El auténtico tiempo se instaló en el bosque, o lo que Dalamar consideraba que debía de ser el auténtico tiempo. Había paseado bajo cielos donde el sol mostraba sólo un tiempo y una estación que el hacedor de la magia deseaba que mostrara. Ahora las sombras mudaban sobre los altos muros de piedra, moviéndose con una sutileza que el ojo paciente sabía cómo detectar. La luz cambió sobre el suelo, oscureciéndose a medida que el día envejecía, y también esto lo entendía el ojo paciente. Se acercaba la hora del crepúsculo, y como el mundo que había abandonado para acudir allí, la estación seguía siendo el verano.
El ojo paciente, el espíritu paciente, Dalamar estaba de pie fuera de la puerta que era la única brecha en la alta pared negra que rodeaba las siete torres, aunque en realidad no era una brecha, ya que estaba cerrada herméticamente. Se preguntó cómo conseguiría entrar.
En derredor, el bosque de Wayreth susurró. Las palomas murmuraron en los aleros de las torres, y el viento suspiró en los robles situados fuera de los muros. Apenas perceptible, el aroma almizcleño del ligustrum flotó en el aire, aunque no podía ni imaginar dónde crecía aquella enredadera de los setos con sus vaporosas flores. Algo pasó veloz por el suelo. Se volvió para mirar, esperando ver la sombra que lo guiaba, pero sólo se encontró con un conejo gris que se introducía entre la maleza, de modo que regresó a su contemplación.
Siete torres se alzaban por encima de tres enormes muros, una en cada punta del triángulo formado por la unión de aquellos muros, y cuatro en el interior del recinto y alzándose por encima de las demás. Las tres situadas en cada esquina donde se unían las paredes eran evidentemente torres secundarias. Dos torres altas, una en el lado norte del perímetro y la otra en el lado sur, estaban separadas por otras dos más pequeñas, delante y detrás. Una entrada franqueaba el muro, pero parecía carecer de mecanismos de abertura, al menos en ese lado.
Dalamar se acercó valientemente al muro, y la enorme antigüedad de la piedra se le dio a conocer, filtrándose la información al interior de sus huesos. No era piedra corriente. Los poetas llamaban a la piedra «los huesos de la tierra», pero el mago comprendió, allí de pie, que el material del que estaba hecho el muro era realmente eso: parte del tejido, de la esencia del mismísimo Krynn. En los muros descubrió muchas inscripciones, y se acercó para mirarlas. Pudo leer algunas —escritos mágicos para fortalecer la muralla, advertencias a los intrusos, conjuros para mantener fuera los ojos fisgones de cualquier adivinador que usara métodos de Visión—, pero otras le resultaron indescifrables, a pesar de que dominaba tres clases de escritura antigua y conocía algo de cuatro más.
Tocó la puerta y, cuando las puntas de sus dedos rozaron la madera y el acero, el aire alrededor volvió a cambiar, como lo había hecho cuando las torres aparecieron ante él. Esta vez no parpadeó, sino que observó con atención para ver qué sucedía.
El mundo no se plegó, el aire no brilló, no sucedió nada en absoluto.
Y entonces se encontró de golpe en el otro lado del muro dentro del recinto. Estaba en un patio pavimentado con relucientes losas grises, y ante él se alzaban las cuatro torres.
—Bienvenido —dijo una voz, una voz de mujer, baja y sonriente.
El mago giró con rapidez y se encontró frente a los ojos de una humana, una hechicera vestida con una túnica blanca cuyos cabellos estaban dispuestos en dos gruesas trenzas negras que le caían sobre los hombros. La reconoció, pero no por sus ropas; allí estaba su guía del bosque, traicionada por sus ojos color zafiro.
—¿Cuál —preguntó ella— es la Torre de la Alta Hechicería? ¿Te lo preguntas, verdad?
Dalamar respondió que no se preguntaba eso en absoluto, dijo que ya lo había supuesto.
—Todas ellas son la Torre. Sucede como con las runas: el nombre de una representa más que su forma. Parece que el nombre «Torre de la Alta Hechicería» representa algo más que la forma de una única estructura.
