodicho permaneció en silencio, absteniéndose de corregir al Señor de la Torre con respecto a su nombre.

—Sé que tuviste algo que ver en la defensa de Silvanesti. —El Túnica Blanca sonrió ahora, levemente—. Podría haber funcionado tu estratagema de ilusión.

—Funcionó, milord —replicó él—. Funcionó durante un tiempo, y la Señora del Dragón resultó afectada.

—Afectada, aunque no tardó en recibir todos los refuerzos que necesitaba. Pero tienes razón. No fue vuestra magia la que falló al reino. Otra cosa lo hizo. —Ante el silencio interrogante de Dalamar, siguió—: Lo hizo el corazón de vuestro rey. No confió en su pueblo y no confió en sus dioses. —Su voz se tornó gélida—. Y tú perdiste la fe junto con tu soberano.

—No, milord. En aquellos dioses suyos… —de nuevo volvió a inclinar la cabeza respetuosamente—… en esos dioses vuestros, no he tenido jamás demasiada fe. He hallado a un dios que me guía ahora, y en Nuitari he puesto toda mi fe.

En el silencio desplegado entre ellos, Dalamar se dio cuenta de que lo sopesaba, que lo estudiaba, y sintió que le escudriñaban todos los rincones de su corazón. Tembló —¿quién no lo haría bajo aquella mirada?— y se obligó a permanecer en pie, a pesar de que las rodillas se le doblaban. Eso jamás lo permitiría, no allí, no en ese momento, jamás ante ese mago que tenía en la mano su posibilidad de que él pasara la Prueba de la Alta Hechicería.

—Bien, pues. —El Señor de la Torre hizo un pequeño gesto de bienvenida, como el empleado para conducir a un invitado al salón, y luego dio un paso a atrás, indicando a Dalamar que debía precederlo hacia el interior de la torre sur.

Con las manos apretadas con fuerza, pero ocultas en las amplias mangas de su túnica para que no se viera, el elfo oscuro dio un paso al frente —uno, sólo uno— y todo el mundo se llenó de gritos, todos los gritos surgidos de una garganta: la suya. Un viento salvaje rugió en su cabeza, atronador y aullante. Forcejeó y luego se detuvo, obligándose a sí mismo a permanecer inmóvil. En el momento en que formuló su voluntad en palabras, el rugido de su cabeza se interrumpió, y la negrura que lo envolvía se convirtió en normal y amistosa como el sueño.

Se entregó a esa oscuridad, rindiendo su voluntad, porque aquella rendición era su voluntad, y porque confiaba en que se encontraría donde necesitaba estar. Se dejó caer, tranquilamente… y entonces las cosas no resultaron tan pacíficas.

***

Un fuego corría por el interior de Dalamar, circulando por sus venas como lascivia y rabia, y ese fuego se convirtió en su misma sangre, ardiendo desenfrenado, con llamas que rugían en su interior con el sonido de su propia voz. Era el fuego de la magia, el feroz poder desaforado de la hechicería de Nuitari abriéndose paso en su interior para luego volver a salir, un fuego que nadie dominaba excepto él.

¡Mira cómo el poder centellea a través de él! ¡Cómo rayos que atacan el cielo! No podrá retenerlo… No podrá…

El elfo oscuro estaba de pie en una llanura brumosa aullando de júbilo, y su voz era el canto del viento gimiendo frenéticamente en las copas de los árboles, en la elevada bóveda del bosque de Wayreth. Su espíritu volaba a lomos de aquella magia aullante que corría por su interior, saltando, riendo. Domeñó los aullidos, los devolvió a su interior, y volvió a dejarlos salir, enviando su voz al exterior con fuerza como si fuera algo con vida independiente de él. A lomos de su voz volaron todos los cantos que había aprendido en Silvamori, palabras de una sencillez dolorosamente bella, palabras que no servían de nada sin la música para transportarlas, un entrelazado de notas tan complejo que nadie podía trazarlo de modo que otro pudiera seguirlo.