—Impresionante —repuso ella, pero su expresión, levemente divertida, decía algo más. Precoz habría sido la palabra educada; engreído era la palabra en la que pensaba—. Acompáñame.
Dalamar la siguió de cerca, pues no estaba dispuesto a permitir que lo hiciera perderse allí dentro como había hecho en el bosque. A cada paso que daba le parecía que el recinto estaba cada vez más atestado, llenándose de magos de todas las Órdenes. Algunos iban en grupos, enanos, humanos y elfos, todos conversando. La mayoría de los elfos que vio eran Túnicas Blancas, y a ninguno de los que pasaron por su lado le pareció importar que él llevara la túnica oscura del exilio. Otros magos andaban en solitario, con la cabeza gacha y absortos en alguna conversación interior. Uno, un enano cuya túnica era tan negra como la del elfo oscuro, alzó la vista al pasar, y el mago percibió su mirada como dos ardientes llamas, aunque no distinguió ningún ojo entre las sombras de la capucha del enano.
—Oh, él —dijo la mujer de los ojos color zafiro—, no te preocupes por él.
Eso dijo, pero Dalamar oyó una especie de risita en su voz, como si quisiera decir exactamente lo contrario. ¿Ten cuidado con él? ¿Préstale atención? No pudo definirlo.
Las voces de los hechiceros eran como el zumbido de una colmena, los colores de sus túnicas como un remolino de gallardetes. Lo que le resultaba más notable era que los Túnicas Blancas y los Rojas, incluso los Negras, no parecían tener problemas para estar en mutua compañía. En Tarsis y en la mayor parte del mundo exterior, los Túnicas Blancas permanecían juntos, mezclándose muy pocas veces con los Rojas y jamás con los de la orden de Dalamar.
—No es así aquí —dijo ella—. Aquí, dejamos todo el equipaje en el primer porche, por así decirlo. Aquí, no nos importa a cuál de los tres hijos mágicos honra uno u otro. Un elfo Túnica Blanca te hablará con la misma amabilidad que si llevaras un níveo brocado de seda. Fuera, es otra cosa. Aquí dentro hay paz. Si vienes aquí, vienes a estudiar, a reflexionar, a respirar el aire con magos y a hablar la lengua arcana que no entiende la gente que no siente cantar la magia en su sangre. O —siguió mientras se detenía ante la torre delantera— vienes a pasar la Prueba. —Ladeó la cabeza—. Eso es algo que enseguida sabrás, ¿no es así, Dalamar Argénteo? ¿Los rigores de la Prueba?
En el cálido aire veraniego, sintió un escalofrío, no porque ella supiera que él había ido allí para intentar pasar la Prueba de la Alta Hechicería. Era una buena suposición y muy certera. Fue porque la utilización de su antiguo nombre lo dejó helado, devolviéndolo, de repente, dolorosamente al último día pasado en Silvanesti. Ni siquiera el ahumado vino de otoño podía hacer eso.
—No soy Dalamar Argénteo —respondió—. Si mandáis a alguien a Silvanost y preguntáis allí, averiguaréis que Dalamar Argénteo no existe. Y ellos deberían saberlo. Guardan meticulosos registros.
Ella meneó la cabeza como diciendo «pero desde luego que Dalamar Argénteo existe». Sin embargo, repuso en voz alta:
—Perdona mi error. Presentémonos, entonces… y de modo correcto. Soy Regene de Schallsea, y a veces no soy lo que crees que soy. ¿Tú eres…?
—Soy Dalamar Hijo de la Noche —respondió él— y, sí, he venido aquí a pasar la Prueba.
—Algo mortífero, esa Prueba —indicó la mujer, como quien diría «son cargantes esas abejas». Lo condujo a través del recinto y más allá de los grupos de magos que charlaban—. Hay muchas cosas que querrás ver de nuestra Torre de la Alta Hechicería, pero poco a lo que tendrás acceso en estos momentos. Eres un visitante, un invitado. Ya veremos si eso cambia después de tu Prueba. Ven dentro, si estás realmente listo.
Estuvo en un tris de preguntarle qué sabía ella sobre pruebas, pero no lo hizo. La mujer se volvió para ver si la seguía, y él distinguió un vislumbre de sus ojos color zafiro, que entonces, en aquel momento al final de un largo día de verano, no le recordaron a la joven que reía sobre la roca, sino al dragón, frío y feroz, grabado en la empuñadura de marfil del cuchillo con el que se había estado dando golpecitos en la rodilla. «Soy peligrosa —decían aquellos ojos—, no te confundas conmigo». Él hizo un gesto como quien hace pasar a una dama por delante y la siguió al interior de la torre delantera.
La brillante luz del final del día se desvaneció, dejándolo parpadeante y ciego, mientras aguardaba a que sus ojos se adaptaran a la fresca oscuridad del interior. En cuanto lo hicieron, descubrió que el lugar no era más que una habitación sin ventanas, redonda, con una entrada detrás y dos puertas a derecha e izquierda. Un hechicero Túnica Roja, encorvado por la edad y con los blancos cabellos ralos sobre su cuero cabelludo, se hallaba en el centro de la estancia.
Dalamar dirigió una rápida mirada a Regene para obtener alguna indicación de ella, pero la hechicera, como de costumbre, había desaparecido.
—Sí, sí, sí —dijo el mago, con los ojos entrecerrados como si las antorchas de las paredes no prestaran la iluminación que necesitaba—. Se ha ido. Va y viene, ésa. Aquí y allí. Revoloteando. Chica-gorrión, así es como la llamo yo, y no es una chica en absoluto, ¿no es verdad?
—Yo no apostaría ni en un sentido ni en otro —repuso Dalamar, haciendo una prueba para ver si obtenía más información.
—En ese caso tienes más sentido común del que pareces tener —bufó el otro—. Ahí, ahí, ¡ve ahí!
Señaló un banco, uno que no estaba allí sólo unos momentos antes. Mullidos almohadones verdes descansaban sobre el asiento, apoyados contra el respaldo de madera de roble; su sola visión despertó en todos los músculos de Dalamar el recuerdo de que había estado andando mucho tiempo por el bosque mágico de Wayreth; colina arriba y colina abajo, atravesando prados y también bajo la luz del crepúsculo. La caminata no había sido una ilusión. Encima del banco flotaba un libro, un grueso volumen.
—Siéntate, y observa. Ve ahora, ve.
Dalamar lo hizo, y se detuvo junto al libro para ver cómo su nombre aparecía justo en el instante en que sus ojos se posaban en la página. Dalamar Argénteo. Volvió la cabeza para mirar al anciano y vio que reía en silencio.
—Sí, sí, lo sé. No eres Dalamar Argénteo. Según dices. Bien, siéntate, muchacho —indicó el hombre que, anciano como era, no tenía tantos años como Dalamar—. Siéntate, Dalamar Lo Que Seas, y espera. Ten paciencia. —Miró a derecha y a izquierda, arriba y abajo—. Saben que estás aquí.
—¿Quién lo sabe? —inquirió él, sentándose.
—Ellos lo saben. Ahora calla y espera.
Calló, se sentó y aguardó. El mago abandonó la habitación, deslizándose sin hacer ruido por el interior del pasillo que conducía a la torre sur. En una ocasión, como una sombra que pasaba rauda, Dalamar vio al enano Túnica Negra —el de la mirada abrasadora y los ojos ocultos— pasando junto a la entrada del corredor que conducía fuera de la torre delantera y al interior de la torre norte. El hechicero no se detuvo, ni siquiera volvió la cabeza, pero el elfo oscuro tuvo la sensación de que su presencia volvía a ser advertida.
***
Silenciosa como una nube que se desplaza, Ladonna, la Portavoz de la Orden de los Túnicas Negras, abandonó sus aposentos en el tercer nivel de la torre norte y descendió por la escalera, la escalinata de caracol construida en granito, arrastrando el repulgo de su túnica de seda y los aromas de la magia tras ella. Le encantaba descender con porte majestuoso por la escalera, percibir el siseo del dobladillo sobre los peldaños, y el respetuoso murmullo de los magos en los pasillos cuando ella pasaba.