Canta. Canta. Debe de haber aprendido esto de los kalanesti en Silvamori…

Dalamar pensó en responder:

Sí, he aprendido esto de una kalanesti, de una hechicera de allí cuyo poder descansaba en la música de su espíritu indómito, y esta magia es tan parecida a la magia aberrante que todos teméis que la diferencia resulta difícil de ver. ¡Pero yo la veo! La veo, porque he aprendido bien esta magia que otros han menospreciado…

Pensó en decir aquello, pero sólo tenía palabras para expresar la forma de su magia y los conjuros que amaba como si fueran su propio corazón y su propio espíritu.

Arrojó bolas de fuego y las atrapó y apagó en sus manos. Lanzó cada uno de los hechizos que conocía: los aprendidos en Silvanost en la Casa de Mística, en Silvamori, los extraídos de los tomos polvorientos de la biblioteca de Tarsis, y aquellos conjuros inapreciables robados en secreto a los tutores ocultos en su pequeña cueva. Los lanzó, y no le preocupó si al hacerlo agotaba su energía, incluso su vida. Cómo preocuparse si lanzar hechizos y tejer magia era todo lo que siempre había deseado hacer; en toda su vida no deseaba otra cosa que esto. Si moría por ello, ¿qué mejor modo de morir? Rió y lloró, y ambos gestos eran expresiones de su alegría, de su poder y de la absoluta certeza de que podía seguir y seguir, agotándose a sí mismo hasta que el mundo quedara tejido en sus conjuros.

Mediante palabras, cantos y gestos, Dalamar extrajo maravillas del mundo, e hizo bajar terrores del cielo. Conjuró un mundo nebuloso donde no había cielo ni existía tierra, y allí anduvo entre criaturas indefinidas y espectros. Permaneció junto a dríadas en sus cañadas y habló con centauros procedentes de la zona más sombría del Bosque Oscuro. Acudieron demonios ante él, criaturas de dos cabezas o nueve ojos, seres cuyo aliento era un vapor ácido, en cuyo pecho no existía corazón sino sólo un lugar vacío allí donde debiera haber latido ese órgano: criaturas astadas, criaturas con colmillos, criaturas con alas correosas como las de cualquier dragón. Lo llamaron señor y se acercaron haciendo reverencias y suplicando una oportunidad de servirle. A todas esas criaturas las atrajo hasta él, convocándolas mediante la magia y la fuerza de su voluntad inflexible, y las hizo marchar de nuevo, pero no antes de obtener de cada una la promesa de regresar a una orden suya. De ese modo ligó a él seres cuya simple visión habría aterrado a otros.

Extasiado, convocó al espectro de un Señor del Dragón, y se rió de él pues se trataba de la Señora del Dragón Phair Caron y ésta lloró y gimió a sus pies, mientras la sangre manaba de las cuencas vacías donde deberían haber estado sus ojos, con los dedos manchados con aquella sangre. El mago le dio la espalda, sin dejar de reír, y descubrió que no se encontraba de pie sobre la brumosa llanura sino en una calle de altos edificios que se alzaban por todas partes en derredor, con un liso pavimento bajo los pies y el dulce aroma de los jardines en el aire…

***

—¡Estoy en Silvanost! —Dalamar aspiró hondo y despacio. La cabeza le dolía con los recuerdos de sueños enfrentados, algunos agradables, otros pesadillas—. Estoy en Silvanost. O… ¿o estoy en Tarsis? No, no, no ahí. Estoy en la Torre.

—¿Tarsis?

La humana alta que tenía al lado sonrió, aunque su sonrisa, en el mejor de los casos, no fue más que una mueca burlona. La negra túnica centelleaba bajo el reluciente día, cosida con diamantes y con el dobladillo bordeado de rubíes, y los negros cabellos, sujetos en lo alto de la cabeza en un corona de trenzas, brillaban adornados con ristras de perlas.

—Regene —dijo el mago, pensado que se encontraba otra vez con la Túnica Blanca a la que gustaba tanto cambiar de aspecto.

—¿Quién? —inquirió la mujer, frunciendo el entrecejo—. ¿No me reconoces, Dalamar Argénteo? ¿O has estado demasiado tiempo en las tabernas, sentado en las sombras y bebiendo tu descolorido vino elfo?

Entonces la reconoció; justo cuando ella le hacía la pregunta, él la reconoció.

—Señora —dijo, a Kesela de los Túnica Negra.