—Señora, que los dioses os otorguen salud, señora… Buenas tardes, señora…
Le gustaba eso y consideraba que valía la pena el paseo para ver a los estudiantes con los brazos llenos de pergaminos darse la vuelta y contemplarla boquiabiertos, y a los mayores, con las mentes llenas de conjuros y proyectos, hacerse a un lado para dejarla pasar. Dejó atrás las habitaciones de invitados donde descansaban los visitantes, los solarios y las estancias donde los estudiantes se sentaban a examinar detenidamente viejos pergaminos y libros recién redactados. Conocía por su nombre a cada uno de los hechiceros Túnicas Negras que encontró a su paso, y reconoció a la mayor parte de los otros. Entre sonrisas y saludos, Ladonna buscaba con la mirada a uno de los Túnicas Negras, el enano que se pasaba todo el día en las bibliotecas y todas las noches en su habitación estudiando. Hacía mucho que lo conocía y no le gustaba ni siquiera un poco. Había sido una gran frustración para ella que él no hubiera muerto en la guerra. Debería haberlo hecho, porque todo el daño que había llevado a cabo entonces, había aprendido a duplicarlo ahora. Mientras andaba, lo buscaba con la vista, y no lo vio ni en el pasillo ni en el solario ni de camino a su habitación. Trasnochando en la torre sur, sin duda, merodeando por las bibliotecas como un espectro miserable. Bueno, el enano no era exactamente eso y, al mismo tiempo, tampoco dejaba de serlo.
Ése, se dijo Ladonna, jamás debiera haber sobrevivido a la Prueba.
Siguió descendiendo, saludando y recibiendo saludos, hasta llegar por fin al estudio donde el Señor de la Torre aguardaba. En el umbral de su estudio, la mujer sonrió. El hechicero aguardaba, realmente, pues aunque ella no había anunciado su visita, él la conocía. Las cosas eran así entre ellos, Ladonna y Par-Salian. Hacía muchos años que no eran amantes, pero la conexión persistía, el vínculo seguía intacto.
—Buenas tardes, mi viejecito encantador —saludó, entrando sin hacer ruido en el estudio del Señor de la Torre.
Par-Salian sonrió con una mezcla de afecto e impaciencia; le disgustaba aquella expresión y, sin embargo, el impulso que llevaba a la hechicera a pronunciarla le satisfacía. Alzó la mirada del libro abierto sobre la mesa de lustroso roble y dio un leve tirón a su rala barba blanca.
—¿Está aquí? —preguntó—. Tu elfo oscuro, ¿está él aquí?
—¿Mi elfo oscuro? —Se encogió de hombros ante aquella denominación, luego asintió; suponía que sí era su elfo oscuro, al menos era ella quien había llamado la atención del Señor de la Torre sobre él—. Está aquí. Habría estado vagando durante un tiempo por el bosque, pero Regene lo encontró. —Sus ojos centellearon con repentino regocijo—. No le resultó muy fácil, pero consiguió traerlo aquí mucho antes de lo que habría llegado él por sí mismo. El tiempo, al fin y al cabo, es nuestra moneda más preciada actualmente.
Lo era y escaseaba. Par-Salian cerró el libro y se recostó en el respaldo de su asiento con un suspiro. Suponía que debería haberse sentido más alegre, más ansioso por el inicio de la labor que pudiera llevar a cabo ese elfo oscuro, pero no se había sentido alegre ni ansioso desde hacía algún tiempo; no desde el final de la guerra. Paseó la mirada por las colgaduras de seda tejidas por una elfa en Silvanesti mucho tiempo atrás, y los delicados hilos de seda se iluminaron, dando vida a los dibujos que formaban a medida que Ladonna recorría la estancia para encender las velas con un roce de su dedo. La luz centelleó en las joyas que decoraban la primorosa fantasía de trenzas que la mujer había creado con sus plateados mechones, y refulgió en los accesorios de latón y los soportes de plata de las velas, resbalando en el engaste de plata del espejo de la pared. Las paredes repletas de libros parecieron suspirar en las sombras, con los lomos de cuero de los volúmenes iluminados. La atmósfera de la habitación estaba inundada por el aroma de hierbas y especias y por otras cosas no tan agradablemente perfumadas. Los componentes para hechizos eran deliciosos en algunas ocasiones pero no en otras. Éste era el estudio del Señor de la Torre de la Alta Hechicería.
De Wayreth, se recordó a sí mismo con cuidado, la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. En una época, sólo esta torre funcionaba, la última de las cinco torres originales. Pero no era así ahora; en ese momento otra torre más siniestra estaba también en funcionamiento.
La luz de las velas se reflejó en unos mechones plateados, y su destello atrajo la mirada de Par-Salian, que sonrió. Un mago blanco, una hechicera oscura, se habían respaldado mutuamente durante los duros tiempos de la Guerra de la Lanza cuando parecía que los dioses iban a desgarrar el mundo entre ellos. En las épocas de duda, ella había estado a su lado, y estaría, pensó, junto a él en los días aún más duros que estaban por venir. La contempló con cariño. Era ella quien le había enseñado que cada polo en el plano de la vida —Bien y Mal— tenía su lugar y su complemento. Sin el uno, no existiría el otro, y no habría equilibrio.
Par-Salian suspiró, con un sonido cansino, pues los dioses volvían a rivalizar unos con otros: Paladine contra Takhisis. Intentó imaginar qué fuerza encontraría el mundo para resistir una nueva tanda. La misma fuerza que siempre tuvo, supuso: las gentes valerosas de Krynn. Y la rivalidad era necesaria, lo sabía; Ladonna se lo había enseñado. En la rivalidad divina hay tensión, y la tensión mantiene el equilibrio. La hechicera tenía razón; la rivalidad era eterna y jamás se resolvería, pues, cualquiera que fuese el acuerdo que los mortales firmaran entre sí, Takhisis seguía intrigando, y Paladine seguía maquinando formas de desbaratar dichas intrigas. En aquellos momentos, ya una de las Señoras de los Dragones de la Reina de la Oscuridad, Kitiara Majere, empezaba a hacerse fuerte y a mostrarse inquieta en Sanction, ansiosa y lista para atacar en el nombre de la Reina de la Oscuridad, rompiendo así la paz de la Piedra Blanca. La Dama Azul se denominaba a sí misma, ya que era azul como el acero su armadura, y azul el dragón que montaba. Igual que un lobo que olfatea la debilidad, sabía que las razas y naciones que habían forjado el Tratado de la Piedra Blanca no estaban preparadas para un resurgimiento de las fuerzas de Takhisis, que pocos creían que tal cosa fuera posible, y la Señora del Dragón podía, si se le permitía adquirir poder suficiente, llevar a cabo una guerra cuyo resultado sería muy diferente al de la primera.
Por si eso no era suficiente, últimamente se había alzado otro que conspiraba pese a ambos dioses, un mago cuyo poder se había fortalecido en los pocos años de su joven vida. Raistlin Majere. Si los elfos silvanestis habían hallado motivos para darle las gracias y alabarlo por eliminar la Pesadilla de Lorac de su país, Par-Salian sabía que nadie tenía motivos para guardarle agradecimiento ahora. Era el hermanastro de la Dama Azul, aunque no su aliado. Su hermanastra tenía la ambición de gobernar naciones, pero la ambición de Raistlin era más profunda y terrible. Qué forma tomaba, el Cónclave de Hechiceros no lo sabía, pero sí sabía que el hechicero poseía el poder para romper la maldición que, desde el Cataclismo, había sellado la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y hacerse con aquel baluarte.
—Tu elfo oscuro —dijo, estirando los brazos hacia lo alto, para desentumecer los hombros cansados de estar inclinados sobre libros—. ¿Será digno, Ladonna?