—Bien —rió ella, con un sonido sordo y gutural—, ahora que está claro quién soy, mira alrededor y aclara tu mente. ¡No estás precisamente en Tarsis! Y desde luego no estamos en la Torre aún, pero sí cerca. Está más allá, en el interior del bosque. Mira, puedes ver los árboles del bosque guardián. —Resopló con desdén—. Aunque a mí me da más la impresión de un bosquecillo protector. Supongo que la ciudad ha crecido tanto alrededor que parece como si se hubiera encogido.

Dalamar paseó la mirada en derredor. A su espalda captó un atisbo de casas relucientes. Tejados que sostenían cúpulas de cristal de modo que los habitantes no se quedaran sin sus jardines en invierno sino que pudieran ocuparse de ellos en un ambiente cálido todo el año. ¡Estaba en Istar! Y, al fin y al cabo ¿en qué otro lugar podría estar? Se encontraba en Istar con lady Kesela, aquella cuyo nombre helaba la sangre de hombres valientes, cuya reputación por su crueldad avergonzaba a su padre, un Caballero de Solamnia, y producía un gran regocijo a los oscuros dioses a los que veneraba. Habían acudido allí en alas de la magia, transportando antiguos pergaminos de gran belleza para entregarlos al Señor de la Torre de la Alta Hechicería, esa hechicera de temible fama y él, su aprendiz. Llevaban el regalo con poca fanfarria, pues si bien no era un secreto, no querían anunciarlo a son de trompeta por toda la ciudad. El Príncipe de los Sacerdotes ya había declarado que el culto a los dioses oscuros no era bien visto en su ciudad, y por todo Krynn se comentaba que no tardaría en proclamarlo proscrito para a continuación volver la mirada hacia aquéllos que adoraban a los dioses de la Neutralidad.

Se oían voces que se alzaban y descendían, cantando y parloteando, riendo y gritando, Istar hablando consigo misma. Las calles de la ciudad estaban llenas de gente: kenders que pasaban raudos, enanos salidos de Thorbardin, elfos de Silvanesti, humanos de las Llanuras de Solamnia, de Khur y de Nordmaar. Entre ellos paseaban hechiceros, y clérigos de todas clases, aunque no pasó mucho tiempo antes de que el ojo de Dalamar advirtiera hasta qué punto eran ciertos los rumores. Había más clérigos y magos vestidos con túnicas blancas que con túnicas rojas, y apenas ningún Túnica Negra. Más precioso era pues, si cabía, el regalo que llevaban, pues el Señor de la Torre no tenía intención de realizar una purga en sus bibliotecas sólo porque un rey que se consideraba a sí mismo el arbitro de la religión de Krynn careciera de todo sentido de la proporción y el equilibrio. Y, era indudable, a cambio de esos pergaminos, lady Kesela marcharía con algo de valor, un amuleto, un talismán, el favor del Señor de la Torre. La mujer no daba de modo desinteresado.

—Vamos —indicó lady Kesela, sin mirarlo, sin imaginar que él no fuera a seguirla—. Acompáñame.

El mago lo hizo, ofendido por su tono pero sin demostrarlo. Había soportado más y peor a cambio de sus enseñanzas y lo consideraba un buen negocio. El sol brillaba, centelleando en la cabellera color medianoche de la mujer mientras se ponían en camino a través de la ciudad.

El aroma de hierbas y flores perfumaba el aire. Arcos de piedra de magnífica factura pasaban por encima de la avenida, y de sus remates descendía una cascada de plantas en flor, que adornaban las piedras que decoraban la calle. Nubes de incienso surgían de los templos menores, y los cantos de los cultos flotaban en todo momento por las calles en voces tan puras que repiqueteaban como campanas. Istar, la joya de Krynn, se arremolinaba alrededor en imágenes, perfumes y sonidos. Un coro de voces se alzó como si fuera alado, elevándose hacia el cielo desde un templo cuando los dos magos de oscuras túnicas pasaron por su lado.

—Voces elfas —indicó Dalamar, haciéndose a un lado para dejar pasar a una dama cubierta de sedas, que de lo contrario habría tenido que meterse en la cuneta. La mujer olía a perfumes exóticos, complejas notas de aromas mezcladas como el tejido de las notas de una canción—. Señora, he oído en la taberna de la posada que están formando un coro en el Gran Templo de Paladine compuesto sólo por elfos, debido a la pureza de sus voces. El Príncipe de los Sacerdotes, dicen, no quiere más que a elfos en los coros de todos los templos.