La hechicera dejó atrás las hileras de velas y se acercó a la ventana. Fuera, brillaba el crepúsculo, cálido y perfumado con el aroma del bosque, un bosque mágico, un bosque guardián como los que en una ocasión se habían alzado para proteger las cinco Torres de la Alta Hechicería. El que había custodiado Daltigoth había hecho que los intrusos se sumieran en un sueño sin sueños; el que rodeaba la torre de Goodlund inflamaba a los que no eran invitados con pasiones incontroladas. Cuando Istar había reinado, el bosque que protegía la torre inducía al simple olvido de modo que los intrusos no recordaban para qué habían ido allí. El bosque de la Torre de Palanthas no era tan amable; el Robledal de Shoikan era el hogar de espectros, monstruos y terror, por lo tanto la locura era la única salida. Y, sin embargo, a pesar de que se habían construido cinco torres, quedaban sólo dos. No era imposible pensar que también la torre de Wayreth caería algún día.
—Creo… la verdad es que creo… —dijo Ladonna, apartándose de la ventana—, que éste, este Dalamar, podría muy bien ser una persona con valentía suficiente para ayudarnos a hacer lo que debemos con respecto al más peligroso de los magos de Palanthas.
El más peligroso de los magos… No pronunció su nombre; jamás lo hacía, a menos que fuera inevitable. Ladonna odiaba a Raistlin Majere, y le temía, y Par-Salian sabía lo mucho que dolía a la mujer admitir, incluso a sí misma, que ella, la Portavoz de su Orden, debía tener cuidado con el mago Túnica Negra que de un modo tan precipitado se había apoderado de la Torre de Palanthas. También sabía que si ella y Raistlin Majere tuvieran que enfrentarse en una competición ritual, la magia del hombre sería mejor que la de la hechicera, y entonces habría un nuevo portavoz de la Orden de los Túnicas Negras, uno que gobernaría desde su propia Torre y con quien Par-Salian tendría menos que buenas relaciones.
—Tu elfo oscuro…
—Dalamar Argénteo.
—Dalamar Argénteo, pues. No he oído decir que haya recibido mucha preparación formal. ¿Cuánta podría tener, en realidad? Ylle Savath de la Casa de Mística se habría arrancado los ojos antes que enseñarle magia arcana, sin embargo aquí está él con una túnica negra, llamándose a sí mismo mago.
—Lady Ylle jamás le enseñó la magia de Nuitari. —Los ojos de Ladonna centellearon—. Él es, o era, un sirviente. Ya has oído cómo funciona eso: toda la comida, ropas y trabajo que quieras. Pero nada más que eso. Ella apenas le permitió recibir instrucción, y sólo le dio un poco a regañadientes para evitar que se dedicara a la magia aberrante… —sonrió agriamente— o a la magia oscura. No, tiene muy poco adiestramiento formal, un poco de la magia de los elfos fronterizos, un poco de magia Blanca, y todo lo demás lo ha aprendido por su cuenta. Pero también es cierto que Dalamar lleva tres años de exilio, y esto lo sabes tan bien como yo: si eso no mata a uno de su raza, lo hace más fuerte y astuto de lo normal. —Ladeó la cabeza para sonreírle, con una sonrisa cansina—. Lo es, fuerte y astuto. Y es, o podría ser, nuestro hombre.
El viento susurró por el bosque, y un búho chilló en una de las torres del muro protector. Lejos de allí en Palanthas, los espectros gimieron en el Robledal de Shoikan, sin duda música en los oídos de un mago renegado que podía convertir en simple recuerdo los planes de dioses y hombres.
—¿Y qué hay que hacer con tu elfo oscuro? —inquirió Par-Salian.
Ladonna se encogió de hombros, pero aquel gesto negligente no ocultó la chispa de sus ojos, su súbita satisfacción.
—Debe pasar su Prueba. Sólo cuando salga de ella vivo sabré que es la persona indicada. Si fracasa… bueno, si fracasa, recogeremos los pedazos y buscaremos a otro, porque hay que hacer algo con respecto a Palanthas.
En aquella cuestión, los dos estaban de acuerdo.