—Querrás decir —repuso ella con frialdad— de todos los templos dedicados a los dioses del Bien. ¿Qué elfo serviría en los templos donde se veneran los dioses de la Neutralidad o los del Mal?

Dalamar sonrió ante su sarcástica intolerancia. Ningún elfo lo haría, excepto los que hacían la difícil elección, la dolorosa elección de andar por los oscuros senderos situados fuera de Silvanesti. ¡Estás muerto para nosotros! El grito era el mismo, lo escuchaba todo elfo que llevara túnica roja o negra. ¡Estás muerto para nosotros! Muerto para ellos, pero bien vivo para dioses que ningún elfo de Silvanesti se atrevía a oír.

Cruzaron la turbulenta ciudad, dejando atrás los mercados y atravesando amplios y soleados miradores donde hermosas muchachas vendían flores desde sus carretas, mientras juglares arrojaban pelotas y bolos ante las carcajadas de los niños. Nobles y damas pasaban montados en dorados carruajes, y golfillos de mejillas demacradas corrían por entre los caballos de los guardias que trotaban junto a ellos, pidiendo dádivas a gritos. De vez en cuando una mano surgía de la ventanilla de un carruaje, enguantada y derramando monedas, y los niños chillaban y reían y alababan la generosidad de aquél que no se había dignado siquiera a echar una ojeada por la ventanilla.

Cuando por fin dejaron la ciudad y avistaron el bosque guardián de la Torre, brisas frescas con olor a mantillo y a hojas llenaron la atmósfera. La sombra del bosque se estiraba, extendiéndose como largos dedos. Kesela se rezagó una distancia adecuada para permitir que su aprendiz la precediera y, con Dalamar en cabeza, penetraron en las sombras y tomaron el primer sendero, una estrecha senda que serpenteaba entre los árboles. La luz del sol se filtraba por entre las ramas, moteando la sombra, y durante todo el tiempo fueron entrando y saliendo de las zonas de luz y sombra, pasando por lugares iluminados y otros oscuros, hasta llegar a una alta valla de hierro cuyas verjas profusamente labradas estaban abiertas como en invitación. No había ninguna Torre de la Alta Hechicería al otro lado de la valla, ni ningún edificio de ninguna clase, sólo bosques que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Dalamar se adelantó a su maestra, pasando el estuche de pergaminos de debajo del brazo a su mano al atravesar la entrada. No habían dado ni tres pasos al otro lado de la verja cuando se encontraron en un amplio patio adoquinado, con una alta torre que se alzaba en su centro, cuyos torreones se elevaban por encima de las copas de los árboles. La gente iba de un lado a otro por aquel patio, hombres y mujeres con túnicas rojas y blancas que no parecían estar allí momentos antes. Por separado, en parejas, en pequeños grupos, ocupándose de sus asuntos, hablando o en silencio. Ninguno pareció advertir la presencia de los visitantes, pero incluso mientras Dalamar lo pensaba, un mago Túnica Roja apareció junto a Kesela, un enano que hizo una reverencia y dijo:

—Señora, os esperan. Venid conmigo, vos y vuestro aprendiz. —El enano le rozó el brazo, ligeramente para guiarla—. Se os han preparado aposentos donde os podréis refrescar mientras se informa al Señor de la Torre de vuestra llegada.

Nada más que eso dijo o hizo, pues, acto seguido, Kesela y Dalamar ya no se encontraban en el patio situado fuera de la Torre de la Alta Hechicería.

Kesela se tambaleó, mareada por el repentino cambio de lugar. Con el rostro pálido y envuelta en un sudor frío, se sujetó al respaldo de una gran silla acolchada para mantener el equilibrio.

—¡Maldito enano! Si fuera un mago mío, le rompería todos los dedos por ese hechizo mal conjurado… —Se detuvo y tragó saliva con fuerza, a punto de vomitar.

Rápidamente, Dalamar llenó un vaso de agua sirviéndose de una jarra de cristal depositada sobre la mesa situada junto a aquella lujosa silla.

—Tranquila, señora. Respirad, luego sorbed esto.

La mujer tomó el vaso, con mano temblorosa, y se lo llevó a los labios, derramando agua por el borde. Tragó una vez y luego otra, y el color empezó a regresar a sus mejillas de mala gana.

—Ya verás cómo convierto a ese enano en una cucaracha la próxima vez que lo vea —masculló la hechicera.

El elfo oscuro tomó el vaso y volvió a llenarlo. Con expresión torva, ella lo aceptó y se dejó caer en la silla, respirando profundamente, mientras su estómago se recuperaba del tirón del mal conjurado hechizo de transporte. La hechicera miró en derredor la silla, la mesa y la jarra de cristal, al aposento en sí, bien amueblado y espacioso. Las paredes estaban cubiertas de tapices, los bastidores de piedra de las tres ventanas estaban decorados con sedas, y en la pared que carecía de ventanas ardía un fuego en una gran chimenea. Su expresión se suavizó, su cólera amainó. Aunque no sabían transportar demasiado bien a la gente, al menos disponían de cómodos aposentos donde esperar al Señor de la Torre.

—Algún día —dijo, distraídamente, como si hablara de algo de muy poca importancia—, algún día, Dalamar, puede que vengas aquí solo, a pasar tu Prueba de la Alta Hechicería.

Algún día, tal vez, es posible. Eran las palabras que siempre se utilizaban para referirse a su Prueba. La hechicera lo creía sujeto a ella, cautivado por la oportunidad de obtener más conocimientos cuanto más tiempo se quedara; eso era lo que ella creía, pero no él. Marcharía cuando se supiera preparado. Sintiéndose repentinamente inquieto tras oír su sugerencia, el mago empezó a pasear por la habitación, mirando por las ventanas al patio situado abajo y al bosque lejano. Se filtraban voces por la puerta de roble, de magos que iban y venían. Escuchó, pero no pudo distinguir qué decían, a pesar de que algunas de las voces sonaban tan cercanas que estaba seguro de que quienes hablaban no estaban ni a treinta centímetros del otro lado de la puerta.

—¿Qué oyes? —preguntó Kesela; no se levantó, pero se inclinó hacia adelante, curiosa.

—Oigo voces, pero no palabras —respondió él, sacudiendo la cabeza.

Una puerta se abrió, tal vez al otro lado del pasillo. Alguien invitó a otro a entrar y, con voz clara, dijo:

—No toques nada. No cojas nada, y déjalo todo tal como lo ves. Regresaré.

Un hormigueo de excitación recorrió el cogote de Dalamar. Nadie les había advertido a él ni a lady Kesela de ese modo. La habitación de invitados y todo en ella parecía estar por completo a su disposición. ¿Qué había en aquella habitación del otro extremo del pasillo que requería tal advertencia? Conteniendo la respiración, escuchó para enterarse de más cosas y oyó sólo el ruido de pisadas que se alejaban, suaves, arrastrándose sobre el suelo como si se tratara de alguien muy anciano.

Kesela hizo una seña, y cuando estuvo seguro de que no había nadie en el corredor, Dalamar abrió la puerta, apenas un resquicio. Una luz dorada se derramaba de las antorchas colgadas en las paredes que llameaban fuera de cada una de la docena de puertas del pasillo. En las paredes colgaban tapices que mostraban escenas de la historia de Krynn tejidas en brillantes colores. Aquí la construcción de Thorbardin, allí la edificación de la Torre de las Estrellas en Silvanost, algo más allá en el corredor el tapiz más ancho y alto de todos mostraba la unción del Príncipe de los Sacerdotes de Istar. El olor a magia flotaba en el aire: secos pétalos de rosa, amarga raíz de valeriana, aceites selváticos y el desagradable olor a cosas que llevan mucho tiempo muertas. La Torre estaba, sin duda, bañada de tal perfume, pero esa vaharada parecía fresca, como si alguien cuyas manos están permanentemente ocupadas con las herramientas de la magia acabara de pasar por allí. Al otro lado del vestíbulo, la puerta de la estancia situada, justo frente a la suya estaba abierta, sólo una rendija, por la que se filtraba una débil luz en el espacio entre la puerta y el umbral; no era la luz de las llamas, no era rojiza en absoluto, sino pálida y arremolinada, como si quisiera cambiar a otro color.