—Muy bien —repuso Par-Salian—, puedes dejarme la cuestión a mí. ¿Dónde está?
—Esperando todavía en la zona de acogida de la torre delantera.
—Un lugar tan bueno como cualquier otro. —El hechicero se encogió de hombros.
Ella sonrió y alabó su sagacidad, luego se instaló cómodamente en un rincón del enorme sillón situado cerca de la ventana, a escuchar la noche y los búhos mientras el Señor de la Torre regresaba a su lectura. Finalizada la conversación sobre el elfo oscuro, todavía le quedaba por considerar el asunto del enano. Si pudiera hacerlo desterrar de la Torre, lo haría al instante, pero el hechicero no había hecho nada para merecerlo, al menos no todavía. En ese viaje a la Torre, el enano había llegado cargado de regalos, objetos mágicos que había hallado en sus viajes.
—Y libros para la biblioteca —le dijo, realizando una profunda reverencia para remedar el respeto que no sentía—. Paso tanto tiempo aquí, que me pareció justo ofrecer algo a cambio. —Había sonreído, mostrando apenas los dientes, pero sus ojos no se habían iluminado al hacerlo, aunque ella casi nunca los veía iluminarse con ninguna clase de emoción.
Por la noche de Nuitari, se dijo la hechicera, ¿cuánto más tiempo puede vivir ese montón de carne putrefacta y huesos? Se estremeció un poco. La envoltura exterior del enano no tenía por qué vivir mucho tiempo, ¿no era así? Sólo la mente para entrar y salir de los avatares que se fabricaba.
La brisa proveniente del bosque acarició con mano helada su piel. Un búho chilló de improviso, con voz aguda y penetrante; un conejo gritó, atrapado. Ladonna contempló la luz de las lunas roja y plata que centelleaba en las joyas de sus dedos cubiertos de anillos, y sintió que la luna oscura se encrespaba en su corazón, como si un dios le comunicara una advertencia. Había oído esa advertencia antes, y no la había olvidado. Raistlin Majere era un problema, no lo negaba, y su hermanastra la Dama Azul era otro. Puesto que ella no era hechicera, la Señora del Dragón empleaba a los magos más poderosos, y el mejor de ellos, el más astuto y depravado, permanecía despierto en la biblioteca esa noche, un enano que se dedicaba a leer y estudiar para crear magia más poderosa y feroz para su señora. Eran esclavos de Takhisis, aquellos dos, la Dama Azul y el enano.
Tramd el de las Tinieblas se llamaba a sí mismo. Tramd Rumbo al Abismo, lo llamaba Ladonna, y le habría gustado enviarlo allí cuanto antes.
Al otro lado de la ventana, las tres lunas avanzaban por el cielo, cada una era la señal de una de las tres criaturas mágicas, Solinari, Lunitari y Nuitari. Se movían siguiendo sendas armónicas, con un ritmo ininterrumpido que las mecía a través del cielo. Eran permanentemente la imagen del equilibrio que mantenía al mundo en rotación, que permitía el paso de las estaciones, el discurrir de la magia, y sin ese equilibrio, el mundo se derrumbaría en el caos. La Dama Azul amenazaba aquel equilibrio, ella y su siniestro mago enano.
Estamos sitiados, se dijo. Por una parte, por una Señora del Dragón que querría desgarrar el mundo en dos y depositar el sangrante cadáver en las manos de la Reina de la Oscuridad; por la otra, por un hechicero que se había apoderado de una Torre de la Alta Hechicería y pensaba que era una buena idea desafiar a los mismos dioses, a los del Bien, a los de la Neutralidad y a los del Mal.
Un libro se cerró con un fuerte golpe.
El Señor de la Torre de la Alta Hechicería se levantó de su escritorio y dejó caer un casto beso en la mejilla de la mujer al pasar. «Ha ido a ver al elfo oscuro», pensó ésta. Luego, con una sonrisa, se recostó en los almohadones para observar el trayecto de las lunas.
El elfo oscuro y el enano… tal vez había un modo de solucionarlo todo a la vez.