—Ah —dijo lady Kesela, apareciendo de improviso a su lado—. Eso es curioso.

Débil, con un sonido lastimero, una voz gimió:

—Sálvame.

La voz provenía de la habitación del otro lado del pasillo. Dalamar percibió algo que no había notado antes: un aura flotaba en el aire y alrededor de la estancia situada enfrente, una brillante y hormigueante carga mágica. Alguien en aquel aposento no hacía mucho que había agotado su energía en aras de la magia. El corazón de Dalamar dio un vuelco. ¡Alguien había realizado su Prueba hacía muy poco tiempo!

—¡Sálvame! ¡Oh, el desastre se acerca!

Sin decir una palabra, Kesela avanzó, apartando a Dalamar, que intentó detenerla.

—¡No! —susurró—. ¡Señora, no!

Kesela se desasió, y la voz gimió más fuerte ahora, suplicando auxilio, pidiendo ayuda al tiempo que advertía de un desastre.

—¡Señora! —Con gran osadía, el mago dio un salto y la sujetó por la manga—. Escuchadme —susurró con aspereza, mientras la luz verde llameaba, proyectando sombras que se arremolinaron sobre el suelo de losas de piedra en frenéticos dibujos—. Quienquiera que esté ahí rebosa magia, y creo que acaba de pasar su Prueba… o a lo mejor todavía lo está haciendo. No sabéis qué sucede ahí dentro, qué magia está actuando. Podría costarle la vida a un mago si interferís en su Prueba.

La mujer lo miró, con frialdad. Las joyas cosidas a su túnica centelleaban bajo la luz de las antorchas, y su rostro parecía esculpido en mármol.

—No se está celebrando ninguna Prueba, Dalamar. ¿Qué te hace pensar eso? Sólo hay magia, algo en acción, se está usando algún artefacto. Quiero verlo.

—¡Oh, ten piedad! ¡No me dejes aquí! ¡Sálvame!

Ella quería verlo, y si aquella voz era la voz de un mago que se había extralimitado en la magia, que habría puesto en funcionamiento algún objeto o conjuro, ella no vacilaría en arrebatarle el libro de la mesa, el talismán de la mano.

Pero eso era una Prueba. Dalamar lo sabía. Lo sentía en los huesos y lo sabía en su sangre donde la magia cantaba. Dentro de aquella estancia alguien pasaba sus pruebas de la Alta Hechicería y, para los magos, no había rito más sagrado.

¡Sálvame! —Como el gemido de un espectro, el grito serpenteó por el pasillo, y la luz que se filtraba por debajo de la puerta cambió a un suave tono verde, como la luz del sol al brillar por entre las hojas de los álamos—. ¡No me dejes aquí!

Kesela agarró el pomo de la puerta, y Dalamar estiró la mano para sujetarla. La mujer se volvió, con una helada expresión de rabia en los ojos como jamás había visto en ella. El miedo le atenazó el estómago como una mano de hielo, y la hechicera lanzó una carcajada al darse cuenta; luego gritó una palabra mágica y en su mano apareció una bola de fuego que vibraba resplandeciente. Dalamar sintió su calor y oyó un rugido como el del horno de un fundidor cuando Kesela lanzó el fuego con un juramento.

Con el corazón acelerado, el mago se agachó y cayó violentamente de rodillas, mientras el fuego bramaba sobre su cabeza. ¡Loca! ¡La mujer debía de haberse vuelto loca! Sólo necesitaba una palabra para dar forma a su propia magia, y mientras la murmuraba ya tenía en su mano, como una refulgente lanza, un rayo tan poderoso que podría haber sido arrancado de una tormenta. Fríamente, sin permitirse la menor cólera, al tiempo que a ella se la permitía toda, atacó, arrojando el rayo. Kesela chilló cuando el proyectil le dio de pleno en el pecho. Se oyó un chisporroteo de carne chamuscada, y el hedor del pelo quemado inundó el pasillo. La mujer se desplomó en el suelo, con los ojos desorbitados y la boca crispándose alrededor de palabras que no podía formular. Se asfixiaba, y su boca vomitaba sangre, que se derramaba por la barbilla y el cuello y oscurecía los diamantes cosidos a su negra túnica.

—¡Sálvame! ¡Oh, sálvame!

La luz palpitaba por debajo de la puerta, con un profundo tono verde, y su energía arañaba a Dalamar, erizando los pelos de su cogote, de sus brazos. Sobre su cabeza, la puerta que había estado entreabierta se abrió de par en par.

—¡Sálvame! ¡El desastre está próximo! ¡No me abandones!

Una luz verde brotó de la habitación, que a continuación quedó silenciosa y oscura. Se oyeron unos pasos ligeros, y un joven elfo vestido con una túnica blanca salió de la estancia, una estancia tan pequeña que podría haber sido un armario.

Sostenía algo en la mano, algo pequeño y redondo, y la luz de las antorchas se reflejó en ello como en un cristal. Un haz de aquella luz cayó sobre los ojos de Dalamar, y éste no pestañeó. Con gran claridad contempló la visión de un torbellino de locura, una pesadilla de gritos y masacres, de árboles que morían, de bosques que se secaban. Vio como Silvanesti se desmoronaba, como las torres de Silvanost —¡incluso la misma Torre de las Estrellas!— se fundían como cera, mientras una emanación nociva de color verde reemplazaba el aire y envenenaba a todo el que la respiraba. Las bestias corrían enloquecidas, los elfos morían entre alaridos, cada hombre, mujer y niño de su raza era arrojado al foso de su peor pesadilla. Lo vio todo antes de que la luz se extinguiera y el mago elfo se escabullera en silencio por el corredor como un ladrón envuelto en sombras. El ladrón se volvió una vez para echar una furtiva ojeada por encima del hombro, y todos los nervios del cuerpo de Dalamar se crisparon al reconocerlo: Lorac Caladon de Silvanesti.

¿Qué plaga se llevaba Lorac de la Torre de la Alta Hechicería? ¿Qué devastación caería ahora sobre el País de los Bosques? El mago se hizo estas preguntas, pero ninguna con tanto dolor como otra cosa.

—Ah, dioses —gimió—, ¿por qué lo dejé marchar?

Por el mismo motivo —musitó una voz siniestra y sincera en lo más profundo de su corazón—, por la misma razón que impediste que lady Kesela se entrometiera en una Prueba. Por la magia que amas más que cualquier otra cosa.

Una forma oscura, acurrucada y sangrante se movió, pero sólo un poco. Con la respiración convertida en un quejido, Kesela volvió a moverse, consiguiendo girar sobre su espalda. Sus ojos centelleaban, pétreos, y su boca era como una roja cuchillada en su blanco, blanquísimo rostro.

—Aprendiz —gimió, y el odio llenó el pasillo, apestando el aire. La mano de la hechicera se crispó ligeramente.

Se está muriendo, se dijo Dalamar, pero no se preocupó demasiado al respecto ni durante un tiempo excesivo. Se lo merecía aquella hechicera que había intentado entrometerse en una Prueba. Gimoteó, no obstante, como ella, y no por la muerte de la mujer o por algún dolor que él sintiera; gimió, con un sonido que resonó por todo el pasillo y se elevó hasta el alto techo de piedra, debido a una verdad que odiaba pero debía aceptar. Había enviado a Lorac Caladon al mundo exterior, de vuelta de su Prueba y a Silvanesti, con un artilugio mágico que convertiría en una ruina el País de los Bosques. Y, aun así, no habría actuado de modo diferente.

No podría haberlo hecho.

—A tanto renunciaría yo por la magia —susurró—. Incluso a esta oportunidad de impedir que una plaga se abatiera sobre mi tierra.

La mano de Kesela volvió a crisparse, y sus ojos brillaron con terrible regocijo.

—Más que eso, Dalamar Argénteo —masculló—. Más que eso…

Un siseo llenó el pasillo, como vapor que escapara de una tetera tapada, como serpientes. Descendiendo del techo, saliendo de los rincones y las sombras que acechaban, surgió una veloz marea roja, roja como el fuego, roja como la sangre. La primera oleada los tocó a ambos al mismo tiempo y el corredor se llenó de gritos. Los alaridos de la mujer; los alaridos de Dalamar al sentir que la carne se derretía sobre sus huesos, que sus huesos estallaban y dejaban escapar la médula.

Aullando, murió víctima de un tormento insoportable y envuelto en llamas. El elfo oscuro murió entre alaridos.